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El palco presidencial como ataúd
La celebración por los 50 años de carrera de Roberto Piazza no fue un desfile más. No solo por su ubicación —Señor Tango en San Telmo, un espacio saturado de vitrales, plumas y espectáculo rancio de turismo gastado—, sino porque la pasarela se convirtió en el verdadero corazón estético del nuevo orden libertario. Sentado en primera fila y rodeado de una cápsula de seguridad emocional y física, el presidente Javier Milei se dejó ver junto a Patricia Bullrich, Lizy Tagliani, el vocero Manuel Adorni, el Ministro de Cultura de quien ni me acuerdo el nombre y, una momia, Mirtha Legrand, quien desde el escenario gritó: “¡Viva la libertad, carajo!” como si la consigna libertaria se hubiera teñido de lamé, rímel y mortaja porque esta mujer ya no sabe lo que dice.

Es cada vez más evidente que entre Milei y Piazza hay algo. Un pacto, una relación, un enfieste, no sé…algo. Este encuentro no es entre un político y un artista, sino entre dos sobrevivientes que hicieron del espectáculo su forma de anestesia. Ni lo de Milei es la política ni lo de Piazza es la moda. Lo de ambos es un tipo de espectáculo camp que, de alguna manera, es una performance que reacciona a algo o que, al menos, busca tapar algo.
Entre Milei y Piazza hay algo. Un pacto, un enfieste…algo. Este encuentro no es entre un político y un artista, sino entre dos sobrevivientes que hicieron del espectáculo su forma de anestesia.
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Milei: Del odio al amor gay
Por eso, mi premisa de hoy es que la escena del desfile de Piazza fue, en realidad, una escena de encubrimiento: del dolor, del deseo interrumpido, del pasado, de la vergüenza de un trauma originario que justifica sus violencias. En Davos, Milei salió a decir que los gays son pedófilos pero tal vez esa fue la proyección espectral de sus propios deseos. Lo que queda claro es que ese intento de represión de lo queer ha solo tomado la forma de la discontinuidad de la medicación de HIV. Esto es un genocidio en si mismo, de un grado de crueldad abstracto pero inédito. Con la sola excepción del gobierno de Mauricio Macri que hizo algo así durante unos meses.
La escena del desfile de Piazza fue, en realidad, una escena de encubrimiento presidencial: del dolor, del deseo interrumpido, del pasado, de la vergüenza de un trauma originario que justifica sus violencias.
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Milei nunca debió ir a ese evento ya que el maquillaje de su trauma quedo en evidencia y la disidencia que Piazza pretende encarnar fue ofrecida como fiesta privada para un amo impotente.
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Lo que hace gay a Milei, a la luz del día, o mejor dicho, de la noche, es el modo en el que neutraliza lo queer, lo estetiza. Con Piazza, esto se logra, transformándolo en decorado de circo de la muerte. Y así, el fascismo se vuelve ‘glamoroso’ porque existe a través del trauma. Lo gay para Milei y Piazza es maquillado, tatuado, rancio. Lo que Piazza organizó fue un espectáculo circense donde la disidencia se ofreció como fiesta semi-privada para un amo. Milei nunca debió ir a ese evento ya que el maquillaje de su trauma quedo en evidencia y la disidencia que Piazza pretende encarnar fue ofrecida como fiesta privada para un amo impotente.
Lo que hace gay a Milei, a la luz del día, o mejor dicho, de la noche, es el modo en el que neutraliza lo queer, lo estetiza. Con Piazza, esto se logra, transformándolo en decorado de circo de la muerte
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Milei como virgen barroca posmoderna
La escena fue organizada, cuidada, ritualizada. No hubo espontaneidad sino liturgia. Milei apareció como una virgen barroca posmoderna, inalcanzable, pero deseante. Ese fue el verdadero gesto. No iba a recibir el espectáculo, sino a encarnarlo. El desfile celebraba los 50 años de Piazza con la moda, pero la consagración no fue para el diseñador. Fue para el pacto. Porque en esa pasarela se escenificó un tipo particular de transacción: el artificio como redención, la herida como vestuario, el deseo como secreto compartido entre figuras públicas que no pueden decir lo que son, pero lo dramatizan para sobrevivir.
