Marcelo Polino no es un socio más de APTRA. Integra la Comisión Directiva de la asociación y participa activamente en sus procesos institucionales. Aunque no ocupa un cargo estatutario con título público específico (presidente, secretario, etc.), su rol dentro de la conducción interna le otorga una capacidad efectiva de iniciativa, influencia y sanción, que va mucho más allá de la mera pertenencia formal. Su autoridad en APTRA no deriva de un nombre de cargo, sino del ejercicio real del poder institucional a través del procedimiento y la disciplina interna.

Espectáculo Controlado de la Rareza
La autoridad que hoy concentra Marcelo Polino no puede comprenderse solo en términos institucionales; exige también una lectura estético-política del cuerpo y de la figura pública que encarna. Desde una perspectiva queer —en la línea de Leo Bersani— Polino ocupa una posición singular: la del “gay correcto pero freaky”, una figura desexualizada, excesiva en lo gestual, cuidadosamente apartada de cualquier erotismo activo, cuya diferencia no amenaza al orden sino que lo refuerza. Como en ciertas lecturas de Michael Jackson, su corporalidad aparece suspendida en una zona ambigua: ni plenamente normada ni verdaderamente disidente, sino convertida en espectáculo controlado de la rareza. Esa rareza, lejos de subvertir, funciona como coartada: el sistema tolera —e incluso necesita— una diferencia visible siempre que sea inofensiva, infantilizada o grotesca, nunca deseante ni política. En ese sentido, Polino no encarna una subjetividad queer disruptiva, sino una figura sacrificial que paga su pertenencia al orden con la renuncia al deseo y a la crítica. Su pasaje del registro payasesco al rol disciplinario dentro de APTRA puede leerse, entonces, como la transformación de una diferencia neutralizada en instrumento de vigilancia: el freak aceptado que, precisamente por haber sido admitido, se vuelve garante del límite. No es el queer que erosiona la institución desde la negatividad, sino el que la protege desde una marginalidad administrada. Así, su autoridad no se funda en obra ni en criterio, sino en una forma de respeto sin deseo, una respetabilidad construida sobre la renuncia a incomodar realmente, donde la diferencia corporal y performática no abre fisuras, sino que sutura el sistema.

La noción de Chat Institucional es un invento de Polino
El liderazgo de Polino en APTRA se presenta discursivamente como una defensa de los canales formales y del “marco legal” para resolver conflictos. Sin embargo, esa apelación a la institucionalidad se apoya en una ficción jurídica clave: la existencia de un supuesto “chat institucional”. Desde un punto de vista estrictamente legal e institucional, esa figura no existe. Un chat de WhatsApp —aunque incluya miembros de una asociación— no constituye un órgano institucional, no tiene estatuto, reglamento, actas, custodia formal ni tipificación disciplinaria previa. No es una asamblea, ni una comisión directiva, ni un canal oficial con valor normativo. La recalificación de ese espacio informal como “institucional” no describe un hecho objetivo: es una operación de poder retroactiva, destinada a habilitar sanción allí donde, de otro modo, solo habría conflicto interpersonal o expresión privada.
Al llevar el episodio directamente a la Comisión Directiva y solicitar una sanción ejemplar, Polino no se limita a “marcar la cancha” institucionalmente: la redefine a su favor. Su argumento —“no fue una charla entre amigas, fue un chat de una institución”— funciona de manera circular: el chat se vuelve institucional porque conviene sancionar, y se sanciona porque se lo declara institucional. En lugar de abrir una instancia de mediación o deliberación, se clausura el conflicto mediante el castigo, borrando deliberadamente la frontera entre lo privado y lo público. Esa decisión no fortalece la ética ni el profesionalismo; introduce un régimen de vigilancia y autocensura, donde cualquier expresión informal puede ser convertida ex post en falta grave. No se trata, entonces, de apego a la legalidad, sino de la instrumentalización del procedimiento como forma de autoridad en una institución que ya no logra sostener su legitimidad por consenso, criterio o prestigio cultural.

