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Hay premios literarios que consagran libros y otros que consagran diagnósticos. El Premio Herralde 2025, otorgado a Pablo Maurette por El contrabando ejemplar, pertenece a la segunda categoría. No celebró una obra sino una coyuntura: la de una literatura latinoamericana domesticada por el mercado global, que convierte su melancolía histórica en capital simbólico.

Maurette —porteño, nacido en los setenta, formado en la Universidad de Buenos Aires y doctorado en Chicago— pertenece a esa generación de académicos globalizados que manejan la cultura argentina como una lengua muerta. Su carrera universitaria (enseñó en Florida State, donde dictó cursos de humanidades comparadas y literatura renacentista) lo ubicó en la órbita del intelectual transatlántico: ese sujeto anfibio que domina los códigos de la teoría anglosajona sin perder el acento del sur. Sin embargo, algo siempre se pierde en ese salto. No proviene de la elite económica tradicional, pero sí de la élite del saber: esa nueva clase media ilustrada que reemplazó el apellido por el currículum.
El Premio Herralde 2025, otorgado a Pablo Maurette por El contrabando ejemplar, pertenece a la segunda categoría. No celebró una obra sino una coyuntura: la de una literatura latinoamericana domesticada por el mercado global, que convierte su melancolía histórica en capital simbólico.
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En ese sentido, El contrabando ejemplar es una novela coherente con su biografía. Narra la historia de Pablo, un escritor argentino instalado en Madrid que se apropia de un manuscrito inacabado dejado por su amigo y mentor Eduardo, muerto en circunstancias ambiguas. El manuscrito —una suerte de intento fallido de “gran novela argentina”— pretendía explicar “por qué el país que pudo ser grande no lo fue”. Al hacerse cargo de ese legado, el protagonista entra en un juego de espejos donde se confunden autoría, identidad y culpa. Lo que sigue es un viaje entre siglos y geografías: del contrabando colonial en el Río de la Plata al presente desencantado de una nación que ya sólo existe como literatura.
El libro, editado por Anagrama, se promociona como una “galería de personajes excéntricos” y una “relectura humorística de la historia argentina”. El País celebró su “hibridación de géneros y erudición lúdica”, La Vanguardia habló de “una novela que homenajea al plagio con inteligencia y desparpajo”, y La Nación elogió “el retorno de la ficción ambiciosa frente al intimismo terapéutico del siglo XXI”. Las tres frases, leídas juntas, describen mejor que ninguna reseña el estado actual de la crítica cultural: una retórica de la exaltación vacía, incapaz de formular una pregunta. Porque la pregunta que El contrabando ejemplar exige no es si es buena o mala novela, sino qué operación ejecuta. Qué hace con la historia, con la idea de nación y, sobre todo, con la noción misma de literatura en tiempos de saturación y copia.
La pregunta que El contrabando ejemplar exige no es si es buena o mala novela, sino qué operación ejecuta. Qué hace con la historia, con la idea de nación y, sobre todo, con la noción misma de literatura en tiempos de saturación y copia.
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Paramnesia
Maurette se apropia de un término clínico —paramnesia— para convertirlo en poética. En psiquiatría, la palabra designa una alteración de la memoria: el sujeto recuerda lo que no vivió o confunde lo real con lo imaginado. En su novela, la Argentina entera sufre esa enfermedad. El país no recuerda su pasado; lo inventa retroactivamente, mezclando mitos fundacionales con excusas históricas. El narrador, que reescribe el manuscrito ajeno, es la metáfora de esa nación que vive de versiones, incapaz de distinguir entre el hecho y su relato. Pero esta es la naturaleza de la historia como disciplina, colonial por definición. Lo que en un principio parece una ironía borgeana —“la patria como plagio”— se transforma, página a página, en una psicopatología nacional: una colectividad que disocia para no reconocer su violencia originaria. Como si el trauma colonial, la matanza indígena o el saqueo económico pudieran sublimarse en literatura.
Lo que en un principio parece una ironía borgeana —“la patria como plagio”— se transforma, página a página, en una psicopatología nacional: una colectividad que disocia para no reconocer su violencia originaria. Maurette queda preso de su propia red al sublimar esa violencia en postmodernismo.
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Esa es la primera gran maniobra de Maurette: transformar el síntoma en estilo. Su prosa es fluida, a veces brillante, pero se sostiene sobre una estetización del fracaso. Lo argentino, en su universo, no es una historia de dominación sino un malentendido ontológico. El problema no es la injusticia, sino la desproporción entre ambición y destino. La patria como neurosis, no como estructura material de poder. En eso, la novela no se distancia tanto de Borges como aparenta. Hereda su idea de que la nación es un género literario. Lo que Borges imaginó como gesto cosmopolita —la capacidad argentina de apropiarse de todas las tradiciones sin deberle fidelidad a ninguna— reaparece en Maurette como patología anunciada pero también internalizada. Pero en ambos casos, la historia material desaparece: el hambre, la clase, la sangre quedan fuera del campo narrativo.
Maurette hereda lo que Borges imaginó como gesto cosmopolita —la capacidad argentina de apropiarse de todas las tradiciones sin deberle fidelidad a ninguna. En esta novela, la patología anunciada aparece internalizada. Cómo en Borges, la historia material desaparece: el hambre, la clase, la sangre quedan fuera del campo narrativo.
