la nueva edicion de la mala educación is out y sobre el regalo indefendible de milei y la reacción del progresismo punitivo
https://fmdelta903.com/player/Mañana, sábado 27 de diciembre de 2025, a las 12:00 (hora Argentina), voy a estar en Radio Delta 90.3 —en el ecosistema de “La Máquina”— conversando con Tartu en un momento raro: cuando los medios tradicionales intentan revalidarse, el streaming ya los sobrepasó, y sin embargo nadie tiene claro qué reemplaza a qué.
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Hay una tentación obvia —y mediocre— de contar esto como un “cruce de mundos”: yo, el crítico; ellos, la farándula; Tartu, el periodismo de espectáculos; el streaming, lo nuevo; APTRA, lo viejo. Esa lectura es cómoda porque convierte una torsión histórica en un cuento de buenos y malos. A mí me interesa otra cosa: cómo se produce autoridad hoy, qué dispositivos la sostienen, y por qué algunas instituciones —APTRA es el caso perfecto— reaccionan frente a la crítica como si fuera una amenaza existencial, incluso cuando esa crítica se formuló en un chat privado.
Yo, el crítico; ellos, la farándula; Tartu, el periodismo de espectáculos; el streaming, lo nuevo; APTRA, lo viejo. Esa lectura es cómoda porque convierte una torsión histórica en un cuento de buenos y malos. A mí me interesa otra cosa: cómo se produce autoridad hoy
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Lo que voy a proponer acá es simple: Tartu es un espejo invertido de mi posición. No porque pensemos igual, sino porque estamos parados en dos bordes de un mismo problema: la autoridad ya no tiene asidero estable en el sistema de medios, pero algunos cuerpos todavía la encarnan —por oficio, por estilo, por sentido común— como si ese suelo existiera. En mi caso, esa autoridad es espectral: no viene “desde” una institución, viene desde una palabra que acecha, que insiste, que no se deja domesticar. En el caso de Tartu, la autoridad aparece “adentro” —en radio y TV— pero como una forma de disidencia interna: una voz que todavía cree en la gradación, en el procedimiento, en la conversación como estructura y no como reacción.
Tartu es un espejo invertido de mi posición. No porque pensemos igual, sino porque estamos parados en dos bordes de un mismo problema: la autoridad ya no tiene asidero estable en el sistema de medios, pero algunos cuerpos todavía la encarnan —por oficio, por estilo, por sentido común— como si ese suelo existiera
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El espejo funciona así: yo no pertenezco; Tartu pertenece pero discute la pertenencia. Yo aparezco como outsider permanente; Tartu como insider que se volvió incómodo para la corporación. Y en el medio aparece APTRA como síntoma: una institución que ya no puede sostener su legitimidad como premio crítico y entonces se defiende como club, como mutual, como régimen de obediencia. Un régimen que —cuando se siente amenazado— recurre a lo más antiguo y a lo más contemporáneo al mismo tiempo: verticalidad jerárquica (de manual) y vigilancia emocional (bien siglo XXI).
APTRA como síntoma: una institución que ya no puede sostener su legitimidad como premio crítico y entonces se defiende como club, como mutual, como régimen de obediencia.
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No es “la interna”, es la autocensura quasi-dictatorial
El disparador inmediato de este texto es un conflicto interno en APTRA que terminó con la expulsión de dos de sus socias: Evelyn von Brocke y Pilar Smith. El episodio se originó a partir de comentarios críticos realizados en ámbitos no públicos —un chat interno de socios y declaraciones posteriores— vinculados al funcionamiento de la asociación y a una entrega reciente de los premios Martín Fierro. Lo que podría haber derivado en una discusión interna o en una sanción menor escaló hasta una asamblea extraordinaria, donde un sector mayoritario impulsó la expulsión bajo el argumento de que esos dichos afectaban el “honor” y el normal funcionamiento de la institución. Más allá de los nombres propios, el episodio funciona como caso-testigo: no revela solo una interna de la farándula, sino un problema estructural sobre cómo una organización periodística tramita la crítica, la disidencia y la palabra —incluso cuando esa palabra circula en espacios privados— en un contexto de crisis de legitimidad y de transformación acelerada del sistema de medios.
