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El siglo XXI no abolió el imperialismo cultural; lo refinó. El escritor latinoamericano ya no necesita enfrentarse a la metrópoli: ahora la traduce. El viejo intermediario colonial, aquel que llevaba noticias de la selva al despacho del Virrey, se transformó en una figura más sofisticada: el informante nativo globalizado, un intelectual que habla en nombre de la periferia con la gramática del centro. El Premio Herralde y sus equivalentes internacionales no celebran ya la literatura, sino el grado de legibilidad internacional de una diferencia domesticada. En ese contexto, El contrabando ejemplar de Pablo Maurette, Trust de Hernán Díaz y La uruguaya de Pedro Mairal forman un tríptico perfecto del nuevo pacto entre colonia y metrópoli.
Aquel que llevaba noticias al despacho del Virrey, se transformó en una figura más sofisticada: el informante nativo globalizado, un intelectual que habla en nombre de la periferia con la gramática del centro. El Premio Herralde y sus equivalentes internacionales no celebran la literatura, sino la diferencia domesticada.
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En Maurette, la identidad argentina no se narra: se explica. Su novela es un ensayo disfrazado de ficción, un tratado sobre la imposibilidad de una nación que “pudo ser y no fue”, escrito con la distancia quirúrgica del académico que somete su origen a análisis. El narrador, un argentino expatriado en Madrid, reescribe el manuscrito inacabado de otro, construyendo una parábola sobre la autoría diferida: la patria como plagio, la cultura como contrabando. Buenos Aires aparece sin olor ni cuerpo, apenas como archivo. El lenguaje es el de la corrección global: no hay conflicto social ni pasión, sino una autopsia estética. Por eso encaja con el Herralde, esa maquinaria catalana que convierte lo excéntrico en elegante. El escritor latinoamericano ya no debe ser salvaje ni maldito: debe ser explicado y curado. Maurette ofrece el producto ideal: una Argentina patológica, culpable pero culta, que se examina a sí misma ante el espejo europeo.
El escritor latinoamericano ya no debe ser salvaje ni maldito: debe ser explicado y curado. Maurette ofrece el producto ideal: una Argentina patológica, culpable pero culta, que se examina a sí misma ante el espejo europeo.
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Hernán Díaz representa el otro extremo del espectro: el informante nativo que borra su origen hasta volverse indistinguible del amo. Trust, su novela sobre el capitalismo financiero estadounidense, está escrita en un inglés tan higiénico que elimina cualquier marca de extranjería. Su exotismo reside precisamente en su ausencia de exotismo. No traduce la diferencia: la borra. Su biografía argentina sobrevive sólo como nota de prensa y hasta se reclama Sueco. El éxito que consagró el Pulitzer sanciona esa metamorfosis: el exiliado que aprendió tan bien el código del poder que el poder lo premia por ello. Pero el precio de esa perfección es la asfixia. Trust reproduce con exactitud el orden que simula criticar: el capital no explota, funciona; la desigualdad no indigna, se administra. Díaz no interpela al sistema, lo adora. Su corrección formal es el reverso de la crítica: la forma misma de la obediencia.
Hernán Díaz representa el otro extremo del espectro: el informante nativo que borra su origen hasta volverse indistinguible del amo. Trust, su novela sobre el capitalismo financiero estadounidense, está escrita en un inglés tan higiénico que elimina cualquier marca de extranjería.
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Pedro Mairal, en cambio, es el informante sentimental, el que convierte el yo porteño en un producto global de empatía. La uruguaya no fue celebrada por lo que cuenta sino por cómo empaqueta la vulnerabilidad masculina en una prosa transparente. El protagonista no discute la historia ni la política: se lamenta con estilo. Esa melancolía educada es su pasaporte. Mairal traduce el desengaño de la clase media (alta) argentina al lenguaje universal de la derrota íntima. Es el crooner del fracaso ilustrado: el hombre sensible que ya no amenaza. Si Maurette coloniza el pensamiento y Díaz la competencia, Mairal coloniza el sentimiento. En todos los casos, la marginalidad se sintetiza, el dolor se vuelve mercancía, la culpa se convierte en virtud narrativa.
