Bueno, volvamos a la serie Adolescence en Netflix, que ayer discutimos en torno a la crítica —o más bien, la reacción, que no es tanto una crítica— de Luciana Peker, quien veía Adolescence como un asesinato simple derivado de un padre dominante (arquitecto de la machosfera), donde los dominados son la madre, la hija y el hijo, posiblemente gay. Para Peker, esta estructura de dominación se replica en la reacción de la víctima masculina, que es el nene de 13 años, y donde las “nenas empoderadas” son las perpetradoras. El asesinato ocurre porque ese es el ejemplo que él tiene en la casa. ¡Mentira! Para Peker, la culpa es del padre, porque hombres y mujeres, para ella, deben comportarse (porque esto, según ella, es posible) como ciudadanos atenienses que se levantan al mediodía a leer filosofía y luego, tras un masaje, van al ágora a debatir racionalmente su identidad y su sexualidad. En realidad, aquellos que ven la serie verán que la lectura de Peker es la del encuentro entre la psicóloga y el supuesto niño asesino. Pero en realidad, no es una crítica de la masculinidad, sino una crítica de la crisis de la psicoterapia como ciencia y como tecnología de disciplinamiento social. Hay un momento clave, y esto es lo que incomoda a un palermitano al que le acaban de comunicar que la psicología ya no funciona como sustituto de la iglesia. Esto habla mucho del feminismo combativo como algo realmente conservador y tradicionalista.

Lo que perturba a Luciana Peker es el encuentro entre la psicóloga y el supuesto niño asesino que no es una crítica de la masculinidad, sino de la psicoterapia como tecnología de disciplinamiento social que ya no funciona como sustituto de la iglesia.

El Fetichismo Moralista de la Revista Panamá

Ahora usemos otra crítica a Adolescence para analizar otro lado del sector palermitano, como lo llamaría yo. Y es el de mi querida revista Panamá, y digo “querida” porque allí se publicó la primera lectura más o menos seria de lo que yo hago, que, aunque erradísima, fue uno de los pocos esfuerzos válidos. Me refiero al Método Cañete de Pedro Yague. La reseña está a cargo del cinematógrafo, artista y activista Nahuel Karg, y lleva como título ¡Adiós al montaje!, lo cual es significativo, porque remite a Eisenstein y a la Revolución Bolchevique, al lugar del montaje en la cinematografía como instrumento de cambio social industrial, que yo diría fracasó con la llegada de Stalin y antes de eso.

‘Adolescencia’ (Netflix) no relata la peripecia de la familia ni la investigación policial, sino el trauma de lo espectral de los supuestos roles de autoridad en donde el poder ya no está.

Ustedes pueden ver en la revista Panamá la crítica. Nahuel Karg comienza diciendo que la serie de Baratini relata, en cuatro capítulos, “la peripecia” de una familia, cuando el hijo de 13 años es detenido acusado de acuchillar siete veces a una compañera de colegio. Según dice el crítico-artista, “hace incapie en la investigación policial del hecho”. Y agrega que esto se convirtió en un hito de los que suceden de vez en cuando en lo que, con cierta memoria televisiva para contenidos que se emiten en el mainstream —es decir, Netflix o YouTube—, generan “un goce comunal en el hecho de que todos estemos consumiendo y/o hablando sobre lo mismo”. E, insultantemente, agrega desde algún lado allá arriba, desde donde flota (me refiero a Karg), “la centralidad, cada tanto: sentir algo alguna vez, no es nicho”. Y luego los editores de la revista Panamá remarcan el siguiente remate: “Analizar Adolescencia es hablar del ‘plano secuencial’ y de por qué es un procedimiento que pertenece a esta época”.

Es decir, pasamos del posmodernismo de Luciana Peker, en el que un contexto incomprendido es aplicado de manera abrasiva a la experiencia visual, donde la culpa es del macho y punto, a otra que yo caracterizaría como de la alta e intocable cultura joven y masculina argentina (totalmente delirante de su propia capacidad). Digo esto porque lo que hace Panamá es una mera actualización nostálgica de cierta idea de la cultura argentina de la década del 70 en clave formalista, que, además, nunca existió. Por eso, el título que le pone Karg a su crítica inmediatamente descarta el tema que lo convoca para usarlo como plataforma para hablar de él mismo a través de la técnica que los chicos de la revista Panamá ven como algo fetichísticamente “masculino”. Karg parece decir: “¿Cómo se atreven a usar una estética inmersiva y no el montaje soviético, carajo?”

