El debate entre Agustina Carri y Prividiera, director del documental M, adquiere una complejidad profunda si se inserta en el contexto de las jerarquías dentro de los grupos guerrilleros, las que fueron definitorias tanto para las víctimas como para los militantes de la época. Mientras que ambos documentales—Los Rubios de Carri y M de Prividiera—abordan la violencia política y las desapariciones en la Argentina, sus perspectivas son profundamente distintas, y ese contraste radica, en parte, en los lugares que ocupaban los padres de ambos cineastas dentro de las estructuras guerrilleras.

Agustina Carri es hija de dos militantes de alto rango en la organización Montoneros, un grupo que, dentro del espectro de la lucha armada, mantenía una jerarquía bien establecida, marcada por el liderazgo centralizado y la formación de una elite militante. En su caso, la figura de sus padres no solo representa la desaparición y la tragedia, sino también el peso de pertenecer a una estructura guerrillera que tuvo una fuerte impronta ideológica, pero también una compleja organización interna, que en muchos casos trataba a los militantes como piezas dentro de un engranaje. Esto se relaciona con la crítica de Carri al modo en que la historia oficial y la memoria popular han puesto a las víctimas en un pedestal inmaculado, sin atender a las contradicciones internas de esos grupos.

Por otro lado, Prividiera, hijo de una militante del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), ofrece una mirada más sombría y cuestionadora sobre los héroes de la militancia. La figura de su madre, que fue secuestrada, desaparecida y que militaba en una organización que, aunque similar en su lucha, mantenía una jerarquía menos centralizada y más dispersa que la de Montoneros, le da una perspectiva distinta. Prividiera critica la visión idealizada que se tiene de los militantes desaparecidos, subrayando que muchos de ellos fueron parte de estructuras profundamente jerárquicas y que, como ocurre en toda lucha revolucionaria, la disciplina interna y el cumplimiento de órdenes desde arriba fue esencial. La jerarquía dentro de los grupos guerrilleros, por lo tanto, no solo afecta la manera en que se vivieron las luchas, sino también cómo sus memorias se construyeron después de la dictadura.

El centro del debate, por lo tanto, no es solo sobre la violencia o la memoria, sino sobre el lugar que ocupaban los padres de ambos cineastas en estas estructuras guerrilleras. Mientras que Carri insiste en visibilizar la tragedia humana de la desaparición y la represión, sin olvidar las contradicciones de la militancia de sus padres, Prividiera se enfoca en las implicancias de estas jerarquías dentro de los grupos armados, sugiriendo que, más allá de la violencia del Estado, existía una dinámica interna de poder que también es relevante para entender lo sucedido. Esta diferencia de enfoque refleja una tensión central: la memoria de los desaparecidos no puede quedar atrapada en una narrativa monolítica, que borra las jerarquías, los intereses y las decisiones internas de las organizaciones guerrilleras.

Finalmente, el debate pone de relieve un aspecto fundamental de la historia reciente de Argentina: la memoria no es un campo neutral, sino que está atravesada por los intereses de quienes la construyen y de los grupos a los que pertenecen. En este sentido, el lugar de Carri y Prividiera dentro de la memoria histórica también es un lugar de conflicto, pues sus respectivas miradas nos muestran las fisuras dentro de los relatos sobre la violencia política, los que no solo se disputan la interpretación de los hechos, sino también las jerarquías internas de los grupos que la protagonizaron. Esta reflexión no solo invita a pensar en la complejidad de las memorias familiares, sino también en la política de la memoria misma, que sigue siendo un terreno disputado en la Argentina.





Deja una respuesta