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La palabra holocausto proviene del griego holokauston, “todo quemado,” un sacrificio total, una oblación en la que nada queda, donde el cuerpo y el alma se consumen en un fuego purificador. Pero en su versión moderna, el holocausto no necesita fuego, ni hornos, ni gas. Basta con una firma, un clic, una orden ejecutiva, una línea en un presupuesto que transforma cuerpos en cifras, vidas en externalidades, comunidades en daños colaterales. Es el holocausto sin humo, el holocausto de las hojas de cálculo, de los algoritmos, de los balances trimestrales que no incluyen la carne y la sangre de quienes mueren fuera de la vista.

Es el holocausto sin humo, el holocausto de las hojas de cálculo, de los algoritmos, de los balances trimestrales que no incluyen la carne y la sangre de quienes mueren fuera de la vista.

En Estados Unidos, la administración Trump ha desmantelado gran parte de la infraestructura de salud global que, a través de programas como USAID, ha permitido controlar pandemias y prevenir la muerte de millones de personas en regiones vulnerables. Según un informe de Smiriti Mallapay, el fin de estos fondos podría provocar hasta 25 millones de muertes adicionales para 2030, al cortar el acceso a vacunas, tratamientos para el VIH, malaria y tuberculosis, y servicios de atención primaria para poblaciones en riesgo. No es solo una catástrofe humanitaria, sino un colapso sistémico que podría desestabilizar regiones enteras, provocar nuevas olas de migración y alimentar conflictos armados.

Según un informe de Smiriti Mallapay, el fin de estos fondos podría provocar hasta 25 millones de muertes adicionales para 2030, al cortar el acceso a vacunas, tratamientos para el VIH, malaria y tuberculosis, y servicios de atención primaria para poblaciones en riesgo.

Pero esto no es solo un error político o económico. Es una forma extrema de biopolítica negativa, donde el Estado se retira estratégicamente de los cuerpos, donde el biopoder que antes se usaba para hacer vivir ahora se retira para dejar morir, para convertir las poblaciones en externalidades gestionadas a distancia, en números que pueden ser borrados sin dejar rastro. Es un retorno al estado de naturaleza, donde las vidas se convierten en residuos, en cuerpos que se apilan en los márgenes del orden global.

En Argentina, los recortes son de otra naturaleza pero igual de brutales. Aunque Sandra Petobello ha resistido la presión para privatizar el sistema de salud, el país enfrenta una crisis económica que amenaza con desmantelar décadas de políticas públicas. Las deudas externas, las demandas del FMI y la presión de los mercados internacionales fuerzan al gobierno a elegir entre pagar a los acreedores o financiar hospitales, entre estabilizar el peso o comprar medicamentos.

Pero hay una diferencia fundamental. Mientras Trump actúa con la lógica de un empresario que reduce costos sin mirar las consecuencias humanas, Petobello ha logrado ciertos avances. En los últimos meses, ha promovido la creación de Centros de Atención Primaria en las villas miseria del conurbano bonaerense, donde se atiende a poblaciones históricamente marginadas sin pedirles documentación. Esta política contrasta con la lógica migratoria de Estados Unidos, donde la condición legal de un paciente puede determinar su derecho a ser tratado. Además, Petobello ha impulsado la producción local de medicamentos genéricos para reducir la dependencia de las grandes farmacéuticas y asegurar el acceso a tratamientos esenciales. Esta política, aunque limitada por la crisis económica, representa una forma de resistencia a la privatización de la salud que Trump ha abrazado sin reservas.

Petobello ha impulsado la producción local de medicamentos genéricos para reducir la dependencia de las grandes farmacéuticas y asegurar el acceso a tratamientos esenciales. Esta política, aunque limitada por la crisis económica, representa una forma de resistencia a la privatización de la salud que Trump ha abrazado sin reservas

Otro punto crucial es la vacunación. Mientras en Estados Unidos se cuestiona incluso la legitimidad de las vacunas en algunos sectores conservadores, Petobello ha lanzado campañas masivas para recuperar las tasas de vacunación infantil, que habían caído drásticamente durante la pandemia. Esta iniciativa se enfrenta a obstáculos logísticos y financieros, pero refleja un compromiso con la salud pública que desafía la lógica del beneficio inmediato.