Karg, Snob 

Antes de escribir esto, vi un video de Karg llamado “El cuerpo como campo de batalla”, en el que utiliza imágenes de violencia para cuestionar el poder sin generar acción concreta. Yo diría que en su obra, Karg utiliza imágenes explícitas de cuerpos violentados y distorsionados, fusionando cine, arte visual y activismo para reflexionar sobre la violencia estructural, pero sin ofrecer soluciones, solo creando una reflexión crítica sobre las dinámicas de poder, pero lo deja ahí; no sea cosa que, cual boomerang, esa crítica social se le venga en contra y lo baje del monumento en el que él mismo se coloca. El día que la auto-instituida inteligentsia de la revista Panamá se salga de ese lugar, podrán entrar, por lo menos, al pasillo de la cultura latinoamericana. Mientras tanto, todo es puro berrinche estetizante y snob.

Como dije ayer y, como ven, yo todavía no hice ninguna crítica; la serie Adolescencia no relata la peripecia de la familia ni la investigación policial, sino que lo que se ocupa es de cómo el trauma transgeneracional de raza, clase y poder encuentran en los supuestos roles de autoridad algo espectral, en donde el poder claramente no está ahí cuando una catástrofe desestabilizadora los pone en cuestión. La maravilla de la serie es que por lo menos enumera ciertos ítems de una sociedad quebrada desde adentro.

Karg dice que el goce comunal que todos tenemos al ver esto en Netflix está en el hecho de que todos estemos consumiendo commodities. Para él, el hecho de que la trama esté en una serie y no en el cine, en el que nos encontramos todos juntos en vivo en un acto (religiosamente, como en la misa) comunal y no de consumo, usando los términos del autor, es algo inherentemente negativo. Lo que equivale a decir que, si bien él se ve obligado a hablar de esto porque los de la revista le pidieron que hablara y es ‘lo que corresponde’, se está rebajando. Es por esto que se anima a lanzar una ironía: “Un poco de centralidad, cada tanto, sentir algo, alguna vez, no es nicho.” Digo que es una ironía porque vincula el mainstream con la posibilidad de sentir algo y ahí él está planteando un juego de oposiciones entre un ‘arte elevado’ que ‘hace sentir realmente a aquellos que están capacitados para poder sentir realmente’ y no como esas bestias brutas que no tienen la capacidad de elevarse a esas alturas (en las que está él y los de Panamá). El que solo puede sentir algo porque tiene que acercarse al centro es condenable para Karg, y yo acotaría a esto que es ese dictum el que le impide ver ‘la peripecia de la familia’, que algo tiene que ver con eso pero desde un lado inverso. Y acá viene el punto clave, y lo estoy citando a Karg: “Por lo menos hay un centro en algún lado”. En otras palabras (lo estoy traduciendo), “estas bestias que consumen cultura menor en Netflix y logran sentir algo, por lo menos tienen un norte hacia donde mirar”. Este elitismo palermitano que cree que una serie de Netflix es commodity y un posdoctorado, una ópera en el Colón o una muestra en una galería no son hoy lo mismo, constituye su verdadera ceguera.

Formalismo Contradictorio 

Si a Luciana Peker le molestaba la crisis terminal de la psicología como reemplazo de la religión tras la desintegración del feminismo combativo, que no es otra cosa que neo-misticismo a la Santa Teresa de Ávila, elevado al plano de Eva Perón a través de Cristina Kirchner, en el caso de este muchacho lo que le molesta es el éxito en Netflix, supongo. ¿Por qué le molesta? No sé. No voy a caer en lo de la envidia porque no lo creo. Yo creo que es más una cuestión identitaria y social: la división entre un arte de élite circunscripto a un grupo social que se reúne en cierta arquitectura llamada galería o domicilio particular y el resto (y por resto, nos referimos a Caballito y Flores). El análisis que hace es formalista y gira en torno a una teorización del ‘plano secuencial’ que categoriza como ‘el procedimiento de esta época’. Esto es Gombrich. Para Karg, hay un espíritu de la época que está definido por una serie de tecnologías, como por ejemplo, los juegos electrónicos, que exigen para retener nuestra atención nuestra total inmersión. Porque, según él, sin eso, somos incapaces… salvo los superiores como él y su cohorte. Luego procede a una explicación del plano secuencial, que básicamente consiste en que la cámara es única, sigue al protagonista o a los protagonistas, y no se detiene, como si todo estuviera coreografiado, haciendo que el espectador se sienta como si estuviera ahí. Dicho de otro modo, lo que este tipo de plano secuencial rompe es la cuarta pared y nos coloca adentro de la escena. Si él cree que esto es nuevo, que vaya a ver pintura del Barroco con plano rebatido.

