El retrato de hoy (cumpleaños de su hermana Karina) de Javier Milei, hipercadavérico, supermaquillado y con un delineado vampírico, evoca con claridad la estética del Nosferatu de F.W. Murnau (1922). Convengamos que la Argentina sale del invierno y él vive y trabaja en la Quinta de Olivos por lo cual con dos piletas en el fin de semana, se sale de esa palidez. En la foto en cuestion aparece con los ojos resaltados por el maquillaje oscuro a lo Cleopatra, proyecta una figura espectral, casi no-humana, que transita entre el terror y la parodia. Esta imagen, deliberadamente artificial, no solo remite a la tradición del horror gótico cinematográfico, sino que también adopta ciertos códigos del cosplay contemporáneo, donde la caracterización extrema busca construir una identidad híbrida. El tema es que esa caracterizacion busca ser teatral y sincera; al mismo tiempo. Estamos en manos de alguien que realmente tiene mucho que ocultar y muy poco, al mismo tiempo.
El cosplay vampírico de Milei no es un simple gesto estético; encarna una operación política. Su figura, a lo Nosferatu, lo posiciona como un parásito existencial, un ente nocturno que se alimenta del cuerpo social que gobierna. El mismo John Lee Anderson, en su retrato para The New Yorker del 12 de diciembre, lo encuadra como un Cristo Pantocrátor oscuro, con el sillón de Rivadavia detrás suyo funcionando como un trono divino, rodeado de penumbra por su supuesta sensibilidad a la luz. Esta oscuridad no es solo ambiental, sino constitutiva: Milei es literalmente un ser vampírico, una criatura que encuentra su zona de confort en la penumbra y cuya naturaleza escapa a las reglas vitales de la política tradicional.
Cosplay vampírico: Milei como Nosferatu
La estética de Milei comparte varios elementos visuales y simbólicos con Nosferatu, el conde Orlok interpretado por Max Schreck en la película de Murnau. Ya hable del maquillaje espectral que remite a la idea del vampiro como un ser sin sangre pero la idea de Milei como un espectro lo posiciona en su total hibridez: como un un ‘no-muerto’. Alguien que habita un espacio intermedio que lo deshumaniza y lo humaniza al mismo tiempo. Mientras todos sus trolls tratan de negar su condicion liminal.

El otro tema de Milei es su mirada penetrante y de ahí el delineador de ojos. En el film de Murnau, Nosferatu proyecta un poder hipnótico, una mirada de presa que paraliza. La expresión de Milei, en sus retratos más recientes, adopta una intensidad similar, como si su imagen misma buscara perforar al espectador, petrificándolo. Cuando no lo logra, acude a las imágenes de Marvel o Disney en donde lo que se penetra el la cuarta pared, la membrana que divide al espectador de la representacion.
En varias fotografías, Milei aparece con la espalda encorvada o con los hombros rígidos, lo que acentúa su gestualidad caricaturesca. Su delgadez y gordura, al mismo tiempo; combinada con el uso de maquillaje oscuro, contribuye a su apariencia de predador nocturno. Y este el punto en el que sus comentarios sobre la pedofilia gay son tan pero tan interesantes porque me pregunto si no estaba proyectando.

El vampiro ha sido un símbolo recurrente para representar la depredación económica en el imaginario cultural. Desde la figura del aristócrata decadente que extrae la vida de los campesinos hasta los banqueros vampíricos en la sátira contemporánea, la metáfora del vampiro ha funcionado como un tropo crítico del capitalismo tardío. Sin embargo, en Milei, el vampirismo adquiere un matiz teatral-autorreferencial, casi autoparódico.
EL Post-Humanismo Gótico de su Maquillaje
El cosplay vampírico de Milei no busca solo evocar el horror, sino también proyectar una imagen de poder absoluto e impenetrable. La puesta en escena lo convierte en una figura ajena a lo humano. Su maquillaje no es solo gótico, sino post-humano, casi digital, como si quisiera borrar los rastros de carne y sangre, transformándose en un avatar político. El uso de la oscuridad ambiental (como en la foto de The New Yorker) contribuye a esta atmósfera irreal, donde Milei no es un hombre, sino un ícono transfigurado en vampiro neoliberal.

El cosplay, como práctica cultural contemporánea, implica la adopción temporal de una identidad ficcional, pero en Milei el fenómeno es más complejo. Su estética vampírica no es un disfraz ocasional, sino una identidad permanente, donde la teatralización del poder es esencial para la performance política. En lugar de limitarse a encarnar un personaje, Milei deviene un personaje de sí mismo, un líder que se proyecta como un ser sobrenatural, inmortal y, por lo tanto, inmune a las reglas de la política convencional. Por eso, estamos pasando del León al Vampiro.
El detalle del busto con su propio rostro que aparece en el retrato de The New Yorker refuerza esta dimensión cosplay: Milei no solo juega a ser un vampiro, sino que multiplica su imagen en un acto de autoclonación icónica, un eco visual de su obsesión por clonar a su perro Conan. Su busto, como el perro clonado, es una copia del original, un gesto que lo eterniza en el plano visual.
El Milei Espectral
El elemento más inquietante del retrato vampírico de Milei es su relación con la muerte y la clonación. La urna con las cenizas de Conan, visible a la izquierda del sillón en la foto de The New Yorker, introduce un elemento tanático en la escena: Milei no solo se rodea de copias (los perros clonados) sino también de reliquias funerarias, objetos que lo vinculan a un duelo interminable.
Como el vampiro de Murnau, Milei es un sobreviviente de su propio duelo, un ser espectral cuya existencia parece prolongarse a través de copias, reliquias y simulacros. Sus perros clonados funcionan como un ejército fantasmático, un eco del original que, como los vampiros, nunca muere del todo.
El cosplay vampírico de Milei no es un simple gesto estético, sino una estrategia de auto-mitificación, donde la ficción, el duelo y la teatralización del poder convergen. Su imagen, inspirada tanto en el horror gótico como en la cultura pop del cosplay, lo convierte en un líder-fantasmal, ajeno al mundo terrenal, que opera en la penumbra política.La fotografía en The New Yorker, con el sillón de Rivadavia como trono divino, lo muestra como un Cristo Pantocrátor vampírico, un mesías sin redención que, como Nosferatu, devora a sus víctimas lentamente, en un abrazo





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