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En The Forgotten Sense: Meditations on Touch, Pablo Maurette, Premio Herralde de Novela 2025 hace algo que pocos ensayistas latinoamericanos formados en el canon anglosajón se atreven a hacer: intentar pensar desde la piel. Debo confesar que me gusta mas el Maurette académico que el literario porque hace algo parecido a lo que yo hago con el lenguaje asceptico de la academia del Norte Global: lo metaforiza. Este pensamiento del tocar se diferencia a ese otro que ocurre desde la mente y desde el ojo —los órganos predilectos de la modernidad occidental. En lugar de ello, el propone estudiarlo desde el tacto, ese sentido olvidado que el propio Maurette reivindica como forma de conocimiento. Su propuesta no es solo una teoría del contacto, sino una crítica a todo un régimen epistemológico fundado en la distancia.
Debo confesar que me gusta mas el Maurette académico que el literario porque hace algo parecido a lo que yo hago con el lenguaje asceptico de la academia del Norte Global: lo metaforiza
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El libro combina filología y fenomenología sin caer en el academicismo aséptico. La erudición de Maurette nunca se exhibe: la respira. Habla de Aristóteles, de Lucrecio, de Herder, pero sin perder el pulso narrativo. En un contexto académico dominado por la claridad argumentativa que destruye la tensión poética, Maurette logra algo casi imposible: escribir con rigor sin abolir el misterio.
‘El sentido olvidado’ combina filología y fenomenología sin caer en el academicismo aséptico. La erudición de Maurette nunca se exhibe: la respira. Habla de Lucrecio, de Herder, pero sin perder el pulso narrativo. En un contexto académico dominado por la claridad argumentativa que destruye la tensión poética, Maurette logra algo casi imposible
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En su capítulo “A Handshake”, escribe: “La percepción táctil de un cielo compensa su falta de opticidad.” Lo que no puede verse puede tocarse. Ese contacto, por tenue que sea, no es metáfora sino epistemología: el conocimiento comienza en la piel. Pero todo conocimiento táctil implica una asimetría —alguien toca y alguien es tocado—. Y esa conciencia de poder convierte su pensamiento en algo inquietante: ¿qué ocurre cuando esa teoría del tacto se traduce en política, en arte o en economía del cuerpo?
Lo que no puede verse puede tocarse. Ese contacto, por tenue que sea, no es metáfora sino epistemología: el conocimiento comienza en la piel.
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Ahí entra su reverso absoluto: La Chola Poblete. Lo que en Maurette es caricia, en ella es fricción. Poblete no busca reconciliar vista y tacto, sino sabotear su jerarquía. Su cuerpo no es superficie de experiencia, sino territorio de disputa. Si Maurette ofrece una teoría del contacto, Poblete demuestra cómo todo contacto implica explotación. El cuerpo, en la tradición colonial y patriarcal, ha sido siempre lo háptico de otro: lo que se toca, se usa, se penetra, se traduce en materia.
La Chola Poblete no busca reconciliar vista y tacto, sino sabotear su jerarquía. Su cuerpo es territorio de disputa. Si Maurette ofrece una teoría del contacto, Poblete demuestra cómo todo contacto implica explotación.
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Si Maurette escribe desde la biblioteca, Poblete actúa desde la herida. Uno restituye el valor cognitivo del tacto; la otra muestra cómo ese mismo tacto, en manos del poder, deviene instrumento de control. Esa tensión —entre la docta libido del conocimiento y la libido explotada del cuerpo— marca un eje central del pensamiento latinoamericano contemporáneo: ya no se trata de si podemos conocer con la piel, sino de quién paga el precio de ese conocimiento.
La imposibilidad del tacto en la Galeria Barro
En su lectura de Moby Dick, Maurette comenta el capítulo “A Squeeze of the Hand”, donde Ishmael y sus compañeros exprimen con las manos los globos de espermaceti —la grasa del cachalote— hasta que el trabajo se transforma en comunión. Es un momento de éxtasis táctil que disuelve las jerarquías: los marineros, arrodillados sobre el aceite tibio, comparten un trance sensual que convierte el trabajo manual en erotismo colectivo.