La escena fue organizada, cuidada, ritualizada. No hubo espontaneidad sino liturgia. Milei apareció como una virgen barroca posmoderna, inalcanzable, pero deseante.
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Piazza presentó su habitual exceso carente de mirada estética que lo convierte en una suerte de precursor del cosplay de una mujer de barrio que sueña con el glamour de Hollywood y cree poder alcanzarlo: cuerpos envueltos en capas, lentejuelas, dramatismo textil y plumas. El, su marido y Milei ensayando una masculinidad exagerada pero con olor a caca y ese olor, así como el mal gusto de las lentejuelas tenemos al yo herido, cuidadosamente coreografiado para que el trauma se vuelva estilo.
La moda como defensa para no caer en el agujero negro de la angustia. La puesta en escena no como vanidad, sino como último sostén psíquico de una identidad fracturada. Porque tanto Piazza como Milei fueron víctimas de violencia masculina.
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La moda como defensa maníaca —como diría Melanie Klein— ante el riesgo de caer en el agujero negro de la angustia. La puesta en escena no como vanidad, sino como último sostén psíquico de una identidad fracturada. Porque tanto Piazza como Milei, y esto no es anecdótico, han hablado de la violencia que ejercieron sus padres sobre ellos. Y ese dato, desde una lectura psicoanalítica, no se puede subestimar. El padre —como función simbólica— es quien introduce la Ley, el límite, el orden. Pero cuando esa figura se convierte en agente de terror, no hay inscripción simbólica sino un trauma que deja huella en el cuerpo y la subjetividad. Como diría Lacan, la Ley no fue dicha: fue golpeada. Ante ese padre maligno, el niño queda escindido: dividido entre una parte que desea amor y otra que solo espera el próximo ataque. Lo que se fractura es el narcisismo primario —ese núcleo de autoestima elemental que, si es devastado, obliga al yo a inventar una máscara para seguir vivo. El cosplay de ambos es posiblemente su sexualidad que viene condimentada por lo furtivo por parte del Presidente de la Nación y el poder, por parte de la pareja de Piazza y el marido.
Ante ese padre (o hermano) maligno, el niño se divide en dos: amor y odio. La autoestima se fractura y obliga al yo a inventar una máscara para seguir vivo. El cosplay.
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Milei y Piazza: Una pareja trágicamente brillante
Piazza y Milei son, en ese sentido, payasos trágicos, intocables por lo desagradables. Figuras que han convertido su dolor en espectáculo, su angustia en performance. Pero no lo hacen por frivolidad, sino por estructura. Este tipo de subjetividad muchas veces nace de una catástrofe narcisista: el yo desmoronado ante el rechazo y la vergüenza. Y lo que emerge no es una identidad estable sino una estética de la exposición, donde el cuerpo se transforma en superficie de inscripción de lo que no se puede decir: “mírenme”, dice el disfraz, “pero no me toquen”. El brillo es el límite.En ese marco, la presencia de Milei en el desfile no fue accidental. Fue la escena final de un pacto entre dos masculinidades quebradas que encontraron en la teatralidad una forma de habitar lo insoportable.
La presencia de Milei en el desfile no fue accidental. Fue la escena final de un pacto entre dos masculinidades quebradas que encontraron en la teatralidad una forma de habitar lo insoportable.
