Santiago Caputo ha sido llamado —no sin intención irónica— El Mago del Kremlin, en referencia a Vladislav Surkov, el enigmático estratega ruso que diseñó durante dos décadas el simulacro político de la era Putin. Como Surkov, Caputo no ocupa cargos visibles ni da declaraciones públicas con frecuencia. Prefiere operar desde las sombras, cultivando una estética del enigma, del poder sin rostro. Pero a diferencia de su modelo ruso, que desplegaba una maquinaria sofisticada de manipulación simbólica y narrativa, Caputo parece encarnar una versión precarizada y profundamente afectada por el propio desgaste de esa lógica. No hay en él un maestro de la simulación, sino un médium consumido por la propia pulsión del régimen que alimenta. La amenaza al reportero gráfico Antonio Becerra no es un desliz, sino una forma de irrupción performática: el momento en que el titiritero se asoma a escena y muestra que detrás del mito del estratega hay un cuerpo cansado, desbordado, al borde del colapso. Un Surkov sin escenografía. Un mago sin telón.
La amenaza al reportero gráfico Antonio Becerra no es un desliz, sino una forma de irrupción performática: el momento en que el titiritero se asoma a escena y muestra un cuerpo cansado.
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El estratega que quiere ser ícono
Santiago Caputo no da entrevistas, no declara en público, no debate, no escribe columnas. Dice que no habla con la prensa. Pero no quiere desaparecer. Quiere ser retratado pero en sus propios términos. Su proyecto no es el del estratega en las sombras, sino el del estratega-fetiche. Caputo posa, expone su perfil, elige con cuidado sus apariciones y se presenta (o pretende presentarse) como un sex symbol de la nueva política argentina. No seduce con ideas, sino con siluetas. Su silencio no es abstención, es coreografía. Su negativa a hablar es una forma de marcar el terreno del deseo: él decide cuándo se lo mira, desde qué ángulo, con qué lente. Lo suyo no es el anonimato: es el control del relato visual. Quiere encarnar una masculinidad desbordada, punk, provocadora, como si llevara en el cuerpo los excesos que predica discursivamente su espacio político. No se oculta: se sobreexpone para controlar.
Caputo posa, elige con cuidado sus apariciones y se presenta (o pretende presentarse) como un sex symbol de la nueva política argentina. No seduce con ideas, sino con siluetas. La xonga de Becerra al hacer click acaba con esto.
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Un Surkov sin densidad

La comparación con el arquitecto de un sistema basado en la confusión deliberada, el simulacro y la fragmentación programada del discurso político de Vladimir Putin, tan afín, en tanto estética al Trumpismo actual se disuelve en su enunciación. Pero la comparación se agota rápido. Surkov fue un lector de Deleuze, un dramaturgo frustrado, un ingeniero del relato que usaba la cultura como campo de batalla ideológica. Caputo, en cambio, no construye ambigüedad sino espectáculo. No manipula los discursos desde la complejidad, sino desde la repetición brutal. Surkov trabajaba en el pliegue entre el teatro y el poder; Caputo se sitúa más cerca del influencer hipervisible que se niega a ser citado. Su silencio no es sofisticación estratégica, sino precariedad discursiva. Donde Surkov disolvía la verdad en versiones, Caputo ofrece una única narrativa autoritaria amplificada por memes. Si Surkov diseñó un régimen que funcionaba como ficción, Caputo se limita a impostar la pose de estratega en un gobierno que ya es, en sí mismo, una caricatura.
Caputo no construye ambigüedad sino espectáculo. No manipula los discursos desde la complejidad, sino desde la repetición brutal. Surkov trabajaba en el pliegue entre el teatro y el poder; Caputo, a la larga, es un influencer.
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El linaje de los gestos
El gesto de Santiago Caputo hacia Antonio Becerra no fue sólo una amenaza: fue un gesto de clase. De casta. Caputo avanzó sobre Becerra como quien protege un espacio simbólico que le pertenece. Le arrebató la imagen credencial de prensa, le tomó una foto con su propio teléfono —una inversión perversa del orden mediático— y pretendió expulsarlo del espacio escénico. Pero lo que estaba en juego no era solo una disputa entre un asesor presidencial y un reportero gráfico. Era también el enfrentamiento entre dos herencias. Caputo, sobrino del poder macrista y heredero del marketing político como forma de control, contra Becerra, hijo de un reconocido periodista gráfico, formado en la calle, habituado al conflicto, a la dignidad del oficio si es que algo queda en el periodismo de eso. En esa escena mínima, un operador del Estado intenta disciplinar a quien ejerce un derecho constitucional con una cámara. Pero Becerra no baja la lente. No retrocede. Sigue fotografiando. Lo que se captura no es sólo la amenaza: es el rostro del que amenaza, y lo que ese rostro revela.