Pedro Mairal, en cambio, es el informante sentimental, el que convierte el yo porteño en un producto global de empatía. La uruguaya no fue celebrada por lo que cuenta sino por cómo empaqueta la vulnerabilidad masculina en una prosa transparente. El protagonista no discute la historia ni la política: se lamenta con estilo.
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Los tres comparten un mismo contrato. La nación desaparece como conflicto y reaparece como solipsismo. El escritor deja de representar a un pueblo o a una clase para representar una sensibilidad exportable. Díaz universaliza la competencia; Mairal, la emoción; Maurette, la culpa. En conjunto, no son los marginales sino los civilizados del margen. Los embajadores de una periferia que ya no incomoda porque se ha vuelto pulcra. Si el boom latinoamericano viajó a Europa para disputar el canon, ellos viajan para confirmarlo. La rebeldía fue reemplazada por la corrección cosmopolita, esa elegancia que permite entrar sin ruido en los catálogos de Anagrama, Riverhead o Gallimard. El viejo colonialismo necesitaba traductores; el nuevo necesita auto-traductores.
Si Maurette coloniza el pensamiento y Díaz la competencia, Mairal coloniza el sentimiento. En todos los casos, la marginalidad se sintetiza, el dolor se vuelve mercancía, la culpa se convierte en virtud narrativa.
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Esa lógica también se encarna en las imágenes. La tapa de El contrabando ejemplar —una foto de Pablo Bruzzone del Italpark porteño— condensa la nostalgia privatizada de la Argentina neoliberal: el parque de diversiones clausurado como ruina sentimental. La historia colectiva se transforma en melancolía individual; la política cede su lugar a la estética. Bruzzone, fotógrafo fetiche de la derecha cultural, es el ojo perfecto para el escritor que estiliza la culpa. El Italpark es un país cerrado que solo puede recordarse a través del yo. En las fotos de prensa, Maurette aparece como un actor de la edad dorada de Hollywood: jopo a lo Errol Flynn, camisa azul, picaporte rococó, azulejos art nouveau. No hay latinoamericanidad: hay respeto por la tradición europea, la pureza de un linaje estético. Su cuerpo no narra la precariedad sino la superación de lo plebeyo y también de lo vernáculo. En la economía simbólica del premio, esa imagen traduce seriedad, universalidad y buena conducta. El look es un statement: el cuerpo como pasaporte cultural.
La tapa de El contrabando ejemplar —una foto de Pablo Bruzzone del Italpark porteño— condensa la nostalgia privatizada de la Argentina neoliberal: el parque de diversiones clausurado como ruina sentimental. La historia colectiva como estética.
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El fenómeno excede a Maurette. Díaz posa entre paredes blancas de Brooklyn; Mairal entre cafés y veredas bohemias. Cada uno encarna un grado distinto de la misma escenografía: la neutralidad del académico, la melancolía del romántico, la sofisticación del erudito. La estética del escritor globalizado es la del varón pulido, la barba medida, la sonrisa sin amenaza. Son jóvenes viejos: maduros de entrada, formateados para gustar. Si la juventud modernista implicaba insurrección, esta implica rendimiento. Son los profesionales de la corrección, los hijos del neoliberalismo cultural. Su rebeldía se expresa como ironía controlada, melancolía bien escrita o erudición sin desborde. Son los nuevos funcionarios del prestigio: individuos que se emancipan de la política para insertarse en el mercado.
El fenómeno excede a Maurette. Díaz posa entre paredes blancas de Brooklyn; Mairal entre cafés y veredas bohemias: la neutralidad del académico, la melancolía del romántico, la sofisticación del erudito. Son jóvenes viejos: maduros de entrada, formateados para gustar.
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Walter Benjamin advirtió que ni siquiera los muertos están a salvo si el enemigo vence. En su lectura materialista, la historia era un campo de batalla donde el escritor debía interrumpir el progreso, no ilustrarlo. En la literatura del prestigio, esa historia se ha disuelto. Lo que fue conflicto se vuelve metáfora; lo que fue explotación se transforma en decoración. En Trust, el capital ya no explota: funciona. En La uruguaya, el patriarcado no oprime: se confiesa. En El contrabando ejemplar, la colonia no sufre: se analiza.
