La muestra en la galería Hipopoeti presenta una serie de obras y materiales que recorren la trayectoria de Juan Gutiérrez entre 1980 y 2000. La curaduría propone un acercamiento afectivo, centrado en el “cotilleo” como método de lectura, y en la sensibilidad del archivo como espacio de testimonio. Pero algo en esa estrategia está mal y lo neutraliza. La culpa no es de él. Su obra es potente, densa, incómoda por sí sola— pero es presentada encapsulada en un marco que la vuelve blanda, digerible. La transforma en algo casi decorativo.
Cómo ‘curar’ un personaje histórico de la movida chicana ‘cuir’ de los ochenta sin caer en la esterilización del archivo?
Juan Gutiérrez no es una figura menor ni reciente. Estudió arquitectura en Río, participó del Movimiento de Arte Pornô con Kac, abrió una galería en Corrientes, trabajó en el Once. Su obra no representa lo queer: es lo queer. No en términos identitarios, sino como gesto resistente. Verlo así hoy es inspirador.
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Eso es una pena. Porque Juan Gutiérrez no es una figura menor ni reciente. Estudió arquitectura en Río, participó del Movimiento de Arte Pornô junto a Eduardo Kac, abrió una galería en Corrientes, trabajó como vestuarista en Once, produjo esculturas textiles con restos materiales, y en los años 90 fue parte de la escena chicana en San Francisco, haciendo altares sobre el sida y exponiendo junto a artistas y teóricos como Gloria Anzaldúa y Ricardo A. Bracho. Su obra no representa lo cuir: es lo cuir. No en términos identitarios, sino como gesto político, situado, resistente.

Curadoras que parecen necesitar posar como tontas
El problema, entonces, no es él ni su trabajo. El problema es cómo se lo enmarca. Por eso se entiende su reticencia a ser entrevistado por Bruzzone. Este es un queer de la contracultura real que emigró por razones que uno puede imaginar frente a un juez que hace cosplay de agente contracultural. No hay anda travesti en Gutierrez, en Bruzzone, sí. La curaduría —y más aún, la escena que la rodea— convierte esa trayectoria de desvío real en clima afectivo. Donde había riesgo, pone anécdota. Donde había deseo, pone silencio. El cotilleo como método no reconstruye tensiones, sino que las rodea; no articula una lectura, sino que la suspende. En vez de activar el archivo, lo convierte en atmósfera. Se lo celebra, pero no se lo lee.
Guitarrez está incómodo con la camarilla de Bruzzone. Este es un queer de la contracultura real que emigró frente a un juez que hace cosplay de agente contracultural. No hay anda travesti en Gutierrez, en Bruzzone, sí.
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Esto es evidente en el tono general del video de Bruzzone que circula por redes sociales in Instagram y muestro aquí abajo: nadie habla de la obra, todos sonríen, nadie piensa en voz alta. Algo que me llama poderosamente la atencion del video y creo que Ustedes lo van a compartir conmigo es lo estupidos de todos los participantes. Esta es la gente responsable de la muestra; en la que Gutierrez depositó su confianza pero, sin embargo, la risa reemplaza al análisis. La pertenencia, al sentido. La estética cuir se convierte en un código de alineamiento, no en una disrupción. El tomboísmo cool funciona como inscripción formal en la escena, y la galería como espacio que asegura circulación sin exigir lectura. La pregunta es: ¿cómo se llegó a que una trayectoria tan intensamente política quede encerrada en un lenguaje tan aséptico?
El contraste no está en otras curadurías “exitosas” de personajes analogos de la contracultura. Pareceria haber una incompatibilidad entre ‘mundo del arte de galerias comerciales’ y lo performativo de estas figuras porque al tener que exhibir objetos, todo queda reducido a memoriabilia y encima tenes dos salames hablando de la obra y cagaste. Un caso parecido pero mas informado es el Cosmocosa, Seedy Gonzalez Paz y Batato Barea; y lo estan logrando, que la gente se olvide de él. Cosmocosa, por ejemplo, al exhibir y vender retazos de archivo travesti, convirtió lo irreductible en mercancía boutique. No activó los documentos: los estetizó. No cuestionó su circulación: la lubricó. Lo que se prometía como intervención fue, en cambio, estilización. Y aunque el gesto de Seedy Gonzalez Paz se presente como disruptivo, lo que genera es un loop afectivo sin lectura: archivo como fetiche, diferencia como marca.

Curar no es ilustrar ni acompañar: es construir sentido. Una curaduría que se pliega afectivamente sobre su objeto sin interrogarlo termina por vaciarlo. Y eso es lo que sucede cuando el archivo se transforma en estilo, y el estilo en gesto generacional. Esta ha sido la maldicion del kirchero-feminisimo ya que la figura del artista queda momificada en una estética legitimada (que en el albertismo adoptó la forma de lo queer), no activada. Lo personal reemplaza a lo político, y el testimonio se convierte en fetiche. Lo que queda es una imagen amable de lo marginal: una postal institucional del desvío. Un archivo sin herida. Un clima sin historia. Y esa es la derrota que toda escena —por progresista que se crea— debe evitar: convertir la diferencia en ornamento, y la disidencia en una forma de estar bien con todos. Si la curaduría no recupera el conflicto que la obra encarna, entonces lo cuir se vuelve cómodo. Y el archivo, decoración.
Curar no es ilustrar ni acompañar: es construir sentido. Una curaduría que se pliega afectivamente sobre su objeto sin interrogarlo termina por vaciarlo. Y eso es lo que sucede cuando el archivo se transforma en estilo,
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