Entre Becerra y Caputo lo que estaba en juego no era solo una disputa entre un asesor presidencial y un reportero gráfico. Era también el enfrentamiento entre dos herencias: una mucho más nombre que la otra.
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El rostro que no se puede controlar: La falta de poder real de Caputo
La foto que Antonio Becerra logra sacar —a pesar del intento de intimidación— no es solo un documento. Es una imagen que fractura la construcción performática de Santiago Caputo. No lo muestra como quiere ser visto, sino como es. Demacrado, con la piel opaca, los ojos hundidos, la ropa desalineada, los rasgos tensos por días sin dormir. El estratega que posaba como ícono libertario aparece, por un instante, sin guión. No hay seducción, no hay aura: hay agotamiento, hay cuerpo. Esa imagen destruye el relato. Es la aparición de lo real en medio del espectáculo. Y es Becerra —el fotógrafo amenazado— quien la captura. Lo hace con la ética del oficio, sin dramatismo ni revancha, simplemente cumpliendo su función: mirar cuando otros quieren impedirlo y no temer. Por eso la foto duele tanto. Porque muestra algo que Caputo no puede editar. Porque fija en un primer plano el colapso que el Estado intenta ocultar. Ahí hubieron dos penes pero un sólo falo, el del fotógrafo.
La foto duele porque muestra algo que Caputo no puede editar. Hace primer plano del colapso que el Estado intenta ocultar. Ahí hubieron dos penes pero un sólo falo, el del fotógrafo.
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La trama del derrumbe
El rostro de Caputo no está solo. Lo acompaña una constelación de vínculos que refuerzan la intuición de que algo está fuera de control. Andrea Vianini, su amigo cercano, es hijo de Dolores Blaquier, presa por narcotráfico en una causa que embarró al linaje más ilustre de la oligarquía argentina. Hoy, Vianini, como su pareja Esmeralda Mitre, está excluido de su entorno familiar: desplazados ambos de sus herencias simbólicas, convertidos en satélites de un poder mediático marginal, pero ruidoso. El mejor amigo de Mitre, Martín Ortega, fue internado ayer por consumo problemático de drogas. No se trata de un señalamiento moral, sino de advertir un patrón: los que orbitan esta galaxia de poder performático, tarde o temprano, colapsan. En ese entorno, la cocaína no es un exceso sino una costumbre, una moneda de pertenencia. Pero su efecto, en la larga duración, es devastador: corroe el juicio, el cuerpo, la estabilidad emocional. Deteriora no solo la salud sino también la integridad ética, la capacidad de distinguir entre poder y violencia, entre espectáculo y responsabilidad. Caputo, que se resiste al lenguaje pero no a la exposición, empieza a encarnar ese desgaste. En su rostro —en esa foto— no solo se ve a un asesor presidencial: se ve la fragilidad de toda una escena social que juega con fuego desde hace años y empieza a quemarse.

La imagen que exige consecuencias
Más allá de la amenaza —grave, persecutoria, inadmisible— lo verdaderamente devastador es que Antonio Becerra logró sacar una foto que destruye el relato de Santiago Caputo. Porque no muestra a un estratega brillante ni a un provocador magnético, sino a un hombre deteriorado, con signos evidentes de insomnio crónico, estrés agudo y posible consumo problemático. Es una imagen que debería activar alarmas, no solo morales sino institucionales. Caputo no es un militante, ni un artista, ni un agitador cultural: es el principal asesor del presidente de la Nación. Maneja información sensible, diseña operaciones, coordina discursos. Ocupa un lugar de poder que requiere estabilidad, juicio, responsabilidad. En cualquier democracia seria, una imagen así motivaría una evaluación formal de su aptitud. En Estados Unidos, por ejemplo, Peter Hegseth fue apartado de una nominación clave en el Pentágono cuando su estilo de vida, sus declaraciones y su desequilibrio emocional encendieron alarmas en los comités de seguridad. En la Argentina de Milei, en cambio, la descomposición se estetiza, se erotiza, se sublima como rebeldía. Pero hay un límite: cuando el cuerpo que habla en nombre del Estado es un cuerpo en crisis, lo que se erosiona no es solo la imagen de un asesor. Es la legitimidad misma del poder.