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Jorge Rial lo intuyó —y lo dijo hoy, tirando una bomba: hay una relación entre Piazza y Milei que excede lo público. Sino ocurrió, se sugirió y fue eso lo que hizo que Yuyito González saliera corriendo. Ahora podemos entender la diferencia entre Lilia Lemoine y Yuyito. La primera es metamórfica, cosplayer que, rápidamente, entendió las reglas de juego y rediseñó su estética para encajar en el fetiche presidencial. Por eso se viste de hombre y lo pone todo el tiempo en Instagram para que este la llame. Es lo mas cerca que se se acercaba Milei a su lado gay pero ahora, Lemoine ha dejado de ser imprescindible para el Presidente. Pero la clave no es si Milei “es o no es”: la clave es que no puede decirlo, que lo que desea no puede inscribirse en el lenguaje sino sólo en la puesta en escena. Lo que Freud llamaría “retorno de lo reprimido” aparece aquí como lentejuela, como abrazo imposible entre dos hombres que nunca fueron hijos amados.
Ahora podemos entender la diferencia entre Lilia Lemoine y Yuyito. La cosplayer que encaja en el fetiche presidencial. Por eso se viste de hombre viejo mientras se los reprime.
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El deseo homosexual transformado en misoginia
El grave problema de esto es que el deseo homosexual no asumido, desde esta perspectiva, no se niega con silencio: se desplaza con violencia. Como en el caso de Diddy, donde la homosexualidad reprimida parece haber sido proyectada sobre el cuerpo de una mujer (Cassie), a quien convirtió en objeto de triangulación, vigilancia y abuso. En ambos casos, el deseo hacia el mismo sexo no se reprime solo: se convierte en una máquina de destrucción del otro. El cuerpo femenino se vuelve pantalla sobre la cual se proyecta el conflicto no resuelto con la masculinidad, con el padre, con el propio deseo. Así, tanto en Diddy como en Milei, la figura de la mujer (Cassie, Yuyito, la imitadora, Lilia) es instrumental: un testigo decorativo de un drama que no le pertenece pero que la consume. Un payaso que copia al payaso y de ultima es descartable y hasta torturable.
Tanto en Diddy como Milei, ven a la mujer (Cassie, Yuyito, la imitadora, Lilia) como descartable. Un payaso que copia al payaso y de ultima es torturable.
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Desde Lacan, el goce que el Otro obtiene del cuerpo del sujeto no es amor, es uso. En Milei y en Piazza, el cuerpo propio —y el del otro— funciona como soporte de ese goce: uno que no se puede vivir directamente, sino solo hacer circular a través del artificio. El resultado es una estética camp involuntaria: el ridículo como defensa, el escándalo como estructura, el disfraz como último refugio. Porque cuando no se puede articular el trauma, lo único que queda es representarlo. La moda de Piazza siempre ha sido cosplay. Jamás fue moda. La risa, el aplauso, el escándalo: todo eso sostiene un yo que, de otro modo, se desarmaría. La única que faltaba en la fiesta era Susana pero esta fiesta es demasiado grasa para ella.
Cuando no se puede articular el trauma, lo único que queda es representarlo. La moda de Piazza siempre ha sido cosplay. Jamás fue moda.
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Por eso el desfile fue tan importante. Porque no fue solo moda. Fue una misa profana en la que el yo se consagró bajo luces de neón, con la bendición de una Mirtha Legrand que, sin saberlo, ofició como madre simbólica de una masculinidad rota que grita “¡viva la libertad, carajo!” porque jamás pudo decir “papá”.