En Trust, el capital ya no explota: funciona. En La uruguaya, el patriarcado no oprime: se confiesa. En El contrabando ejemplar, la colonia no sufre: se analiza.
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Benjamin pedía un materialismo de las ruinas; ellos ofrecen un esteticismo de las ruinas. Donde Benjamin veía en el fragmento la posibilidad de redención, Maurette ve un espejo elegante. Donde Benjamin encontraba en la interrupción mesiánica una promesa, Díaz celebra la transparencia del sistema capitalista donde hay buenos y malos y esa dialéctica se resuelve en la mansión frente a Central Park o mediante filantropía en la Frick Collection. Donde Benjamin buscaba rescatar la voz de los vencidos, Mairal escribe la melancolía del que perdió pero aprendió a escribirlo bien. La historia material ha sido reemplazada por la poética de la memoria curada. No se trata de recordar a los muertos, sino de administrarlos. La literatura se convierte así en gestión del trauma y no en su desafío.
Donde Benjamin encontraba en la interrupción mesiánica una promesa, Díaz celebra la transparencia del sistema capitalista donde hay buenos y malos y esa dialéctica se resuelve en la mansión frente a Central Park o mediante filantropía en la Frick Collection.
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El escritor comprometido, figura hoy ridiculizada, respondía a una economía moral en la que escribir implicaba asumir una posición. El escritor prestigioso contemporáneo responde a una economía de mercado en la que escribir implica ejecutar una estrategia. El compromiso suponía riesgo; la estrategia supone cálculo. Por eso Maurette no denuncia el imperialismo cultural: lo decora. Díaz no critica el capitalismo: lo emula. Mairal no interroga la masculinidad: la estiliza. Cada uno encuentra una zona de confort donde la política se vuelve estilo. Es un posmodernismo estratégico, no teórico: una operación consciente de adecuación al mercado global del prestigio. En el mapa benjaminiano, este es el punto donde la catástrofe se consuma: la historia deja de oponer resistencia. Lo que antes exigía justicia ahora se narra. El relato, en tiempos de capitalismo cultural, es la forma más eficaz de neutralización.
En esta estética del prestigio, el cuerpo ha desaparecido. La narrativa latinoamericana del siglo XX puso el cuerpo en el centro —el cuerpo torturado, migrante, travestido, enfermo—; ahora, solo queda la mente escindida. Los narradores de Díaz, Maurette y Mairal son intelectuales de la introspección. El cuerpo, cuando aparece, es signo: la enfermedad en Maurette, el cansancio en Mairal, la vejez en Díaz. Nunca conflicto. La carne ya no tiene historia, solo metáfora. En términos benjaminianos, la experiencia se ha transformado en vivencia: el suceso sin contexto, el sentimiento sin estructura. Esa es la violencia del posmodernismo estratégico: despojar a la experiencia de su materialidad.
Los narradores de Díaz, Maurette y Mairal son intelectuales de la introspección. El cuerpo, cuando aparece, es signo: la enfermedad en Maurette, el cansancio en Mairal, la vejez en Díaz. Nunca conflicto. La carne ya no tiene historia, solo metáfora.
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En este paisaje, el mercado ocupa el lugar del Mesías. Es el mercado el que redime al escritor de la oscuridad, el que transforma su marginalidad en valor, su biografía en mito. El Herralde, el Pulitzer o el Alfaguara son los nuevos instantes mesiánicos: irrupciones del reconocimiento que absuelve al autor del anonimato. Pero esa absolución tiene un precio. Para alcanzarla, el escritor debe hablar en el dialecto de la corrección global: un lenguaje sin política, sin cuerpo, sin historia. La literatura se convierte así en un espacio de purificación simbólica. La culpa del origen se transforma en capital moral. La paramnesia colectiva de estos autores no es olvido: es un mecanismo de defensa. No olvidan quiénes son; se castigan por serlo. Su reconocimiento es la recompensa a esa autoaniquilación. Son admitidos no a pesar de su culpa, sino por su capacidad de administrarla con elegancia. La metrópoli no perdona: absuelve al que se somete.