En ese proceso, el rol de Marcelo Polino fue central. En tanto socio histórico y figura con peso específico dentro de APTRA, Polino impulsó activamente la sanción máxima contra Evelyn von Brocke, argumentando que los comentarios difundidos constituían una falta grave que lesionaba no solo su honor personal sino el de la institución en su conjunto. Su intervención desplazó el eje del conflicto desde la crítica —y sus posibles excesos— hacia una lógica de disciplinamiento: lo que estaba en juego ya no era la discusión sobre el funcionamiento o los criterios de la asociación, sino la necesidad de marcar un límite ejemplar. De este modo, Polino encarnó una posición corporativa clásica: ante la disidencia, priorizar la cohesión interna y la autoridad institucional por sobre la deliberación, aun al costo de establecer un precedente punitivo inédito en la historia reciente de la entidad.
Polino encarnó una posición corporativa clásica: ante la disidencia, priorizar la cohesión interna y la autoridad institucional por sobre la deliberación, aun al costo de establecer un precedente punitivo inédito en la historia reciente de la entidad.
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La historia inmediata es conocida porque circuló como chimento, y el chimento es el modo contemporáneo de tramitar lo que no se quiere pensar. Dentro de APTRA se tensó un conflicto entre socias y socios —Evelyn Von Brocke, Pilar Smith, Marcelo Polino, y un conjunto más amplio de actores— que desembocó en una asamblea extraordinaria. La escena es significativa no por los nombres propios, sino porque nos deja ver el dispositivo en funcionamiento:
- se “procesa” el conflicto como falta institucional,
- se produce una instancia ritual (asamblea, orden del día, quórum, descargos),
- y se busca cerrar el asunto mediante sanción.
Hasta acá, podría ser la asamblea de un club de barrio. Y ese es exactamente el punto: APTRA no actúa como un organismo de crítica, actúa como una institución de pertenencia. En ese marco, la crítica no es un aporte: es un riesgo.
Podría ser la asamblea de un club de barrio. Y ese es exactamente el punto: APTRA no actúa como un organismo de crítica, actúa como una institución de pertenencia. En ese marco, la crítica no es un aporte: es un riesgo.
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En los audios y transcripciones que vengo trabajando, Tartu insiste una y otra vez en lo procedimental: quórum, estatuto, descargos, debate, voto. Ese tono es importante porque deja ver su posición: él intenta sostener una gramática institucional “racional” en un contexto donde lo que está en juego es otra cosa: la capacidad de castigar para conservar autoridad.
Ahí aparece la primera tesis dura: APTRA no expulsa para resolver; expulsa para advertir. No es una diferencia semántica. Resolver un conflicto implica producir condiciones para que la crítica exista sin que la institución colapse. Advertir implica lo contrario: instalar un precedente, una pedagogía del miedo. “Esto no se dice”. “Esto no se comparte”. “Esto no se escribe en un chat”. “Esto no se filtra”. En otras palabras: se produce autocensura. Y ojo: no estoy diciendo “dictadura” como insulto o como metáfora fácil. Estoy hablando de tecnologías de verticalidad que sobreviven a los regímenes políticos y se reencarnan en organizaciones civiles, culturales y mediáticas. El problema no es que APTRA sea “la dictadura”: el problema es que la dictadura y el neoliberalismo corporativo dejaron dispositivos durables de administración del conflicto: jerarquía, sanción ejemplar, obediencia por pertenencia, y un tipo de liderazgo que existe por “proxy” (delegación) más que por legitimidad estética real.

“Autoridad por proxy”: el premio como sustituto de la crítica
Hace años Sebastián Ortega —con un gesto brutal que algunos leyeron como capricho— dijo lo que muchos piensan y pocos se animan a formular: el Martín Fierro se volvió más un fenómeno gremial que galardón con criterio artístico. Esa frase no es una opinión; es un diagnóstico sobre cómo opera la legitimidad cultural cuando ya no puede sostenerse en criterios de valor. Maria Puala Zaccharias ganó un Martin Fierro. Todo dicho. Los votantes son ‘brutitos’.