Pero lo verdaderamente grave es que la apelación de Marcelo Polino a la “voluntad de la mayoría” y a la aceptación del veredicto de la asamblea extraordinaria introduce una apariencia de institucionalismo democrático que, sin embargo, desplaza el verdadero problema del debate. En los procesos de este tipo, la moralización suele cumplir una función precisa: correr el foco del principio en juego y sustituir una cuestión de fondo por un juicio de conductas. El conflicto no giraba únicamente en torno al tono o la impropiedad de un mensaje, sino sobre qué se decía en ese chat: referencias al patrimonio de una figura que, además de ser mediática, ocupa una posición directiva dentro de una organización de carácter gremial y previsional. En ese contexto, el problema no es solo la supuesta agresión, sino la ausencia de una aclaración sustantiva por parte de quien concentra poder institucional. La negativa a dialogar, a explicar o a transparentar ese punto —sustituida por la vía punitiva— convierte la sanción en una forma de violencia institucional que clausura la pregunta en lugar de responderla. La insistencia en que “no hubo disculpa” puede leerse, entonces, no como obstinación personal, sino como el síntoma de un conflicto mal encuadrado: si la cuestión de fondo —la posible irregularidad o sospecha— no fue investigada ni aclarada, la moralización del procedimiento opera como un modo de cerrar el caso sin resolverlo. Así, el liderazgo “legitimado” por mayorías no despeja dudas ni fortalece la institución; simplemente desplaza el problema desde el terreno de la rendición de cuentas hacia el de la disciplina y el castigo.

El “Caso Evelyn Von Brocke”: moralización, exageración y desplazamiento del conflicto
El detonante inicial del escándalo fue la circulación, en un chat interno de APTRA, de datos supuestamente vinculados a la declaración patrimonial de Marcelo Polino. Evelyn Von Brocke, también miembro de la asociación, compartió o hizo referencia a cifras sobre la fortuna del periodista —se habló de “1,5 o 2 millones de dólares”— insinuando que Polino podría estar gozando de privilegios indebidos dentro de la institución, como el acceso a una obra social que, según esa hipótesis, no correspondería a alguien con ese nivel de patrimonio. Polino reaccionó con alarma y enojo: negó la veracidad de los datos, los calificó como un “recorte de una Wikipedia falsa” y presentó el episodio como una agresión grave a su persona.
En ese marco, Polino introdujo un elemento clave de moralización del conflicto al afirmar que, como consecuencia de esos rumores, se había visto obligado a contratar seguridad privada por temor a robos y amenazas. Sin embargo, este argumento —más allá de su impacto retórico— no resulta convincente ni proporcional. En el contexto argentino, la información (real o supuesta) sobre el patrimonio de figuras públicas circula con frecuencia sin derivar automáticamente en riesgos físicos concretos. La apelación al miedo personal funciona, así, como un recurso narrativo que eleva el conflicto al terreno de la criminalización, desplazando el eje desde la discusión institucional hacia la victimización individual.
Ahora bien, incluso si se toma en serio la afirmación de la seguridad privada, esta abre una serie de preguntas legítimas que no fueron abordadas. Contratar custodia privada en Argentina no es un gesto simbólico: implica costos reales. Un servicio de vigilancia privada de rango medio puede oscilar, según el tipo y la modalidad, entre tarifas mensuales equivalentes a varios cientos de miles de pesos, y en esquemas más intensivos —guardias permanentes o especializados— los valores pueden ascender a cifras significativamente mayores. No se trata de una prueba directa de que Polino “tenga millones”, pero sí de un gasto que requiere ingresos altos y sostenidos. La pregunta, entonces, no es moral sino institucional: ¿de dónde provienen esos recursos?, ¿cómo se compatibilizan con su rol dentro de una organización gremial y previsional?, ¿por qué esa cuestión no fue aclarada públicamente en lugar de ser clausurada por la vía punitiva?