Mientras en Estados Unidos se cuestiona incluso la legitimidad de las vacunas en algunos sectores conservadores, Petobello ha lanzado campañas masivas para recuperar las tasas de vacunación infantil, que habían caído drásticamente durante la pandemia.

Y luego está el componente financiero. Mientras Trump corta programas de salud para financiar recortes de impuestos a las grandes corporaciones y a los más ricos, en Argentina los fondos se evaporan en esquemas de corrupción, evasión fiscal y especulación. Los escándalos recientes como el de la criptomoneda $LIBRA promovida por Javier Milei, que resultó en pérdidas de aproximadamente 250 millones de dólares para los inversores, son solo un ejemplo de cómo las finanzas especulativas pueden devastar economías y destruir vidas con la misma eficiencia que las armas tradicionales. De manera similar, figuras como Gavin Kliger, asociado con Dogecoin, han sido señaladas por conflictos de interés y prácticas que socavan la protección financiera de los consumidores, alimentando un ecosistema financiero que devora a los más vulnerables mientras genera fortunas para unos pocos.

Los escándalos recientes como el de la criptomoneda $LIBRA promovida por Javier Milei, con pérdidas de aproximadamente 250 millones de dólares para los inversores, son solo un ejemplo de cómo las finanzas especulativas pueden devastar economías y destruir vidas con la misma eficiencia que las armas tradicionales.

En ambos casos, el resultado es el mismo: vidas humanas convertidas en cifras negociables, cuerpos tratados como datos, como mercancías, como externalidades económicas que pueden ser eliminadas para restaurar el equilibrio de las cuentas. Es un holocausto financiero, un exterminio lento que no se mide en cuerpos quemados sino en cuerpos ignorados, en vidas no contadas, en números que desaparecen en las sombras de las hojas de cálculo.

Pero hay otra dimensión, más perversa, en este cálculo de exterminio financiero. Mientras Trump corta ayuda y Milei juega a la ruleta rusa con los ahorros de sus ciudadanos, figuras como Elizabeth Warren denuncian la transformación del cuerpo humano en capital genético, en datos biométricos que se venden y compran en los mercados de Silicon Valley. El cuerpo como código, como patente, como registro de propiedad intelectual. El cuerpo como acción negociable, cuyo valor fluctúa con las crisis financieras, las pandemias, las decisiones de los bancos centrales.

La pregunta es siempre la misma: ¿Qué valor tiene una vida humana? ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar para sostener un sistema económico que nos convierte a todos en datos, en códigos genéticos, en números que pueden ser sumados o restados con un clic? Y, más importante aún, ¿qué estamos dispuestos a hacer para resistir esta lógica, para crear un sistema donde las vidas humanas no sean solo cifras en una hoja de Excel injustificable?

¿qué estamos dispuestos a hacer para resistir esta lógica, para crear un sistema donde las vidas humanas no sean solo cifras en una hoja de Excel injustificable?

Holocausts in the Spreadsheet: Biopolitics, Finance, and the Extermination of the Future

The word holocaust comes from the Greek holokauston, meaning “completely burned,” a total sacrifice, an offering in which nothing remains, where the body and soul are consumed in a purifying fire. But in its modern version, the holocaust no longer requires fire, ovens, or gas. It only takes a signature, a click, an executive order, a line in a budget that transforms bodies into numbers, lives into externalities, communities into collateral damage. It is the smokeless, ashless holocaust, the holocaust of spreadsheets, algorithms, and quarterly reports that do not account for the flesh and blood of those who die out of sight.

In the United States, the Trump administration has dismantled much of the global health infrastructure that, through programs like USAID, has helped control pandemics and prevent the deaths of millions in vulnerable regions. According to a report by Smiriti Mallapay, the end of these funds could result in up to 25 million additional deaths by 2030, by cutting off access to vaccines, treatments for HIV, malaria, and tuberculosis, and primary care services for at-risk populations. This is not just a humanitarian catastrophe, but a systemic collapse that could destabilize entire regions, trigger new waves of migration, and fuel armed conflicts.