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El contrabando ejemplar lleva esa indiferencia a un nuevo nivel. Sus personajes —Pietro Malaspina, Zebulão Mendes, la tía Chiquita, el monstruo querandí— son tipos, no sujetos. Representan momentos de la identidad argentina: el inmigrante, el converso, la matriarca, el indígena maldito. Pero ninguno de ellos tiene voluntad política: todos están atrapados en una coreografía barroca donde el exceso sustituye al conflicto.
El contrabando ejemplar lleva esa indiferencia a un nuevo nivel. Sus personajes son tipos, no sujetos. Representan momentos de la identidad argentina pero carecen de voluntad política: todos están atrapados en una coreografía barroca donde el exceso sustituye al conflicto.
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El “monstruo querandí”, por ejemplo, es el resultado de una unión entre una mujer indígena y un conquistador español. El niño nace deforme y muere al poco tiempo; sus restos son enterrados bajo la catedral de Buenos Aires para conjurar una maldición. En esa escena —tan eficaz como simbólicamente irresponsable— Maurette condensa el núcleo de su poética: el mestizaje no como historia de violencia, sino como leyenda gótica. Lo indígena no habla: maldice. No funda: contamina. La diferencia étnica se convierte en moralidad postmoderna. Esto es muy grave.
En su tratamiento del indígena —tan eficaz como simbólicamente irresponsable— Maurette condensa el núcleo de su poética: el mestizaje no como historia de violencia, sino como leyenda gótica. Lo indígena no habla: maldice. No funda: contamina.
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La Hibridez como Coartada: El Anti-San Pedro Querandí
Este gesto —que los medios llaman “hibridación” con tono celebratorio— es, en verdad, un exorcismo de la culpa. La novela presenta la mezcla racial, cultural y simbólica como una forma de redención estética. “La Argentina —dice uno de los personajes— nació del contrabando y la herejía; eso explica su destino errático.” La frase, que parece autocrítica, es en realidad una absolución: si el pecado es origen, no hay responsabilidad posible. Ahí aparece la segunda gran operación ideológica del libro: la hibridez como coartada. En vez de interrogar la relación entre colonia y metrópoli, la novela la estetiza como mestizaje cultural. Y en ese punto, El contrabando ejemplar encaja perfectamente en el discurso global del poscolonialismo tardío: celebrar la mezcla sin pensar quién mezcla a quién, ni con qué violencia.
El posmodernismo y el poscolonialismo, agotados ya como marcos críticos, sobreviven aquí como ornamento teórico y creo que esto es lo que se premió. Esto no es triunfo sino melancolía. Maurette usa el colonialismo como legitimación discursiva, del mismo modo que Anagrama los usa como etiqueta de exportación. La novela repite la retórica del descentramiento, de la pluralidad de voces, de la crisis de los metarrelatos, pero siempre dentro de un dispositivo que garantiza la legibilidad global del producto. En ese sentido, su idea de nación es puramente textual. La patria no es un territorio sino un palimpsesto; una superficie sobre la cual se escriben versiones incompatibles. A primera vista, esto podría leerse como crítica lúcida. Pero el resultado es otro: al sustituir la historia por la narración, el libro neutraliza la política. La nación deja de ser campo de disputa para convertirse en marca estilística.
Cuando El País afirma que Maurette “construye un fresco nacional con resonancias universales”, lo que en realidad dice —sin saberlo— es que el autor logra convertir lo local en mercancía global. Lo universal, en la lógica editorial contemporánea, no es lo común sino lo vendible. Ahí entra el segundo eje: la idea de globalismo. Maurette no escribe desde la periferia sino desde su institucionalización. Su Argentina es un producto curado para el mercado internacional: exótica, melancólica, irónica, perfectamente exportable. Su formación norteamericana y su residencia europea le otorgan lo que podríamos llamar “credencial de tránsito”: la autoridad del nativo que ya no pertenece. Otro ‘informante nativo’?
Su Argentina es un producto curado para el mercado internacional: exótica, melancólica, irónica, perfectamente exportable. Su formación norteamericana y su residencia europea le otorgan lo que podríamos llamar “credencial de tránsito”: la autoridad del nativo que ya no pertenece. Otro ‘informante nativo’?
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Dependencia refinada
El globalismo, en El contrabando ejemplar, funciona como redención. La historia argentina, con sus fracasos y contradicciones, se resuelve en el espacio literario global, donde todo se convierte en cita y donde la tragedia local puede ser leída como parábola universal. El país que no fue se transforma en una metáfora elegante para lectores del norte y una excusa para el argentino blanco lector de Palermo. En otras palabras: la novela disuelve la nación en el mercado. No hay Argentina fuera del libro, porque la Argentina real —la del hambre, la desigualdad, la violencia estatal— no tiene cabida en el circuito de premios y traducciones. Lo que queda es la nación estetizada: un contrabando simbólico que reemplaza el comercio ilegal del siglo XVII por el comercio cultural del siglo XXI.
El globalismo, en El contrabando ejemplar, funciona como redención. La historia argentina se resuelve en el espacio literario global, donde todo se convierte en cita y donde la tragedia local puede ser leída como parábola universal. El país que no fue se transforma en una metáfora elegante para lectores del norte y una excusa para el argentino blanco lector. Maurette disuelve la nación en el mercado.
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Esta operación no es nueva. Desde Borges, la literatura argentina viene perfeccionando su capacidad para ser leída desde afuera. Pero lo que en Borges era ironía cosmopolita —una manera de escapar del provincialismo— en Maurette se vuelve dependencia refinada. El escritor argentino contemporáneo ya no necesita ser leído en París o Barcelona: es producido para ser leído allí. Por eso, cuando La Nación celebra que Maurette “devuelve a la literatura argentina su ambición universal”, lo que celebra en realidad es el éxito de una estrategia editorial: la de convertir el fracaso nacional en un relato exportable. Es la misma lógica que en los noventa elevó a Bolaño a fetiche global y en los dos mil convirtió la autoficción chilena o argentina en producto boutique. Sin embargo, Bolaño hace política. Maurette se cuida de no hacerlo.