El Herralde, el Pulitzer o el Alfaguara son los nuevos instantes mesiánicos: irrupciones del reconocimiento que absuelve al autor del anonimato. Pero esa absolución tiene un precio. Para alcanzarla, el escritor debe hablar en el dialecto de la corrección global: un lenguaje sin política, sin cuerpo,
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Volver a Benjamin hoy significa rescatar su energía crítica: su rechazo a la reconciliación, su convicción de que la historia no puede narrarse sin conflicto. Frente a la estética terapéutica de la literatura del prestigio, su Angelus Novus (Paul Klee) sigue mirando hacia atrás y viendo ruinas, no progreso. Las ruinas que estos escritores estetizan son las mismas que Benjamin consideraba posibilidad de redención. Pero ellos las barnizan y las convierten en imágenes de Instagram. El Italpark de Bruzzone, esa ruina domesticada en la tapa de El contrabando ejemplar, es la antítesis del ángel benjaminiano: donde aquel veía catástrofe, Maurette ve nostalgia. El prestigioso escritor joven, con su jopo perfecto y su gesto ascético, no mira la historia: la usa. Es la sonrisa del ángel reconciliado con el progreso. La política ha sido reemplazada por la estrategia, la historia por la nostalgia, la ruina por la foto. Y la literatura, que alguna vez quiso despertar a los muertos, hoy se limita a posar con ellos.
El Italpark de Bruzzone, esa ruina domesticada en la tapa de El contrabando ejemplar, es la antítesis del ángel benjaminiano: donde aquel veía catástrofe, Maurette ve nostalgia. El prestigioso escritor joven, con su jopo perfecto y su gesto ascético, no mira la historia: la usa.
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El siglo XXI no abolió la dependencia cultural: la volvió deseable. Ya no hay coerción sino gratitud. El premio no recompensa la rebeldía, sino la competencia en el lenguaje del amo. Pablo Maurette, Hernán Díaz y Pedro Mairal no son traidores ni farsantes. Son los nuevos funcionarios del prestigio: sujetos que han aprendido a convertir la culpa del sur por no ser como el norte, en una forma de elegancia. El reconocimiento internacional no llega a pesar de esa culpa, sino gracias a ella. Su triunfo consiste en haberla introyectado con tanta eficacia que ya no se nota. En la economía del reconocimiento global, al escritor latinoamericano le basta con una única ofrenda: su culpa envuelta en tapa dura.
Rodrigo Cañete © 2025
Pablo Maurette, Hernán Díaz, and Pedro Mairal: The Functionaries of Prestige, or Literature as an Instrument of Neo-Colonial Assimilation
The twenty-first century did not abolish cultural imperialism; it refined it. The Latin American writer no longer needs to confront the metropolis — he now translates it. The old colonial intermediary, the one who carried news from the jungle to the Viceroy’s desk, has re-emerged as a more sophisticated figure: the globalised native informant, an intellectual who speaks on behalf of the periphery in the language of the centre. The Herralde Prize, like so many Iberian devices of consecration, no longer rewards literature, but rather the degree of international legibility of a domesticated difference. Within that system, Pablo Maurette’s El contrabando ejemplar, Hernán Díaz’s Trust, and Pedro Mairal’s La uruguaya form a perfect triptych of the new pact between colony and metropolis.

In Maurette, Argentine identity is not narrated but explained. His novel is an essay disguised as fiction — a dissertation on the impossibility of a nation that “could have been and was not,” written with the forensic detachment of an academic dissecting his own origin. The narrator, an Argentine expatriate in Madrid, rewrites another man’s unfinished manuscript, building a parable of deferred authorship: the homeland as plagiarism, culture as smuggling. Buenos Aires has no smell, no body, only archive. The language is that of global correctness: no social conflict, no passion, only aesthetic autopsy. Hence its perfect fit with the Herralde — that Catalan machinery that turns the eccentric into the elegant. The Latin American writer no longer needs to be savage or cursed, but rather explained and cured. Maurette provides the ideal product: a pathological, guilt-ridden but cultured Argentina, examining itself in a European mirror.