But this is not just a political or economic mistake. It is an extreme form of negative biopolitics, where the state strategically withdraws from the body, where the biopower once used to make live is now withdrawn to let die, converting populations into externalities managed from a distance, into numbers that can be erased without a trace. It is a return to the state of nature, where lives become waste, bodies that pile up at the margins of the global order.

In Argentina, the cuts are of a different nature but equally brutal. Although Sandra Petobello has resisted the pressure to privatize the healthcare system, the country faces an economic crisis that threatens to dismantle decades of public policy. External debts, IMF demands, and the pressure of international markets force the government to choose between paying creditors or funding hospitals, between stabilizing the peso or buying medicine.

But there is a fundamental difference. While Trump acts with the logic of a businessman cutting costs without regard for human consequences, Petobello has achieved certain advances. In recent months, she has promoted the creation of Primary Care Centers in the villas miseria of Greater Buenos Aires, where historically marginalized populations are treated without being asked for documentation. This policy contrasts with the immigration logic of the United States, where a patient’s legal status can determine their right to be treated. Additionally, Petobello has pushed for local production of generic drugs to reduce dependence on large pharmaceutical companies and ensure access to essential treatments. This policy, though limited by economic crisis, represents a form of resistance to the privatization of healthcare that Trump has embraced without hesitation.

Another crucial point is vaccination. While in the United States even the legitimacy of vaccines is questioned in some conservative sectors, Petobello has launched massive campaigns to restore childhood vaccination rates, which had plummeted during the pandemic. This initiative faces logistical and financial obstacles but reflects a commitment to public health that defies the logic of immediate profit.

And then there is the financial component. While Trump cuts health programs to fund tax cuts for large corporations and the wealthy, in Argentina funds evaporate in schemes of corruption, tax evasion, and speculation. Recent scandals like the $LIBRA cryptocurrency promoted by Javier Milei, which resulted in approximately 250 million dollars in losses for investors, are just one example of how speculative finance can devastate economies and destroy lives as efficiently as traditional weapons. Similarly, figures like Gavin Kliger, associated with Dogecoin, have been accused of conflicts of interest and practices that undermine consumer financial protection, feeding a financial ecosystem that preys on the most vulnerable while generating fortunes for a select few.

In both cases, the result is the same: human lives converted into negotiable numbers, bodies treated as data, as commodities, as economic externalities that can be eliminated to restore balance to the accounts. It is a financial holocaust, a slow extermination that is not measured in burned bodies but in ignored bodies, in lives not counted, in numbers that disappear in the shadows of spreadsheets.

But there is another, more perverse, dimension to this financial extermination calculus. While Trump cuts aid and Milei plays Russian roulette with his citizens’ savings, figures like Elizabeth Warren denounce the transformation of the human body into genetic capital, into biometric data that is bought and sold in Silicon Valley markets. The body as code, as patent, as intellectual property, as negotiable action, whose value fluctuates with financial crises, pandemics, and central bank decisions.

Here is where technologies like CRISPR, pharmacogenetics, and genetic prediction algorithms come into play. If in the past lives were managed through population policies, now they are managed at the molecular level. Pharmacogenetics allows for personalized treatments but also creates niche markets for each genetic profile, deepening the gap between those who can afford genetic editing and those who cannot. These advances, presented as technological revolutions, are not neutral. They are part of a new form of biopolitics, where bodies are reduced to data, to codes that can be corrected, optimized, or discarded according to their economic value.

In both cases, the result is the same: human lives converted into negotiable numbers, bodies treated as data, as commodities, as economic externalities that can be eliminated to restore balance to the accounts. It is a financial holocaust, a slow extermination that is not measured in burned bodies but in ignored bodies, in lives not counted, in numbers that disappear in the shadows of spreadsheets.

The question is always the same: What is the value of a human life? What price are we willing to pay to sustain an economic system that turns us all into data, into genetic codes, into numbers that can be added or subtracted with a click? And more importantly, what are we willing to do to resist this logic, to create a system where human lives are not just figures in an unjustifiable Excel sheet?

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