Mientras el coleccionismo contemporáneo se dedica a construir vitrinas del ego, John Soane diseñó una casa para llorar. No es una metáfora. El Museo Soane de Londres, montado en lo que fuera su residencia privada, es una coreografía fúnebre: pasillos imposibles, vitrinas saturadas, iluminación pensada no para mostrar, sino para inquietar. A diferencia del coleccionismo narcisista actual —donde cada obra es un ladrillo en la arquitectura de una marca personal— Sir John Soane acumuló objetos como quien junta escombros: no para exhibirse, sino para sostenerse. Su museo no celebra una vida lograda, sino un duelo inconsolable.
A diferencia del coleccionismo narcisista actual —donde cada obra es un ladrillo en la arquitectura de una marca personal— Sir John Soane acumuló objetos como quien junta escombros: no para exhibirse, sino para sostenerse
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El recientemente publicado volumen de Bruce Boucher bajo el titulo John Soane’s Cabinet of Curiosities, lo dice sin rodeos: la colección fue una forma de elaboración psíquica, una respuesta afectiva a la pérdida de su esposa, la traición de sus hijos y la exclusión sistemática del establishment arquitectónico. Soane no acumuló para enseñar, ni siquiera para conservar: acumuló para soportar. Mientras los coleccionistas actuales invierten en artistas emergentes como si jugaran a la bolsa, Soane llenó su casa de ruinas, mausoleos, cristales rotos y referencias veladas a sus derrotas personales. El museo entero es una arquitectura del fracaso.
Mientras los coleccionistas actuales invierten en artistas emergentes como si jugaran a la bolsa, Soane llenó su casa de ruinas, mausoleos, cristales rotos y referencias veladas a sus derrotas personales.
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Pero un fracaso fértil. Un fracaso que piensa. Que piensa en contra del mandato de optimismo cruel que rige el arte contemporáneo, donde toda exposición debe “dar visibilidad”, todo archivo debe “poner en valor”, todo gesto debe “empoderar”. En cambio, el gesto de Soane fue otro: construirse una ruina. Una ruina viva, ilegible, saturada de espectros. ¿Qué hace su tumba personal en el jardín del museo? ¿Qué hace la tumba del perro de su esposa en la cripta? ¿Qué hace el sarcófago de Seti I atravesando las paredes del sótano como un intruso egipcio en pleno Londres georgiano? Hace duelo.
La lógica curatorial de Soane no fue moderna ni postmoderna: fue abismal. No organizó por escuelas, ni por cronología, ni por taxonomía. Organizó por obsesión. Por heridas. Por fantasmas. Su “Monk’s Parlour”, con vitrales robados de conventos durante la Revolución Francesa, no es una escenografía neogótica más. Es una caverna afectiva. Un descenso a lo que Lauren Berlant llamaría “una vida impensada”, esa zona en la que el apego a formas de existencia ya imposibles produce una estética disfuncional, una lógica del residuo, de lo que no encaja. Como Lear con Cordelia en brazos, Soane convierte su casa en escena final.
La lógica curatorial de Soane no fue moderna ni postmoderna: fue abismal. No organizó por escuelas, ni por cronología, ni por taxonomía. Organizó por obsesión. Por heridas. Por fantasmas.
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A diferencia del coleccionismo neoliberal, que fetichiza la obra como activo cultural, Soane construyó una topografía del resentimiento. Y no del resentimiento como patología, sino como lo piensa Wendy Brown: como resto político, como índice de exclusión. Cada sala de su museo enuncia, sin decirlo, una queja: “Esto me fue negado”, “Esto no lo pude construir”, “Esto es lo que quise ser y no fui”. ¿Qué hace una maqueta del Parlamento que nunca le encargaron justo al lado de los planos de su propia casa? Exhibe el rechazo. Lo pone en escena. Lo museifica. Soane no borró sus fracasos: los transformó en método.
Hay algo queer, incluso, en ese gesto: un “futuro no realizado”. El Museo Soane es un archivo queer en el sentido más radical: desordena el tiempo, subvierte la lógica lineal del progreso, erotiza la ruina, exhibe el daño como forma de verdad. Mientras los museos contemporáneos fingen transparencia, inclusión, diversidad gestionada, Soane propone una oscuridad sin salida. Un museo que no explica. Que no ordena. Que no contiene. Un maravilloso museo que, como diría Mark Fisher, resiste la positividad obligatoria del presente.