Pero, al imponer su esnobismo intelectual totalmente injustificado entre él y el objeto que tiene que analizar, se tira un tiro en el pie y se olvida de su objeto. Podría haber analizado el modo en el que ese plano secuencial está puesto al servicio de un contraste de arquitecturas, que es el verdadero relato de esta serie y lo que, en ella, me parece un logro. El tema de la serie no es la inmersión (a través de secuenciales) en las relaciones familiares, sino la claustrofobia social como consecuencia de un quiebre, no de la comunidad, sino del individuo. Esto se ve en la arquitectura, donde pasamos de los pasillos de la burocracia policial, a los pasillos de la burocracia escolar, a los pasillos de la burocracia del shopping de productos de pintura y, de ahí, a la libertad relativa de los estacionamientos, que es donde (¡oh sorpresa!) la masculinidad se libera de manera destructiva, no porque sea maligna, como diría Peker, sino porque no aguanta la opresión de tener que responder al mandato impuesto. Y la culpa no la tiene la mujer. Argentinos, no hay que echar siempre la culpa a alguien, por favor. Somos todos víctimas. El problema es el sistema. Esto se ve magistralmente en el plano secuencial de la casa, que insisto es el gran personaje de la serie, y que creo que es clave: el ideal pequeño burgués, casi como un laberinto de dos pasos en cualquier dirección. Para el chico, su casa (donde impera el cariño) es más cárcel que la cárcel. Tal vez por eso se declara culpable. ¡Piensenlo!

La Ceguera de Karg 

Acá no hay ni santos ni demonios, y es lo que Peker no entiende, pero tampoco Karg, que moraliza a los portadores y no portadores de cultura como santos y demonios. ¿Qué es esta moralización fetichista de la cultura? Lo que el plano secuencial que tanto le interesa a Karg realmente muestra es que nadie, y sobre todo el hombre después del feminismo y las políticas de identidad, logra encontrar su lugar. El mundo se ha convertido en un no-lugar para todos. Por eso, cuando Karg vincula esta tecnología inmersiva con un ‘nuevo realismo’, lo que quiere decir es que este realismo muestra la desintegración de una familia; yo le respondería que es exactamente lo contrario. El plano secuencia y la inmersión total muestran que lo que no desintegra es la familia, sino que permanece como una cáscara vacía, un espectro, un fantasma melodramático en el que estos individuos, vacíos desde adentro, se aferran como si fuera una utópica telenovela. Tal vez, el único sabio sea el que decidió ir a la cárcel. Una suerte de niño Diógenes invertido. Un Milei benigno. Asesino pero benigno.

Pero donde la crítica de la revista Panamá realmente me rompe los huevos es en esta dicotomía entre lo bueno y lo malo, en donde lo bueno está en el pasado, en la nostalgia, en lo diacrónico, en aquello que no te permite poner pausa. Por eso, Karg da como ejemplo al teatro como recuperación de la comunidad. Pero, por favor, ¡ok! Nos juntamos y estamos tan vacíos, ¿qué conseguimos? Potenciar nuestro narcisismo o nuestra pasividad. ¡No pasa por ahí, Karg! Los chicos de la Revista Panamá no logran entender que esta demanda de comunidad que permanentemente hacen está limitada a un tipo de individuo, que, si se trata de convertir en arte político, resulta en una catástrofe. Salir del aislamiento para ir a un lugar en el que todos ya están convencidos de lo que se va a decir, y donde se considera esto como ‘lo bueno’ y ‘lo positivo’, es más un ejercicio de masturbación colectiva masculinista ateniense que de arte político. Además, esa moralización del espectador que necesita un descanso y poner pausa, es un comentario de clase porque la vida moderna y la exposición a la vida contemporánea hacen que hoy sea imposible adaptarse a los requerimientos de una película de dos horas, salvo que esté del lado rentístico.

