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Javier Milei ha declarado abiertamente que a los periodistas “no se los odia lo suficiente”, marcando una nueva fase en el conflicto entre poder político y medios en Argentina. Sin ir más lejos, pidió que se echara a dos periodistas de dos medios lo que, en cierta manera sigue el tipo de receta Trumpiana que obligó a ciertos canales de aire a deshacerse de cierta gente si es que no querían ser sometidos a persecuciones legales.  Esta fase, sin embargo, no es solo una continuación de las viejas guerras mediáticas entre el Kirchnerismo y Clarín, sino algo más profundo y, como lo vivieron varios ya, mucho más violento. Es un ataque a la idea misma de periodismo como ‘tecnología de la verdad’, y esto lo pongo entre comillas. Este es un intento de destruir no solo a los periodistas como categoría social, sino a las condiciones mismas que hacen posible su existencia.

Javier Milei intenta destruir no solo a los periodistas como categoría social, sino a las condiciones mismas que hacen posible su existencia.

En el último episodio de su podcast (que, si no me equivoco, es la grabación en sonido de su programa de televisión en La Nación+ titulado ‘Odisea’) ‘TMAP, la campaña del odio, relanzada’; Carlos Pagni trató de darle forma teórica a este fenómeno, recurriendo al análisis de Giuliano da Empoli en su libro ‘El mago del Kremlin’. Los disparadores fueron tanto los dichos del Presidente como la presentación de dos libros en la Feria del Libro, en los que él participó, obviamente, cómo figura central. Los mismos tienen como objeto de estudio a Santiago Caputo y argumentan que la Presidencia de Milei, lejos de un accidente que, de pronto, es apoyado por un grupo de empresarios, fue parte de algo mucho más programático basado en un plan que tiene su origen en los fundamentos del Alt+Right y explota la asociación entre sentimientos (en este caso, resentimiento) y política. Cómo sabemos, Pagni considera a Santiago Caputo como  el Surkov argentino: un estratega de la manipulación simbólica, un arquitecto de narrativas diseñado para confundir, dividir y conquistar. Como Surkov en Rusia, Caputo sería el libretista del odio, el operador en las sombras que transforma el resentimiento de las clases medias empobrecidas en un motor político.

Creo que esta hipótesis, aunque interesante y hasta seductora, es insuficiente. En principio porque, al poner el foco en Santiago Caputo, exagera su relevancia en el esquema general  pero este es el peligro de este tipo de libros focalizados en una sola persona. En este caso, en particular, se lo eleva al nivel de titiritero mastermind en un contexto donde las marionetas ya se mueven, o siempre se movieron, solas. Surkov fue un arquitecto de realidades paralelas, un titiritero que maneja no sólo las narrativas mediáticas, sino también las estructuras de poder que las sostienen. Pero en Argentina, el ecosistema informativo es mucho más caótico y descentralizado, más cercano a una guerrilla semiótica que a una maquinaria de propaganda. Caputo no es un arquitecto, sino un pirata: alguien que no crea realidades, sino que las desarma.

El ecosistema periodístico argentino es más una guerrilla semiótica que una maquinaria de propaganda. Caputo no es un arquitecto, sino un pirata: alguien que no crea realidades, sino que las desarma.

La Opinión Pública 

Para entender por qué el análisis de Pagni se queda corto, necesitamos un poco de historia. El periodismo como tecnología del poder no nació en las redacciones de Nueva York o en los salones parisinos del siglo XIX. Tiene raíces mucho más subversivas y mucho menos refinadas. Antes de que la prensa se consolidara como la “cuarta rama del gobierno”, era una tecnología de resistencia, una forma de sublevación simbólica.

El análisis de Carlos Pagni en Odisea se olvida que el periodismo como tecnología del poder no nació en las redacciones y salones sino que viene desde abajo.