Desarrollismo Literario
Maurette, consciente o no, participa de esa economía simbólica. Su novela no describe el contrabando: lo ejecuta. Contrabandea la historia argentina hacia el circuito global, traduce la culpa en ironía, la violencia en alegoría, la melancolía en estilo. Lo que queda en el centro de esa operación es la palabra “fracaso”. Todo el libro gira alrededor de ella. Pero ¿fracaso respecto de qué? ¿A quién decepcionó la Argentina para merecer esta melancolía infinita? No se trata de una pregunta menor, porque el fracaso es el gran mito moderno de la nación argentina. Desde Sarmiento hasta los ensayistas del Centenario, el país se pensó a sí mismo como promesa incumplida. Esa narrativa del “pudo ser y no fue” se repite cada década, siempre con distinto culpable: los inmigrantes, los caudillos, los militares, los peronistas, los intelectuales. Maurette actualiza esa cantinela en clave literaria: el fracaso como identidad estética. Pero al hacerlo omite la pregunta fundamental: ¿fracaso ante qué expectativa? ¿La de Europa, la de Estados Unidos, la del espejo propio? En su versión, la decepción argentina no es política sino moral: un drama de carácter. El de Maurette? El país fracasó porque está disociado, porque no puede integrarse, porque su historia es un contrabando. Es decir: porque es distinto. Así, el fracaso deja de ser un problema histórico para volverse una patología nacional. Y en ese desplazamiento, Maurette encuentra la fórmula que la crítica europea adora: una autopsia cultural sin rastro de culpa colonial.
Maurette actualiza la culpa argentina de no haber sido pero en clave literaria: el fracaso como identidad estética. Pero omite la pregunta fundamental: ¿fracaso ante quién? ¿La de Europa, la de Estados Unidos, la del espejo propio? En su versión, la decepción argentina no es política sino moral: un drama de carácter. El de Maurette?
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Esa ecuación —autocrítica elegante + exotismo controlado— explica el entusiasmo del jurado del Herralde. En tiempos en que la corrección política arruina la fiesta del humor, una novela que permite reírse de la decadencia latinoamericana sin sentirse imperialista es oro puro. El contrabando ejemplar no incomoda: confirma. Confirma la superioridad moral del lector global (del Norte) que disfruta de las ruinas ajenas. Confirma la vigencia del mito del fracaso argentino, ahora reeditado con brillo poscolonial. Confirma, en última instancia, que la literatura latinoamericana puede seguir siendo el gran museo de la diferencia mientras no cuestione el precio de la entrada.

Yellowface: Contrabando como mito originario exceptionalista argentino?
El modo en que El contrabando ejemplar aborda la autoría —ese robo de manuscrito, esa apropiación como forma de creación— conecta directamente con una novela publicada apenas dos años antes: Yellowface de R. F. Kuang, éxito de ventas en el mundo anglosajón. En el libro de Kuang, una joven escritora blanca roba el manuscrito de su amiga asiático-estadounidense muerta en un accidente y lo publica bajo un seudónimo ambiguo. El relato satiriza la hipocresía del sistema editorial norteamericano, que capitaliza la diversidad racial mientras reproduce sus jerarquías. A primera vista, el paralelismo con Maurette es evidente: en ambos casos, la escritura surge del robo y la suplantación. Pero mientras Yellowface denuncia el mecanismo de apropiación, El contrabando ejemplar lo naturaliza. En la novela de Kuang, el plagio es síntoma de un mercado voraz; en la de Maurette, es un homenaje barroco, una broma culta. La diferencia revela la distancia ideológica entre ambas tradiciones: la norteamericana expone el sistema, la argentina lo sublima.
En el mega éxito literario Yellowface de Kuang, el plagio era síntoma de un mercado voraz; en la novela de Maurette, es una broma culta. Barthesiana. La diferencia revela la distancia ideológica: la norteamericana expone el sistema, la argentina lo disculpa.
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Kuang hace de la industria editorial un campo de batalla donde se disputan raza, clase y representación. Maurette, en cambio, la convierte en una alegoría metafísica: el escritor roba porque toda literatura es plagio, porque la originalidad no existe. Esa idea —que en teoría suena sofisticada y rememora a Barthes y Krauss— funciona como coartada estética para desactivar cualquier lectura política. La culpa, en vez de pensarse, se estetiza. Por eso El contrabando ejemplar es, sin quererlo, una novela sobre la industria editorial contemporánea: un texto que la encarna y la encubre. Su trama metaficcional —un escritor que reescribe la obra inacabada de otro— reproduce la lógica de un mercado saturado que vive de reciclar discursos. La paramnesia de la que habla Maurette no es solo un motivo narrativo; es la patología del propio sistema literario, donde los libros recuerdan mal, los críticos citan sin leer y los premios validan más que los lectores. La crítica cultural, atrapada en esa maquinaria, cumple el rol de legitimadora. El País celebra la “ironía lúcida y el humor cervantino”; La Vanguardia llama a Maurette “heredero contemporáneo del espíritu de Borges”; El Cultural subraya “la erudición y el pulso narrativo que conjugan lo popular y lo culto”. Ninguna reseña se pregunta por la política de esa mezcla ni por lo que oculta. El elogio se ha vuelto protocolo: la función del periodista cultural es tranquilizar al lector-comprador, no interrogarlo.
