El doble estándar de la libertad académica en tiempos de trincheras.
Autonomía bajo asedio: libertad académica entre el ataque externo y la captura interna

La autonomía universitaria padece un doble asedio: desde los gobiernos de derecha pero, tambien, desde dentro donde el progresismo se volvió partisano, socavando desde adentro los principios que dicen defender.
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Universidades: De la implosión al asedio
En los últimos años, la autonomía universitaria ha sido objeto de un doble asedio. Por un lado, desde los gobiernos de derecha —como el de Donald Trump en Estados Unidos o el de Javier Milei en Argentina— han proliferado ataques directos a las universidades públicas: recortes presupuestarios, amenazas con fondos federales, intentos de controlar los contenidos curriculares o disciplinar a estudiantes y docentes por sus posiciones ideológicas. Por el otro, desde dentro de las propias instituciones, ciertos sectores del progresismo académico han transformado el espacio universitario en una tribuna partidaria, socavando desde adentro los principios que dicen defender.
Esta situación no se puede abordar con lealtades automáticas. Defender la universidad pública no implica repetir sus clichés ni idealizar su funcionamiento. La crítica a los ataques autoritarios de los gobiernos actuales no debería hacernos ciegos a las formas de captura dogmática, autoindulgencia o elitismo que anidan en el seno del mundo académico. Así como resulta inadmisible que el poder político condicione el pensamiento, también resulta preocupante que quienes se presentan como guardianes de la libertad intelectual hablen desde una torre de marfil partidaria, más interesada en declarar certezas y asegurar sus privilegios burocráticos que en sostener debates.
La universidad no puede ser ni un aparato de propaganda estatal ni un refugio corporativo progresista. La autonomía no es un estado natural: es una lucha que hoy requiere revisar nuestras propias certezas.
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Este ensayo busca pensar esa paradoja: cómo la libertad académica, invocada por todas las partes, se ve amenazada tanto por los embates de quienes quieren controlarla como por quienes, desde dentro, la reducen a instrumento ideológico. La universidad no puede ser ni un aparato de propaganda estatal ni un refugio corporativo progresista. La autonomía no es un estado natural: es una lucha, y esa lucha hoy requiere revisar nuestras propias certezas.

Trump, Columbia University y el financiamiento estatal
Durante décadas, la libertad académica en Estados Unidos fue, como sugiere irónicamente un artículo reciente de The New York Review of Books, un concepto “académico”: tan consensuado que ni siquiera necesitaba ser defendido. Hoy, en cambio, vuelve a estar en el centro de un conflicto ideológico, jurídico y financiero. Trump —y sectores republicanos alineados con su retórica— han convertido a las universidades en un enemigo cultural. Las acusan de haber sido cooptadas por la izquierda, de promover el “wokismo”, y de permitir expresiones antisemitas bajo el pretexto de protestas pro-palestinas. En nombre de la neutralidad, se pretende imponer censura. En nombre de la legalidad, se aplican castigos financieros masivos.
El caso de Columbia University es paradigmático. En marzo de 2025, el Departamento de Educación suspendió $400 millones en fondos federales, y exigió reformas que incluyen desde el desmantelamiento de departamentos académicos hasta la expulsión de estudiantes y la eliminación de mecanismos de revisión interna. Columbia, ante el riesgo de perder no sólo esos fondos sino otros 5 mil millones, accedió a gran parte de las demandas, consolidando un precedente gravísimo: la universidad acepta condicionar su funcionamiento a cambio de dinero. Es una capitulación, y lo que se erosiona no es una política puntual, sino la idea misma de autonomía institucional.
Lo que la derecha quiere imponer es un canon: qué puede enseñarse, quién puede hablar, qué cuerpos son legítimos. Estamos, otra vez, ante una lógica de ortodoxia que busca silenciar en nombre del ‘orden’.
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Lo más preocupante es que esta estrategia se repite: a Penn se le retuvieron $175 millones por haber permitido en 2022 la participación de una mujer trans en el equipo femenino de natación. No hay violación legal ni de derechos: hay castigo ideológico. La herramienta es el presupuesto, pero la finalidad es el disciplinamiento simbólico. Lo que se quiere imponer es un canon: qué puede enseñarse, quién puede hablar, qué cuerpos son legítimos. Estamos, otra vez, ante una lógica de ortodoxia que busca silenciar en nombre del ‘orden’.