La opinión pública moderna que Pagni parece idealizar tiene sus raíces en un espacio mucho menos controlado: los cafés, los pubs y las imprentas piratas del siglo XVIII. Este fue un periodo en el que las ideas circulaban no sólo entre filósofos  y nobles eruditos, sino también entre panfletarios, agitadores y provocadores que usaban el lenguaje como arma de guerra. Lo que hoy consideramos ‘periodismo’ nació en un contexto de conflicto, no de consenso; de popularización, no academicismo. Era una tecnología de subversión, no de institucionalidad. Los panfletos y pasquines de la época no eran artefactos refinados. Eran instrumentos de combate, diseñados para provocar, insultar y escandalizar. Eran el equivalente impreso de los memes y los hilos de X que tanto desconciertan a figuras como Pagni. Eran, en otras palabras, el primer ejemplo de un periodismo insurgente, más cercano a la guerrilla informativa que a la torre de marfil que los periodistas profesionales reclaman para sí mismos. Escuchar a Pagni, Alijalad o, incluso a Fantino, es someterse a una suerte de clase de todo este tipo de valores de corte francesa del siglo XVIII que pueden ser destilados en valores, siempre pretendidos, como la erudición y la institucionalidad. En otras palabras; los mecanismos del poder ya sea que estén del lado oficialista o del contrario. 

El periodismo nació en un contexto de conflicto, no de consenso. Era una tecnología de subversión, no de institucionalidad. Los panfletos y pasquines eran el equivalente de los blogs y los tweets.

El Mito del Periodismo Profesional 

Aquí es donde el análisis de Pagni se vuelve problemático. Al describir a Caputo como un Surkov argentino; por oposición, se aferra a una idea de periodismo como oficio cuya característica principal es dar cuentas de manera ‘realista’ de la realidad. Este tipo de artesanía es una artesanía moral, que tiene más que ver con la nostalgia que con la realidad. Además, no existe la realidad en tanto tal. Siempre tiene un dejo de ficción. 

Este reclamo nostálgico de una profesión realista de la realidad tiene sus raíces en figuras victorianas como John Ruskin, que en Las Piedras de Venecia lamentaba la pérdida del trabajo artesanal frente a la producción industrial, viendo en cada grieta de los edificios venecianos una metáfora del alma que se filtra a través del tiempo.

Pero esta es una visión profundamente problemática porque depende de una fantasía de pureza profesional que nunca existió. El periodismo no es un taller de maestros picapedreros medievales, sino una fábrica de controversias. No es un arte estático, sino un campo de batalla semiótico donde las narrativas se enfrentan en tiempo real, sin tiempo para el esmero artesanal que figuras como Ari Alijalad desde El Destape, idealizan. Es un campo donde la verdad es siempre provisional, siempre incompleta, siempre en disputa.

El periodismo no es un arte estático, sino un campo de batalla semiótico donde las narrativas se enfrentan en tiempo real, sin tiempo para el esmero artesanal que Ari Alijalad desde El Destape, idealiza.

Las redes sociales como cloaca 

En lo que académicos argentinos y periodistas de derecha (Pagni) o centro izquierda (Alijalad) coinciden es que las redes sociales son esencialmente, moralmente ‘malas’. Para ellos, como para gran mayoría de la academia en la Argentina, las ‘redes sociales’ (a pesar de ellos mismos estar constantemente en ellas) definen por oposición dicotómica, su lugar ‘virtuoso’ en la Republica. Sin embargo, uno podría argumentar que esto que están leyendo es el lugar donde el periodismo vuelve a sus raíces. 

En lo que académicos argentinos y periodistas de derecha (Pagni) o centro izquierda (Alijalad) coinciden es que las redes sociales son esencialmente, moralmente ‘malas’.

Como los panfletos anónimos del siglo XVIII, las redes funcionan como un espacio de resistencia simbólica, donde el rumor, el insulto y el chisme no son meros defectos, sino estrategias tácticas para desestabilizar las narrativas hegemónicas. Por eso LANP ha molestado tanto y mi infamia fue institucional. 

