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Introducción: El decorado de una época

La muestra Versalles, del artista Nahuel Vecino, se presenta actualmente en el Museo Nacional de Arte Decorativo de Buenos Aires (MNAD), donde permanecerá abierta hasta el 29 de junio de 2025. La exposición, curada por el Chileno, Patricio Orellana, propone un cruce entre la iconografía palaciega del Versalles francés y la iconografía barrial del Versalles porteño, ensamblando referencias a la pintura académica del siglo XVIII, el Rococó y la cultura popular argentina, todo dentro del marco monumental y ecléctico del Palacio Errázuriz. Pinturas al óleo, sanguinas, temples al huevo e instalaciones tridimensionales se despliegan en cuatro salas emblemáticas del museo, produciendo un choque controlado entre el artificio decorativo del edificio y el del artista.
El arte débil con aparato simbólico fuerte
Nahuel Vecino es un heredero argentino de los Young British Artists, no por provocador ni por desafiante, sino porque sigue casi literalmente la estética neoliberal de los años noventa
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Contra lo que suele creerse, estoy convencido de que Nahuel Vecino es un heredero argentino de los Young British Artists, no por provocador ni por desafiante, sino porque sigue casi literalmente la estética neoliberal de los años noventa: un arte en el que la ejecución formal es secundaria y el sentido se traslada enteramente al espectador, quien debe completar la obra con su proyección emocional, su deseo de interpretación o su identificación con la pose. Es arte débil con aparato simbólico fuerte. En ese esquema, lo importante no es la pintura sino el guiño que el contraste entre la precariedad de la pintura-dibujo y el marco dorado dan, el título, la ambigüedad estratégica que transforma cualquier trazo en alegoría. Versalles no es una exposición de pintura: es una superficie semántica pre empaquetada donde el espectador hace el trabajo curatorial por anticipado.

El museo como marco de nostalgia oligárquica
El Palacio Errazuriz proyecta riqueza, inseguridad y mal gusto. Es el equivalente local del Pre-Rafaelismo, pero en versión ecléctico-oligárquica.
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El MNAD, más que museo, es una fantasía de élite. Su arquitectura Belle Époque, con referencias al Renacimiento, la Regencia, lo medievalizante y lo neoclásico francés, es una síntesis ornamental de lo que la Argentina alguna vez quiso parecer. Cuando no se lo usa como escenario para eventos privados, se intenta “activarlo” con arte contemporáneo. Pero toda activación resulta forzada, porque el edificio no dialoga: impone. Lo que se lee como sinergia curatorial, es en realidad una forma de blanquear la incomodidad simbólica que provoca el marco. El MNAD proyecta riqueza, inseguridad y mal gusto. Es el equivalente local del Pre-Raphaelitismo, pero en versión eclectico-oligárquica. Por fuera, un petit hôtel afrancesado que juega a la Regencia del siglo XVIII; por dentro, una sucesión vertiginosa de referencias: Belle Époque estructural, detalles Regencia en molduras y mobiliario, una vuelta agresiva al Renacimiento Italiano en escaleras, bibliotecas, pinacotecas, y hasta una escena medievalizante en ciertas bóvedas laterales. No hay estilo: hay fetichismo de estilo, hay nostalgia decorada.

Hace tiempo que no se sabe qué hacer con este museo. Y cuando no se sabe qué hacer con un museo, se lo convierte en salón de eventos para gente que necesita asociarse simbólicamente a lo que el edificio representa: una estética de casta, de permanencia, de distinción que no se ejerce, se imita. En la era posmoderna esto fue variado: desde desfiles de moda hasta conciertos de cuerdas. Pero en la gestión actual se ha dado un paso más allá en la lógica de la “activación curatorial”: se pretende establecer un diálogo entre el arte contemporáneo y lo que el edificio “supone representar”, como si el museo no fuera ya, en sí mismo, una alegoría de la imposibilidad de ese diálogo. En ese contexto se presenta la muestra de Nahuel Vecino curada por Orellana.

Patricio Orellana: el informante nativo como curador

Antes de hablar de la obra, es imprescindible detenernos en la figura del curador. Patricio Orellana, chileno, educado en la UBA y con doctorado en NYU, ha sido importado como un nuevo operador cultural del mainstream argentino. Funciona como lo que podríamos llamar un informante nativo del arte global: alguien que, formado en instituciones de United States, regresa al Sur con un vocabulario legitimado, disciplinado y eficaz. Es el equivalente curatorial del Chicago Boy pinochetista: educado, cosmopolita, perfectamente alineado con las demandas institucionales de corrección política, identidad, archivo y diversidad simbólica. Su disidencia es editorial. Su extranjería, funcional. Y su vaciamiento de lo queer es particularmente funcional al Mileismo. Procedo a explicar.
El curador de Nahuel Vecino es Patricio Orellana, doctorado en NYU, es el equivalente curatorial del Chicago Boy pinochetista. Su disidencia es editorial. Su extranjería, funcional. Y su vaciamiento de lo queer es particularmente funcional al Mileismo
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El informante nativo como figura cultural del extractivismo académico
La figura del “informante nativo” es un operador dual: autorizado por su origen, pero disciplinado por la forma de producir sentido de los centros hegemónicos. Si el “informante nativo” clásico en antropología proporcionaba datos para que el etnógrafo pudiera construir sentido sobre una cultura que no comprendía desde adentro, el informante nativo contemporáneo —formado en NYU, Goldsmiths o Cambridge— trae ya armado ese discurso. No habla como el otro, habla como el otro que el sistema espera escuchar. Domina el código, suaviza el acento, contiene la disidencia dentro de un marco legible, curatorial, editorial o académico.
El Proto-Pinochetismo de Patricio Orellana domina el código, suaviza el acento, contiene la disidencia dentro de un marco legible, curatorial, editorial o globo-académico.
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El curador-informante viene a ordenar el arte latinoamericano según las grillas discursivas del museo global o la academia transnacional: interseccionalidad como código de gestión, identidad como plantilla de legitimidad, disidencia como narrativa estetizada. A diferencia del colonizado clásico, este informante no resiste: consciente, modela, optimiza su lugar como cuota simbólica de diversidad. Su trabajo no es representar su cultura, sino convertirla en un insumo bien editado para el circuito internacional. En el arte, una figura como Patricio Orellana se vuelve peligrosa porque simula crítica donde hay adaptación, y convierte lo conflictivo en lo programático. Su verdadero campo de acción no es el arte, sino la diplomacia simbólica, y su curaduría no piensa desde el sur, sino para el norte. Esto es obvio en la muestra que curó en el Museo de Arte Moderno para la educada en el Northlands y amiga de Máxima, Victoria Noorthoorn quien tras más de dos décadas, sigue puesta a dedo en nombre de la meritocracia
En el arte, una figura como Patricio Orellana, curador en el Macrista Museo de Arte Moderno de Buenos Aires se vuelve peligrosa porque simula crítica donde hay adaptación, y convierte lo conflictivo en programático.
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Arte es teatro: archivo sin cuerpo, disidencia sin herida