Argentina: Milei, la UBA y el ajuste como disciplinamiento simbólico
El caso argentino es distinto en forma, pero similar en fondo. Mientras que en Estados Unidos la presión sobre las universidades se ejerce a través del chantaje ideológico y financiero de los fondos federales, en Argentina se manifiesta como un vaciamiento estructural: recortes masivos, deslegitimación discursiva, y promoción de proyectos privados ideológicamente afines al oficialismo. El gobierno de Javier Milei ha recortado al menos un 30% del presupuesto universitario en términos reales, lo que llevó a la Universidad de Buenos Aires a declarar la emergencia económica. Se paralizaron obras, se suspendieron actividades de extensión, y hospitales universitarios clave como el de Clínicas quedaron en situación crítica.
El caso argentino es distinto porque va hacia un vaciamiento estructural: recortes masivos, deslegitimación discursiva, y promoción de proyectos privados ideológicamente afines al oficialismo.
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Pero más allá del dato contable, el ajuste funciona como mensaje: el Estado retira su apoyo material como castigo simbólico. Se busca imponer un nuevo sentido común en el que la universidad pública es vista como un gasto, una casta improductiva o un refugio ideológico de militantes de izquierda. Como en el caso estadounidense, se esconde una intención normativa: redefinir qué tipo de conocimiento merece financiación, qué tipo de pensamiento debe institucionalizarse, y quiénes tienen derecho a hablar en nombre de la educación.
Lo complejo del caso argentino es que la universidad pública gratuita ha sido históricamente un motor de movilidad social, permitiendo el acceso de sectores populares a saberes y trayectorias que, de otro modo, les habrían sido vedados. Sin embargo, ese mismo sistema ha generado también una élite académica cerrada, profundamente capitalina, que reproduce sus propios códigos culturales, estéticos e ideológicos. La gratuidad, sin revisión crítica, se convierte en garantía de autoperpetuación. La UBA, al mismo tiempo que democratiza el acceso, cristaliza un modelo autorreferencial, muchas veces refractario a las voces disidentes del interior, del exilio o del pensamiento no alineado.

Judith Butler y la Torre de Marfil Progresista: Autonomía o Partisanismo?
En 2022, Judith Butler publicó un artículo donde denunciaba con énfasis los recortes y ataques de la administración Trump a la universidad pública. Lo hacía desde una defensa apasionada del pensamiento crítico, de la libertad de cátedra, y de los programas de diversidad e inclusión en las universidades estadounidenses. La intervención era necesaria, pero no exenta de problemas. Porque si bien identificaba con precisión las amenazas externas a la autonomía universitaria, omitía por completo la autocrítica hacia el rol que ciertas figuras y estructuras del progresismo académico han jugado en el descrédito social de la universidad.
Es el momento en el que Judith Butler y cierto progresismo feminista excedido hagan una autocrítica que ayude a preservar la universidad del descrédito social en el que ya se encuentra.
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Butler, como otros intelectuales de su rango, habla desde una posición de autoridad simbólica que muchas veces no reconoce su propio lugar de privilegio. Incluso denominó este privilegio como ‘interés público’. Esto es equivalente a los dicho de Trump contra la Gobernadora de Maine de que ‘la ley es él’. Desde cargos permanentes, prestigio global, financiamiento asegurado, y un circuito de legitimación intelectual cerrado, asumen que su visión del mundo coincide con la misión de la universidad, y que defender su posición es, por extensión, defender la educación pública en general. Esta confusión entre el yo académico y la institución a la que pertenecen es uno de los principales síntomas de la crisis actual.
Los cargos permanentes, prestigio global, financiamiento asegurado, y un circuito de legitimación intelectual cerrado confunden el yo académico y la institución a la que pertenecen.
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Ese tipo de progresismo ilustrado —del que Butler es una exponente destacada— suele reclamar protección institucional sin revisar sus propias formas de exclusión, de reproducción elitista y de captura ideológica. Reclama autonomía frente al Estado, pero no se pregunta cuánto de esa autonomía se ha convertido en privilegio blindado, ajeno a los conflictos sociales más amplios. La desconexión entre los discursos universitarios y el resto de la sociedad es real, y no se resuelve con más retórica sobre justicia social, sino con prácticas concretas de apertura, escucha y autocrítica.
La autonomía no es neutralidad: es conflicto
Para que la autonomía universitaria tenga sentido en el siglo XXI, debe ser entendida no como una garantía abstracta, sino como un campo de disputa constante. La universidad no puede pretender ser neutral —ni ante el poder político ni ante las desigualdades estructurales que la atraviesan—, pero sí debe ser un espacio donde la pluralidad, el disenso y la contradicción tengan lugar sin temor a la represión externa ni a la censura interna. Autonomía no es indiferencia ni hegemonía: es fricción.
Autonomía universitaria no es indiferencia ni hegemonía: es fricción.
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Mi propia experiencia es testimonio de ese límite. Luego de publicar un libro en Penguin Random House y recibir el Peter Marzio Award en 2020 por el Museum of Fine Arts de Houston, fui blanco de una campaña sistemática impulsada por sectores del feminismo académico argentino vinculados al CONICET y a la Facultad de Filosofía y Letras que respondían a otros intereses. Se cuestionaron mis intervenciones críticas, mi tono satírico en un blog independiente, y se presionó para mi cancelación. La universidad (incluso la mía en Inglaterra) no defendió mi derecho a disentir: actuó como una extensión del aparato político-cultural dominante. Lo mismo ocurrió en el ámbito internacional, donde instituciones que antes me celebraban optaron por el silencio o el castigo cuando mi posición dejó de ser funcional. Algo similar ocurrió —y muy posiblemente estuvo vinculado con esto— cuando, tras sufrir un ataque en mi domicilio que desencadenó una serie de problemas de salud y conflictos legales, solicité tiempo para recuperarme físicamente de las heridas y ajustar la medicación para el PTSD. El International Federation of Theatre Research, del que era convenor, no dio prioridad a mi pedido y aprovechó la situación para removerme del Comité Queer. Lo hizo alegando diferencias con dos miembros del Comité Ejecutivo que el año anterior habían defendido la participación de un performer transexual en la conferencia anual, celebrada en Ghana una semana después de que la Corte Suprema de ese país declarara criminal la homosexualidad.