Como los panfletos anónimos del siglo XVIII, las redes funcionan como un espacio de resistencia simbólica, donde el rumor, el insulto y el chisme no son meros defectos, sino estrategias tácticas que LANP ha elevado a nivel artístico.

En su análisis de Surkov, Giuliano da Empoli sugiere que el verdadero poder no está en controlar el mensaje, sino en fragmentarlo, en convertir la verdad en una serie de versiones alternativas que se canibalizan entre sí. Esto es exactamente lo que hacen las redes sociales: atomizan el discurso, desarticulan las narrativas oficiales y convierten cada declaración en un campo minado de interpretaciones cruzadas. El escándalo no es una falla, es el motor mismo del sistema.

Repensar el periodismo

Si el periodismo quiere sobrevivir en este nuevo entorno, necesita dejar atrás la nostalgia de Las piedras de Venecia de Ruskin y las fantasías del ‘oficio’ porque lo que Alijalad define como ‘oficio’ es sectarismo. Aceptar que la pureza es una ilusión, que la verdad es siempre provisional y que la sospecha es un campo de batalla que no se puede evitar. El futuro del periodismo no es un retorno a los gremios artesanales, sino una inmersión en las aguas turbias del conflicto simbólico, donde cada palabra es tanto una herramienta como un arma.

Si el periodismo quiere sobrevivir en este nuevo entorno, necesita dejar atrás la nostalgia de Las piedras de Venecia de Ruskin y las fantasías del ‘oficio’ porque lo que Alijalad define como ‘oficio’ es sectarismo.

Lo sé porque he pasado más de diez años escribiendo desde los márgenes, desde una posición anti-institucional que nunca fue del todo elegida, pero que terminó convirtiéndose en un modo de resistencia. Nunca tuve la protección de un gremio, la estabilidad de una redacción, ni el respaldo de una línea editorial. Mi espacio ha sido siempre la intemperie, el territorio menor del blog, donde la verdad es siempre provisional, siempre incompleta, siempre en disputa.

Lo que descubrí en ese espacio es que la sospecha es una forma de libertad, pero también un peso. Es liberador no deberle nada a nadie, no tener que pedir permiso para decir lo que uno piensa, no tener que someterse a los pactos de silencio y las lealtades ambiguas que definen al periodismo profesional. Pero también es agotador. Escribir desde el margen es saber que la voz de uno siempre será vista con desconfianza, que cada palabra será examinada como si fuera una confesión involuntaria, que cada argumento será interpretado como una declaración de guerra.

Pero quizás eso es lo que hace que valga la pena. Porque el periodismo, si es algo, es un espacio de conflicto, no de consenso y esto es algo que en la Argentina se perdió porque incluso el conflicto se convirtió en consenso. En realidad, el periodismo es un campo de batalla, no un taller de picapedreros medievales con maestros y pupilos. Es un espacio donde la intemperie no es una condición a superar, sino un modo de estar en el mundo. Y si algo he aprendido en estos años es que la verdad no es un ideal platónico, sino un gesto político. Es un acto de coraje, de riesgo, de vulnerabilidad.

Si algo he aprendido en estos años es que la verdad no es un ideal platónico, sino un gesto político. Es un acto de coraje, de riesgo, de vulnerabilidad.

Escribir desde esta posición es elegir el conflicto sobre la comodidad, el margen sobre el centro, el riesgo sobre la estabilidad. Y en ese sentido, quizás el futuro del periodismo no está en los talleres venecianos de los que habla Ruskin, sino en los márgenes digitales donde la pureza es imposible y la autoridad siempre provisional. Porque la verdad, como el poder, no se cincela en piedra. Se pelea, se discute, se grita. Y a veces, se escupe. Hay límites y es ahí donde el poder judicial debe intervenir pero, como sabemos, está podrido. Precisamente por eso, es un campo de batalla. El institucionalismo de Pagni y el didactismo economicista político lógico de Alijalad no son periodismo sino un neo-academicismo improvisado sin formación suficiente que moraliza y levanta el dedo mientras del otro lado un discurso neo-fascista avanza y se aprovecha de la debilidad del formalismo de izquierda y de derecha 