Mientras los museos contemporáneos fingen transparencia, inclusión, diversidad gestionada, Soane propone una oscuridad sin salida. Un museo que no explica. Que no ordena…
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Frente a la cultura de la autoexplotación curatorial —la del artista como emprendedor, el curador como manager, el museo como showroom—, Soane ofrece una posibilidad radical: fracasar con estilo. No como actitud cínica, sino como política estética. Porque en su mundo, que ya intuía el nuestro, triunfar no era ganar. Era perder con conciencia, con memoria, con forma. Su legado no está en sus edificios, muchos demolidos. Está en su casa: ese palimpsesto dolido, esa ópera barroca del rechazo, ese lugar donde el pasado no se conserva, sino que se pudre a la vista, como una advertencia.
The Museum of What Never Was: Sir John Soane and Failing with Style
While contemporary collecting builds display cases for the ego, John Soane designed a house for mourning. This is not a metaphor. The Soane Museum in London, set within what was once his private residence, is a funerary choreography: impossible hallways, overloaded display cases, lighting conceived not to reveal but to unsettle. Unlike today’s narcissistic collecting—where each artwork is a brick in the construction of a personal brand—
Sir John Soane amassed objects like someone gathering rubble: not to show off, but to survive. His museum doesn’t celebrate a fulfilled life; it enacts an inconsolable grief.
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Bruce Boucher’s recently published John Soane’s Cabinet of Curiosities puts it plainly: the collection was a psychic operation, an affective response to the loss of his wife, the betrayal of his children, and the systematic exclusion from the architectural establishment. Soane didn’t collect to teach, not even to preserve: he collected to endure. While contemporary collectors invest in emerging artists like players on the stock market, Soane filled his home with ruins, mausoleums, broken glass, and veiled references to his personal defeats. The entire museum is an architecture of failure.
While contemporary collectors invest in emerging artists like players on the stock market, Soane filled his home with ruins, mausoleums, broken glass, and veiled references to his personal defeats.
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But a fertile failure. A failure that thinks. That thinks against the mandate of cruel optimism governing contemporary art, where every exhibition must “create visibility,” every archive must “add value,” every gesture must “empower.” Soane’s gesture was different: to build himself a ruin. A living, unreadable, baroque ruin, saturated with specters. What is his personal tomb doing in the museum garden? What is his wife’s dog’s tomb doing in the crypt? What is the sarcophagus of Seti I doing breaching the basement walls like an Egyptian intruder in Georgian London? It mourns. That’s what it does.
Soane’s curatorial logic was neither modern nor postmodern—it was abyssal. He didn’t organize by schools, chronology, or taxonomy. He organized by obsession. By wounds. By ghosts. His Monk’s Parlour, with stained glass “removed” from convents during the French Revolution, is not just another piece of Gothic décor. It is an affective cavern. A descent into what Lauren Berlant called a life unthought, that zone in which attachment to no-longer-viable forms of existence produces a dysfunctional aesthetic, a logic of debris, of what doesn’t fit. Like Lear with Cordelia in his arms, Soane turns his house into a final scene.
Soane’s curatorial logic was neither modern nor postmodern—it was abyssal. He didn’t organize by schools, chronology, or taxonomy. He organized by obsession. By wounds. By ghosts.
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Unlike neoliberal collecting, which fetishizes artworks as cultural assets, Soane constructed a topography of resentment. And not resentment as pathology, but as Wendy Brown understands it: a political remainder, an index of exclusion. Every room in his museum voices, without saying it, a complaint: “This was denied to me,” “I was never commissioned to build this,” “This is who I wanted to be, and wasn’t.” What is a model of the Parliament that he was never asked to design doing next to the floorplans of his own home? It displays the rejection. It stages it. It museifies it. Soane didn’t erase his failures—he turned them into method.
There’s something queer, even, in that gesture: a not-yet-realized future. The Soane Museum is a queer archive in the most radical sense: it disorders time, subverts the linear logic of progress, eroticizes the ruin, exposes harm as a form of truth. While contemporary museums pretend transparency, inclusion, and managed diversity, Soane offers a darkness with no exit. A museum that doesn’t explain. That doesn’t order. That doesn’t contain. A marvelous museum that, as Mark Fisher might say, resists the compulsory positivity of the present.
While contemporary museums pretend transparency, inclusion, and managed diversity, Soane offers a darkness with no exit. A museum that doesn’t explain. That doesn’t order.
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In the face of the culture of curatorial self-exploitation—where the artist is an entrepreneur, the curator a manager, and the museum a showroom—Soane offers a radical possibility: to fail with style. Not as a cynical attitude, but as an aesthetic politics. Because in his world, which already anticipated ours, success was not about winning. It was about losing with awareness, with memory, with form. His legacy is not in his buildings—many of which have been demolished—but in his house: that wounded palimpsest, that baroque opera of rejection, that place where the past isn’t preserved, but left to rot in plain sight, like a warning.





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