Pero Maurette muestra que ese éxtasis ocurre dentro de una economía de extracción. El mismo gesto que unifica también explota. La fraternidad se evapora en cera, cosmético y valor agregado. El tacto, en la era del espectáculo, ya no libera: produce plusvalía. Lo háptico se ha convertido en el lenguaje del marketing emocional, la herramienta de las industrias culturales que transforman cada contacto en capital simbólico. Ahí entra la performance de La Chola Poblete en Barro, presentada el sábado pasado, como la encarnación literal de ese desplazamiento.
El tacto ya no libera: produce plusvalía. Lo háptico se ha convertido en el lenguaje del marketing emocional, la herramienta de las industrias culturales que transforman cada contacto en capital simbólico. Ahí entra la performance de La Chola Poblete en Barro, presentada el sábado pasado, como la encarnación literal de ese desplazamiento.
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El cuerpo como interfaz
La puesta de la Galería Barro buscó volver el cuerpo paisaje y superficie de exhibición. Poblete, rodeada de cámaras y luces, se hundía en una mezcla de si misma. Pero el gesto no evocaba lo telúrico, sino lo mediático. Su cuerpo estaba administrado por el aparato curatorial y por la mirada cómplice del público.
La puesta de la Galería Barro buscó volver el cuerpo paisaje y superficie de exhibición. Poblete, rodeada de cámaras y luces, se hundía en una mezcla de si misma. Pero el gesto no evocaba lo telúrico, sino lo mediático
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Cada trazo de su piel era dato, una textura lista para ser fotografiada y diseminada en redes. La piel —que en Maurette era sede del conocimiento— aquí se vuelve interfaz visual y económica. El cuerpo de Poblete, sometido al registro continuo, funciona como una extensión háptica del sistema que dice criticar. Su cholez es maquillaje conceptual: un simulacro de tierra para un público urbano que paga por el espectáculo del contacto.
La piel —que en Maurette era sede del conocimiento— aquí se vuelve interfaz visual y económica. El cuerpo de Poblete, sometido al registro continuo, funciona como una extensión háptica del sistema que dice criticar. Su cholez es maquillaje conceptual
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El fetiche del primitivismo: la pureza como mercancía
Poblete carga con una obligación creativa que no le pertenece: rendir cuentas de su primitivismo. En cada obra se espera de ella una autenticidad ancestral, una promesa de pureza que el circuito del arte necesita para justificarse. No se le pide pensamiento, se le pide origen.
Poblete carga con una obligación creativa que no le pertenece: rendir cuentas de su primitivismo. En cada obra se espera de ella una autenticidad ancestral, una promesa de pureza que el circuito del arte necesita para justificarse. No se le pide pensamiento, se le pide origen.
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En una entrevista reciente con una influencer obsesionada con las “vírgenes cholas”, esa fascinación se volvió literal: el deseo de poseer lo mestizo, lo irracional, lo arcaico. Poblete no escapa de esa trampa. Su mito familiar —el abuelo que muere al descubrir una escultura— repite la leyenda toscana de la Venus de Siena, el fetiche maldito. La artista se inscribe en esa tradición del objeto que fascina y destruye, pero en el arte contemporáneo ese poder ya está domesticado. El mito se convierte en branding, la maldición en storytelling curatorial. Poblete encarna el deseo blanco de poseer lo que no se comprende. Su barro no es tierra, sino signo; su cuerpo, un espectáculo de autenticidad. El sistema le exige volverse símbolo de sí misma.

El plano del contacto: cuando lo háptico se aplana
El problema de Poblete no es el exceso de cuerpo, sino la falta de profundidad. En su mundo, todo se convierte en imagen enmarcada, incluso la performance. No hay carne: hay representación. Su barro, sus vírgenes, su biografía, todo está dispuesto para ser capturado, archivado y vendido. Una Kardashian aburrida. La piel deja de ser superficie de contacto para volverse superficie de exhibición. Lo háptico, que en Maurette era una vía de conocimiento, aquí se aplana. El roce ya no existe, sólo el registro del roce. Lo que podría ser fricción se vuelve contenido museístico: cadaver. Poblete transforma su vida en autoficción institucional, consumida como garantía de autenticidad.