El espejo de los Narcisos violados
En ese sentido, lo que Rial reveló con su comentario no fue un chisme, sino una estructura. Desde esta perspectiva, Milei y Piazza no se aman ni se traicionan: se reflejan. Dos hombres sin padre simbólico, con narcisismos heridos, que encontraron en la teatralidad del escándalo una forma de habitar el mundo. El primero desde la política, el segundo desde la moda. Ambos como figuras de un poder que ya no necesita ideas: necesita formas. Estéticas. Coreografías. Escándalos. Ambos encarnan la que, tal vez, es la única verdad de nuestra época: que el trauma, si no se elabora, se actúa. Y que lo reprimido no desaparece: se disfraza, se maquilla y desfila. Esto fue lo que ocurrió en Señor Tango. Nadie, con un mínimo de sentido del buen gusto, vio eso sin que se le escape una
Dos hombres sin padre simbólico, con narcisismos heridos, que encontraron en la teatralidad del escándalo una forma de habitar el mundo. El primero desde la política, el segundo desde la moda
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Porque al final, lo que vimos no fue un homenaje a la moda ni un gesto de libertad, sino una procesión de máscaras heridas. Un presidente que grita libertad para no decir deseo que me cojan. Un diseñador que viste su trauma con tules y lentejuelas baratas con costureras impagas y hacinadas en una cocina. Una Patricia Bullrich tortillera que se disfrazó en Señor Tango de inclusiva mientras reprime a los jubilados pero se le notó el asco de clase. Y un público que aplaude sin preguntar qué hay detrás del brillo. Pero bajo tanta luz, la sombra del padre sigue ahí. Muda, intacta, esperando su próximo acto. Y en el fondo, todos lo sabemos: el show siempre está dedicado a él y a la promesa de una violencia que ya no vuelve. Entonces, se la reproduce.
Una Patricia Bullrich tortillera que se disfrazó en Señor Tango de inclusiva mientras reprime a los jubilados pero se le notó el asco de clase.
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The President’s attendance at Roberto Piazza’s fashion show: camp excess as familial violence transformed into mutual desire
The Presidential Box as Coffin
The celebration of Roberto Piazza’s 50-year career in fashion was far from just another runway show. Not only because of its location—Señor Tango in San Telmo, a venue soaked in stained glass, feathers, and the rancid spectacle of worn-out tourism—but because the catwalk became the aesthetic heart of Argentina’s new libertarian order. Seated front row, encased in both emotional and physical security, President Javier Milei made his appearance alongside Patricia Bullrich, Lizy Tagliani, press secretary Manuel Adorni, the Culture Minister whose name escapes me, and a mummy: Mirtha Legrand, who took to the stage to shout “¡Viva la libertad, carajo!” as if the libertarian slogan had been dipped in lamé, mascara, and funeral veils—because at this point, the woman no longer knows what she’s saying.

It is increasingly evident that something exists between Milei and Piazza. A pact, a relationship, a debauchery, I don’t know… something. This encounter wasn’t between a politician and an artist, but between two survivors who made spectacle their anesthesia. Milei is not politics, and Piazza is not fashion. What they share is a type of camp performance that reacts to something—or at the very least, tries to cover it up.
It is increasingly evident that something exists between Milei and Piazza. A pact, a relationship, a debauchery, I don’t know… something.
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This is why today’s premise is clear: Piazza’s runway was, in truth, a scene of concealment—of pain, interrupted desire, the past, and the shame of an originary trauma that justifies their violences. At Davos, Milei declared that gay people are pedophiles, but perhaps that was the spectral projection of his own desires. What’s increasingly obvious is that his repression of queerness has taken the form of discontinuing HIV medication access. That, in itself, is a form of genocide—abstract in cruelty but unprecedented. With the sole exception of a few months during the Macri government, no administration has been so brutal.
At Davos, Milei declared that gay people are pedophiles, but perhaps that was the spectral projection of his own desires.
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Milei: From Gay Hatred to Camp Love
What makes Milei queer—out in the open, or rather in the night—is not that he claims it, but that he neutralizes queerness, aesthetizes it. And this is achieved through Piazza, now functioning as an honorary Queer Culture Minister (a contradiction in terms, and I say that with irony), whose only function is to turn the gay into circus décor. In this way, fascism becomes “glamorous”—because it feeds on trauma. Gayness, for Milei and Piazza, is something tattooed, powdered, stale. What Piazza staged was a circus show in which dissent was offered as a semi-private party for the master. Milei should never have been there. Trauma gets made up, and dissent becomes a private party for power.