La paramnesia de la que habla Maurette no es solo un motivo narrativo; es la patología del propio sistema literario, donde los libros recuerdan mal, los críticos citan sin leer y los premios validan más que los lectores. La crítica cultural, atrapada en esa maquinaria, cumple el rol de legitimadora.
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La alianza de la academia neoliberal y el mercado global
La novela de Maurette, en ese sentido, es sintomática: refleja la alianza entre academia y mercado que define a la literatura latinoamericana contemporánea. Su autor pertenece a esa generación de profesores-escritores que producen textos bilingües para un público globalizado, donde la traducción ya está incorporada en la frase. El castellano de El contrabando ejemplar suena limpio, neutral, casi sin modismos: un idioma desterritorializado, calibrado para circular sin fricción. Es la misma estrategia que convirtió a Roberto Bolaño en fetiche internacional. La diferencia es que Bolaño —aun domesticado por el marketing póstumo— mantenía un filo anárquico, una voluntad de riesgo. Maurette, en cambio, escribe desde la seguridad del reconocimiento institucional. Su “contrabando” es impecable, sin manchas ni sangre.
Bolaño, también ganador del Herralde, con todos sus excesos, fue al menos un intento de producir un sujeto literario en ruinas: el escritor precarizado, el sobreviviente del neoliberalismo, el joven que crece entre la utopía agotada y el capitalismo triunfante. Los detectives salvajes de Bolaño hablan de un continente que se escribe desde la pérdida. En Maurette, en cambio, la pérdida es estética: no duele, se cita. Donde Bolaño gritaba, Maurette cita a Borges. Donde Fuguet exponía la trivialidad como forma de alienación, Maurette la reviste de elegancia. Donde Eltit escribía desde la herida, Maurette lo hace desde el archivo. Esa es la diferencia entre una literatura que intenta resistir la industria y otra que se concibe como su prolongación natural.

Algo parecido ocurre con Vargas Llosa, otro espejo incómodo para leer El contrabando ejemplar. Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo partían de la misma pregunta —¿en qué momento se jodió el Perú, o América Latina?—, pero la responden desde una tensión entre estructura social y destino histórico. Vargas Llosa, incluso en su deriva liberal posterior, entendía que la nación era un conflicto de clases, no una metáfora. Maurette toma esa pregunta y la vacía de contenido político. Su “¿en qué momento se jodió la Argentina?” se convierte en una parábola ontológica. No hay culpables ni víctimas: solo personajes desorientados en un laberinto de citas. Si Vargas Llosa hacía del fracaso una tragedia moral, Maurette lo transforma en estética
Vargas Llosa, incluso en su deriva liberal posterior, entendía que la nación era un conflicto de clases, no una metáfora. Maurette toma esa pregunta y la vacía de contenido político. Si Vargas Llosa hacía del fracaso una tragedia moral, Maurette la estétiza.
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Premio a la Despolitizacion del Informante Nativo
El resultado es una novela donde el fracaso se vuelve confortable. Nadie tiene que rendir cuentas porque el desastre es destino. En lugar de pensar el fracaso como efecto de una estructura de dominación —colonial, económica, simbólica—, se lo toma como condición natural del ser argentino. Es el mismo mecanismo que, desde Borges hasta Bioy, convierte la impotencia en virtud. Sin embargo, detrás de esa sofisticación hay una economía política precisa. El contrabando ejemplar ofrece a los lectores europeos o norteamericanos un tipo de placer muy particular: el de contemplar una nación exótica que se flagela con elegancia. No hay violencia explícita, no hay pobres, no hay política; solo un desfile de metáforas barrocas y personajes literarios que representan “la identidad perdida”.
La hibridez, celebrada por la crítica como signo de apertura, cumple aquí otra función: la de exorcizar la culpa. Mezclar, en este contexto, significa neutralizar. La novela transforma el mestizaje —esa historia de dominación y resistencia— en un estado del alma. La mezcla deja de ser conflicto y se vuelve ornamento: la prueba de que la Argentina, a pesar de todo, pertenece al mundo. Desde el punto de vista psicoanalítico, podríamos decir que la novela practica una transferencia del complejo de inferioridad: proyecta en la ficción el deseo de reconciliarse con la mirada del otro. El protagonista, que reescribe el manuscrito ajeno, actúa como metáfora de un país que busca ser aprobado por la tradición que lo condenó. El robo, lejos de ser rebelión, es obediencia.
Maurette transfiere el complejo de inferioridad argentino: proyecta en la ficción el deseo de reconciliarse con la mirada del otro. El protagonista, que reescribe el manuscrito ajeno, actúa como metáfora de un país que busca ser aprobado por la tradición que lo condenó. El robo, lejos de ser rebelión, es obediencia.
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De ahí que la paramnesia —recordar mal lo vivido— funcione como defensa. Recordar mal es preferible a recordar en serio. La memoria, en Maurette, es un dispositivo de supervivencia estética: se evoca la colonia sin la masacre, el contrabando sin el hambre, la mezcla sin el racismo. El resultado es un pasado edulcorado que legitima el presente. En esta clave, el libro dialoga no sólo con la literatura sino con la industria editorial como sistema de creencias. En el mercado contemporáneo, la figura del escritor-investigador que viaja, traduce y cita ha reemplazado al narrador local o testimonial. El capital simbólico ya no proviene de la experiencia, sino de la competencia discursiva. Saber modular la culpa en términos aceptables por el Norte Global se ha convertido en una destreza literaria.