El problema de Poblete no es el exceso de cuerpo, sino la falta de profundidad. En su mundo, todo se convierte en imagen enmarcada, incluso la performance. No hay carne: hay representación. Una Kardashian aburrida. La piel deja de ser superficie de contacto para volverse superficie de exhibición. Lo háptico, que en Maurette era una vía de conocimiento, aquí se aplana.
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El público, saturado de culpa y corrección, encuentra en ella su espejo invertido: la escucha como una penitencia estética. Su historia funciona como indulgencia liberal: el premio por abrazar la diversidad, el castigo por haberla deseado. En ese intercambio, el tacto colapsa. El coleccionista blanco, burgués y homosexual no toca: imagina que toca. Compra la transgresión como quien compra una reliquia. Ella ofrece el cuerpo, pero sólo como superficie óptica. El resultado es una escisión total: entre mente y cuerpo, entre sexo y amor, entre arte y mercado. Lo háptico se reemplaza por su caricatura: una intelectualización sin erudición, una piel sin nervios. Poblete no busca reconciliar nada; lo confirma. En esa confirmación está su fracaso más político: haber convertido el dolor en decorado de lujo, el margen en fondo de pantalla, la transgresión en souvenir. El arte, que debía ser contacto, termina siendo ornamento. La docta libido se agota en su versión más triste: la libido curatorial.
El coleccionista blanco, burgués y homosexual no toca: imagina que toca. Compra la transgresión como quien compra una reliquia. Ella ofrece el cuerpo, pero sólo como superficie óptica. El resultado es una escisión total: entre mente y cuerpo, entre sexo y amor, entre arte y mercado.
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La metamorfosis y la promesa de redención
Vivimos en la era háptica del capitalismo espiritual. El dedo sobre la pantalla ha reemplazado la mano sobre el otro. Cada “me gusta” es un microcontacto; cada scroll, una caricia delegada. En ese contexto, Maurette y Poblete encarnan los extremos de un mismo dilema: cómo tocar sin poseer, cómo resistir sin estetizar el daño. Tal vez el arte ya no pueda responder, pero puede recordarlo. Y esa memoria del tacto —esa docta libido que persiste en la superficie— es lo que nos queda cuando toda piel se vuelve pantalla.
Maurette y Poblete encarnan los extremos de un mismo dilema: cómo tocar sin poseer, cómo resistir sin estetizar el daño. Tal vez el arte ya no pueda responder, pero puede recordarlo.
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Tanto Maurette como La Chola Poblete giran, cada uno a su modo, alrededor de una misma obsesión: la metamorfosis como posibilidad de redención. Pero el camino que trazan no podría ser más distinto. En Maurette, la transformación es orgánica y Ovidiana. Su pensamiento fluye como una piel que muda sin herida visible. El cambio es continuidad, no ruptura: la forma se desplaza sin perder su integridad. Es una metamorfosis del conocimiento, un tránsito de lo óptico a lo táctil, del intelecto al cuerpo. En su visión, el dolor es institucional —una consecuencia del sistema moderno que separa el pensamiento de la materia—, pero no íntimo. La redención, para él, consiste en volver a sentir sin destruirse, en recuperar el contacto como forma de razón.
Tanto Maurette como La Chola Poblete giran, cada uno a su modo, alrededor de una misma obsesión: la metamorfosis como posibilidad de redención.
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En Poblete, en cambio, la metamorfosis es violenta y masoquista. El cuerpo no se transforma: se interviene. Cada performance es un intento de gustar, de pertenecer, de reconciliarse con una mirada ajena que nunca será propia. Su metamorfosis no es ovidiana, sino cristiana: un ritual de dolor que promete acceso al mundo del arte a cambio de sangre simbólica. Si en Maurette la piel piensa, en Poblete la piel pide perdón. Ambos, sin embargo, participan de la misma fe: la de que la materia puede redimirnos. Maurette lo hace con la serenidad del filólogo; Poblete, con la urgencia de la sobreviviente. Entre ambos trazan el mapa de una cultura que sigue buscando en el cuerpo —ya sea leído o expuesto— una forma de trascendencia.