El institucionalismo de Pagni y el didactismo economicista político lógico de Alijalad no son periodismo sino un neo-academicismo improvisado sin formación suficiente que moraliza y levanta el dedo mientras del otro lado un discurso neo-fascista avanza

Un Ecosistema Caótico

El ecosistema informativo argentino es caótico, fragmentado y descentralizado de una manera que hace difícil compararlo con el control vertical del Kremlin. En Rusia, Surkov pudo orquestar una narrativa unificada desde el centro del poder, diseñando realidades alternativas con precisión quirúrgica. En cambio, en Argentina, incluso dentro de un mismo medio como La Nación, las narrativas compiten y se contradicen sin un esfuerzo por consolidarse en un solo relato coherente. Carlos Pagni, Joaquín Morales Solá y Eduardo Feinmann, aunque compartan tribuna, no necesariamente comparten agenda. Y lo que conservan, más que autoridad, es la sospecha constante de estar pagados por el gobierno, por las corporaciones de derecha, por Macri o incluso por la Embajada de Estados Unidos.

Esta sospecha no es un ruido marginal. Es una condición estructural del periodismo argentino contemporáneo. Ningún periodista que opere en estos grandes medios está libre de la acusación de ser un operador, y esa misma acusación se convierte en un arma política para deslegitimar cualquier intervención pública porque yo creo que, en la Argentina de hoy, para obtener información hay que transformarse en un operador. No importa lo que digan, siempre hay una sombra de duda sobre quién realmente les paga, a quién le deben favores y cuántas llamadas de WhatsApp intercambian con los poderosos del momento. Esta dinámica crea un entorno donde el escepticismo es tanto un modo de resistencia como una estrategia de control.

En este contexto, figuras como Ari Alijalad y Roberto Navarro intentan posicionarse como artesanos del oficio, en contraste con los “operadores” que ellos mismos denuncian, como Luis Majul o Morales Solá. Alijalad se presenta como un romántico del periodismo que cincela la verdad con paciencia, como un artesano en su taller. Pero incluso esta narrativa tiene su trampa. El resentimiento hacia los periodistas corporativos no es solo moral, sino económico: es una forma de disputar territorio en un mercado mediático precarizado, donde el financiamiento es escaso y las lealtades, flexibles.

Ari Alijalad y Roberto Navarro intentan posicionarse como artesanos del oficio, en contraste con los “operadores” que ellos mismos denuncian, como Luis Majul o Morales Solá. Pero por casa cómo andamos? Ese romanticismo periodístico es legítimamente sospechoso.

Mientras tanto, Santiago Caputo no tiene que operar como un estratega centralizado a lo Surkov. No necesita crear narrativas estables. Basta con explotar los vacíos que sus propios enemigos dejan en su prisa por producir contenido, en su desesperación por mantenerse relevantes. Caputo no es un maestro de marionetas. Es más bien un pirata de las percepciones, un operador que se mueve en las grietas de un ecosistema en crisis, donde la verdad es un bien escaso y la sospecha es una segunda naturaleza.

Esta sospecha permanente es más que un simple ruido de fondo. Es una tecnología de desgaste que opera como una forma de control, desestabilizando incluso a las voces más poderosas del periodismo argentino. No importa cuán rigurosa sea la investigación, cuán firme la denuncia o cuán alto el perfil del periodista: siempre hay una sombra que sugiere que trabajan para alguien más. Que hay un segundo teléfono, una línea directa con los poderosos, una conversación secreta en un pasillo o un sobre cerrado con instrucciones.