El efecto final de este desplazamiento es claro. En lugar de investigar o transparentar la cuestión de fondo —el patrimonio, los posibles privilegios, la relación entre ingresos privados y funciones institucionales—, el conflicto fue recodificado como un problema de conducta individual y seguridad personal. La exageración del riesgo permitió cerrar el debate sin responder las preguntas incómodas. Así, la sanción deja de aparecer como una medida excepcional y se presenta como una defensa moral, cuando en realidad opera como un mecanismo de poder que sustituye la rendición de cuentas por el castigo.
Polino, ética y jurídicamente en problemas.
Con estos antecedentes, Marcelo Polino presentó su caso ante la Comisión Directiva de APTRA, argumentando que había sido injuriado en un ámbito que definió como “institucional” y que, por lo tanto, debía ser confidencial. Sin embargo, esta calificación resulta jurídicamente endeble. En el derecho argentino, desde la derogación de los delitos de calumnias e injurias en 2009, la injuria sólo puede existir en el plano civil y bajo condiciones estrictas: falsedad, afectación concreta al honor, daño comprobable y, sobre todo, difusión pública o vocación de publicidad. Ninguno de estos requisitos se cumple de manera clara en un intercambio realizado en un chat privado informal, sin estatuto, sin carácter oficial y sin proyección pública. Calificar ese espacio como “institucional” no describe una realidad jurídica previa, sino que constituye una redefinición retroactiva destinada a habilitar sanción.
Lo que quedó fuera del debate fue el principio mismo. La moralización del conflicto —presentarlo como una agresión personal intolerable— operó como un modo eficaz de desplazar la pregunta de fondo: por qué se hablaba del patrimonio de Polino y qué grado de rendición de cuentas corresponde a quien, además de ser una figura mediática, integra la conducción de una organización de carácter gremial y previsional. En lugar de abrir una instancia de aclaración o investigación interna, el conflicto fue reconducido hacia el castigo. En ese desplazamiento, no puede descartarse la hipótesis de una auto-victimización estratégica, funcional a reforzar autoridad en un momento de transformación profunda del ecosistema de medios.
La Comisión Directiva de APTRA, presidida por Luis Ventura, decidió convocar a una asamblea extraordinaria para que los socios resolvieran una eventual sanción. La medida fue presentada como excepcional: Ángel de Brito subrayó que se trataba de la tercera expulsión en la historia de la asociación. Sin embargo, desde el punto de vista legal, la excepcionalidad no convalida el procedimiento. Un comentario vertido en un ámbito privado no se transforma en falta institucional por el solo hecho de ser juzgado por una mayoría. Lo institucional es la asamblea, no el chat; y una asamblea no puede convertir retroactivamente un acto privado en injuria ni sustituir los principios básicos del derecho, como la legalidad, la intimidad y la proporcionalidad de las sanciones. De lo contrario, la institución deja de administrar prestigio o representación y pasa a ejercer poder punitivo, clausurando preguntas en lugar de responderlas.
Violencia Ejemplarizante pero Potencialmente Ilegal: Abuso de Autoridad
Durante la asamblea, la mayoría apoyó la expulsión definitiva de Von Brocke de APTRA. Según trascendió, 19 socios votaron por la expulsión, 12 propusieron una suspensión y solo uno se manifestó en contra de cualquier sanción. Polino señaló luego que “la sanción fue general y unánime” en el ámbito de la comisión directiva, subrayando el respaldo pleno de ese órgano a su planteo, y la asamblea terminó avalando por amplia mayoría la medida más severa posible.