La muestra Arte es teatro que tiene lugar este mes en el Museo de Arte Moderno, curada entre otros por Patricio Orellana, vuelve a poner sobre la mesa una tensión conocida pero nunca resuelta y que para mí es clave para entender Versalles de Vecino: ¿qué hacemos con la teatralidad en el arte contemporáneo argentino? ¿La repetimos como cita, la ironizamos como exceso, o la activamos como dispositivo político?

El recorrido de Orellana propone un cruce entre las artes visuales y las escénicas desde los años 60 hasta hoy. La inclusión de La Menesunda como hito inaugural es significativa: 1965, Instituto Di Tella, Marta Minujín y Rubén Santantonín convierten la instalación en experiencia total, inmersiva, participativa. Pero lo que podría leerse como un gesto vanguardista local es, al mismo tiempo, deudor del happening norteamericano: Kaprow, Dine, Oldenburg. La pregunta incómoda es si la muestra en el Museo de Arte Moderno reproduce esa genealogía como una traducción tardía o si permite leerla desde el sur como refracción disidente. Porque si algo define a Kaprow es el anti-teatro: su desprecio por el artificio, su búsqueda de lo ordinario, su intento de desarticular la espectacularidad. Minujín, en cambio, redobla el artificio y lo hace estallar: luces de neón, camas, maquillajes, cámaras. No elimina la escena, la convierte en un shopping lisérgico. Es decir: si Kaprow aspira a la transparencia, Minujín goza en la opacidad del simulacro.

Arte es teatro en el Moderno de Noorthoorn intenta, en tanto muestra, sin decirlo, construir una genealogía donde el teatro no es lo que el arte visual rechaza, sino lo que lo desborda. No como representación, sino como cuerpo presente, como trampa de mirada, como espacio donde el espectador deja de mirar y empieza a actuar. Y ahí la muestra acierta: en leer la teatralidad no como forma, sino como conflicto. Pero hay otra historia, subterránea, que Arte es teatro apenas insinúa: la del Parakultural, la estética de la disidencia que hace del cuerpo un lugar de verdad y del escenario una zona de peligro. No hay Happening posible sin un cuerpo que se arriesga a ser expulsado. La teatralidad queer, travesti, disidente, no busca confundir disciplinas, sino desarmar el orden que las legitima. Todo esto es higienizado por Orellana en un estilo análogo al del MOMA desde épocas de Alfred Baar para quien las vanguardias históricas eran meras variaciones estilísticas y no políticas.

Pintura como superficie semántica: análisis visual de Versalles
Las obras de Nahuel Vecino se organizan en cuatro núcleos temáticos distribuidos a lo largo de salas emblemáticas del Museo Nacional de Arte Decorativo: el Gran Hall, el Salón Comedor, el Salón de Baile y una instalación tridimensional. Pero más allá de esta clasificación curatorial, lo que define a la muestra es una tensión: el intento de hacer que la pintura respire dentro de un edificio que fue diseñado para inmovilizar el gusto.

La elección de técnicas —óleo, pastel, temple al huevo— y el predominio de los azules, dorados y ocres no responden a una lógica historicista, sino que simulan profundidad simbólica. El uso del temple al huevo, una técnica medieval, genera superficies opacas, casi terrosas, que remiten más a la cerámica que a la carne. Esto se potencia en los azules cerámicos que evocan los azulejos portugueses y españoles del siglo XVIII, figuras del ornamento colonial, decoraciones pensadas para paredes, no para cuerpos. Esa transposición —de la pared al personaje, de la cerámica al cuerpo pictórico— da lugar a una estética glaseada, nostálgica, que no interpela sino que ilustra.
El Salón de Baile, en particular, funciona como una puesta en abismo de esa lógica. Allí, los trabajos en papel se montan sobre espejos, multiplicando las figuras como si la obra necesitara compensar su falta de dramatismo con un exceso de reflejo. La cita a Los Caprichos de Goya —visible en las escenas grotescas, en los cuerpos deformes y los rostros entre bestiales y alegóricos— no se traduce en una crítica social, sino en una estilización de lo inquietante. La risa negra de Goya, su denuncia moral de la corrupción eclesiástica y aristocrática, aquí es disuelta en una ironía blanda. La deformidad no incomoda: seduce. La monstruosidad está controlada; transformada en commodity.