Antonio Becerra logró sacar una foto que destruye el relato de Santiago Caputo. Porque no muestra a un estratega brillante ni a un provocador magnético, sino a un consumidor. Y esto alarma.
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La fotografía como supervivencia
Toda fotografía es, en el fondo, una anticipación de la muerte. Roland Barthes lo escribió con una claridad insoportable: el retratado está vivo cuando se toma la imagen, pero ya está destinado a morir. Cada foto es una reliquia de lo que dejará de ser. Por eso la imagen capturada por Antonio Becerra duele: porque sobrevive a Caputo, incluso mientras lo expone. Lo fija en un estado de desgaste que, aun si es transitorio, se vuelve permanente en el tiempo fotográfico. A diferencia del video, que se mueve y fluye, la foto detiene el cuerpo. Lo inmoviliza. Y en ese gesto, lo juzga. Susan Sontag escribió que fotografiar a alguien es ejercer sobre él un acto simbólico de posesión. Pero en este caso, la foto no es posesión: es evidencia. No sirve para coleccionar ni para estetizar. Sirve para mostrar lo que el discurso niega. La foto que sobrevive al retratado es también, en este caso, una prueba contra el relato de invulnerabilidad que Caputo quiere sostener. La cámara de Becerra no captura un instante: captura una verdad que no puede ser negada sin violencia.
La imagen capturada por Antonio Becerra duele: porque sobrevive a Caputo, incluso mientras lo expone. Lo fija en un estado de desgaste que, aun si es transitorio, se vuelve permanente en el tiempo fotográfico
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El cuerpo que amenaza
Caputo camina como si estuviera en un spaghetti western: pasos largos, pecho inflado, mirada firme. Una masculinidad caricaturesca que busca intimidar, pero que a cada paso revela su fragilidad. Porque esa performatividad hiper masculina sólo se activa cuando está respaldada por el aparato del Estado. Caputo nunca amenaza solo. Siempre lo hace desde un dispositivo de poder: una tarima oficial, una escenografía ministerial, una custodia institucional. Su cuerpo habla, pero no sostiene. Es un cuerpo que quiere imponer miedo, pero que transmite extenuación. En ese andar exagerado, en ese rostro desencajado, se despliega una tensión: la del macho alfa que ya no puede con su propia maquinaria.
El disparo que fija el poder
En inglés, a disparar una cámara se le dice to shoot. Pero cuando se toma una foto con un celular, el verbo cambia: to take. Entre Becerra y Caputo se enfrentaron dos formas de usar la imagen. Caputo “toma” una foto para intimidar, para registrar la credencial del periodista, para ejercer vigilancia. Becerra “dispara” su cámara como un acto político, estético y ético. Su shot no solo expone el rostro de quien lo amenaza: expone que alguien no elegido por el pueblo está ejerciendo un poder excesivo, en condiciones posiblemente incompatibles con su cargo. Caputo necesita dormir. Necesita parar. Porque su cuerpo, ahora, es una alerta institucional. Esa masculinidad performática, montada sobre el Estado, ya no erotiza: inquieta. Y es aquí donde vale la comparación con Feda Baeza. Si durante el kirchnerismo las políticas de identidad fueron instrumentalizadas desde el Estado por figuras intocables como Baeza, hoy es el machismo libertario el que se encarna en cuerpos sin ley, también intocables, también protegidos. El problema no es la representación. Es el poder sin límites. Y la imagen, cuando es precisa, lo revela todo.