Sin embargo, aquí emerge una dificultad difícil de soslayar. La aplicación de la máxima sanción disponible frente a un hecho que ni siquiera fue investigado como ilícito —un comentario realizado en un ámbito privado, recalificado retroactivamente como institucional— introduce una desproporción evidente. No se trató de una conducta reiterada, ni de un daño comprobado, ni de una violación tipificada previamente en un reglamento claro, sino de un supuesto agravio dirigido contra una figura que detenta poder dentro de la propia institución. En ese sentido, la severidad del castigo no aparece como una respuesta equilibrada, sino como un gesto ejemplarizante, orientado a reafirmar jerarquías y a desalentar cualquier forma de cuestionamiento. Cuando una asociación civil recurre directamente a la expulsión para resolver un conflicto de este tipo, sin instancias intermedias ni investigación sustantiva, el procedimiento deja de ser meramente disciplinario y roza el abuso de autoridad, entendido como el uso del poder institucional para proteger a quienes lo detentan antes que para garantizar justicia, proporcionalidad y debido proceso.
El Acto Indisciplinado fue la Filtración del Comentario en el Chat no el Comentario en sí
La expulsión de Evelyn von Brocke se concretó el 19 de diciembre de 2025, en un clima de alta volatilidad emocional e institucional. La periodista acudió personalmente a la asamblea y, según relataron distintos testigos, fue recibida en la puerta con insultos y empujones por parte de algunos colegas, un hecho grave que revela hasta qué punto el conflicto se había desplazado del terreno deliberativo hacia la hostilidad física y la intimidación colectiva. Todo esto ocurrió, paradójicamente, a raíz de un chat privado, lo que vuelve la escena aún más inquietante: una persona fue empujada y humillada públicamente por comentarios realizados en un ámbito informal que nunca debió haber adquirido esa centralidad punitiva.
Tras conocerse el veredicto, Von Brocke se mostró indignada y denunció haber sido “censurada”. “Un chat privado es un chat privado… hoy he sido censurada”, declaró, anunciando que apelaría la decisión e incluso iniciaría acciones legales contra APTRA. Su argumento es consistente: la información circuló en un espacio privado, sin intención de hacerla pública, y fue filtrada por terceros. Aquí aparece una pregunta que el proceso nunca quiso formular: ¿qué decía exactamente el chat, quién lo filtró y con qué objetivo? Resulta llamativo que el foco disciplinario haya recaído casi exclusivamente sobre quien hizo el comentario, mientras que la filtración —el verdadero acto que convierte lo privado en público— nunca fue investigada. Ese desplazamiento selectivo no es neutral: protege al poder y castiga a la voz incómoda.

La postura dominante dentro de APTRA, encabezada por Marcelo Polino, sostuvo que la mera difusión —aunque fuera interna— de datos sensibles y potencialmente falsos justificaba una sanción ejemplar. Sin embargo, este razonamiento deja al descubierto una anomalía institucional difícil de explicar: si Polino consideraba que había sido víctima de una injuria grave, con riesgo para su seguridad y su honor, la vía lógica era la Justicia, no una asociación civil. Optar por el castigo corporativo en lugar de la instancia judicial sugiere que el objetivo no era esclarecer los hechos ni reparar un daño, sino escenificar autoridad, cerrar filas y enviar un mensaje disciplinador hacia adentro. La defensa “contundente” del cuerpo institucional se revela así menos como un acto de protección ética que como un ejercicio de poder punitivo, donde la sanción reemplaza a la investigación y la violencia simbólica —e incluso física— se legitima en nombre del orden.
Polino como el Zeus Soberano Jurídico
Las declaraciones posteriores de Marcelo Polino condensan con claridad la lógica que estructuró todo el proceso.En su modo de actuar y de narrar el conflicto, Marcelo Polino encarna la figura del Zeus soberano-jurídico de la mitología griega: el gobernante que impone el castigo en nombre del orden y, solo después, lamenta el costo humano de su decisión. La tristeza que expresa no contradice la sanción extrema; la legitima, al presentarla como una necesidad dolorosa pero inevitable. Como Zeus, Polino no se muestra como un verdugo, sino como alguien obligado a sacrificar la fraternidad para preservar el cosmos institucional, ejerciendo un poder que se autopercibe justo aun cuando produce ruptura, exclusión y daño.