Las obras de Vecino no tensionan el espacio: lo completan. Versalles, entonces, no produce una escena de fricción entre el arte y el museo; reafirma el edificio como fetiche. En el Mileísmo, esto es funcional.
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Los personajes que habitan las obras de Vecino —efebos de rostro lánguido, híbridos mitológicos, figuras travestidas con poses coreográficas— no escenifican deseo, sino estilo. En lugar de cuerpos en tránsito, tenemos figuras ya domesticadas. En lugar de gestos, hay poses. El ornamento, que en el barroco era retórica de poder o desviación, aquí funciona como maquillaje. El Rococó que Vecino invoca no es el de la ironía cortesana del siglo XVIII, ni el del exceso decadente que precede a la Revolución Francesa, sino uno despolitizado, convertido en decorado portátil para una élite cultural ilustrada. Los errores historiográficos son entendibles porque el doctorado de Orellana es claramente contemporáneo y no toca el historicismo con el que se encuentra en la elegía del barroco. Al decir en el texto curatorial que una naturaleza muerta de Vecino ironiza el tipo de arte coleccionado en la corte francesa es no entender lo que Charles Le Brun o la Académie Royale adoptaba como aceptable. Lo más problemático de la muestra es, quizás, que esas pinturas “funcionan”: armonizan con las molduras, con los tapizados, con las columnas y los cielorrasos. Las obras de Vecino no tensionan el espacio: lo completan. Versalles, entonces, no produce una escena de fricción entre el arte y el museo. Es el sueño húmedo de la curaduría decorativa: una pintura que reafirma el edificio como fetiche. Y eso, en un contexto Mileísta, es peligroso.

Cuerpos en escena: instalación, teatro y el simulacro del disenso
En el núcleo expositivo dedicado a la instalación tridimensional, Nahuel Vecino traslada sus personajes pictóricos al espacio, generando una suerte de teatrito estático. La operación remite a los dispositivos del teatro de títeres o a vitrinas de museo antropológico: figuras detenidas en un gesto, en un loop narrativo sin desenlace. Pero lejos de intensificar el extrañamiento, el pasaje al volumen reduce aún más la potencia de las imágenes. Lo que en dos dimensiones podía simular tensión o alegoría, en el espacio queda congelado como escenografía.

Las figuras —figuras, no cuerpos— tienen proporciones deformadas, peinados barrocos, miradas vacías. Están hechas para ser observadas, no para mirar. Pese a la aparente referencia a la teatralidad barroca o al grotesco goyesco, lo que aparece es más bien una museografía de boutique: teatralidad sin dramaturgia, volumen sin conflicto. Si algo recuerda esta sección es al kitsch neoconservador del post-teatro europeo: producción escenográfica para públicos que ya conocen el guión. La escenificación de lo queer en esta sala no responde a la estética de la performatividad, sino al fetiche del diseño. Hay pose, pero no hay gesto. Hay composición, pero no hay deseo. Es un teatro sin riesgo, como diría José Esteban Muñoz, un “performance sin utopía”. La disidencia no actúa: se exhibe como catálogo de gestualidades decorativas con referencias a la historia del arte de Picasso a Buren. Esto es infantil.
La referencia a la teatralidad barroca o al grotesco de Goya, es más bien museografía de boutique: teatralidad sin dramaturgia, fetiche del diseño. Hay pose, pero no hay gesto. Hay composición, pero no hay deseo. Es el teatro sin riesgo, porque el miedo está entre los excluídos.
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El Salón Comedor: mitologías blandas y pastel saturado
La sala más pictórica de la muestra —el llamado Salón Comedor— presenta obras trabajadas con pastel y temple, dominadas por una paleta saturada, con predominio de rosas, celestes, malvas y dorados. Los personajes —humanos, mitológicos, híbridos— flotan en un espacio sin gravedad, sin contexto, sin fondo. Sus anatomías son imprecisas, deliberadamente aniñadas, como si se tratara de una versión queer y soft de la iconografía cristiana mestiza. Vecino recurre a figuras femeninas con peinados imposibles, cuerpos de líneas blandas, manos floridas, y a veces bigotes. Lo queer, entonces, aparece reducido a la lógica del travestismo visual, como si bastara con intercambiar signos para generar ambigüedad. Pero no hay tensión sexual ni fricción de sentido. Hay imagen. Hay color. Hay nostalgia.
Vecino recurre a figuras femeninas con peinados imposibles, cuerpos de líneas blandas, manos floridas, y a veces bigotes. Lo queer, entonces, aparece reducido a la lógica del travestismo visual, como si bastara con intercambiar signos.
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En este contexto, las figuras mitológicas no evocan ni panteones ni rituales, sino una especie de Olimpo kitsch peronista: heroínas despojadas de sufrimiento, amazonas sin guerra, Venus sin erotismo. Es la versión inofensiva del mito, reconstruida para encajar en una estética contemporánea que mezcla animé, propaganda estatal y diseño de interiores. Más que héroes del conurbano, parecen fantasmas domesticados de un populismo al que se le ha extraído toda épica y toda rabia. Versalles aniquila el deseo y la crítica. No hay peste ni lenguaje torcido. Hay guiños en el vacío. Lo que se presenta como “rococó sudamericano” es, en verdad, una fantasía decorativa que toma prestados los códigos visuales del neobarroco queer latinoamericano, pero sin su densidad formal ni su urgencia política. El cuerpo aparece maquillado, nunca herido. El travestismo es estético, no sexual. El disenso se vuelve diseño.
Más que héroes del conurbano, las figuras de Vecino parecen fantasmas domesticados de un populismo al que se le ha extraído toda épica y toda rabia.El travestismo es estético, no sexual. El disenso se vuelve diseño.
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El problema de los cuerpos bajos en Nahuel Vecino es que están presentadas como miembros precarizados del “pueblo peronista”, pero carecen de toda marca de trabajo, del raquitismo heredado de la Década Infame.
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Y siempre volvemos, como en loop, al tema del cuerpo en Vecino. Sus cuerpos son la fantasía aria del joven fascista en estado de Jugendstil, y sus mujeres parecen inspiradas en personajes de Disney. El problema es que están presentadas como miembros precarizados del “pueblo peronista”, pero carecen de toda marca de trabajo, del raquitismo heredado de la Década Infame, de la enfermedad que hoy hace que la gente no sea asesinada como en épocas de Pinochet sino dejada morir sola en su casa por falta de medicamentos. Este rechazo de la enfermedad y de lo abyecto —incluso en su forma heroica— para colocar en su lugar una versión geórgica y pastoral de lo que él interpreta como territorio mesopotámico jesuítico-guaraní, procesado por la hibridez peronista, en el contexto actual y con una inauguración organizada por Facundo Garayalde y Wally Diamante, es una provocación. Y esa provocación ubica a Vecino, inevitablemente, del lado equivocado de la historia.
Los cuerpos de Nahuel Vecino son la fantasía aria del joven fascista en estado de Jugendstil, y sus mujeres parecen inspiradas en personajes de Disney.
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Errazuriz-Alvear/ Orellana-Vecino
Por lo antedicho, la figura de Orellana condensa una nueva lógica de extractivismo curatorial: ya no se trata de apropiarse de territorios ni de materias primas, sino de representaciones, cuerpos e historias subalternas. El archivo queer, en este esquema, no es un espacio de memoria insurgente, sino un recurso estético-administrativo que puede ser activado según las necesidades del momento: una muestra, una tesis, un grant. Y Orellana lo sabe hacer y, claramente, esta para eso. Tiene acento neutro, citas afiladas, sensibilidad progresista y ninguna incomodidad frente al poder. Es, como dijimos antes, el equivalente cultural del Chicago Boy: educado afuera, legitimado adentro, aplicado en todas partes.

