Zulema Maza, las señoras y el putifino de turno
Creo que conocí a Zulema Mazza en el Museo del Prado, cuando teníamos una amiga en común (ya fallecida), que era la restauradora en jefe del museo. Fue ella quien nos llevó a la trastienda, donde vimos unos Velázquez extraordinarios mientras yo los estudiaba. Recuerdo estar ahí con mi ex sudafricano, parados junto a Zulema frente al retrato ecuestre de Felipe III, originalmente en el Salón de los Reinos del Palacio del Buen Retiro, recién restaurado.
Zulema Mazza es una mina “muy agradable”, pero de esa agradabilidad que viene atada a ser “buena mina” en Argentina. Es el tipo de persona que, en un mazo de naipes, sería el comodín: siempre con una sonrisa, vestida de manera irremarcable, y con una obra que, sin ser mala, nunca deja de seguir la percepción que ella tiene de lo que “va” en ese momento. Mazza quiere estar a la moda, pero nunca lo logra del todo.
En los últimos años, su obra se ha sumado a la cuestión de la identidad de género y al feminismo, pero lo ha hecho de forma declarativa y representativa, es decir, con un arte que va muy por detrás de los debates reales sobre el tema. Su producción es ilustrativa de la agenda, nunca parte de ella. Desde ya, en esa olla a presión que es el mundo del arte porteño, debe ser académica de número o algo por el estilo.

Zulema, además, debe tener guita. Porque está ahí. Y porque, en el arte argentino, estar ahí requiere guita. Lo que me lleva a estas fotos que encontré apenas abrí Facebook: la “gran convocatoria y entusiasmo” (según Mazza) en la inauguración de María Luz Gil e Iliana Regueiro en la galería La Compañía. No tengo la menor idea de quiénes son estas buenas señoras, pero lo que sí sé es que el curador es Fernando Schapire, y ahí ya empieza a oler mal.
¿Por qué? Porque Schapire pertenece a la categoría del putifino. Ese homosexual de galería que en el mundo del arte porteño opera como intermediario entre las señoras y el sistema de legitimación. El problema con el putifino es que su gracia reside en ser (relativamente) joven. Mientras lo es, puede moverse con desenvoltura entre las señoras, combinando un leve atrevimiento con una pose de insider cultural. Pero la juventud del putifino es su capital más volátil: una vez que envejece, la frescura se desvanece y lo que queda es apenas otro hombre de galería, correteando detrás de la próxima moda tardía.
En esas fotos, lo que se ve no es arte, sino la performance social del putifino en relación con las señoras. Una coreografía donde la obra es apenas un pretexto para que ellas, con sus sonrisas y carteras de diseñador, circulen, consuman y sean vistas. No importa qué haya en las paredes. De hecho, pocas veces importa. Lo que interesa es la pertenencia: estar, figurar, subir la foto a Facebook con la leyenda “gran convocatoria”, como si fuera la muestra de Sarah Lucas en la Whitechapel.
Zulema Mazza está ahí, por supuesto. Con su eterna sonrisa, su buena mina porteña, su arte “de época”, siempre un paso detrás de la época. Pero ahí. Porque tener guita y estar ahí, en Buenos Aires, es lo único que importa.
El putifino, las señoras y el arte como puesta en abismo
Primero, definamos al putifino, porque el público se renueva. Luego pasaremos a lo que realmente importa: lo que se ve en las obras y en las asistentes a la apertura, para sacar algunas conclusiones sobre qué está pasando con el mundo del arte hoy en Argentina.