Anagrama, Alfaguara, Random House y otras grandes editoriales ibéricas operan como aduanas culturales. Seleccionan qué versiones de América Latina pueden circular y cuáles no. Lo “universalizable” es lo que no molesta: el fracaso, la melancolía, la ironía. Lo que queda afuera es el conflicto real, el cuerpo, la rabia. El contrabando ejemplar atraviesa esas aduanas sin problema: está hecho a su medida. En los suplementos culturales, la recepción fue unánime. El País lo llamó “la gran novela argentina que faltaba”; El Mundo destacó “su profundidad filosófica y humor posmoderno”; Página 12, predeciblemente, elogió “su inteligencia irónica”. Nadie advirtió que esa unanimidad es precisamente el síntoma: la crítica ha dejado de ser crítica para volverse publicidad.
El vacío de pensamiento que domina la crítica cultural actual se refleja en la facilidad con que los medios adoptan cualquier término académico como adorno. “Paramnesia”, “hibridez”, “metaficción”, “crónica del fracaso”: todo sirve mientras no exija una toma de posición. Se repiten palabras de moda —“deconstrucción”, “voz polifónica”, “ironía lúdica”— como si el léxico bastara para producir sentido. Maurette, que conoce esa lengua, la usa con destreza. Pero su dominio técnico no oculta la pobreza del horizonte crítico que lo rodea. En lugar de generar preguntas, la novela las anestesia. Su sofisticación formal es la máscara de un discurso conservador: el que convierte la historia en museo y la política en estilo.
Y aquí surge la pregunta que atraviesa todo este texto: ¿es esta una novela de derecha para tiempos de derecha? No en el sentido partidario o doctrinario —Maurette no milita, no sermonea—, sino en el sentido más profundo: el de una obra que reproduce, bajo el disfraz de ironía, la estructura emocional del neoliberalismo cultural. Una novela de derecha es aquella que estetiza la desigualdad, que reemplaza el conflicto por la cita, que convierte la culpa en melancolía y el poder en destino. En El contrabando ejemplar, la historia se presenta como laberinto, no como campo de batalla. El lector se pierde en su brillantez y sale intacto. No hay incomodidad, solo admiración. Es el mismo confort que ofrecen las narrativas de autoayuda del fracaso: la tranquilidad de saber que todo estaba escrito.
Una novela de derecha es aquella que estetiza la desigualdad, que reemplaza el conflicto por la cita, que convierte la culpa en melancolía y el poder en destino. En El contrabando ejemplar, la historia se presenta como laberinto, no como campo de batalla.
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Por eso la novela resulta tan adecuada para este momento histórico. En una época en la que el mercado editorial necesita productos “inteligentes” pero inofensivos, Maurette ofrece el equilibrio perfecto: crítica sin riesgo, ironía sin peligro, cosmopolitismo sin política. Su paramnesia nacional coincide con la amnesia global de un sistema cultural que ha reemplazado la memoria por la circulación. Mientras Yellowface denunciaba cómo el mercado devora la autenticidad y convierte la diversidad en mercancía, El contrabando ejemplar asume ese proceso como inevitabilidad ontológica. Y ahí radica su eficacia: es la novela ideal para un mundo que ha hecho de la resignación un valor.
Lo que queda, después de leerla, es una sensación ambigua: admiración por la inteligencia del texto y malestar por su complacencia. Como si la Argentina —ese país que “pudo ser y no fue”— hubiera encontrado al fin su espejo perfecto: una novela que la absuelve mientras la exporta. La pregunta final no busca una respuesta, sino un efecto: ¿es esta una novela de derecha para tiempos de derecha? Tal vez sí, precisamente porque se disfraza de lo contrario. Porque convierte la lucidez en anestesia, la crítica en estilo y el fracaso en mercancía. Porque, en el fondo, sabe —como lo sabía Borges— que en el mercado global de la melancolía, no hay mejor negocio que la autopsia de uno mismo.
With the Herralde Prize for El contrabando ejemplar, Argentina has finally found its perfect mirror: a book that absolves it even as it turns it into merchandise.
Some literary prizes consecrate books; others consecrate diagnoses. The 2025 Herralde Prize, awarded to Pablo Maurette for El contrabando ejemplar (The Exemplary Contraband), belongs to the latter category. It didn’t celebrate a work so much as a symptom: the moment in which Latin American literature, long a field of aesthetic experimentation, becomes an industry exporting its own trauma. What Anagrama crowned was not a novel but a symbolic operation—the manufacture of a cultural product capable of universalizing Argentine failure in a language palatable to Europe.

Maurette—born in Buenos Aires in the 1970s, educated at the University of Buenos Aires and later earning a PhD in Chicago—belongs to that generation of globalized academics who handle Argentine culture as if it were a dead language. His university career (he has taught at Florida State University, where he lectured on comparative humanities and Renaissance literature) placed him squarely in the orbit of the transatlantic intellectual: that amphibious figure who masters Anglo-American theoretical codes while preserving just enough of a southern accent to authenticate his difference. He does not come from Argentina’s old landed elite but from the new elite of knowledge, that global middle class that replaced pedigree with curriculum.