Cuando una institución pierde su capacidad crítica, suele hacer dos cosas:
- endurece la pertenencia, y
- hipertrofia el ritual.
Los Martín Fierro se volvió más un fenómeno gremial que galardón con criterio artístico. Esa frase no es una opinión; es un diagnóstico sobre cómo opera la legitimidad cultural cuando ya no puede sostenerse en criterios de valor.
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El Martín Fierro es ritual. Es una ceremonia que funciona como escenario de consagración, pero cuya consagración se volvió ambigua: “premiar” ya no significa necesariamente “reconocer calidad”; puede significar “reconocer pertenencia”, “reconocer industria”, “reconocer continuidad”, “reconocer obediencia”, “reconocer la red”.
En ese punto aparece la autoridad por proxy: la institución no tiene que demostrar su criterio estético, le alcanza con administrar su propia liturgia. La autoridad se sostiene por una delegación circular: los premiados legitiman al premio, el premio legitima a los premiados. En esa circularidad, quien cuestiona el criterio es un problema, porque amenaza el circuito de legitimación recíproca. Por eso una crítica —incluso si es torpe o excesiva— puede ser vivida como ataque existencial. Y, entonces, una crítica pronunciada en un chat privado puede ser tratada como falta institucional. Si el sistema depende del ritual, la crítica es sacrilegio.
En esa circularidad, quien cuestiona el criterio es un problema, porque amenaza el circuito de legitimación recíproca. Por eso una crítica —incluso si es torpe o excesiva— puede ser vivida como ataque existencial.
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El patetismo no es el error: es la forma visible de la endogamia
Hay un motivo por el cual los Martín Fierro son populares incluso entre quienes los desprecian: porque son patéticos. Pero el patetismo acá no es un insulto moral, es una categoría estructural. Patetismo en el sentido de: exceso de afecto, teatralización del reconocimiento, exposición del ego, competencia de vanidades, sobreactuación de un valor que no logra justificarse.
Una institución que no puede sostener su criterio estético necesita exhibir su potencia de otro modo: en el drama, en el backstage, en el “qué dijo quién”, en el “a quién sentaron dónde”. El patetismo es lo que queda cuando la crítica se vuelve imposible y la legitimidad depende de la ceremonia.
Y esto se acopla a la endogamia: APTRA no es un “parlamento” de periodistas, es una asociación con lógica de club. En el momento en que se vuelve vital por su dimensión mutual —beneficios, red, seguridad de pertenencia— la endogamia deja de ser una consecuencia y se vuelve un objetivo. Un club necesita controlar su frontera: quién entra, quién sale, quién habla, quién “representa”, quién “daña” la institución. Esto explica por qué el conflicto escaló tanto. No es solo farándula. Es una cuestión de fronteras. No hay tanta distancia con la política de ICE bajo Donald Trump.

Polino y Ventura: si el club se vuelve refugio, la crítica se vuelve amenaza.
Acá hay que ser cruelmente sincero: lo endogámico de APTRA se vuelve “vital” en la medida en que el campo envejece. Y cuando la pertenencia se vuelve infraestructura de vida, la crítica se vuelve terrorismo. No estoy hablando de edad biológica. Estoy hablando de posición en un sistema que ya no garantiza continuidad. Cuando la TV pierde centralidad, cuando la fragmentación de audiencias se acelera, cuando el streaming pulveriza la idea de “carrera” y la reemplaza por exposición intermitente, los cuerpos que tienen capital en el sistema viejo se aferran a los dispositivos que aún les dan estabilidad: el club, la red, el premio.
Polino y Ventura encarnan —cada uno a su manera— esta dimensión: el premio como plataforma de poder, la institución como lugar de mando, el ritual como escenario de administración de la industria. No los demonizo. Los leo: si el sistema ya no da estabilidad, el club se vuelve refugio; si el club es refugio, la crítica se vuelve amenaza. Ahí se entiende por qué expulsar puede ser más importante que debatir. Y se entiende por qué, ante la crítica, la respuesta no es argumentar sino disciplinar.