Este es un aspecto crucial que diferencia al ecosistema mediático argentino del ruso. Mientras que en Rusia los periodistas críticos pueden ser silenciados con cárcel, veneno o desapariciones forzadas, en Argentina la sospecha hace gran parte del trabajo sucio. Es más efectiva, más viral y menos costosa. No se necesita un escuadrón de sicarios, solo un meme en Twitter, un comentario en una transmisión en vivo, un rumor que se difunde en un chat de WhatsApp. “Operador” se ha convertido en un término que vacía de autoridad incluso a los periodistas más establecidos, porque sugiere una forma de corrupción sutil, una traición no a los hechos, sino a la verdad misma como principio.

Mientras que en Rusia los periodistas críticos pueden ser silenciados con cárcel, veneno o desapariciones forzadas, en Argentina la sospecha hace gran parte del trabajo sucio.

El periodista argentino, entonces, no solo debe defenderse del poder político, sino también de las sospechas de su propia audiencia. Esta dinámica crea un entorno donde la legitimidad es precaria, donde el mismo acto de informar se convierte en una operación de alto riesgo, y donde cada nota es leída con el ojo paranoico de un público que asume que todos “responden a alguien”.

El periodista argentino, entonces, no solo debe defenderse del poder político, sino también de las sospechas de su propia audiencia. Esta dinámica crea un entorno donde la legitimidad es precaria, donde el mismo acto de informar se convierte en una operación de alto riesgo.

Los casos son numerosos y recientes. Cuando Roberto Navarro denuncia corrupción, su propio pasado como vocero oficialista durante el kirchnerismo lo convierte en blanco fácil para las acusaciones de ser un “soldado rentado”. Ari Alijalad, a pesar de presentarse como un artesano del periodismo “puro”, no escapa a esta lógica. Se lo acusa de estar financiado por el mismo El Destape que a su vez es tildado de ser una “usina de propaganda” de Kicilloff. Cuál sería la diferencia, entonces? Joaquín Morales Solá, una de las figuras más longevas y respetadas del periodismo tradicional, es descrito por sus críticos como un “operador de la Embajada” cada vez que su análisis parece demasiado alineado con los intereses de Washington. Realmente, no entiendo el respeto que se le tiene. Incluso Carlos Pagni, a pesar de su estilo sofisticado y su distancia crítica, no es inmune: su vínculo con el mundo corporativo, financiero y judicial lo convierte en blanco recurrente de quienes lo ven como un “vocero de las élites”.

Carlos Pagni, a pesar de su estilo sofisticado y su distancia crítica, no es inmune: su vínculo con el mundo corporativo, financiero y judicial lo convierte en blanco recurrente de quienes lo ven como un “vocero de las élites”

Pero esta sospecha no se limita a los periodistas más expuestos. Incluso las figuras aparentemente independientes, como Alejandro Bercovich en C5N o Gisella Marziotta en AM 750, enfrentan constantes cuestionamientos sobre sus conexiones políticas y financieras. No es raro ver sus nombres vinculados a supuestos pactos oscuros, financiamientos turbios o relaciones estratégicas con sectores económicos que, en teoría, deberían estar investigando y no representando.

Ari Alijalad, a pesar de presentarse como un artesano del periodismo “puro”, no escapa a esta lógica. Se lo acusa de estar financiado por el mismo El Destape que a su vez es tildado de ser una “usina de propaganda” de Kicilloff. Cuál sería la diferencia, entonces? Moral? Please..

Lo que esta lógica produce es un periodismo constantemente en guardia, paranoico, defensivo, que debe justificar no solo lo que dice, sino por qué lo dice y para quién lo dice. Esto es muy distinto al modelo ruso, donde el periodista crítico es simplemente silenciado. Aquí, la sospecha es una forma de muerte lenta, un goteo constante que erosiona la credibilidad sin necesidad de cárcel ni veneno. Es una tecnología del descrédito que se retroalimenta a sí misma, creando un círculo vicioso donde la confianza es siempre parcial, siempre provisional, siempre en crisis.