La docta libido se agota en su versión más triste: la libido curatorial. Tanto Maurette como La Chola Poblete giran, cada uno a su modo, alrededor de una misma obsesión: la metamorfosis como promesa de redención
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Pero esa fe está herida. La metamorfosis, hoy, no salva: se monetiza. Lo que antes fue redención, ahora es contenido. Y tal vez lo más triste —y lo más humano— sea que seguimos tocando, transformando y exhibiendo nuestros cuerpos con la esperanza de que, en el roce entre la carne y la superficie, algo todavía se salve. El arte, que debía ser contacto, termina siendo ornamento. La docta libido se agota en su versión más triste: la libido curatorial. Tanto Maurette como La Chola Poblete giran, cada uno a su modo, alrededor de una misma obsesión: la metamorfosis como promesa de redención.
Pero el modo de transfigurarse revela su distancia ética y estética. En Maurette, la transformación es sin herida visible, como si la forma cambiara por comprensión y no por violencia. Su metamorfosis es interior, una continuidad de la inteligencia que reencuentra al cuerpo y lo integra. En su sistema, el dolor es institucional, no íntimo; un subproducto del orden moderno que separó razón y materia. Redimirse, para él, consiste en volver a sentir sin destruirse. En Poblete, en cambio, la metamorfosis es dolorosa. Su cuerpo no deviene, se interviene. Cada performance parece un intento de ganarse la pertenencia a través del sufrimiento: gustar para existir. Es la metamorfosis como penitencia. Lo que en Maurette es conocimiento táctil, en ella es tortura sensorial. Donde él busca unión, ella ofrece fractura. Si en Maurette la piel piensa, en Poblete la piel pide perdón. Y sin embargo ambos comparten una misma fe —arcaica, pagana, desesperada—: que la materia puede salvarnos. Que algo del alma todavía reside en lo sensible, en la textura, en la huella. Maurette lo piensa como un humanista; Poblete lo vive como una sobreviviente. Entre ambos trazan el mapa de una cultura que ya no cree en dioses pero sigue esperando milagros a través del cuerpo.

El problema es que esa fe hoy se negocia. La metamorfosis, en el capitalismo estético, se ha vuelto formato. Se vende. La piel, la herida y la erudición funcionan como mercancías de redención. Lo que alguna vez fue contacto o comunión termina reducido a performance, a branding espiritual. Pero el corazón teórico de esta deriva sigue siendo lo háptico. Maurette lo entiende no como simple tacto, sino como una forma de pensamiento que implica reciprocidad: tocar es ser tocado. En su lectura de Moby Dick, el capítulo “A Squeeze of the Hand” se convierte en una alegoría moderna de Jonás y la ballena. Ishmael, hundiendo las manos en la grasa del cachalote, experimenta una redención táctil: una comunión entre trabajo, materia y espíritu. El contacto con la sustancia animal —el espermaceti que lubrica el mundo— sustituye el castigo de Jonás por una metamorfosis física. No hay profecía ni milagro: hay roce, calor y materia viva.
La trascendencia, en la versión secular de Maurette, ocurre a través del cuerpo. Eso es lo que falta en Poblete. En su performance en Barro, el contacto no salva; se registra. El tacto no transforma, se administra. Lo háptico se convierte en su caricatura: la ilusión de una piel viva donde sólo hay superficie óptica para vender. Si en Maurette el cuerpo piensa, en Poblete el cuerpo posa como atractivo. Pero es una mentira y todos los saben: artista y publico. Por eso, después de tanto tacto estetizado y tanta piel disciplinada, el verdadero gesto radical sería no tocar. No como negación, sino como espera. Una suspensión del circuito háptico del capital: una pausa donde el cuerpo deje de ser medio para volver a ser fin.
La trascendencia, en la versión secular de Maurette, ocurre a través del cuerpo. Eso es lo que falta en Poblete. En su performance en Barro, el contacto no salva; se registra. El tacto no transforma, se administra. Lo háptico se convierte en su caricatura: la ilusión de una piel viva donde sólo hay superficie óptica para vender.