Mientras las Profesoras Queer-Feministas Alisson Campbell, de la Universidad de Melbourne, y Tracy Davis, de Northwestern, se ocupaban de blindarse tras haber cometido un error grave —vengándose, de paso, por diferencias previas conmigo—, yo atravesaba un proceso de recuperación médica indispensable. Nunca se me comunicó formalmente por qué fui removido de ese cargo. Lo mismo pasó con Mari Carmen Ramírez y el retiro de mi Premio, algo que no logró. Sin embargo, hubo un patrón de conducta. Eso no es autonomía universitaria. Es mccarthismo. Un mccarthismo análogo al que el presidente Trump despliega hoy contra Columbia, Harvard y —oh, sorpresa— Northwestern. ¿Realmente deberíamos sorprendernos?

La universidad debe ser un lugar de conflicto vivo. No puede reducirse a trincheras ideológicas ni a feudos de privilegio. Debe ser incómoda para el Estado, para los partidos, para los propios claustros. No existe libertad académica sin riesgo. Y si ese riesgo es eliminado, si la crítica es domesticada por un progresismo de salón o por un liberalismo de cátedra, entonces lo que se defiende no es la universidad, sino su parodia.
Defender la autonomía sin convertirse en su dueño
Hoy, más que nunca, necesitamos una defensa lúcida de la autonomía universitaria. Una defensa que no sea reaccionaria ni corporativa, que no venga ni desde la voluntad de captura del Estado ni desde el narcisismo progresista del claustro ilustrado. La universidad pública sigue siendo uno de los pocos espacios donde la sociedad puede pensarse críticamente a sí misma. Pero para que eso sea posible, debe romper sus pactos de comodidad, sus automatismos ideológicos, sus privilegios heredados.
La autonomía no puede sostenerse si es invocada sólo para blindarse del poder externo pero se ignoran las dinámicas de exclusión que operan desde dentro. Tampoco puede sobrevivir si se convierte en rehén de gobiernos que la vacían de recursos y de sentido. La autonomía universitaria requiere coraje institucional, pluralismo epistemológico y una voluntad de riesgo. No puede ser la reserva moral de nadie: debe ser el espacio donde se discute todo, incluso a sí misma.
La libertad académica no se defiende con slogans, se defiende con pensamiento, con conflicto, con responsabilidad. Y eso implica estar dispuesto a incomodar. También —y sobre todo— a los propios.
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