In this sense, El contrabando ejemplar mirrors his biography. The novel tells the story of Pablo, an Argentine writer living in Madrid who inherits—or steals—the unfinished manuscript of his friend and mentor Eduardo, who has died under ambiguous circumstances. The lost manuscript—a failed attempt at the “Great Argentine Novel”—was meant to explain “why the country that could have been great never was.” Taking charge of that legacy, the narrator becomes trapped in a hall of mirrors where authorship, identity, and guilt blur. The narrative travels across centuries: from seventeenth-century contraband in the Río de la Plata to the disenchanted present of a nation that now exists only as literature.
The book, published by Anagrama, was marketed as a “gallery of eccentric characters” and a “humorous rereading of Argentine history.” El País praised its “hybrid genres and playful erudition”; La Vanguardia hailed it as “an intelligent, irreverent homage to plagiarism”; and La Nación celebrated “the return of ambitious fiction in an era of therapeutic intimacy.” Read together, those blurbs describe better than any review the state of contemporary cultural criticism: a rhetoric of automatic exaltation, incapable of producing a single question. Because the question that El contrabando ejemplar demands is not whether it is a good or bad novel, but what symbolic operation it performs—what it does to history, to the idea of nation, and, above all, to the notion of literature in an age of saturation and copy.
Maurette appropriates a clinical term—paramnesia—and turns it into poetics. In psychiatry, the word refers to a disturbance of memory: the subject recalls what never happened or confuses the real with the imagined. In his novel, the entire nation suffers this disease. Argentina does not remember its past; it invents it retroactively, blending founding myths with historical excuses. The narrator rewriting another’s unfinished manuscript becomes the metaphor of a country that lives on versions, incapable of distinguishing fact from narration. What initially seems a Borgesian irony—“the homeland as plagiarism”—slowly turns into a national psychopathology: a collective that dissociates to avoid confronting its original violence. As if the colonial trauma, the slaughter of Indigenous peoples, and the economic looting could all be sublimated into literature. That is Maurette’s first great maneuver: transforming symptom into style. His prose is fluid, sometimes brilliant, yet it rests upon an aestheticization of failure. In his universe, the Argentine condition is not a story of domination but an ontological misunderstanding. The problem is not injustice but the disproportion between ambition and destiny. The homeland becomes neurosis, not structure. In that sense, the novel is less distant from Borges than it appears. It inherits his notion that the nation itself is a literary genre. What Borges imagined as a cosmopolitan gesture—the Argentine ability to appropriate all traditions without fidelity to any—reappears in Maurette as pathology. Yet in both, material history disappears: hunger, class, and blood remain offstage.
El contrabando ejemplar radicalizes that indifference. Its characters—Pietro Malaspina, Zebulão Mendes, Aunt Chiquita, the Querandí Monster—are types, not subjects. They stand for moments of Argentine identity: the immigrant, the convert, the matriarch, the cursed native. But none possess political will; they are caught in a baroque choreography where excess replaces conflict. The “Querandí Monster,” for instance, is the offspring of an Indigenous woman and a Spanish conquistador. The deformed child dies shortly after birth, its remains buried beneath Buenos Aires Cathedral to ward off a curse. In that scene—effective and symbolically reckless—Maurette condenses his aesthetic core: mestizaje not as a history of violence but as Gothic legend. The Indigenous never speaks; it curses. It does not found; it contaminates. Difference becomes moral décor. This gesture—what reviewers call “hybridity” in celebratory tones—is in truth an exorcism of guilt. The novel presents racial and cultural mixture as a form of aesthetic redemption. “Argentina,” one character says, “was born of contraband and heresy; that explains its erratic destiny.” The line sounds self-critical but functions as absolution: if sin is origin, responsibility evaporates.

Hence the book’s second ideological move: hybridity as alibi. Instead of probing the relation between colony and metropolis, it aestheticizes it as cultural mestizaje. And in that way El contrabando ejemplar aligns perfectly with the late-postcolonial discourse that celebrates mixture without asking who mixes whom, or with what violence. Postmodernism and postcolonialism, exhausted as critical frameworks, survive here as decorative vocabulary. Maurette deploys them as discursive legitimacy—just as Anagrama deploys them as marketing tags. The novel repeats the rhetoric of decentering, polyphony, the crisis of metanarratives—but always within a device that guarantees the product’s global legibility. Thus, its idea of nation is purely textual. The homeland is not territory but palimpsest, a surface overwritten by incompatible versions. At first glance this could read as critical acuity; in practice it neutralizes politics. The nation ceases to be a site of struggle and becomes a stylistic brand.
When El País writes that Maurette “builds a national fresco with universal resonance,” what it really means—unknowingly—is that he succeeds in turning the local into global merchandise. In today’s publishing logic, “universal” no longer means shared; it means saleable. Here enters the second axis: globalism. Maurette does not write from the periphery but from its institutionalization. His Argentina is a product curated for the international market: exotic, melancholic, ironic, perfectly exportable. His North-American education and European residence grant him what we might call a “credential of transit”: the authority of the native who no longer belongs. Globalism, in El contrabando ejemplar, acts as redemption. Argentine history—with all its failures and contradictions—is resolved within the literary marketplace, where everything turns into citation and local tragedy can be read as universal allegory. The country that never was becomes an elegant metaphor for readers of the North.
In other words, the novel dissolves the nation into the market. There is no Argentina outside the book, because real Argentina—the one of hunger, inequality, and state violence—has no place in the circuit of prizes and translations. What remains is the aestheticized nation: symbolic contraband that replaces seventeenth-century illicit trade with twenty-first-century cultural commerce. This operation is not new. Since Borges, Argentine literature has perfected its ability to be read from elsewhere. What was once a cosmopolitan irony—a way to escape provincialism—now becomes refined dependency. The contemporary Argentine writer no longer needs to be read in Paris or Barcelona; he is produced to be read there. Thus, when La Nación celebrates that Maurette “restores universal ambition to Argentine letters,” what it really celebrates is the success of a marketing strategy: transforming national failure into an exportable story. It’s the same logic that turned Bolaño into a global fetish in the 1990s and made Chilean and Argentine autofiction a boutique product in the 2000s.