Streaming: aire fresco dentro del tren fantasma
APTRA intentó “oxigenarse” con la incorporación de premios vinculados a lo digital, incluyendo los Martín Fierro de streaming. A primera vista, eso suena a modernización. Pero yo lo leo como síntoma: se suma lo nuevo como anexo sin tocar el núcleo. El streaming es el problema estructural porque introduce una forma de fungibilidad que el club no puede metabolizar. El streamer no necesita pertenecer. La lógica de autoridad del streamer no depende de APTRA, ni de un jurado, ni de un premio institucional; depende de comunidad, frecuencia, performance, interacción y, sí, algoritmo. Eso puede ser precario —y muchas veces lo es— pero tiene una ventaja decisiva: no necesita autorización del club.
El streamer no necesita pertenecer. La lógica de autoridad del streamer no depende de APTRA, ni de un jurado, ni de un premio institucional; depende de comunidad, frecuencia, performance, interacción y, sí, algoritmo. Eso puede ser precario pero no necesita autorización del club.
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Entonces APTRA hace lo que suelen hacer las instituciones en decadencia: crea un “anexo” para absorber el shock sin reformarse. Premia streamers, pero en su propio circuito. Reconoce lo digital, pero sin permitir que lo digital reconfigure su lógica interna. Es aire fresco… pero en el tren fantasma: el tren sigue en la misma vía, decorado con luces nuevas. El streaming “va a pérdida”, puede ser burbuja, puede ser precariedad espectacular. Sí. Pero incluso “a pérdida” tiene una potencia simbólica enorme: demuestra que la legitimidad puede ser relativamente autónoma. Eso es lo que pone en jaque la ronquera gremial de APTRA: que ya no monopoliza la consagración.

Tartu como espejo: disidencia interna vs palabra espectral
Ahora volvamos al título. Tartu aparece como una figura de sentido común. No sentido común moral, sino sentido común institucional: gradación, procedimiento, diferencia de casos, cautela ante la expulsión, resistencia a que la crítica se convierta en causal disciplinaria. En un ecosistema donde todo se vuelve reacción, esa forma de hablar se siente casi anacrónica. Pero no es nostalgia. Es un tipo de autoridad que proviene del oficio: haber vivido estudios, aire, producción, tiempos, jerarquías, límites. Una autoridad “clásica”. El problema es que esa autoridad ya no tiene suelo estable en el nuevo régimen mediático. Por eso suena “rara” y, a la vez, valiosa: porque no coincide con el modo dominante de circulación de la palabra.
Mi espejo es el inverso. Yo no hablo desde el estudio ni desde la pertenencia. Yo hablo desde afuera. Y esa exterioridad no es pose: es estructura. Es la exterioridad del que escribe sin ser absorbido, del que critica sin pedir permiso, del que no necesita la validación del premio porque trabaja en un registro de archivo, de genealogía, de violencia institucional, de estética política. Yo “acecho” desde una palabra invisibilizada —y mi blog es prueba de esa invisibilización: la crítica en Argentina no es incapaz por falta de inteligencia; es incapaz porque sus dispositivos de escucha están capturados por pertenencia y autocensura.
Entonces Tartu y yo nos espejamos en un punto: ambos sostenemos una idea de autoridad que no coincide con el régimen actual. Él, desde adentro, intenta impedir que la institución se vuelva punitiva frente a la crítica. Yo, desde afuera, muestro que la institución ya es punitiva porque no puede sostener criterios de valor sin ritual. No somos lo mismo. Pero nos reflejamos.’
Entonces Tartu y yo nos espejamos en un punto: ambos sostenemos una idea de autoridad que no coincide con el régimen actual. Él, desde adentro, intenta impedir que la institución se vuelva punitiva frente a la crítica. Yo, desde afuera, muestro que la institución ya es punitiva porque no puede sostener criterios de valor sin ritual.