Gayness, for Milei and Piazza, is something tattooed, powdered, stale. What Piazza staged was a circus show in which dissent was offered as a semi-private party for the master
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The scene was choreographed, controlled, ritualized. No spontaneity, only liturgy. Milei appeared like a postmodern baroque virgin—untouchable, but desiring. That was the real gesture. He wasn’t there to receive the spectacle; he was there to become it. The show celebrated Piazza’s 50 years in fashion, but the true consecration wasn’t for the designer. It was for the pact. Because what was enacted on that catwalk was a specific type of transaction: artifice as redemption, wounding as costume, desire as a secret shared between public figures who cannot say what they are, but who dramatize it to survive.
The true consecration wasn’t for Piazza. It was for their pact. Because what was enacted on that catwalk was desire as a secret shared between public figures who cannot say what they are,
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Piazza displayed his usual excess, void of any aesthetic gaze—like a forerunner of the cosplay of a suburban woman dreaming of Hollywood glamour, convinced she can touch it. Layered bodies, sequins, fabric drama, feathers. He, his husband, and Milei rehearsing an exaggerated masculinity that smells faintly of shit. That smell—like the bad taste of sequins—is the scent of the wounded ego, carefully choreographed so trauma becomes style.
Both Piazza and Milei—this is no minor detail—have spoken publicly about the violence they suffered from men in their families. And that fact, under a psychoanalytic lens, cannot be dismissed.
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Fashion, here, becomes a manic defense—as Melanie Klein would say—against the abyss of anxiety. The performance is not vanity; it’s the final psychic scaffolding for a fractured identity. Because both Piazza and Milei—this is no minor detail—have spoken publicly about the violence they suffered from their fathers. And that fact, under a psychoanalytic lens, cannot be dismissed.
The 50th Anniversary in Señor Tango Fashion, showed designer Piazza in manic defence—as Melanie Klein would say—against the abyss of anxiety. Not as vanity but as the final psychic scaffolding for a fractured identity
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The father—as symbolic function—should introduce the Law, the limit, the structure. But when he becomes an agent of terror, what’s left isn’t symbolic inscription but trauma that carves into the body and psyche. As Lacan would say, the Law wasn’t spoken—it was beaten. Faced with that malignant father, the child splits: part of him still longs for love; the other just braces for the next blow. What fractures is primary narcissism—that basic self-worth which, when destroyed, forces the ego to create a mask in order to survive. The cosplay of both men is perhaps the expression of their sexuality, flavored by secrecy in the president’s case, and by power in Piazza and his partner’s.
Tragic Queer Clowns
In that sense, Piazza and Milei are tragic clowns—untouchable not because they’re sacred, but because they’re repellent. They’ve turned their pain into spectacle, their anguish into performance. Not out of frivolity, but by psychic necessity. This type of subjectivity often emerges from a narcissistic catastrophe: a self shattered by rejection and shame. And what rises from the wreckage isn’t a stable identity but an aesthetics of exposure, where the body becomes a surface on which to inscribe what cannot be said. “Look at me,” says the costume, “but don’t touch.” Glitter is the boundary.
Piazza and Milei are tragic clowns—untouchable not because they’re sacred, but because they’re repellent. They’ve turned their pain into spectacle, not out of frivolity, but by psychic necessity
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In that framework, Milei’s presence at the show was no accident. It was the final scene in a pact between two broken masculinities that found in theatricality a way to inhabit the unbearable.
Jorge Rial sensed it—and said so, dropping the bomb: there’s a relationship between Piazza and Milei that exceeds the public. Even if it didn’t happen, it was suggested—and that suggestion is what likely made Yuyito González run. Now we understand the difference between Lilia Lemoine and Yuyito. The former is metamorphic, a cosplayer who quickly grasped the rules of the game and redesigned her look to match the presidential fetish. That’s why she dresses as a man and flaunts it on Instagram, hoping he’ll call. It was the closest Milei ever got to his queer side. But now, Lemoine is no longer indispensable to the President.
