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De la vigilancia moral de Polino a la pulcritud postmortem de Gigena

Hay una forma de homosexualidad en la Argentina que no cesa. Cambia de escenario, de registro y de dicción, pero conserva su función. La que durante años encarnó Marcelo Polino en los programas de espectáculos y la que hoy encarna Daniel Gigena en el periodismo cultural pertenecen a la misma familia, aunque operen en mundos distintos. No es la homosexualidad como disidencia, sino como posición aspiracional, como sensibilidad adaptativa, como modo de acceso lateral al poder. En Polino, esa homosexualidad se expresa como vigilancia moral, como crueldad performativa, como goce en la exposición ajena; en Gigena adopta una forma más pulcra, pero no menos funcional: la del mediador que cuida, ordena y legitima aquello a lo que quiere pertenecer. En ambos casos, el deseo no desarma el orden social: se acomoda a él. Esa figura —el gay que no incomoda, que no rompe, que no arriesga— es una de las más persistentes y menos interrogadas de la cultura argentina. Sebreli, nada tenia que ver con esto.

Por eso es que, desde este marco, conviene leer la entrevista que con motivo del lanzamiento de un libro posthumo de Juan José Sebreli con Sudamericana le hiciera Daniel a su albacea, Marcelo Gioffré. El tema , ante mi sorpresa, es la obra y el archivo de Juan José Sebreli, que, además de autor fue miembro fundador, junto a Nestor Perlongher, del Fondo Homosexual de Liberación Nacional en la década del setenta. En la entrevista no hay voluntad alguna de interrogar sobre este período o de filtrar este legado sino de ocultarlo. Lo de Gigena y Gioffre es una infertilidad operación de administración del legado. Un gesto de cierre prolijo, respetuoso, cuidadosamente desprovisto de conflicto. No se trata de pensar a Sebreli, sino de ordenarlo para evitar recordarlo por quien realmente fue.

La domesticación de Sebreli en nombre de la pulcritud

El tono es revelador desde el inicio. El archivo aparece como un conjunto de materiales a clasificar y reconstruir: cajones, libretas, grabaciones, papeles. Todo está dicho con una retórica de meticulosidad, de higiene. Y sin embargo, cualquiera que haya leído seriamente a Sebreli sabe que su obra nunca fue eso. Ni pulcra, ni cómoda, ni conciliadora. Fue hiriente, provocadora, a menudo brutal. Lo que hace la entrevista es producir un desplazamiento: transformar una obra conflictiva en un objeto patrimonial.

Sebreli no fue simplemente un intelectual que “además” era homosexual. Fue uno de los primeros en la Argentina en escribir desde una experiencia homosexual explícita, en pensar la ciudad, la cultura y la política desde el deseo, la noche, la marginalidad, el cuerpo expuesto. En sus textos tempranos, la homosexualidad no es un dato biográfico sino un punto de vista encarnado. Es una posición desde la cual se mira la cultura burguesa, el orden moral y la hipocresía social. La entrevista se encarga de borrar eso. La homosexualidad se vuelve una anécdota de color, algo que puede mencionarse sin consecuencias. Se habla de “ambiente”, de “vida variada”, de experiencias, pero se evita cualquier pregunta que conecte esa sexualidad con el pensamiento. No se indaga qué hizo el deseo con su crítica al marxismo, ni cómo su experiencia sexual influyó en su concepción de la modernidad, ni por qué su figura resulta aún hoy incómoda tanto para la izquierda moralista como para la derecha liberal. No es un descuido: es una desexualización deliberada del pensamiento.

Pero el punto más difícil —y el que la entrevista esquiva con mayor cuidado— no es solo la sexualidad, sino la cuestión de clase. Porque si algo atraviesa de manera constante la obra de Sebreli es un clasismo profundo, estructural, que no puede reducirse a simples prejuicios de época. En libros como Buenos Aires, vida cotidiana y alienación o El asedio a la modernidad, la clase popular aparece una y otra vez como masa manipulable, como sujeto de falsa conciencia, como espacio de irracionalidad política. El problema, para Sebreli, no es tanto la explotación material como el mito, la emoción, el populismo, la adhesión afectiva a líderes y símbolos. La salida no es la organización política sino la ilustración.

Leído hoy, desde una posición que piensa la cultura con atención a la clase, ese gesto es difícil de aceptar sin reservas. No invalida toda su obra, pero marca un límite claro. Sebreli desconfía abiertamente del pueblo. No lo escucha, incluso, lo insulta. No le reconoce agencia cultural ni política. Y ese límite, curiosamente, es otro de los grandes ausentes de la entrevista. Gigena ve a Sebreli como a un modernista innecesario de deconstruir. Nadie se hace la pregunta obvia: por qué su crítica al populismo deriva tantas veces en un desprecio liso y llano por la experiencia popular y cual es la relación entre esta posición de clase y la especificidad de la cuestión homosexual porteña de elite ilustrada.