En Arte y Teatro en el Moderno y, tambien en Versalles, en el MNAD,, esta operación se vuelve evidente. Lo queer no aparece como una ruptura epistemológica ni como una política del cuerpo: aparece como estilo museable. Es el archivo en su versión más higiénica. No hay rastro del sida, del travestismo, de la violencia estatal, del deseo desbocado. Hay figuras decoradas, travestis apolíticos, cuerpos sin fluidos ni fiebre. El archivo queer ha sido blanqueado. Convertido en patrimonio decorativo de la élite ilustrada libertaria.
Que esta muestra haya sido pensada desde un museo como el MNAD —antiguo palacio del agroexportador chileno Matías Errázuriz, reciclado en templo oligárquico del arte decorativo— no puede ser un accidente sino sadismo social.
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Que esta muestra haya sido pensada desde un museo como el MNAD —antiguo palacio del agroexportador chileno Matías Errázuriz, reciclado en templo oligárquico del arte decorativo— no puede ser un accidente. No pueden ser tan ignorantes. Lo que sí sabemos es que pueden ser perversos. Orellana convierte el museo en marco de legitimación y la pintura (o dibujo, en el caso de Vecino) en performance pero no artística sino institucional. No hay crítica, hay cita. No hay desborde, hay curaduría de ese desborde en tanto control. El cuerpo queer, antes frontera de lo político, es aquí una fantasía ilustrada para el goce distanciado que permite redimir de culpa a un grupo social ya no de empresarios timberos sino de ex prostitutas, modelos con vocación de artista y coleccionistas sugar daddy.
El cuerpo queer, antes frontera de lo político, es en Nahuel Vecino una fantasía que permite redimir de culpa a un grupo social ya no de empresarios timberos sino de ex prostitutas, modelos con vocación de artista y coleccionistas sugar daddy.
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Así como el archivo colonial se reescribe con prólogos decoloniales para poder seguir circulando, el archivo queer ahora se exhibe en vitrinas doradas, desinfectado, decorado, listo para ser consumido como capital cultural sin amenaza. La genealogía que Orellana propone —que va de Goya a Perlongher pasando por el rococó tardío, sin fricción ni contradicción— es una fantasía de continuidad que solo puede construirse desde una posición de privilegio académico globalizado o desde el MOMA, con la carga ideológica y el poder de fuego que lo respalda. El resultado es una escena sin política, sin herida, sin barro que desarma lo que, al menos, hasta ahora eran nichos de resistencia en los que reflejarse. Y lo queer, como bien sabemos, sin barro no existe y debemos suponer que Facundo Garayalde y la profilaxis se llevan bien.
La genealogía que Orellana propone —que va de Goya a Perlongher pasando por el rococó tardío es una fantasía de continuidad de privilegio sin política, sin herida, que desarma lo que, al menos, hasta ahora eran nichos de resistencia en los que reflejarse.
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La necesaria conciencia de que el mundo del arte argentino no es neutral por más NYU que traiga: Perlongher como contra-archivo vivo
Frente al archivo higienizado que Versalles convierte en superficie, la obra de Néstor Perlongher irrumpe como lo irrepresentable: una lengua enferma, barroca, sexual, rota. Su poesía no se puede colgar ni vitrinar. No se cita: se encarna o se traiciona. Allí donde Vecino ofrece travestismos dulcificados, Perlongher articula el travestismo como forma política, como sintaxis desgarrada por el sida, el deseo, la represión y la fiebre. Su barroco no decora: es barro que supura peste. En textos como El cadáver de la Nación, Evita vive o Alambres, el cuerpo no aparece como icono o símbolo, sino como un campo de batalla: es sexo, es hambre, es Estado, es calle. Y cuando es belleza, es una belleza contrahecha, mugrienta, incómoda. El neobarroco perlongheriano no busca sublimar la herida: la escribe con restos. Su arte no produce “rococó sudamericano”, sino violencia semántica como forma de resistencia.