Esto se hace evidente con sus declaraciones posteriores que bordan lo cínico. El registro agridulce —“tristeza porque somos compañeros” combinado con el alivio de haberse sentido “escuchado y acompañado”— no expresa una contradicción, sino una retórica clásica del poder disciplinario: la capacidad de ejercer una sanción extrema sin abandonar la autopercepción de humanidad y sensibilidad. Polino no se presenta como un verdugo, sino como alguien que “no quería llegar a esto”, aunque lo hizo. Esa narrativa cumple una función precisa: neutralizar la violencia institucional del acto al envolverla en un discurso de pesar moral.
La apelación al “espíritu fraternal” que se habría perdido es especialmente reveladora. La fraternidad aparece aquí no como un principio previo que deba preservarse, sino como un valor sacrificial, algo que puede ser lamentado después de haber sido destruido. En otras palabras, el orden disciplinario se impone primero; la comunidad se evoca después, como daño colateral inevitable. Este gesto no atenúa la sanción: la legitima. La expulsión deja de ser un acto de poder para convertirse en una tragedia necesaria, donde quien impulsa el castigo se reserva el lugar de sujeto sensible que “sufre” las consecuencias de una decisión que, sin embargo, no duda en ejecutar.
El énfasis de Polino en haberse sentido “acompañado” y “entendido” por sus pares refuerza esta lectura. Lo que se celebra no es la resolución justa del conflicto, sino la confirmación de alineamientos internos. El alivio no proviene de haber esclarecido los hechos, sino de haber comprobado que la institución cerró filas en torno a su figura. Así, el costo emocional que se menciona no remite a la expulsión de una colega, sino a la incomodidad simbólica de haber tensado la cohesión del grupo para restablecer jerarquías. La tristeza, en este marco, no contradice el ejercicio del poder: lo humaniza discursivamente, permitiendo que la sanción extrema se presente como un mal menor, inevitable y, en última instancia, legítimo.

El “Caso Pilar Smith” y la contaminación como técnica de poder
Paralelamente al caso de Evelyn, APTRA enfrentó otro frente conflictivo con Pilar Smith, periodista y miembro de la entidad. Aunque inicialmente desligado del tema Polino, su destino terminó entrelazado en la misma asamblea. ¿El motivo? Pilar había criticado duramente la organización de los recientes premios Martín Fierro Latino en Miami, un evento gestionado por APTRA, tildándolo de “bochornoso” y “horroroso” en términos técnicos y de producción . En entrevistas, Smith no se guardó nada: afirmó que “APTRA debería reveer a qué productores les da el Martín Fierro” tras el papelón de Miami , enfatizando que en Argentina se cuida mucho el premio mientras que en la edición en EE.UU. eso no ocurrió . Si bien aclaró que los problemas tuvieron que ver con la producción local y “no con APTRA” directamente , sus declaraciones públicas expusieron al ridículo una iniciativa impulsada por la asociación. Para colmo, en el entorno de APTRA se comentaba que Pilar aspiraba a postularse como presidenta en el futuro , lo cual pudo percibirse como una afrenta política al liderazgo vigente.
En la asamblea del 19 de diciembre, sin esperarlo, Pilar Smith también resultó expulsada de APTRA. Según relató luego, la notificaron de su expulsión mientras ella misma estaba en vivo, de vacaciones, participando por videollamada en el programa de espectáculos “LAM” . La noticia la tomó por sorpresa y su reacción fue de furia: “¡¿Por opinar?! ¡¿Por un Martín Fierro?!… Es una vergüenza que por opinar… me echen de APTRA” exclamó indignada . En un comunicado que compartió tras la sanción, Pilar fue tajante: “No me expulsaron por una falta, me expulsaron por no callarme. Ejercí el periodismo, opiné y dije lo que pienso” . Desde su óptica, la echaron como represalia a su franqueza y por alzar la voz donde otros prefieren el silencio cómplice. Oficialmente, APTRA habría aducido “incumplimientos al estatuto” para justificar la drástica medida contra Smith . Sin embargo, Pilar desestimó esos argumentos como “meras excusas formales”, convencida de que detrás subyace un tinte “puramente político y personal” .