The key isn’t whether Milei “is or isn’t.” The key is that he can’t say it. That what he desires cannot enter language—only performance. What Freud called the “return of the repressed” shows up here in sequins, in an impossible embrace between two men who were never truly loved as sons. And the grave problem with this is that repressed homosexual desire doesn’t simply vanish—it gets displaced through violence. Just like in the case of Diddy, where repressed homosexuality seems to have been projected onto a woman’s body—Cassie—whom he used as a triangulated object of control, surveillance, and abuse. In both cases, desire toward men doesn’t vanish—it becomes a machine for destroying others. The female body becomes a screen onto which the unresolved conflict with masculinity, the father, and one’s own desire is projected. In this way, both Cassie and Yuyito, the impersonator and Lilia, are made instruments—decorative witnesses to a drama that doesn’t belong to them but consumes them. One clown copying another, always disposable—sometimes even
Just like in the case of Diddy, where repressed homosexuality seems to have been projected onto a woman’s body—Cassie—whom he used as a triangulated object of abuse. In both cases, desire toward men doesn’t vanish—it becomes a machine for destruction.
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From a Lacanian view, the jouissance that the Other extracts from the subject’s body is not love—it’s use. In Milei and Piazza, both their own bodies—and those of others—become vessels for that jouissance: not something that can be lived directly, but only made to circulate through artifice. The result is a form of involuntary camp: ridicule as defense, scandal as structure, costume as final refuge. When trauma cannot be articulated, it must be performed.
Ridicule as defense, scandal as structure, costume as final refuge. When trauma cannot be articulated, it must be performed.
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Piazza’s fashion has always been cosplay. It’s never been fashion. The laughter, the applause, the scandal—those are what prop up an ego that might otherwise fall apart. The only person missing from the party was Susana, but this party was far too tacky for her. That’s why the show mattered. Because it wasn’t about fashion. It was a profane mass where the ego was consecrated under neon lights, with the blessing of Mirtha Legrand—who, without knowing it, stood as symbolic mother to a shattered masculinity that screams “freedom!” because it could never say “father.”
It was a profane mass where the ego was consecrated under neon lights,—who, without knowing it, stood as symbolic mother to a shattered masculinity that screams “freedom!” because it could never say “father.”
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Turning the Closet into Mysogyny
From this angle, what Rial revealed wasn’t gossip—it was structure. Milei and Piazza don’t love or betray each other—they reflect one another. Two men without a symbolic father, with wounded narcissism, who found in scandal’s theatricality a way to survive. One through politics. The other through fashion. Both as figures of a power that no longer needs ideas—only forms. Aesthetics. Choreography. Scandal.
They embody what may be the only truth of our time: trauma, if not processed, is acted out. And the repressed doesn’t vanish—it gets dressed up, made up, and paraded down the runway. That’s what happened at Señor Tango. No one with the slightest sense of taste saw that and didn’t feel the urge to gag. Because in the end, what we witnessed wasn’t a tribute to fashion or a gesture of freedom. It was a procession of wounded masks. A president shouting “freedom” because he cannot say “desire.” A designer dressing up his trauma in tulle and cheap sequins sewn by unpaid seamstresses crammed into kitchens. A repressed Patricia Bullrich performing inclusivity at Señor Tango while gassing retirees, her class disgust barely concealed. And an audience clapping, never questioning what lies beneath the glitter.
A repressed Patricia Bullrich performing inclusivity at Señor Tango while gassing retirees, her class disgust barely concealed. And an audience clapping, never questioning what lies beneath the glitter.
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But under all that light, the father’s shadow remains—silent, intact, waiting for its next act. And deep down, we all know: the show is always for him, for the promise of a violence that no longer returns—so we reproduce it.





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