El Sadismo Glamorizado de Karg 

Luego viene el tema de Karg y su oposición a la fragmentación del tiempo, que, le cuento, permite su manipulación. Aquí está su gran problema porque, como buen burgués, él confía en el tiempo abstracto y lineal. La contradicción entre su apoyo al montaje y su rechazo de la pausa del Instagramero es incomprensible desde este punto de vista. La respuesta está, tal vez, en su increíble defensa de la escena de Irreversible de Gaspar Noé, donde la violación en tiempo real de Mónica Bellucci le resulta valiosa por lo inmersiva. Claro, porque es Bellucci. Ahora, cuando la inmersión es en la clase media baja trabajadora inglesa, ya la cosa se vuelve más incómoda y “para los bárbaros”.

En el centro de la obra de Karg está el cuestionamiento de la representación. Karg, al hacer uso de una estética tan cargada de simbolismos y representaciones visuales complejas, corre el riesgo de caer en una repetición que, más que generar reflexión, podría alienar al espectador. La estética de la memoria y la denuncia que utiliza Karg no siempre es accesible o efectiva para todos los públicos. Desde ya, como Yague o Calamaro, lo que ya dice mucho: son nostálgicos del vinilo, como si no pudiera pausarse.

En su obra, Karg hace uso del activismo visual como una forma de confrontación. Es cierto que el cine y las artes visuales son un excelente medio para movilizar a la audiencia hacia la reflexión crítica, pero también es cierto que, en muchos casos, la confrontación explícita y visual puede resultar superficial si no está acompañada de un cuestionamiento más profundo sobre las formas de poder y dominación que esas imágenes pretenden criticar. El cine de Karg, a menudo cargado de imágenes potentes, puede ser interpretado como un esfuerzo por sensibilizar a un público que ya es consciente de los temas que aborda, pero no necesariamente desafía las estructuras de poder que perpetúan esas injusticias.

El Grupo de Amigos…Always! 

Es decir, en su empeño por utilizar el cine como herramienta de resistencia y cuestionamiento, Karg se enfrenta a la paradoja de que muchas de sus imágenes pueden ser consumidas de manera pasiva por el espectador, quien se ve confrontado por una imagen fuerte, pero no necesariamente impulsado a una acción o cambio. A menudo, el cine activista o las artes visuales con una agenda política terminan siendo más un medio de catarsis para el espectador que una forma de movilización hacia una acción transformadora concreta. Es más una confirmación de identidad propia que otra cosa.

En este sentido, también podríamos preguntarnos si la obra (y por lo visto, la crítica) de Karg realmente tiene el potencial de trascender las galerías de arte o los espacios alternativos para llegar a un público más amplio. En la actualidad, la lucha por visibilizar injusticias o problemáticas sociales se encuentra con la saturación de imágenes y discursos similares. La pregunta aquí es si el trabajo de Karg, a pesar de su valía artística y su enfoque innovador, corre el riesgo de ser absorbido por la misma maquinaria cultural que denuncia, sin producir una disrupción real o significativa en el ámbito público.

A nivel de activismo visual, la crítica radica en cómo estas imágenes pueden mantenerse como una especie de “arte de protesta” que sigue estando aislado de la acción política directa, terminando más codificado que el Netflix que tanto lo ofende. Y ni hablar de su ceguera frente a la crítica social condescendiente hacia el público de Adolescence. En lugar de actuar como una herramienta para cambiar las estructuras sociales o políticas que perpetúan la injusticia, Karg encarna una especie de “resistencia cultural” que, aunque válida, no necesariamente desafía las condiciones que permiten la perpetuación de los problemas que aborda.

Mi pregunta a Nahuel Karg: 

La pregunta que yo le haría, como artistas que somos ambos, es hasta qué punto su enfoque puede llegar a ser eficaz fuera de los círculos especializados o de un público ya sensibilizado. La relación entre la crítica política y la estética en su obra no es inocente; más bien, pone en evidencia las tensiones entre el arte como un medio de resistencia y su potencial limitado frente a las estructuras de poder más grandes.

                                                                                   Rodrigo Cañete 

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