Maurette, consciously or not, participates in that symbolic economy. His novel does not describe contraband; it performs it. It smuggles Argentine history into the global circuit, translating guilt into irony, violence into allegory, melancholy into style. At the center of that operation lies the word “failure.” The entire book revolves around it. But failure in relation to what? Whom did Argentina disappoint to earn such endless melancholy? That is not a trivial question, because failure is the founding myth of Argentine identity. From Sarmiento to the essayists of the Centennial, the country imagined itself as a broken promise. The narrative of “what could have been but wasn’t” repeats each decade, with a rotating cast of culprits: immigrants, caudillos, the military, Peronists, intellectuals. Maurette updates that refrain in literary key: failure as aesthetic identity.
Yet in doing so he omits the central issue: failure before whose expectation? Europe’s? America’s? Its own? In his version, Argentine disappointment is moral, not political—a drama of character. The nation failed because it is dissociative, because it cannot integrate, because its history is contraband. In other words, because it is different. Failure thus ceases to be a historical problem and becomes a national pathology. And in that shift Maurette discovers the formula European criticism adores: an elegant self-autopsy cleansed of colonial guilt. That equation—elegant self-critique plus controlled exoticism—explains the enthusiasm of the Herralde jury. In times when political correctness has spoiled irony’s fun, a novel that allows readers to laugh at Latin American decadence without feeling imperial is pure gold.
El contrabando ejemplar does not disturb; it reassures. It confirms the moral superiority of the global reader who enjoys other people’s ruins. It confirms the endurance of the Argentine failure myth, repackaged with postcolonial gloss. And it confirms, ultimately, that Latin American literature can continue to be the great museum of difference—so long as it never questions the price of admission. The way El contrabando ejemplar handles authorship—that theft of a manuscript, that act of appropriation as creation—links it directly to R. F. Kuang’s recent novel Yellowface, a commercial success in the Anglophone world. In Kuang’s book, a young white writer steals the unfinished manuscript of her Asian-American friend who dies in an accident and publishes it under an ambiguous pseudonym. The story satirizes the hypocrisy of the U.S. publishing industry, which monetizes racial diversity while perpetuating its hierarchies. At first glance, the parallel with Maurette is striking: in both cases, writing begins with theft and substitution. Yet while Yellowface exposes the machinery of appropriation, El contrabando ejemplar normalizes it. In Kuang’s novel, plagiarism is a symptom of a voracious market; in Maurette’s, it is a baroque homage, a clever joke. The contrast reveals the ideological distance between the two traditions: the North American novel unmasks the system; the Argentine one sublimates it. Kuang turns the publishing world into a battlefield of race, class, and representation. Maurette transforms it into a metaphysical allegory: the writer steals because all literature is theft, because originality does not exist. What sounds sophisticated in theory operates, in practice, as an aesthetic alibi that defuses any political reading. Guilt, instead of being examined, is aestheticized.

For that reason, El contrabando ejemplar is, unintentionally, a novel about the publishing industry itself—a book that both embodies and conceals it. Its metafictional plot—a writer rewriting another’s manuscript—mirrors the logic of a saturated marketplace living off the recycling of discourses. The paramnesia that Maurette invokes is not only a narrative device but the pathology of the literary system itself, where books misremember, critics quote without reading, and prizes validate more than readers do. Cultural criticism, trapped inside this machinery, has become a mechanism of legitimation. El País praises the novel’s “lucid irony and Cervantine humor”; La Vanguardia calls Maurette “a contemporary heir of Borges’s spirit”; El Cultural highlights “erudition and narrative pulse that blend the popular and the erudite.” None of these reviews asks about the politics of that blend or what it hides. Praise has become protocol: the function of the cultural journalist is to soothe the reader-consumer, not to challenge them. In that sense, Maurette’s novel is symptomatic. It reflects the alliance between academia and the market that defines contemporary Latin American literature. The author belongs to a generation of scholar-writers who produce bilingual texts for a globalized audience, where translation is already embedded in the sentence. The Spanish of El contrabando ejemplar is clean, neutral, almost without idiom—a deterritorialized language calibrated for frictionless circulation.
It’s the same strategy that turned Roberto Bolaño into an international fetish. The difference is that Bolaño—though later tamed by posthumous marketing—still carried an anarchic edge, a will to risk. Maurette, by contrast, writes from within institutional safety. His “contraband” is immaculate: no stains, no blood. The New Chilean Narrative, with all its excesses, at least attempted to produce a literary subject in ruins—the precarious writer, the survivor of neoliberalism, the young man raised amid exhausted utopias and triumphant capitalism. Fuguet’s Mala onda and Por favor, rebobinar, Zambra’s Bonsái, or Bolaño’s The Savage Detectives speak from a continent written through loss. In Maurette, by contrast, loss becomes aesthetic: it does not wound, it quotes. Where Bolaño shouted, Maurette cites Borges. Where Fuguet exposed triviality as alienation, Maurette dresses it up in elegance. Where Diamela Eltit wrote from the wound, Maurette writes from the archive. That is the difference between a literature resisting the industry and one that conceives itself as the industry’s natural extension.