Javier Milei’s Call to Hate Journalism and Its Foundational Myth

Javier Milei has openly declared that journalists “aren’t hated enough”, marking a new phase in the conflict between political power and the media in Argentina. Just recently, he called for the firing of two journalists from two different outlets, which echoes the kind of Trumpian tactics that forced some American networks to get rid of certain people to avoid legal persecution. However, this phase isn’t just a continuation of the old media wars between Kirchnerismo and Clarín, but something deeper and, as many have already experienced, much more violent. It’s an attack on the very idea of journalism as a “technology of truth”—and I put that in quotes deliberately. It’s an attempt to destroy not just journalists as a social category, but the very conditions that make their existence possible.

Javier Milei has openly declared that journalists “aren’t hated enough”, marking a new phase in the conflict between political power and the media in Argentina.

In the latest episode of his podcast (which, if I’m not mistaken, is just the audio version of his TV show on La Nación+) titled “TMAP, the Hate Campaign Relaunched”, Carlos Pagni tried to give this phenomenon a theoretical shape, turning to Giuliano da Empoli’s book The Wizard of the Kremlin for inspiration. The trigger for this was the presentation of two books at the Buenos Aires Book Fair, where Pagni, unsurprisingly, played a central role. These books focus on the figure of Santiago Caputo, revealing that Milei’s presidency, far from being a spontaneous uprising backed by a handful of businessmen, was part of something much more programmatic—something rooted in the principles of the Alt-Right that exploits the link between emotions (in this case, resentment) and politics.

As we know, Pagni considers Santiago Caputo to be the Argentine Surkov: a strategist of symbolic manipulation, an architect of narratives designed to confuse, divide, and conquer. Like Surkov in Russia, Caputo would be the scriptwriter of hate, the shadowy operator who transforms the resentment of impoverished middle classes into a political engine.

I find this hypothesis, while interesting and even seductive, insufficient. For one thing, by focusing on Santiago Caputo, it exaggerates his relevance in the broader scheme of things. But this is the danger of books based on a single figure. In this case, Caputo is elevated to the level of a mastermind puppeteer in a context where the marionettes are already moving—perhaps they always have. Surkov was an architect of parallel realities, a puppeteer who controls not just media narratives but also the power structures that support them. But in Argentina, the media ecosystem is much more chaotic and decentralized, closer to a semiotic guerrilla than a propaganda machine. Caputo isn’t an architect, but a pirate—someone who doesn’t create realities but dismantles them.

But in Argentina, the media ecosystem is much more chaotic and descentralice than the Russian, closer to a semiotic guerrilla than a propaganda machine. There cannot be architects, but pirates—someone who doesn’t create realities but dismantles them.

Public Opinion

To understand why Pagni’s analysis falls short, we need a bit of history. Journalism as a technology of power didn’t emerge in the newsrooms of New York or the Parisian salons of the 19th century. It has much more subversive and much less refined roots. Before the press was consolidated as the “fourth estate”, it was a technology of resistance, a form of symbolic uprising.

Before the press was consolidated as the “fourth estate”, it was a technology of resistance, a form of symbolic uprising.

The modern public opinion that Pagni seems to idealize has its roots in a much less controlled space: the cafés, pubs, and pirate printing presses of the 18th century. This was a period when ideas circulated not just among philosophers and noble scholars, but also among pamphleteers, agitators, and provocateurs who used language as a weapon of war. What we now consider “journalism” was born in a context of conflict, not consensus; of popularization, not academic respectability. It was a technology of subversion, not of institutionalization.

The pamphlets and broadsheets of the time were not refined artifacts. They were instruments of combat, designed to provoke, insult, and scandalize. They were the print equivalents of memes and X threads that so bewilder figures like Pagni. In other words, they were the first examples of an insurgent journalism, closer to informational guerrilla warfare than to the ivory tower that professional journalists claim for themselves. Listening to Pagni, Alijalad, or even Fantino is like sitting through a lecture on French Enlightenment values—an era that can be distilled into aspirational principles like erudition and institutional respectability. In other words, the mechanisms of power, whether on the side of the establishment or the opposition.