La situación de Pilar generó también reacciones de colegas fuera de APTRA. El veterano conductor Baby Etchecopar salió en su defensa calificando la decisión de la entidad como un “ataque directo a la libertad de expresión” y un acto “autoritario” . En una encendida intervención, Baby apoyó el derecho de Pilar a opinar distinto: “Todos tenemos derecho a opinar, y si quieren que digamos todos lo mismo me parece ridículo”, sentenció . Curiosamente, Etchecopar distinguió entre los dos casos: “Lo que hizo Evelyn es horrible; si me lo hacen a mí, opino exactamente igual que Polino. Pero lo tuyo (Pilar) es diferente, no se pueden tocar los dos temas el mismo día… Estoy apoyando la libertad de expresión” .
La intervención de Baby Etchecopar resulta reveladora precisamente por su ambigüedad. Por un lado, acierta al señalar que la decisión de APTRA constituye un ataque a la libertad de expresión y al advertir el carácter autoritario del procedimiento, especialmente en el caso de Pilar Smith, cuyo señalamiento fue una opinión pública desafortunada pero legítima. Sin embargo, Etchecopar se equivoca —y lo hace de manera significativa— cuando adopta sin cuestionamiento el marco narrativo dominante sobre el caso de Evelyn von Brocke. Al hablar de “filtrar información privada delicada”, reproduce una premisa que nunca fue probada: Von Brocke no filtró documentos ni datos sensibles, sino que llamó la atención, en un ámbito privado, sobre una posible inconsistencia ética vinculada al patrimonio de una figura con rol directivo dentro de una organización gremial y previsional. Esa observación podía referirse, como mínimo, a la legitimidad de acceder a ciertos beneficios institucionales contando con ingresos elevados; y, en un plano más amplio, a una pregunta nunca formulada abiertamente: cómo alguien como Marcelo Polino —que no fue una estrella ni un productor central— acumuló un patrimonio millonario. ¿Fue herencia, inversiones, ingresos paralelos? Nada de eso se discutió. Al tratar ambos casos en el mismo día y bajo el mismo procedimiento sancionatorio, APTRA contaminó deliberadamente el debate público: mezcló una crítica ética con una opinión estética y las subsumió bajo una misma ola punitiva. El resultado fue que incluso las defensas externas, como la de Etchecopar, llegaron ya contaminadas por el relato institucional, aceptando como “hecho” lo que en realidad era el punto que debía investigarse y discutirse.
El villano televisivo que se creyó el personaje: sensacionalismo y moralización
En la última década, la fama de Polino trascendió al gran público al desempeñarse como jurado en realities de alto rating (Bailando por un Sueño, Cantando por un Sueño, etc.), donde construyó el personaje del crítico implacable. Esa imagen de “villano” televisivo, con frases lapidarias y un estilo mordaz, le valió tanto seguidores fieles como detractores fervorosos.
Su reputación en los medios combina el sensacionalismo del periodismo de espectáculos con cierta autoridad moral autoimpuesta. Polino, al igual que otros históricos del rubro, muchas veces ha actuado como una suerte de árbitro de la farándula, denunciando hipocresías ajenas o escándalos ocultos, pero raramente exponiendo los propios. Esta dualidad resulta ahora evidente: quien por años lucró con primicias sobre la vida privada de celebridades, se siente con legitimidad para condenar a quien airea su vida privada (aunque sea con datos equivocados). No es incoherencia sino más bien parte de la cultura del chimento tradicional: hay reglas tácitas sobre quién puede contar qué, y violarlas tiene consecuencias. Polino, con su historial de lengua filosa en televisión, no deja de ser en el fondo un conservador respecto al orden establecido en su gremio. Su rol en APTRA refuerza ese estatus: es parte del establishment de los periodistas de espectáculo, alguien que cuida las formas y los privilegios de su círculo. Su presencia en APTRA representa la continuidad de ciertos valores tradicionales en la prensa de espectáculos argentina: la lealtad corporativa, el respeto a la seniority (antigüedad y jerarquía de las figuras consagradas) y la idea de que los trapos sucios se lavan adentro.