Something similar happens with Mario Vargas Llosa, another inconvenient mirror for reading Maurette. In Conversation in the Cathedral or The War of the End of the World, Vargas Llosa began from the same question—“At what moment did Peru (or Latin America) go wrong?”—but answered it through the tension between social structure and historical destiny. Even in his later liberal drift, Vargas Llosa understood the nation as a conflict of classes, not a metaphor. Maurette takes that question and empties it of political content. His “When did Argentina go wrong?” becomes an ontological parable. There are no culprits or victims, only characters lost in a labyrinth of quotations. If Vargas Llosa made failure a moral tragedy, Maurette turns it into postmodern aesthetics. The result is a novel in which failure becomes comfortable. No one must account for anything because disaster is destiny. Instead of seeing failure as the effect of a structure of domination—colonial, economic, symbolic—it is treated as a natural condition of being Argentine. It’s the same mechanism that, from Borges to Bioy, turned impotence into virtue. Behind this sophistication lies a precise political economy. El contrabando ejemplar offers European and North-American readers a peculiar pleasure: that of watching a nation exotic enough to whip itself elegantly. There is no explicit violence, no poverty, no politics—only a parade of baroque metaphors and literary archetypes standing in for “lost identity.”
Hybridity, celebrated by critics as a mark of openness, serves here another purpose: to exorcize guilt. To mix, in this context, means to neutralize. The novel transforms mestizaje—historically, a story of domination and resistance—into a state of mind. Mixture ceases to be conflict and becomes ornament: proof that Argentina, after all, belongs to the world. From a psychoanalytic perspective, one could say the novel performs a transference of the inferiority complex: it projects onto fiction the desire to reconcile with the gaze of the Other. The protagonist rewriting another’s manuscript becomes the metaphor of a country seeking approval from the very tradition that condemned it. Theft, far from rebellion, is obedience. Thus paramnesia—remembering wrongly—functions as defense. Misremembering is safer than remembering. Memory in Maurette’s world is an aesthetic survival device: the colony recalled without massacre, contraband without hunger, mixture without racism. The result is a sweetened past that legitimizes the present.
In this key, the book dialogues not only with literature but with the publishing industry as belief system. In today’s market, the figure of the writer-researcher who travels, translates, and quotes has replaced the local or testimonial narrator. Symbolic capital no longer stems from experience but from discursive competence. To modulate guilt in forms acceptable to the Global North has become a literary skill. Anagrama, Alfaguara, Random House, and other Spanish-language conglomerates operate as cultural customs houses. They decide which versions of Latin America may circulate and which must remain detained. What is “universalizable” is what does not offend: failure, melancholy, irony. What stays outside is conflict, the body, rage. El contrabando ejemplar passes through these checkpoints with ease: it was built for them. In the cultural supplements, reception was unanimous. El País dubbed it “the great Argentine novel we were missing”; El Mundo lauded “its philosophical depth and postmodern humor”; Página 12—predictably—praised “its intelligent irony.” No one noticed that unanimity itself is the symptom: criticism has ceased to be critical and become publicity. The intellectual void dominating current cultural commentary is visible in how effortlessly critics adopt academic jargon as ornament. “Paramnesia,” “hybridity,” “metafiction,” “chronicle of failure”—all are recycled so long as they demand no stance. Fashionable terms—“deconstruction,” “polyphonic voice,” “playful irony”—are repeated as if vocabulary itself could generate thought.
Maurette, who knows this language, wields it deftly. But his technical mastery cannot disguise the poverty of the critical horizon surrounding him. Instead of provoking questions, the novel anesthetizes them. Its formal sophistication masks a conservative discourse—one that turns history into museum and politics into style. And here arises the question underlying this entire essay: Is this a right-wing novel for right-wing times? Not in any partisan or doctrinal sense—Maurette neither preaches nor proselytizes—but in a deeper one: a work that reproduces, under the guise of irony, the emotional structure of cultural neoliberalism. A right-wing novel is one that aestheticizes inequality, replaces conflict with quotation, converts guilt into melancholy and power into destiny. In El contrabando ejemplar, history is presented as labyrinth, not battlefield. The reader loses themselves in its brilliance and emerges unscathed. There is no discomfort, only admiration—the same comfort offered by self-help narratives of failure: the serenity of knowing everything was fated.
That is why the novel fits this historical moment so precisely. In an era when publishing seeks “intelligent” but harmless products, Maurette offers the perfect balance: critique without risk, irony without danger, cosmopolitanism without politics. His national paramnesia aligns with the global amnesia of a cultural system that has replaced memory with circulation. While Yellowface denounces how the market devours authenticity and turns diversity into commodity, El contrabando ejemplar accepts that process as ontological inevitability. And there lies its efficiency: it is the ideal novel for a world that has made resignation a virtue. What remains after reading is ambivalence—admiration for the text’s intelligence, unease at its complacency. As if Argentina—the country that “could have been and wasn’t”—had finally found its perfect mirror: a novel that absolves it even as it exports it.
The final question does not seek an answer but an effect: Is this a right-wing novel for right-wing times? Perhaps it is—precisely because it masquerades as the opposite. Because it turns lucidity into anesthesia, critique into style, and failure into merchandise. Because, deep down, it knows—as Borges did—that in the global market of melancholy, there is no business more profitable than the autopsy of oneself.
Rodrigo Cañete — Copyright © 2025
Tomorrow Premiere of the Third Episode of ‘How Not to Become Subhuman: The Criminalisation of the Foreigner’s Sexuality as Excuse’.




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