A diferencia de la estética camp con la que el sistema ha sabido absorber toda diferencia, Perlongher opera con una política del exceso que no se deja curar. Lo queer en él no es código: es delirio, es peste, es una lengua en fuga que no se deja archivar. Y por eso mismo, el archivo queer que hoy se activa desde instituciones como el MNAD, en alianza con artistas como Vecino y curadores como Orellana, es un archivo amnésico, performativo y extractivista. No devuelve la herida: la representa. No la nombra: la silencia en nombre de la forma.
El archivo queer que hoy se activa desde instituciones como el MNAD o Moderno o la alianza con artistas como Vecino y curadores como Orellana, es un archivo amnésico y extractivista. No devuelve la herida: la representa. No la nombra: la silencia en nombre de la forma.
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Conclusión: la distinción estética en tiempos de disolución política
Versalles no es una exposición de pintura (o, dibujo). Es una operación simbólica perfectamente calibrada para los tiempos que corren: estética de élite en una época de desguace, representación queer sin cuerpos queer, disidencia visual sin política del deseo. En lugar de interrumpir la gramática del museo, la confirma. En lugar de contaminar la historia del Palacio Errázuriz, la lustra.
El arte de Nahuel Vecino funciona como performance visual para públicos que necesitan sentirse sofisticadamente incómodos, sin mancharse. Su “rococó sudamericano” no subvierte nada: alivia. Simula desborde con técnica y maquillaje, pero lo que ofrece es un refugio decorativo para un progresismo sin cuerpo. A la vez, la curaduría de Patricio Orellana modela esa estética según los cánones del archivo académico global: interseccional, aseado, legible, políticamente correcto y musealizable. Nada sale del lugar. Todo está en su sitio. Y ese sitio —la Argentina mileísta— pide exactamente esto: ficción de arte, ficción de diversidad, ficción de historia.
En este contexto, el archivo queer deviene recurso visual. Ya no se activa como memoria conflictiva, sino como superficie de goce institucional. No molesta, no disgrega, no interrumpe. Se embellece. Se programa. Se presenta con iluminación cálida, copas de vino y cartelera del GCBA. Frente a este simulacro, la figura de Néstor Perlongher se yergue como una ausencia que interpela. No se trata de canonizarlo como otro “padre del queer local”, sino de recordarlo en lo que no puede ser reproducido: su barro sintáctico, su herida epistémica, su potencia inasimilable. Perlongher no fue Rococó, fue lepra verbal. Y eso no entra en ningún palacio, por más aggiornado que parezca.
Perlongher no fue Rococó, fue lepra verbal. Y eso no entra en ningún Palacio Errazuriz, por más aggiornado por Nahuel Vecino que parezca.
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Versalles, entonces, es una muestra modelo del nuevo régimen cultural: diseño identitario para tiempos de represión blanda. No impone, seduce. No censura, estetiza. No excluye, curatorializa. La revuelta es ahora un lenguaje visual administrado por gestores progresistas. Y como siempre en la historia argentina, cuando el deseo pierde espesor y el arte se vuelve eslogan, la estética se convierte en el modo más eficaz de la contrarrevolución.
© Rodrigo Cañete, 2025. Todos los derechos reservados.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin la autorización expresa del autor.
Versailles by Nahuel Vecino at the Palacio Errázuriz: Sanitized Queer Art and Oligarchic Postmodernism in the Libertarian Era
Introduction: The Scenery of an Era
Versailles, the exhibition by artist Nahuel Vecino, is currently on view at the Museo Nacional de Arte Decorativo (MNAD) in Buenos Aires, where it will remain open until June 29, 2025. Curated by the Chilean Patricio Orellana, the show proposes an intersection between the palatial iconography of French Versailles and the suburban iconography of the Buenos Aires neighborhood that shares its name. It blends references to eighteenth-century academic painting, the Rococo, and Argentine popular culture, all within the monumental and eclectic frame of the Palacio Errázuriz. Oil paintings, sanguines, egg temperas, and three-dimensional installations occupy four emblematic rooms of the museum, staging a controlled clash between the building’s decorative artifice and that of the artist.
Weak Art with a Strong Symbolic Apparatus
Contrary to popular belief, I am convinced that Nahuel Vecino is an Argentine heir to the Young British Artists—not for being provocative or transgressive, but because he almost literally follows the neoliberal aesthetic of the 1990s: an art in which formal execution is secondary and meaning is entirely transferred to the viewer, who is asked to complete the work through emotional projection, interpretive desire, or identification with the pose. This is weak art with a strong symbolic apparatus. In this logic, painting itself matters less than the wink created by the contrast between the sketchy image and the ornate gold frame, the title, and the strategic ambiguity that transforms any mark into allegory. Versailles is not a painting exhibition—it’s a prepackaged semantic surface where the audience performs the curatorial labor in advance.
The Museum as a Framework for Oligarchic Nostalgia
The MNAD is less a museum than an elite fantasy. Its Belle Époque architecture, infused with Renaissance, Regency, medievalizing, and French neoclassical references, forms an ornamental synthesis of what Argentina once aspired to be. When not used for private events, the institution tries to “activate” itself with contemporary art. But every activation feels forced, because the building does not dialogue—it imposes. What is read as curatorial synergy is in fact a way to whitewash the symbolic discomfort provoked by the frame. The MNAD projects wealth, insecurity, and poor taste. It is Argentina’s equivalent of Pre-Raphaelitism, but in an eclectic-oligarchic mode. On the outside, a petit hôtel playing at eighteenth-century Regency; on the inside, a dizzying succession of references: Belle Époque structural forms, Regency details in moldings and furniture, an aggressive return to Italian Renaissance in staircases, libraries, and galleries, even a medievalizing scene in some vaulted ceilings. There is no style—there is a fetish of style, a curated nostalgia.