Caputo necesita dormir. Necesita parar. Porque su cuerpo, ahora, es una alerta institucional. Esa masculinidad performática, montada sobre el Estado, ya no erotiza: inquieta
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The Camera as Queen: Becerra Moves the Bishop in Defense of Besieged Journalism, Leaving Caputo in Check
The Strategist Who Wants to Be an Icon
Santiago Caputo doesn’t give interviews, doesn’t speak in public, doesn’t debate, doesn’t write columns. He says he doesn’t talk to the press. But he doesn’t want to disappear. He wants to be photographed. His project is not that of the shadow strategist, but of the strategist-as-fetish. Caputo poses, exposes his profile, carefully curates his appearances, and presents himself as a sex symbol of the new Argentine politics. He doesn’t seduce with ideas, but with silhouettes. His silence is not abstention—it’s choreography. His refusal to speak is a way of staking out the terrain of desire: he decides when he is seen, from which angle, and through which lens. His isn’t anonymity; it’s control over the visual narrative. He seeks to embody an overcharged, punk, provocative masculinity, as if his body itself expressed the excesses his political space promotes. He doesn’t hide: he overexposes himself to dominate.
Santiago Caputo’s silence is not abstention—it’s choreography. His refusal to speak is a way of staking out the terrain of desire: he decides when he is seen, from which angle, and through which lens. His isn’t anonymity; it’s control over the visual narrative.
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A Surkov Without Substance
Santiago Caputo has been compared to Vladislav Surkov, the intellectual architect of Putinism, designer of a system based on deliberate confusion, simulation, and the programmed fragmentation of political discourse. But the comparison wears thin quickly. Surkov read Deleuze, was a failed playwright, a narrative engineer who used culture as an ideological battleground. Caputo, by contrast, doesn’t build ambiguity but spectacle. He doesn’t manipulate discourse through complexity but through brutal repetition. Surkov worked in the folds between theater and power; Caputo aligns more closely with the hypervisible influencer who refuses to be quoted. His silence isn’t strategic sophistication, but discursive precariousness. Where Surkov dissolved truth into conflicting versions, Caputo offers a single authoritarian narrative amplified through memes. If Surkov designed a regime that functioned like fiction, Caputo merely mimics the pose of a strategist in a government that is already, in itself, a caricature. The difference is not just stylistic—it’s historical density.
Where Surkov dissolved truth into conflicting versions, Caputo offers a single authoritarian narrative amplified through memes. If Surkov designed a regime that functioned like fiction, Caputo merely mimics the pose of a strategist in a government that is already, in itself, a caricature.
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The Lineage of Gestures
Caputo’s gesture toward Antonio Becerra wasn’t just a threat: it was a gesture of class. Of caste. Caputo approached Becerra as someone defending a symbolic space he believes is his. He snatched the press credential, took a photo of it with his own phone—a perverse inversion of the media order—and expelled the photographer from the scene. But the clash wasn’t only between a presidential adviser and a photojournalist. It was also between two inheritances. Caputo, nephew of Macrista power and heir to political marketing as a form of control, versus Becerra, son of a renowned photojournalist, trained in the field, grounded in conflict and professional dignity. In that minimal scene, a state operator tries to discipline someone exercising a constitutional right with a camera. But Becerra doesn’t lower his lens. He doesn’t back down. He keeps shooting. What’s captured isn’t just the threat—it’s the face of the one who threatens, and what that face reveals.
Becerra doesn’t lower his lens. He doesn’t back down. He keeps shooting. What’s captured isn’t just the threat—it’s the face of the one who threatens.
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The Face That Can’t Be Controlled
The photo Antonio Becerra managed to take—despite the attempt at intimidation—is more than a document. It’s an image that fractures Santiago Caputo’s performative construction. It doesn’t show him as he wants to be seen, but as he is. Gaunt, with dull skin, sunken eyes, wrinkled clothes, features strained from sleepless nights. The strategist who posed as a libertarian icon appears, for a moment, unscripted. No seduction, no aura: just exhaustion, just body. That image breaks the spell. It is the intrusion of the real into the spectacle. And Becerra—the threatened photographer—is the one who captures it. He does so with the ethics of his craft, without drama or revenge, simply by doing his job: looking when others want to prevent it. That’s why the photo stings. Because it shows something Caputo cannot edit. Because it freezes, in close-up, the collapse the state wants to conceal.
That image breaks the spell. It is the intrusion of the real into the spectacle. Becerra—the threatened photographer—captures it with the ethics of his craft, without drama, simply by doing his job.