El putifino es ese homosexual que no tiene acceso a su lado bisexual y que, por tanto, vive como en estado de compensación permanente. Lleva tan profundamente internalizado el mandato paterno o materno de reproducirse que, al no poder casarse ni tener hijos, se mantiene rodeado de sustitutos de su madre o, tal vez, en su cabeza, de versiones mejoradas de ella. Su origen está en la opresión bajo la que crece toda minoría, incluidas las mujeres.
El tema con las mujeres —y fíjense que hoy el país vive su momento de mayor violencia falogocéntrica ejercida justamente por mujeres— es que, por lo visto, Ni Una Menos no hizo un buen trabajo: ahí están Karina Milei, Patricia Bullrich y, por oposición, Cristina Fernández de Kirchner. Tres exponentes de diferentes versiones del patriarcado encarnado por mujeres, haciendo el trabajo sucio del macho.
El caso más interesante es el de Karina Milei, que emerge directamente eel trauma. Sin mucho que perder, se lanza a las manos de un proyecto que le llega, creo yo, a través de su hermano. Pero es ella quien logra entenderlo, porque —cada vez sospecho más— el hermano es tonto. El proyecto, lo he dicho mil veces, es transformar a Argentina en un laboratorio del Programa 2025, el mismo que ya se está implementando en Estados Unidos y al que volveré en otro momento.
Patricia Bullrich, por su parte, es un macho. Pero un macho casado con un macho con preferencia de género masculino. Cristina, en cambio, representa la versión más patriarcal: la mujer abnegada que usufructuó los beneficios de obedecer el mandato patriarcal hasta que, tras la muerte de su marido, se casó simbólicamente con el pueblo peronista, como Isabel I de Inglaterra. Algo que Eva Perón no pudo hacer. Aunque, claro, la idea fue originalmente de Eva.
Por eso, hablar de la mujer como minoría en Argentina es complicado. No hablo de minoría numérica, sino de posicionalidad: como categoría oprimida. Pero en Argentina la opresión es tan feroz que las mujeres han internalizado la violencia hasta hacer catexis en el feminismo, neutralizándolo. Por eso, cuando la comunidad queer y el feminismo salen a la calle a oponerse al gobierno, la marcha es una fiesta sin potencia política real. Se neutraliza a sí misma porque, paradójicamente, es un evento patriarcal. En Argentina, las marchas solo tienen efectividad cuando llevan la fuerza del macho: un paro de Moyano. El resto es commodity. Punto.
Y ahí, en el evento de La Compañía, aparece Fernando Schapire (lo ven con camisa celeste, flotando entre las señoras), un ejemplo perfecto del putifino en su fase crepuscular. Schapire pertenece a mi generación, pero como putifino entrado en años es un anacronismo. El problema del putifino es que su rol necesita ser actualizado para no volverse patético. Es un lugar que solo se puede ocupar con cierta frescura: el del homosexual accesorio de la mujer heterosexual con hijos, algo de dinero y cierto acceso a una sociabilidad que le sirve a él como capital simbólico.
El putifino necesita ser contenido por estas mujeres para sentirse validado. A través de su adhesión a ese entorno, proyecta una falsa influencia social que le permite posicionarse frente a otros homosexuales más precarizados. Es decir: compensa su falta de carisma sexual con la ilusión de poder que le otorga su acceso a estas señoras. Pero aquí está el problema: el putifino envejece. Su encanto de bufón mundano se agota, su frescura se desvanece y lo que queda es un hombre de galería que solo sirve para colar la invitación por WhatsApp.
El putifino de hoy es un espectro. Una puesta en abismo de sí mismo. Ina proyección de una proyección de una proyección. Como el arte que, casualmente, cura. Solo que, al no ser intencional, no califica como arte. Es apenas un eco gastado de su propia sociabilidad, moviéndose entre las señoras, sacándose fotos con ellas, curando una muestra que no tiene importancia, para un público que solo está ahí para ser visto. Y así, el arte porteño continúa: un sistema donde las obras importan cada vez menos, mientras la performance social se vacía de sentido y se convierte, finalmente, en la única obra.
La muerte social vestida de tropicalismo fallido
¿Por qué me refiero a esto? Porque lo mismo que ocurre con el putifino pasa con las mujeres que están en esa reunión. Tienen entre 70 y 80 años, pero se visten cancheras como si tuvieran entre 50 y 60. El problema es que la moda tiene un ritmo de actualización, y ellas quedaron con un delay de 20 o 30 años entre lo que aspiran a ser y lo que son. Son un reflejo fúnebre de una sociabilidad artística que, a su vez, replica la tradición más conservadora del arte argentino.