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Para Maurette, no hay profecía ni milagro: hay roce, calor y materia viva. La trascendencia ocurre a través del cuerpo. Porque en última instancia, todo tacto contemporáneo está mediado por la economía del deseo. Y en esa mediación —entre el roce y el cálculo, entre la fe y la cuenta de banco— el arte ya no busca tocar el mundo, sino probar que todavía puede hacerlo. El tacto es hoy el espejo más frío del alma y la Chola Poblete, una lamentable sacerdotisa.
‘Thinking Skin versus the Skin that Strikes a Pose: Maurette, Poblete and the Death of Touch’ (ENG)
In The Forgotten Sense: Meditations on Touch, Pablo Maurette does something few essayists trained in the Anglo-Saxon academy dare to do: he thinks from the skin. Not from the mind or the eye —the privileged organs of Western modernity— but from touch, that forgotten sense he rehabilitates as a form of knowledge. His proposal is not merely a theory of contact but a critique of an entire epistemological regime founded on distance.
In The Forgotten Sense: Meditations on Touch, Pablo Maurette does something few essayists trained in the Anglo-Saxon academy dare to do: he thinks from the skin. Not from the mind or the eye —the privileged organs of Western modernity— but from touch,
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The book blends philology and phenomenology without falling into sterile academicism. Maurette’s erudition never parades itself —it breathes. Each page feels like an intelligent caress. He moves through Aristotle, Lucretius, Herder, yet never loses narrative pulse. In an academic context ruled by argumentative clarity that annihilates poetic tension, Maurette achieves the almost impossible: he writes with rigor without abolishing mystery.
Maurette’s erudition never parades itself —it breathes. Each page feels like an intelligent caress. He moves through Lucretius, Herder, yet never loses narrative pulse. In an academic context ruled by argumentative clarity that annihilates poetic tension, Maurette achieves the almost impossible: he writes with rigor without abolishing mystery.
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In his chapter “A Handshake,” he writes: “The tactile perception of a sky compensates for its lack of optic quality.” What cannot be seen may still be touched. That contact, however faint, is not metaphor but epistemology: knowledge begins on the skin. Yet every tactile encounter implies asymmetry —someone touches and someone is touched— and that consciousness of power makes his thinking unsettling. What happens when this theory of touch is translated into politics, art, or the economy of the body?
There enters his absolute reversal: La Chola Poblete. What in Maurette is caress, in her is friction. Poblete doesn’t seek to reconcile sight and touch but to sabotage their hierarchy. Her body is not a surface of experience but a territory of dispute. If Maurette offers a theory of contact, Poblete exposes how every contact entails exploitation. The body, in the colonial and patriarchal tradition, has always been the haptic of another: that which is touched, used, penetrated, and rendered into matter.
If Maurette offers a theory of contact, Poblete exposes how every contact entails exploitation. The body, in the colonial and patriarchal tradition, has always been the haptic of another: that which is touched, used, penetrated, and rendered into matter.
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If Maurette writes from the library, Poblete acts from the wound. One restores the cognitive dignity of touch; the other shows how that same touch, in the hands of power, becomes an instrument of control. That tension —between the docta libido of knowledge and the exploited libido of the body— defines a central axis of contemporary Latin American thought: the question is no longer whether we can know through the skin, but who pays the price for that knowledge.
The Impossibility of Touch at Galería Barro
In his reading of Moby Dick, Maurette dwells on the chapter “A Squeeze of the Hand,” where Ishmael and his shipmates squeeze with their hands the globes of spermaceti —whale fat— until labor turns into communion. It is a moment of tactile ecstasy that dissolves hierarchy: the sailors, kneeling over warm oil, share a sensual trance that turns manual work into collective eroticism.
But Maurette reveals that this ecstasy occurs within an extractive economy. The very gesture that unites also exploits. Fraternity evaporates into wax, cosmetics, and surplus value. Touch, in the age of spectacle, no longer liberates —it produces capital. The haptic has become the language of emotional marketing, the tool of cultural industries that transform every contact into symbolic profit. Enter La Chola Poblete’s performance Barro, presented last Saturday, as the literal embodiment of that shift.