Hernán Díaz represents the other end of the spectrum: the native informant who erases his origin until he becomes indistinguishable from the master. Trust, his novel about the American financial elite, is written in English so immaculate that it eliminates any trace of foreignness. Its exoticism lies precisely in its lack of exoticism. Díaz does not translate difference — he erases it. His Argentine background survives only as a line in a press release. The Pulitzer that crowned him ratified this metamorphosis: the exile who learned the code of power so perfectly that power rewarded him for it. But the price of perfection is suffocation. Trust reproduces, with aesthetic precision, the very order it claims to critique: capital does not exploit, it functions; inequality does not outrage, it is managed. Díaz does not question the system — he adores it. His formal purity is the reverse of criticism: the literary form of obedience.

Mairal, by contrast, is the sentimental informant, the one who transforms the Argentine self into a global product of empathy. La uruguaya was celebrated not for what it tells but for how it packages masculine vulnerability in transparent prose. Its protagonist does not discuss history or politics — he laments, elegantly. That well-crafted melancholy is his passport. Mairal translates the disillusionment of the Argentine middle class into the universal language of intimate defeat. He is the crooner of educated failure: the sensitive man who no longer threatens anyone. If Maurette colonises thought, and Díaz colonises competence, Mairal colonises feeling. In every case, marginality is aestheticised, pain becomes merchandise, and guilt turns into a narrative virtue.
Together they embody the same contract. The nation disappears as conflict and reappears as introspection. The writer ceases to represent a people or a class and instead represents an exportable sensibility. Díaz universalises competence; Mairal, emotion; Maurette, guilt. Collectively, they are the new civilisation of the margin, ambassadors of a periphery that no longer disturbs because it has been polished. If the Latin American Boom travelled to Europe to dispute the canon, this generation travels to confirm it. Rebellion has been replaced by cosmopolitan correctness — that elegance which guarantees silent inclusion in the catalogues of Anagrama, Riverhead, or Gallimard. The old colonial order needed translators; the new one needs self-translators.

The logic also manifests visually. The cover of El contrabando ejemplar —a photograph by Pablo Bruzzone of Buenos Aires’s abandoned Italpark amusement park— condenses the privatised nostalgia of neoliberal Argentina: the fairground as sentimental ruin. Collective history is replaced by private melancholy; politics gives way to aestheticism. Bruzzone, a favourite photographer of Argentina’s cultural right, is the ideal eye for the writer who aestheticises guilt. The Italpark is a closed country remembered only through the self. In press photos, Maurette appears like an actor from Hollywood’s golden age: wavy hair, blue shirt, rococo doorknob, green art nouveau tiles. There is no Latin Americanness here, only respect for European tradition, the purity of an aesthetic lineage. His body narrates not precarity but the overcoming of plebeian origins. In the symbolic economy of the prize, this image conveys seriousness, universality, and good behaviour. The body is the passport.
The phenomenon extends beyond him. Díaz poses against white Brooklyn walls; Mairal in softly lit cafés. Each embodies a different variant of the same scenery: the academic’s neutrality, the romantic’s melancholy, the erudite’s polish. The global writer’s aesthetic is that of the well-groomed man: neat beard, calm smile, neutral shirt. No trace of barbarism, no crease of conflict. They are old young men, professionals of composure, children of cultural neoliberalism. Their rebellion takes the form of refined irony, well-written sadness, or understated erudition. They are the new functionaries of prestige: individuals emancipated from politics only to integrate into the market.