For years, no one has known what to do with this museum. And when institutions don’t know what to do with themselves, they become venues for people seeking symbolic association with what the building represents: a caste-based aesthetic of permanence and distinction, not exercised but imitated. In the postmodern era, this took many forms—from fashion shows to string quartets. But in the current administration, it has gone one step further: the museum is now “activated” via contemporary art that pretends to establish a dialogue with what the building supposedly “represents.” As if the museum were not already, in itself, an allegory of the impossibility of such dialogue. It is in this context that the Versailles show by Nahuel Vecino, curated by Orellana, takes place.
Patricio Orellana: The Native Informant as Curator
Before discussing the work itself, we must pause to examine the figure of the curator. Patricio Orellana, a Chilean educated at UBA and holder of a PhD from NYU, has been imported as a new cultural operator of the Argentine mainstream. He functions as what we might call a native informant of global art: someone educated in U.S. institutions who returns to the Global South with a disciplined, legitimized, and institutionally functional vocabulary. He is the curatorial equivalent of the Pinochet-era Chicago Boy: educated, cosmopolitan, perfectly aligned with institutional demands for political correctness, identity discourse, archival fetishism, and symbolic diversity. His dissent is editorial. His foreignness is functional. And his sanitization of queerness is especially serviceable to the current Milei regime. Let me explain.
The Native Informant as a Cultural Figure of Academic Extractivism
The “native informant,” as I use the term here, can be understood as the cultural evolution of the extractivized subject in postcolonial studies, but with a neoliberal twist: no longer someone studied by outsiders, but someone who offers themselves to be interpreted within the frameworks the academic center requires to validate. A dual operator: authorized by origin but disciplined by the Northern modes of meaning-making. If the classic anthropological informant provided data for an ethnographer to build an understanding of a culture they could not access from within, the contemporary native informant—trained at NYU, Goldsmiths, or Cambridge—arrives with the discourse already constructed. They do not speak as the Other but as the Other the system wants to hear. They master the code, smooth the accent, and contain dissent within a legible, curatorial, editorial, or academic frame.
The curator-informant comes to reorganize Latin American art according to the discursive grids of the global museum or transnational academia: intersectionality as management code, identity as legitimacy template, dissent as aestheticized narrative. Unlike the classic colonized subject, this informant does not resist: they consent, mold, and optimize their position as a symbolic diversity quota. Their job is not to represent their culture but to convert it into a well-edited product for international circulation. In art, a figure like Patricio Orellana becomes dangerous precisely because he simulates critique where there is only adaptation, and converts conflict into a curatorial program. His real field of action is not art—it’s symbolic diplomacy. And his curatorship thinks not from the South, but for the North.
This becomes glaring in the exhibition he co-curated for Victoria Noorthoorn at the Museo de Arte Moderno—herself educated at the Northlands school and a friend of Queen Máxima—who, after more than two decades in power, remains in place under the guise of meritocracy.
Art Is Theatre: Archive Without Flesh, Dissidence Without Wound
The exhibition Art Is Theatre, currently on view at the Museo de Arte Moderno and co-curated by Patricio Orellana, returns us to a well-known yet never fully resolved tension—one that, in my view, is key to understanding Nahuel Vecino’s Versalles: what do we do with theatricality in contemporary Argentine art? Do we repeat it as citation, ironize it as excess, or activate it as a political device?
The curatorial route suggests an intersection between visual and performing arts from the 1960s to the present. The inclusion of La Menesunda as an inaugural milestone is telling: 1965, Instituto Di Tella, Marta Minujín and Rubén Santantonín turn installation into total experience—immersive, participatory. What could be read as a local avant-garde gesture is also deeply indebted to American happenings: Kaprow, Dine, Oldenburg. The uncomfortable question is whether the exhibition at the Moderno reproduces that genealogy as a delayed translation or allows it to be read from the South as a dissident refraction. Because if anything defines Kaprow, it’s his anti-theatre: his rejection of artifice, his pursuit of the ordinary, his attempt to dismantle spectacle. Minujín, by contrast, doubles down on artifice and detonates it: neon lights, beds, makeup, cameras. She doesn’t eliminate the stage—she turns it into a psychedelic shopping mall. That is, if Kaprow aspired to transparency, Minujín revels in the opacity of the simulacrum.
Art Is Theatre tries—without explicitly stating it—to build a genealogy in which theatre is not what visual art rejects, but what it overflows into. Not as representation, but as embodied presence, as a trap for the gaze, as a space where the viewer ceases to watch and begins to act. And here the exhibition succeeds: it reads theatricality not as form, but as conflict. Yet there’s another story, subterranean, that Art Is Theatre only hints at: that of the Parakultural, the aesthetics of dissidence that made the body a site of truth and the stage a zone of danger. There can be no happening without a body willing to be expelled. Queer, transvestite, dissident theatricality doesn’t aim to blur disciplines—it aims to dismantle the order that legitimizes them. All of this is sanitized by Orellana in a style analogous to the MoMA under Alfred Barr, for whom the historical avant-gardes were mere stylistic variations, not political ruptures.
Painting as Semantic Surface: A Visual Reading of Versailles
Nahuel Vecino’s works are organized across four thematic nuclei, installed in emblematic halls of the Museo Nacional de Arte Decorativo: the Grand Hall, the Dining Room, the Ballroom, and a three-dimensional installation. But beyond this curatorial segmentation, what defines the show is a central tension: the attempt to make painting breathe within a building designed to immobilize taste.