Touch, in the age of spectacle, no longer liberates —it produces capital. The haptic has become the language of emotional marketing, the tool of cultural industries that transform every contact into symbolic profit. Enter La Chola Poblete’s performance Barro, presented last Saturday, as the literal embodiment of that shift.
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Clay as Screen: When the Body Becomes Interface
The Barro staging sought to turn the body into landscape and display surface. Poblete, surrounded by cameras and lights, slowly sank into a mixture of herself. But the gesture did not evoke the telluric —it evoked the media. Her body was managed by the curatorial apparatus and by the audience’s complicit gaze.
Every streak of her skin became data, a texture ready to be photographed and circulated online. The skin —which in Maurette was the seat of knowledge— here becomes a visual and economic interface. Poblete’s body, subjected to constant recording, operates as a haptic extension of the very system it claims to critique. Her chola quality is conceptual makeup: a simulacrum of earth for an urban public that pays for the spectacle of contact.
Poblete’s body, subjected to constant recording, operates as a haptic extension of the very system it claims to critique. Her chola quality is conceptual makeup: a simulacrum of earth for an urban public that pays for the spectacle of contact.
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The Fetish of Primitivism: Purity as Commodity
Poblete bears a creative burden that isn’t hers: to be accountable for her primitivism. In each work, she is expected to deliver ancestral authenticity —a promise of purity that the art circuit requires to justify its own sophistication. She is not asked for thought but for origin. In a recent interview with an influencer obsessed with “vírgenes cholas,” that fascination became literal: the desire to possess the mestizo, the irrational, the archaic. Poblete cannot escape that trap. Her family myth —the grandfather who dies after discovering a sculpture— repeats the Tuscan legend of the Venus of Siena, the cursed fetish. She inscribes herself in that Western lineage of the object that fascinates and destroys, yet in contemporary art that power is already domesticated. The myth becomes branding, the curse becomes curatorial storytelling. Poblete embodies the white desire to possess what it cannot understand. Her clay is not soil but sign; her body, a spectacle of authenticity. The system demands that she become the symbol of herself.
Poblete embodies the white desire to possess what it cannot understand. Her clay is not soil but sign; her body, a spectacle of authenticity. The system demands that she become the symbol of herself.
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The Plane of Contact: When the Haptic Flattens
Poblete’s problem is not excess of body but lack of depth. In her world, everything turns into framed image, even performance. There is no flesh, only representation. Her clay, her virgins, her biography —everything is arranged to be captured, archived, and sold. A bored Kardashian. Skin ceases to be a surface of contact and becomes a surface of display.
The haptic, which in Maurette was a way of knowing, with Poblete collapses. The touch no longer exists —only its record. What could have been friction becomes museological content: a corpse. Poblete turns her own life into institutional autofiction, consumed as a guarantee of authenticity. The audience, saturated with guilt and moral correction, finds in her an inverted mirror. They listen as one gazes at a wound. Her story functions as liberal indulgence: the reward for embracing diversity, the punishment for having truly desired it. In that exchange, touch collapses. The white, bourgeois, homosexual collector does not touch —he imagines he touches. He buys transgression like a relic. She offers her body, but only as optical surface.
The haptic, which in Maurette was a way of knowing, with Poblete collapses. The touch no longer exists —only its record. What could have been friction becomes museological content: a corpse.
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The result is a total split: between mind and body, between sex and love, between art and market. The haptic is replaced by its caricature —an intellectualization without erudition, a skin without nerves. Poblete does not reconcile anything; she confirms it. And in that confirmation lies her most political failure: transforming pain into luxury décor, the margin into wallpaper, transgression into souvenir. Art, which should have been contact, ends as ornament. The docta libido exhausts itself in its saddest version: curatorial libido.
Touching Without a Net
We live in the haptic era of spiritual capitalism. The finger on the screen has replaced the hand on another body. Each “like” is a microcontact; each scroll, a delegated caress. In that context, Maurette and Poblete embody two poles of the same dilemma: how to touch without possessing, how to resist without aestheticizing harm. Perhaps art can no longer answer that, but it can still remember. And that memory of touch —that docta libido that persists on the surface— is what remains when all skin becomes screen.