Walter Benjamin warned that even the dead are not safe if the enemy triumphs. In his materialist view, history was a battlefield to be interrupted, not illustrated. In the literature of prestige, that history has dissolved. What was once conflict becomes metaphor; what was once exploitation turns decorative. In Trust, capital no longer exploits — it works. In La uruguaya, patriarchy does not oppress — it sighs. In El contrabando ejemplar, the colony does not suffer — it analyses itself. Benjamin called for a materialism of ruins; these authors offer an aestheticism of ruins. Where Benjamin saw redemption in the fragment, Maurette sees a polished mirror. Where Benjamin found messianic interruption, Díaz builds antiseptic artifice. Where Benjamin listened for the voices of the defeated, Mairal writes the melancholy of those who lost but learned to write beautifully about it. History has been replaced by the poetics of curated memory. The task is no longer to remember the dead, but to administer them. Literature becomes an act of trauma management, not defiance.

The committed writer —today a ridiculed figure— responded to a moral economy in which writing meant taking a position. The prestigious writer of today obeys a market economy in which writing means deploying a strategy. Commitment entailed risk; strategy entails calculation. Hence Maurette does not denounce cultural imperialism — he decorates it. Díaz does not interrogate capitalism — he reproduces it. Mairal does not question masculinity — he stylises it. Each finds a comfort zone where politics becomes a matter of style. This is not theoretical postmodernism but strategic postmodernism, a conscious operation of alignment with the global market of prestige. In Benjamin’s map, this is the moment when catastrophe is fulfilled: history no longer resists. What once demanded justice is now narrated. Narrative, in the era of cultural capitalism, is the most effective form of neutralisation.
In this new aesthetic of prestige, the body has vanished. Twentieth-century Latin American fiction placed the body at its core — tortured, migrant, queer, or sick. Now, only the mind remains. The narrators of Díaz, Maurette, and Mairal are men of introspection. The body appears only as symptom: illness in Maurette, fatigue in Mairal, aging in Díaz. Never conflict. Flesh no longer has history; only rhetoric. In Benjamin’s terms, experience has been replaced by mere sensation: Erlebnis without Erfahrung. Event without context. Feeling without structure. This is the true violence of strategic postmodernism: stripping experience of its materiality.

Within this landscape, the market has taken the place of the Messiah. It is the market that redeems the writer from obscurity, transforming marginality into value, biography into myth. The Herralde, the Pulitzer, the Alfaguara — these are the new messianic moments: irruptions of recognition that absolve the author of anonymity. But that absolution comes at a price. To obtain it, the writer must speak the dialect of global correctness: a language without politics, without body, without history. Literature becomes a site of symbolic purification. The guilt of origin turns into moral capital. Their collective paramnesia is not forgetfulness but a defence mechanism. They do not forget who they are — they punish themselves for it. Recognition becomes the reward for self-annihilation. They are accepted not despite their guilt but because of their mastery in managing it with grace. The metropolis does not forgive; it absolves those who submit.
To return to Benjamin today is to recover his critical energy: his refusal of reconciliation, his conviction that history cannot be narrated without conflict. Faced with the therapeutic aesthetic of the literature of prestige, his Angelus Novus still looks backwards and sees ruins, not progress. The ruins these writers aestheticise are the same ones Benjamin saw as potential redemption. But they varnish them, turning them into postcards. Bruzzone’s Italpark —that domesticated ruin on the cover of El contrabando ejemplar— is the antithesis of Benjamin’s angel: where the angel saw catastrophe, Maurette sees nostalgia. The young prestigious writer, with his perfect hair and ascetic pose, does not look at history — he uses it. It is the smile of the angel reconciled with progress. Politics has been replaced by strategy, history by nostalgia, ruin by the photograph. And literature, which once sought to awaken the dead, now merely poses with them.
The twenty-first century did not abolish dependency; it made it desirable. There is no longer coercion, only gratitude. The prize no longer rewards rebellion but fluency in the master’s language. Pablo Maurette, Hernán Díaz, and Pedro Mairal are not traitors or impostors. They are the new functionaries of prestige: subjects who have learned to turn the South’s guilt into a form of elegance. Their recognition comes not in spite of that guilt but because of it. Their triumph lies in having introjected it so completely that it now passes for virtue. In the global economy of recognition, the Latin American writer needs only one offering: his guilt, bound in hardcover.
Rodrigo Cañete © 2025





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