The Myth of Professional Journalism

This is where Pagni’s analysis becomes problematic. By describing Caputo as an Argentine Surkov, he clings to an idea of journalism as a craft whose main characteristic is to realistically account for reality. This kind of craftsmanship is a moral craft, one that has more to do with nostalgia than with reality. And besides, reality as such doesn’t exist. It always has a touch of fiction.

Journalism as craftsmanship is a moral craft, one that has more to do with nostalgia than with reality. And besides, reality as such doesn’t exist. It always has a touch of fiction.

This nostalgic claim for a realistic profession has its roots in Victorian figures like John Ruskin, who, in The Stones of Venice, lamented the loss of artisan work in the face of industrial production, seeing in every crack of the Venetian buildings a metaphor for the soul seeping through the passage of time.

But this is a deeply problematic vision because it depends on a fantasy of professional purity that never existed. Journalism is not a stone workshop; it is a factory of controversies. It is not a static art, but a semiotic battlefield where narratives clash in real-time, without the craftsmanship that figures like Ari Alijalad at El Destape idealize. It is a field where truth is always provisional, always incomplete, always in dispute.

Social Media as a Sewer?

Where Argentine academics and journalists from both the right (like Pagni) and the center-left (like Alijalad) seem to agree is that social media is essentially, morally “bad”. For them, as for much of the Argentine academy, “social networks” (despite them constantly being on them) define, by binary opposition, their “virtuous” place in the Republic. However, one could argue that this blog you are reading is precisely where journalism returns to its roots.

Argentine journlists seem to agree that social media is essentially, morally “bad”. For them, and for academia, “social networks” (despite them constantly being on them) define, by binary opposition, their “virtuous” place in the Republic. However, this blog is located where journalism returns to its roots

Like the anonymous pamphlets of the 18th century, social networks function as a space of symbolic resistance, where rumor, insult, and gossip are not mere defects, but tactical strategies to destabilize hegemonic narratives. That is why LANP has been so disruptive, and why my infamy has been institutional.

2 respuestas a “El llamado Mileista al Odio al Periodismo y su Mito Fundacional (ESP) or ‘Javier Milei’s Call to Hate Against Journalists and the Foundational Myth’ (ENG) ”

  1. Si bien milei se va de mambo con sus confrontaciones absurdas como los periodistas,que no son ninguno santos de mi devoción y alguna artista pop para chicas con pocas luces intelectuales. Me jijie mucho con la puesta del gordo dan aconsejando al presidente a meter presos a los periodistas, estos de los más Gaga que están lo replican en la tele cuando ese era el propósito del mismísimo parisini.y reírse de ellos. Algunos son opositores por falta de pauta, responden ala oposición o porque le tira guita un empresario prevenda que aliente una devaluación , por el caso del señor sevilleta Pérez, no está la cuestión ideológica. Lo que me pasa con los opositores a milei es parafraseando una escena de los tres chiflados cuando los tres intentan apresar todos al mismo tiempo. Eso pasa con el periodismo , la clase política y la artística, todos buscan quedar como el faro opositor, pero todos en pampa y la vía y milei sigue ahi. Desde el periodismo , más que nada tradicional que no acepta el cambio de la forma de comunicar y que cree que están en los años 80 y 90 y la gente no se entera de nada y los influencers sponsoreados artificialmente que no pueden imponer ni con los bots que le tire kiciloff la agenda que propone el gordo dan, no siquiera para imponer una humorada, la polirica ya sabemos todos quieren ponerse ese pedestal del Kirchner 2003 y se están matando por eso. Y el artística buscan una reinvindicacion exagerada como se impuso a García durante la dictadura y a Solari durando el menemismo desde futuros documentales falopas que se hacían en canal encuentro.

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  2. No puedo estar mas de acuerdo con cada palabra de lo que dijiste.Hay un problema en el periodismo progresista fenomenal.

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