La Chola Poblete’s story functions as liberal indulgence: the reward for embracing diversity, the punishment for having truly desired it. In that exchange, touch collapses. The white, bourgeois, homosexual collector does not touch —he imagines he touches. He buys transgression like a relic. She offers her body, but only as optical surface.
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Metamorphosis and the Promise of Redemption
Both Maurette and La Chola Poblete orbit, in their own ways, around the same obsession: metamorphosis as a possibility of redemption. But the paths they trace couldn’t be more different. In Maurette, transformation is organic and Ovidian. His thinking flows like skin that sheds without visible wound. Change is continuity, not rupture: form shifts without losing integrity. It’s a metamorphosis of knowledge, a transition from optical to tactile, from intellect to body. In his vision, pain is institutional —a byproduct of the modern system that split thought from matter— but not intimate. Redemption consists in feeling again without self-destruction, in recovering contact as a mode of reason. In Poblete, metamorphosis is violent and masochistic. The body does not evolve; it is intervened upon. Each performance is an attempt to be desired, to belong, to reconcile with an alien gaze that will never be her own. Her metamorphosis is not Ovidian but Christian: a ritual of pain that promises access to the art world in exchange for symbolic blood. If in Maurette the skin thinks, in Poblete the skin apologizes.
Both, however, share the same faith —archaic, pagan, desperate— that matter can save us. Maurette believes it with the calm of a philologist; Poblete, with the urgency of a survivor. Together they chart the map of a culture that no longer believes in gods but still hopes for miracles through the body. But that faith is wounded. Metamorphosis today doesn’t redeem; it monetizes. What once was salvation now becomes content. And perhaps the saddest —and most human— thing is that we keep touching, transforming, and exhibiting our bodies, hoping that in the friction between flesh and surface, something might still be saved. Art, which should have been contact, ends as ornament. The docta libido exhausts itself in its most pitiful form: curatorial libido.
In Maurette, transformation is organic and Ovidian. Change is continuity, not rupture: form shifts without losing integrity. In Poblete, metamorphosis is violent and masochistic. The body does not evolve; it is intervened upon. Each performance is an attempt to be desired, to belong,. Her metamorphosis is not Ovidian but Christian.
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The problem is that faith, now, is a transaction. Metamorphosis, in aesthetic capitalism, has become a format. It sells. Skin, wound, and erudition function as commodities of redemption. What once was communion is now performance, spiritual branding. At the heart of this drift lies the haptic. Maurette conceives it not as mere touch but as a mode of thought implying reciprocity: to touch is to be touched. In his reading of Moby Dick, the chapter “A Squeeze of the Hand” becomes a modern allegory of Jonah and the whale. Ishmael, plunging his hands into whale fat, experiences a tactile redemption —a communion of labor, matter, and spirit. Contact with the animal substance, the spermaceti that lubricates the world, replaces Jonah’s punishment with physical metamorphosis. No prophecy, no miracle: only friction, warmth, living matter.
Transcendence, in Maurette’s secular version, occurs through the body. That is precisely what Poblete lacks. In Barro, contact does not redeem; it is recorded. Touch does not transform; it is administered. The haptic becomes its own caricature: the illusion of a living skin where only an optical surface remains to be sold. If in Maurette the body thinks, in Poblete the body poses. But it’s a lie —and everyone knows it: artist and audience alike. After so much aestheticized touch and so much disciplined skin, the truly radical gesture would be not to touch. Not as negation, but as waiting. A suspension of the haptic circuit of capital —a pause in which the body ceases to be a medium and becomes an end again. Ultimately, every contemporary touch is mediated by the economy of desire. And in that mediation —between friction and calculation, between faith and invoice— art no longer seeks to touch the world, but to prove it still can. Touch today is the coldest mirror of the soul.
TOMORROW NEW EPISODE OF HOW NOT TO BECOME SUBHUMAN: THE MEDICALISATION OF THE CONTROLLED ONE.





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