Sebreli interesa particularmente porque es el que, prácticamente, milita a favor de la homosexualidad argentina como distinción y no precariedad. El sujeto homosexual que emerge de su obra es urbano, culto, cosmopolita, separado del mundo popular. No hay allí una política de alianzas de minorias, sino una jerarquizació de la sociedad que lo coloca, por default, en un lugar de privilegio. No toda disidencia sexual produce automáticamente una política emancipadora, y Sebreli es un buen ejemplo de esa incomodidad. Al neutralizar su sexualidad, Gigena aborta, antes que sea siquiera sugerida, una discusión que podría permitir entender a nuestra propia generación y nuestros traumas. Ni hablar de gran parte de los personajes de muchas de las Red Carpets publicadas en este blog.

En ese contexto, la figura del albacea resulta central. Gioffré habla como arqueólogo, no como intérprete. Su tarea es ordenar, preservar, reconstruir. Pero un archivo como el de Sebreli —lleno de diarios íntimos, correspondencia, grabaciones, clases habladas en la Academia del Sur, relatos de la noche, del sexo, de los vínculos— no es inocente. Es un archivo riesgoso. No por lo que pueda “revelar”, sino por lo que puede desestabilizar si se lo lee sin cuidado o sin “gatekeepers”. El gesto del albacea es claro: publicar sin incomodar, preservar sin reabrir heridas, administrar sin politizar. Todo muy lindo pero esto es imposible con alguien como Sebreli.

Ahí es donde la figura de Gigena se vuelve sintomática. Gigena no es un crítico con una obra propia fuerte, ni un ensayista dispuesto a arriesgar una posición. Es una figura aspiracional del campo cultural argentino. Orbita medios como La Nación, dialoga con Perfil, pero nunca termina de pertenecer del todo. No es establishment: es funcional al establishment. Y su prosa periodística es “self-effacing” pero al borrarse, borra a aquel a quien entrevista. Esa posición explica su escritura. Gigena no confronta porque no puede permitirse confrontar. Su estrategia no es la crítica sino el mimetismo. Adopta el tono del medio, del legado, del interlocutor que quiere agradar. Donde Sebreli polemizaba, Gigena complace. Donde Sebreli hería, Gigena cambia el tema. Donde Sebreli producía conflicto, Gigena gestión de manera neoliberal, seguramente por pedido del editorial. .

La diferencia es decisiva. Sebreli, con todos sus límites, perteneció al campo intelectual argentino. Fue discutido, rechazado, odiado, leído. Produjo pensamiento con riesgo. Gigena aspira a pertenecer, y esa aspiración se traduce en una escritura cuidadosa, deferente, temerosa, sin vida. Por eso esta entrevista no discute a Sebreli: lo conserva. Es casi taxidermia en momentos.. No lo lee a contrapelo: lo limita. Y esto, hecho, post mortem, y en ocasiones de la publicación de un libro de ensayos postmortem es aun mas grave. .

La homosexualidad, en ese marco, solo puede aparecer como algo integrado, domesticado, compatible con el orden cultural vigente. No como fuerza crítica, no como problema vivo. Y las obras póstumas que se anuncian no son peligrosas por lo que dicen, sino por desde dónde fueron escritas. El riesgo no es ideológico: es epistemológico y sexual. Recuerdan que Sebreli escribió desde un lugar incómodo, desde el deseo, desde una posición que no encaja del todo en el canon contemporáneo. La entrevista trabaja para limar todas aspereza y volverlo “publicable”, ordenado, administrado para un publico de gente que puede llegar a ofenderse.

Leer hoy a Sebreli no implica defenderlo ni celebrarlo. Implica resistir esta operación de administración. Volver a poner en el centro aquello que se quiere silenciar: el cuerpo, el deseo y también el clasismo que atraviesa su obra. Sebreli fue valiente al pensar desde la homosexualidad, pero nunca pensó la homosexualidad desde la variable de clase y a medida que avanzo su vida y mas específicamente, al transformarse en un intelectual “anointed” por La Nación, se volvió institucionalista, conservador y polarizante en su pretendida socialdemocracia. Su fe en la convivencia democrática era retórica y no materialista. Al hacer esto invirtió, como muchos otros (Jorge Gumier Maier, por ejemplo) los términos de su carrera.. Ese límite no hay que ocultarlo. Hay que leerlo para mantenerlo vivo aun después de la muerte.. Porque solo así se evita que la curaduría del presente convierta el conflicto y el pensamiento en patrimonio cultural a ser festejado en la Legislatura, con coronas en la puerta. Tal vez por esta tendencia hacia la patrimonializacion es que siguen homenajeando a Teresa Anchorena. Es una forma de asegurarse la ceguera Mirtha Legrandesca respecto de la cuestión del cuerpo y la sexualidad, en este caso, en materia literaria en rango que va de los 70 y se extiende por 40 años.

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