The choice of media—oil, pastel, egg tempera—and the predominance of blues, golds, and ochres do not follow a historicist logic; rather, they simulate symbolic depth. The use of egg tempera, a medieval technique, produces opaque, almost earthen surfaces that evoke ceramics more than flesh. This is heightened by the ceramic blues, which recall 18th-century Portuguese and Spanish tiles—colonial ornamentation made for walls, not bodies. That transposition—from wall to figure, from ceramic to pictorial body—yields a glazed, nostalgic aesthetic that doesn’t challenge so much as illustrate.
The Ballroom, in particular, functions as a mise en abyme of that logic. Works on paper are mounted over mirrors, multiplying the figures as if the pieces needed to compensate for a lack of drama through surplus reflection. The citation of Goya’s Caprichos—evident in grotesque scenes, deformed bodies, and hybrid beast-allegory faces—doesn’t translate into social critique, but into a stylization of the uncanny. Goya’s black humour, his moral indictment of ecclesiastical and aristocratic corruption, dissolves here into soft irony. Deformity doesn’t disturb—it seduces. Monstrosity is under control, commodified.
The characters populating Vecino’s work—languid-faced ephebes, mythological hybrids, cross-dressed figures in choreographed poses—don’t enact desire; they enact style. Instead of bodies in flux, we get pre-domesticated figures. Instead of gestures, we get poses. Ornament, once a baroque rhetoric of power or deviation, here becomes cosmetic. The Rococo invoked by Vecino isn’t the courtly irony of the 18th century, nor the decadent excess preceding the French Revolution—it’s a depoliticized Rococo, converted into portable décor for an enlightened cultural elite. The historiographic errors are understandable, given that Orellana’s PhD is clearly contemporary and untouched by the historicism buried in baroque lament. To claim, as he does in the curatorial text, that one of Vecino’s still lifes “ironizes” the kind of art collected in the French court, is to misunderstand what Charles Le Brun and the Académie Royale considered acceptable.
Perhaps the show’s most troubling feature is that these paintings work: they harmonize with the mouldings, the upholstery, the columns, the ceilings. They don’t disrupt the space—they complete it. Versalles doesn’t stage friction between art and museum. It is the decorative curator’s wet dream: paintings that affirm the building as fetish. And that, in the era of Milei, is dangerously sanitizing.
Bodies on Stage: Installation, Theatre, and the Simulacrum of Dissent
In the exhibition’s three-dimensional installation room, Vecino brings his pictorial characters into space, crafting a kind of static puppet theatre. The device recalls marionette sets or anthropological museum vitrines: figures frozen in gesture, trapped in narrative loops without climax. But rather than amplifying estrangement, the move into volume further flattens the images’ power. What could feign allegory in two dimensions becomes frozen decor in space.
The figures—figures, not bodies—have distorted proportions, baroque hairdos, empty gazes. They’re made to be seen, not to see. Despite apparent references to baroque theatricality or Goyaesque grotesquerie, what emerges is closer to boutique museography: theatre without dramaturgy, volume without conflict. This section recalls the neoconservative kitsch of post-theatre Europe: scenic production for audiences who already know the script. The queer staging in this hall doesn’t respond to the aesthetics of performativity, but to the fetish of design. There’s pose, but no gesture. There’s composition, but no desire. It’s a theatre without risk—what José Esteban Muñoz would call a “performance without utopia.” Dissent doesn’t act—it’s exhibited as a catalogue of decorative gestures.
The Dining Room: Soft Mythologies and Saturated Pastel
The show’s most pictorial hall—the Dining Room—presents pastel and tempera works, dominated by saturated hues: pinks, lilacs, sky blues, golds. The characters—human, mythological, hybrid—float in weightless space, without context or ground. Their anatomies are vague, deliberately childlike, as if this were a queer and soft version of mestizo Christian iconography. Vecino gives us women with impossible hairdos, floral hands, and sometimes moustaches. Queerness, then, is reduced to visual transvestism—as if switching signs were enough to generate ambiguity. But there is no sexual tension, no friction of meaning. There is image. There is colour. There is nostalgia.
In this context, the mythological figures evoke neither pantheons nor rituals, but a kind of kitsch Peronist Olympus: heroines stripped of suffering, Amazons without war, Venuses without eroticism. It’s the harmless version of myth, tailored to fit a contemporary aesthetic that blends anime, state propaganda, and interior design. Rather than working-class heroes, they resemble domesticated ghosts of a populism gutted of all epic and all rage.
Versalles annihilates desire and critique. There is no plague, no broken language. There are winks into the void. What is presented as “South American Rococo” is, in fact, a decorative fantasy borrowing the visual codes of queer Latin American neobaroque—without its formal density or political urgency. The body appears made up, never wounded. The transvestism is aesthetic, not sexual. Dissent becomes design.
And as always in Vecino, we return in loop to the body. His bodies are the Aryan fantasy of the fascist youth in Jugendstil mode, and his women seem inspired by Disney heroines. The problem is that they’re presented as precarious members of the “Peronist people,” yet they lack any sign of labour, of the rickets inherited from the Infamous Decade, of the disease that today leads people not to be murdered like under Pinochet, but to die alone in their homes due to lack of medication. This rejection of illness and abjection—even in its heroic form—replaced by a Georgic-pastoral vision of what he interprets as Jesuit-Guaraní Mesopotamian Argentina, hybridized through Peronism, in today’s context and with an opening organized by Facundo Garayalde and Wally Diamante, is a provocation. And that provocation places Vecino, inevitably, on the wrong side of history.
Errazuriz-Alvear / Orellana-Vecino