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El chat privado: el núcleo político de esta historia
Lo más grave —y lo más revelador— de todo esto es la idea de expulsar a alguien por lo que dijo en un chat privado. No importa si la persona es simpática, antipática, torpe, brillante. Importa el precedente: si lo dicho en un ámbito privado es sancionable como si fuera discurso público, entonces no existe interior institucional. Solo existe vigilancia.
Una organización sana necesita un adentro donde se discute, se pelea, se exagera, se corrige, se aprende. Un chat privado, por definición, es un espacio de circulación imperfecta: se dicen barbaridades, se dicen cosas inaceptables, se dicen cosas verdaderas con malos modos. El trabajo institucional no es expulsar; es transformar ese barro en deliberación. Si en vez de deliberación hay expulsión, la institución está diciendo: acá no se piensa; acá se obedece. Por eso esto es anti–debate. Y, en ese sentido, es anti–First Amendment: no por el fetiche constitucional, sino porque anula el principio más básico de una comunidad intelectual: que la palabra interna no se castiga con destierro, se tramita con discusión.
Y acá aparece el detalle siniestro: la expulsión no disciplina solo a quien expulsan. Disciplina a todos los demás. La pregunta que queda flotando no es “qué dijo Evelyn” o “qué dijo Pilar”. La pregunta es: ¿qué no voy a decir yo ahora, para no ser el próximo? Eso es pánico. Eso es gobierno por miedo. Eso es corporación. Pero tengo la impresión de que el verdadero perdedor acá ha sido Polino.

Argentina: país sin crítica, pero lleno de chimento
En este punto vuelvo a mi obsesión (y a mi trabajo): la incapacidad de la crítica en Argentina. Argentina está llena de “opiniones”. Lo que falta no es opinión, lo que falta es crítica. Crítica implica:
- criterios,
- genealogía,
- lectura del poder,
- lectura de la economía institucional,
- capacidad de sostener una posición sin pertenecer al club.
Mi blog no es “una opinión”. Es un intento de hacer crítica en un ecosistema que la castiga, la ignora o la vuelve meme. En un sistema donde el comentario se premia y la crítica se invisibiliza. APTRA es una miniatura de ese sistema: cuando la crítica aparece, no se incorpora; se expulsa. Cuando se discute el criterio, se activa el ritual. Cuando se pierde legitimidad estética, se refuerza la pertenencia. Y sin embargo, incluso ahí aparece una fisura: la voz de Tartu insistiendo en que expulsar por crítica no conviene. Esa frase es mínima, pero es un síntoma: incluso dentro del club hay quienes saben que el castigo no reconstruye legitimidad. La legitimidad se reconstruye con debate o no se reconstruye.

Lo que voy a hacer mañana en Radio Delta con Tartu
Mañana, en Radio Delta, no voy a “comentar” la farándula. Voy a usarla como un espejo para hablar de algo más incómodo: qué pasa cuando las instituciones culturales —incluyendo las mediáticas— se vuelven incapaces de tolerar la crítica. Y qué pasa cuando intentan compensar esa incapacidad con verticalidad, sanción y ritual.
Voy a hablar desde mi lugar, que no es el lugar del panelista ni del streamer. Es el lugar del que escribe desde afuera, del que trabaja con archivo, del que no compra legitimidad en cuotas de pertenencia. Eso me convierte en alguien molesto, sí. Pero también en alguien libre. Y en esa libertad, Tartu aparece como espejo invertido: alguien que está adentro, pero que todavía cree —contra la corriente— que la conversación no debería terminar en expulsión.
Si una asociación de periodistas expulsa por lo dicho en un chat privado, no está defendiendo la institución: está defendiendo el miedo. Y cuando una institución defiende el miedo, no defiende calidad, no defiendecrítica, no defiende debate: defiende supervivencia. El problema no es quién gritó más fuerte en la asamblea. El problema es que, en Argentina, la palabra crítica sigue siendo tratada como un delito de pertenencia. Mañana lo hablamos en voz alta.



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