De la colegiatura a la patrulla entre colegas
Lo ocurrido en APTRA no puede leerse como un exceso aislado ni como una anomalía interna del mundo del espectáculo. Forma parte de un desplazamiento más amplio: el pasaje de la colegiatura —entendida como deliberación entre pares, con conflicto, matices y garantías— hacia una patrulla de colegas, donde la moralización sustituye al criterio y la sanción reemplaza a la discusión. En este esquema, la asamblea deja de ser un espacio de juicio colectivo y se transforma en un teatro de disciplinamiento, donde el consenso ya no surge del debate sino del alineamiento frente a una autoridad ofendida. No es casual que este tipo de lógica prospere en el país de Victoria Villarruel, donde la reivindicación del orden, la sospecha sobre el disenso y la naturalización del castigo vuelven a ocupar el centro de la escena pública. La patrulla no investiga, no aclara, no distingue: vigila, mezcla y sanciona. En ese clima, las instituciones dejan de administrar representación o prestigio y pasan a gestionar miedo. APTRA, al abandonar la colegiatura para abrazar la patrulla, no solo expulsó a dos integrantes: expulsó la posibilidad misma de una cultura institucional democrática, reemplazándola por una pedagogía del escarmiento que excede largamente al caso que la hizo visible.
La precaria posición actual de Polino sin las chicas lo manejan bien
Desde una perspectiva jurídica, el accionar desplegado en el caso de Marcelo Polino y APTRA presenta rasgos claros de violencia institucional, abuso de derecho y difamación. En el derecho argentino no existe delito penal de injuria y, en el plano civil, la afectación al honor solo puede configurarse cuando hay publicidad, daño comprobable y vocación de difusión, requisitos que no se verifican en un chat privado informal, sin estatuto ni carácter oficial. La recalificación retroactiva de ese espacio como “institucional” carece de sustento normativo y vulnera principios básicos como la legalidad, la intimidad (art. 19 de la Constitución Nacional), la proporcionalidad de la sanción y la buena fe en el ejercicio de derechos (art. 10 del Código Civil y Comercial).
Al optar por la máxima sanción posible —la expulsión— sin investigación previa, sin tipificación clara de la falta y sin instancias de aclaración o rectificación, la asociación sustituyó el esclarecimiento por el castigo. Pero además, la llamada “judicialización interna” no solo cumple una función disciplinaria: opera como mecanismo difamatorio. Al presentar públicamente la sanción como respuesta a una supuesta “injuria grave” o a la “difusión de información sensible”, se construye un relato institucional que atribuye a la sancionada una conducta ilícita o moralmente reprochable que nunca fue probada, afectando su reputación profesional. La difamación no surge aquí del chat privado, sino del uso del aparato institucional para convertir una sospecha no investigada en una culpa socialmente visible.
En este marco, la apelación al “marco legal” no fortalece el Estado de Derecho ni la ética asociativa: lo vacía. La ley deja de ser un instrumento de protección de derechos para convertirse en una herramienta de intimidación, silenciamiento y daño reputacional, donde la mayoría asamblearia funciona como coartada formal y la sanción como mensaje ejemplarizante. Jurídicamente, este procedimiento es impugnable por arbitrariedad, habilita reclamos por nulidad del acto asociativo y por daño al honor, y abre la posibilidad de responsabilidades individuales para quienes, desde posiciones de poder, impulsaron de manera determinante una secuencia que transformó lo privado en falta, la crítica en delito y la institución en tribunal moral.




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