As previously stated, Orellana’s role crystallizes a new logic of curatorial extractivism: no longer the appropriation of territories or raw materials, but of representations, bodies, and subaltern histories. Within this framework, the queer archive is not a space of insurgent memory but rather an aesthetic-administrative resource that can be activated according to institutional needs: for a show, a thesis, a grant. Orellana knows this, and he’s clearly positioned for it. Neutral accent, sharp citations, progressive sensitivity, and no discomfort in proximity to power. He is, as we’ve said, the cultural equivalent of a Chicago Boy: educated abroad, legitimized at home, deployed everywhere.
In Arte es teatro at the Museo de Arte Moderno, and again in Versalles at the MNAD, this operation becomes fully visible. Queerness does not appear as an epistemological rupture or as a politics of the body: it appears as a musealizable style. This is the archive at its most sanitized. There is no trace of AIDS, no transvestism, no state violence, no unleashed desire. There are decorated figures, apolitical drag queens, bodies without fluids or fever. The queer archive has been bleached. Turned into decorative patrimony for the libertarian enlightened elite.
That this exhibition was staged in a museum like the MNAD—once the palace of Chilean agribusiness tycoon Matías Errázuriz, now repurposed as an oligarchic temple of decorative art—cannot be a coincidence. They can’t be that ignorant. What we do know is they can be that perverse. Orellana turns the museum into a frame of legitimation and painting (or drawing, in Vecino’s case) into performance—though not artistic, but institutional. There is no critique, only citation. No excess, only curated control. The queer body, once the edge of politics, here becomes an illustrated fantasy for distanced enjoyment, absolving a social class no longer composed of timber barons but of courtisans, model-turned-artists, and sugar daddy collectors.
Just as the colonial archive is now republished with decolonial forewords to ensure circulation, the queer archive is now exhibited in golden vitrines, disinfected, adorned, ready to be consumed as threat-free cultural capital. The genealogy proposed by Orellana—from Goya to Perlongher via late Rococo, frictionless and contradiction-free—is a fantasy of continuity that can only be constructed from a position of globalized academic privilege or from the halls of MoMA, with its ideological weight and institutional firepower. The result is a scene without politics, without wounds, without mud—dismantling what were, until recently, spaces of resistance. And queerness, as we know, cannot exist without mud. One assumes that Facundo Garayalde and antisepsis go hand in hand.
Perlongher as a living counter-archive
Against the sanitized archive that Versalles flattens into surface, Néstor Perlongher’s work erupts as the unrepresentable: a sick, baroque, sexual, fractured tongue. His poetry cannot be hung or vitrined. It cannot be cited—it must be embodied or betrayed. Where Vecino offers sweetened drag, Perlongher articulates transvestism as political form, as a syntax torn by AIDS, desire, repression, and fever. His baroque does not decorate—it festers with plague. In texts like El cadáver de la Nación, Evita vive, or Alambres, the body does not appear as icon or symbol, but as battleground: it is sex, it is hunger, it is the State, it is the street. And when it is beauty, it is a crooked, filthy, discomforting beauty. The Perlongherian neobaroque does not sublimate the wound: it writes with leftovers. His art does not yield “South American Rococo” but rather semantic violence as resistance.
Unlike the camp aesthetic through which the system has learned to absorb all difference, Perlongher operates with a politics of excess that resists domestication. Queerness in him is not code: it is delirium, pestilence, a fugitive tongue that refuses to be archived. And for that very reason, the queer archive activated today by institutions like the MNAD, in alliance with artists like Vecino and curators like Orellana, is an amnesiac, performative, and extractivist archive. It does not return the wound—it represents it. It does not name it—it silences it in the name of form.
Conclusion: aesthetic distinction in times of political dissolution
Versalles is not an exhibition of painting (or drawing). It is a symbolic operation perfectly calibrated for our present moment: elite aesthetics in a time of collapse, queer representation without queer bodies, visual dissidence without a politics of desire. Instead of interrupting the grammar of the museum, it confirms it. Instead of contaminating the history of the Palacio Errázuriz, it polishes it.
Nahuel Vecino’s art functions as visual performance for audiences who want to feel sophisticatedly uncomfortable—without getting dirty. His “South American Rococo” subverts nothing—it soothes. It simulates overflow with technique and makeup, but what it offers is a decorative refuge for a bodiless progressivism. Meanwhile, Patricio Orellana’s curatorial approach shapes that aesthetic to fit the templates of global academic archives: intersectional, sanitized, legible, politically correct, musealizable. Nothing is out of place. Everything is where it should be. And that place—Milei’s Argentina—asks for exactly this: fiction of art, fiction of diversity, fiction of history.
In this context, the queer archive becomes a visual resource. No longer activated as a site of conflictual memory, it becomes a surface for institutional enjoyment. It doesn’t provoke, disrupt, or resist. It is beautified. Programmed. Presented with warm lighting, glasses of wine, and city-sponsored posters. Faced with this simulacrum, the figure of Néstor Perlongher stands as a haunting absence. Not to be canonized as another “father of local queer,” but remembered for what cannot be reproduced: his syntactic mud, his epistemic wound, his irreducible force. Perlongher was not Rococo—he was verbal leprosy. And that does not fit in any palace, no matter how updated it pretends to be.
Versalles is, then, a model exhibition of the new cultural regime: identity design for an age of soft repression. It does not impose—it seduces. It does not censor—it aestheticizes. It does not exclude—it curates exclusion. Revolt is now a visual language administered by progressive managers. And as always in Argentine history, when desire loses weight and art becomes slogan, aesthetics becomes the most effective form of counterrevolution.
© Rodrigo Cañete, 2025. Todos los derechos reservados.
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Versalles is, then, a model exhibition of the new cultural regime: identity design for an age of soft repression
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