En Argentina, hubo una neo-vanguardia en los años 60, pero la dictadura militar la obturó. Y lo que vino después fue un desguace. Por un lado, un arte pseudo gay, comodificado y contracultural solo en la superficie. Por el otro, una explosión pictórica donde los neoexpresionistas compensaban sus ingresos con talleres para javies: pintoras burguesas, esposas de profesionales blancos, que ocupaban el rol de reproductoras de la fuerza de trabajo. A cambio —tras una negociación tácita (salvo que vinieran con la plata del padre)— se disponían a convertirse en artistas.
El problema con estas javies es que no tienen nada que decir, porque ser madre no te hace entender nada. Al contrario: te aturde durante décadas. Y como el arte no se genera desde la aturdida comodidad, lo que producen es una colección de piezas que funcionan más como excusa para salir de la casa que como producción artística.
Por eso, durante la ola feminista reciente, estas mujeres encontraron la oportunidad perfecta para autoglorificarse a través de la victimización de su increíble privilegio. Lo extendieron, incluso, a la intelectualidad. Pero el problema es que el tema se les agotó. Ya no hay lucha por los derechos humanos como en los 80, con Kuitca como mascarón de proa. Tampoco queda margen para el neoconceptualismo afectivo de Jorge Macchi, tan fácilmente fagocitado por mediocres como Dolores Cáceres en Córdoba. Ni siquiera queda algo del posmodernismo a lo Rosalind Krauss sureño que intentaron explotar Garchi Caspa o Pablo Sí Quiero.
Ahora, estas señoras —que tuve como alumnas más de una vez— pintan abstracción. Y lo que me pregunto es: ¿qué pasa por sus cabezas cuando pintan abstracción? Porque la abstracción tiene una genealogía, una tradición que en Argentina viene, por un lado, de la teosofía vinculada con el simbolismo y el ocultismo europeo, que llegó de la mano de Xul Solar (y no necesariamente como abstracción); y por el otro, de la vertiente de Revista Arturo: muy masculina, científica, ingenieril, derivada de Malévich y orientada a cuestionar la representación artística en sí misma, como el grupo Madí.

Cuadros Religiosos del Miedo a la Muerte
Pero lo que vemos aquí es otra cosa: un arte sin genealogía. Una serie de obras que parasitan del éxito tardío de Carmen Herrera en Lisson Gallery, pero con un truco cobarde: le agregan colores pastel para que no parezca una copia, aunque tampoco se animan a ser demasiado jugadas. Son encarnaciones religiosas del miedo a la desidentificación grupal. No quieren sobresalir, ni arriesgarse, ni desafiar nada. Quieren estar dentro. Uniformadas. Blandas. Indistintas. Y para eso, se camuflan.
Solamente basta mirarlas para ver que todas están vestidas de algo que roza lo tropical pero que no termina de animarse. Quieren parecer jóvenes, pero tampoco se atreven. Quieren llevar relojes caros, pero terminan poniéndose versiones de bajo costo (sin ser truchos), porque todo en ellas es la simulación de un estatus al que ya no pertenecen.
Son como la pintura que cuelgan: una puesta en abismo de la propia decadencia. Todas sonríen como si tuvieran algo que festejar, cuando lo único que hay en esas fotos es muerte. Y no me refiero a la muerte biológica, sino a algo peor: la muerte social. Porque lo que veo en esas imágenes son cuerpos sostenidos como territorios extractivizables por la farmacología, pagando sumas exorbitantes a las prepagas para que los mantengan apenas funcionales.

Tal vez por eso no pueden comprarse ropa o peinarse a la altura de las circunstancias. Porque su verdadero gasto está en la supervivencia, no en la vitalidad. Lo que estas fotos revelan es un grupo de mujeres que confunden vida con resistencia, que pelean contra el deterioro con carillas, bótox y corticoides, pero que ya no tienen vida, solo el reflejo de un gasto médico.
Por eso, yo diría que la muestra de María Luz Gil e Iliana Regueiro en La Compañía está curada por un homosexual —y uso la palabra homosexual deliberadamente— porque el lugar que ocupa el curador es, precisamente, el del accesorio funcional de ese grupo de señoras. Un homosexual que, durante décadas, integró en su propio ser el rol del amuleto social. Que aprendió a existir como extensión decorativa de ese mundo femenino en retirada.
La diferencia entre vida y vitalidad está en su ropa, en sus carnets de OSDE y, lo más grave, en su arte. Porque lo que se expone en esa muestra no es una búsqueda plástica, ni un desafío conceptual, ni un riesgo formal: es la muerte hecha pintura.





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