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The Collapse Network
Caputo’s face does not stand alone. It’s surrounded by a constellation of relationships that reinforce the intuition that something is unraveling. Andrea Vianini, a close friend, is the son of Dolores Blaquier, who was imprisoned for drug trafficking in a case that tainted Argentina’s most elite lineage. Today, Vianini—like his partner Esmeralda Mitre—is estranged from his family: both exiled from their symbolic inheritances, orbiting a marginal yet noisy media power. Mitre’s best friend, Martín Ortega, was hospitalized yesterday for drug-related issues. This isn’t moralism—it’s pattern recognition. Those who circle this galaxy of performative power eventually collapse. In that context, cocaine isn’t an excess—it’s a habit, a social currency. But in the long term, it’s corrosive: it eats away at judgment, the body, emotional stability. It degrades not only health but ethical integrity—the ability to distinguish between power and violence, between spectacle and responsibility. Caputo resists language but not exposure; he’s beginning to embody that erosion. In his face—in that photo—you don’t just see a presidential adviser. You see the fragility of a social scene playing with fire for too long, now beginning to burn.
The Image That Demands Consequences
Becerra’s is an image that should raise institutional alarms. Caputo is not an activist, nor an artist, nor a cultural agitator—he is the president’s chief adviser. He handles sensitive information that demands judgment.
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Beyond the threat—serious, persecutory, unacceptable—the truly devastating part is that Becerra took a photo that obliterates Caputo’s narrative. It doesn’t show a brilliant strategist or a magnetic provocateur, but a man deteriorating, with visible signs of chronic insomnia, acute stress, and possible substance abuse. It’s an image that should raise institutional alarms. Caputo is not an activist, nor an artist, nor a cultural agitator—he is the president’s chief adviser. He handles sensitive information, crafts operations, coordinates messaging. He holds a position of power that demands stability, judgment, responsibility. In any serious democracy, such an image would prompt a formal assessment of his fitness. In the U.S., Peter Hegseth—floated by Trump for a key Pentagon post—was ultimately sidelined due to erratic behavior and ideological extremism. In Milei’s Argentina, however, decomposition is stylized, eroticized, sublimated as rebellion. But there’s a limit: when the body that speaks for the state is a body in crisis, what erodes is not just the image of an adviser—it’s the legitimacy of power itself.

Photography as Survival
Every photograph is, at its core, an anticipation of death. Roland Barthes wrote this with unbearable clarity: the subject is alive when the photo is taken, but already destined to die. Every image is a relic of what will no longer be. That’s why the photo Becerra took is painful—because it survives Caputo even as it exposes him. It captures him in a state of breakdown that, even if temporary, becomes permanent in photographic time. Unlike video, which moves and flows, photography freezes the body. It immobilizes it. And in doing so, it judges. Susan Sontag wrote that photographing someone is a symbolic act of possession. But this photo isn’t possession—it’s evidence. It’s not for collecting or aestheticizing. It reveals what discourse denies. The photo that outlives its subject is, in this case, also proof against the narrative of invulnerability Caputo tries to uphold. Becerra’s camera doesn’t capture a moment—it captures a truth that cannot be denied without violence.
The Body That Threatens
Caputo walks like he’s in a spaghetti western: long strides, chest out, eyes locked. A cartoonish masculinity meant to intimidate, but that with each step reveals its fragility. Because that hypermasculine performance only activates when backed by state apparatus. Caputo never threatens alone. He always does so through a device of power: an official platform, a ministerial stage, institutional protection. His body speaks, but it doesn’t sustain. It’s a body trying to impose fear, but transmitting exhaustion. In that exaggerated gait, in that drawn face, a tension unfolds: the alpha male who can no longer bear his own machinery.

The Shot That Fixes Power
In English, to fire a camera is to shoot. But with a phone, one merely takes a picture. Between Becerra and Caputo, two ways of using the image collided. Caputo “takes” a picture to intimidate, to record the photographer’s ID, to exercise surveillance. Becerra “shoots” his camera as a political, aesthetic, and ethical act. His shot doesn’t just expose the face of the man threatening him—it reveals that someone unelected is wielding excessive power, possibly no longer fit to occupy the role due to his own excesses. Caputo needs sleep. He needs to stop. Because his body is now an institutional warning. That performative masculinity, mounted atop the state, no longer eroticizes—it unsettles. And this is where the comparison with Feda Baeza becomes useful. If, under Kirchnerism, identity politics were instrumentalized from above by untouchable figures like Baeza, today it is libertarian machismo that incarnates itself in lawless, protected bodies. The problem is not representation. It’s power without limits. And the image—when precise—reveals it all.





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