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“Ego toco, ergo desaparezco”: no hay aquí una renuncia al yo, sino su reconfiguración como intensidad efímera. En las plataformas como Grindr, donde el cuerpo aparece antes que la palabra y se retira antes que el vínculo, lo que se ensaya no es la ausencia de afecto, sino otra forma —menor, no-confesional— de intimidad. El anonimato no como defensa, sino como propuesta ética.

En las plataformas como Grindr el anonimato no es un mecanismo de defensa sino una propuesta ética.

Grindr – Moral = Nueva Ética

Tom Roach escribió un libro sobre Grindr con el que no me termino de reconciliar pero hace preguntas desde un lado tan productivo que abre a un sin fin de puertas que permiten repensar la plataforma y lo fácil que podemos demonizarla. Ese lado que nos saca de la típica dicotomía de mártires y demonios. Del homosexual en pareja que no usa tecnologías abyectas ni (horror!) droga alguna al gay perdido de degenerado y, según la derecha, peligroso porque amenaza el futuro al no procrear. Cuanto mas hacia la derecha nos movemos en el espectro esta desidentificacion del homosexual con la reproducción adquiere formas que llevaron a Milei, probablemente homosexual, a decir en Davos que los homosexuales eran pedofilos. Lo que Roach dice es que hay que dejar de preguntarse qué destruye Grindr sino comenzar a preguntarse qué piensa. Qué mundo construye, qué formas de relación crea, qué cuerpos fabrica. Podremos hacer esto sin moralizar? 

Hay que dejar de preguntarse qué destruye Grindr sino comenzar a preguntarse qué piensa. Qué mundo construye, qué formas de relación crea, qué cuerpos fabrica. Podremos hacer esto sin moralizar? 

Grindr no es el cementerio del amor, como muchos dicen y lo que sea que signifique ‘amor’ sino su mutación en condiciones de impersonalidad tecnológica y esto es lo que lo hace relevante. Grindr no nos presenta biografías o CVs, como algunos apps para gente desesperada por no sentarse en la mesa social de sus amigos como los solteros (perdedores en la vida, supuestamente) sino que Grindr presenta cuerpos e intenciones, con promesas y fantasías. Allí donde antes había un nombre propio, en Grindr (y aclaro que ya no tengo cuenta) hay distancia, repetición, silencio.

La Ètica de la Coexistencia Anónima

Ese silencio post-encuentro en Grindr no es un fracaso comunicativo sino un género (literario) ya que, en ese contexto, no se fracasa al no hablar: se experimenta una relación sin confesión. Lo importante no es que el otro me escuche, sino que esté. No necesito que me interprete, ni que me entienda. No quiero ser visto en mi singularidad, sino en mi opacidad. Grindr sustituye la lógica del reconocimiento —base del liberalismo sexual— por una ética de la coexistencia anónima. Ya no se trata de decirle al otro quién soy para que me acepte, sino de estar junto al otro sin que eso devenga en una promesa de apropiación mutua, identificación como pareja, o interpretación de ningún tipo….el famoso: ‘Y ustedes dos son novios?’  

Ya no se trata de decirle al otro quién soy para que me acepte, sino de estar junto al otro sin que eso devenga en una promesa de apropiación mutua.

Grindr pone en crisis a la subjetividad moderna. La idea de que hay un ‘yo’ auténtico. Una interioridad que debe ser dicha, revelada, curada. Frente a eso, Grindr propone una ética sin interior. Un presente sin pasado. Un cuerpo sin psicología. No tenemos por qué ser únicos para ser deseables. La singularidad no es requisito de la relación. Lo que importa no es el otro, sino la forma del encuentro y esto es clave para entender el universo Grindr y lo que aporta. 

Lo que importa no es el otro, sino la forma del encuentro y esto es clave para entender el universo Grindr y lo que aporta. 

‘Me relaciono con vos, no porque te reconozco como distinto, sino porque no necesito hacerlo’. El otro no es ni espejo, ni acuerdo, ni amenaza. Es eso que pasa, eso que toca, eso que no tiene que explicarme nada pero deja una huella en mí. Pero ojo que esa huella es en mi y muere en mi. No es la huella de la esperanza romántica del ‘ya te va a llegar’. 

Me relaciono con vos porque no necesito hacerlo’. El otro no es ni espejo, ni amenaza. Es eso que pasa, eso que toca, eso que no tiene que explicarme nada.

Esta forma de relación no está exenta de cierto grado de violencia. Pero la violencia no está en la impersonalidad, sino en el intento de obligar al otro a tener un significado para uno. La violencia es obligar al otro a decir “quién es”. A prometer algo. A aparecer más allá del momento. 

Grindr como Ágora

Es acá donde Grindr se vuelve entonces una escena política: una práctica de coexistencia no asegurada. Cómo todas, a la larga o a la corta. Lo que hace, sin embargo, interesante a Grindr es que no hay comunidad sino que hay una colección de cuerpos que pasan. Y en esa colección de cuerpos flotantes se juega otra cosa:  el acontecimiento sin sujeto, el roce sin historia, el afecto sin deuda. Quién dice que en un encuentro de Grindr no hay afecto? El tema es que no viene preñado de una serie de herencias. Así, la  relación se desliga del relato del amor, del contrato de pareja, de la economía emocional y del sacrificio.

Quién dice que en un encuentro de Grindr no hay afecto? El tema es que no viene preñado de una serie de herencias. Así, la  relación se desliga del relato del amor, del contrato, del sacrificio

La pregunta que el sistema no puede tolerar, seria la siguiente, o mejor dicho, las siguiente: ¿Es posible intimidad sin redención? ¿Es posible una ética que no se base en la promesa o, por lo menos, la amenaza de ser herido? ¿Un estar-juntos que no derive en forma pareja ni en comunidad identificable? ¿Puede el vínculo no confesional -los boludos que hablan en la primera persona del plural- ser también un modo de cuidado? Esto ultimo es clave. 

La respuesta que Grindr sugiere —si sabemos leerla— es afirmativa. Allí donde no hay diálogo hay posibilidad. Allí donde no hay garantías hay ética. Allí donde no hay futuro, hay presencia. Es más, lo que pasa en Grindr puede y es más ético que una relación de pareja en donde lo que está en juego, por la fuerza de la gravedad de las instituciones, los compromisos y las hipotecas, se vuelve prostibulario. 

Dándole letra a una cultura gay culposa y abatida

La cultura gay no han sabido qué hacer con lo impersonal desde la crisis del SIDA pero es momento de dejarnos de cargar con la culpa. Basta de leer Grindr, por dar solo un ejemplo, como síntoma de una enfermedad, como alienación o como decadencia. Grindr puede ser una respuesta privatizada pero en un sentido productivo al mandato contemporáneo a estar a la vista, mostrarse, confesar todo, buscar validación de amigos que no existen, de tener que trabajar en uno mismo para curarse vaya a saber uno de qué. 

Grindr puede ser una respuesta privatizada pero en un sentido productivo al mandato contemporáneo a estar a la vista, mostrarse, confesar todo, buscar validación de amigos que no existen

Grindr, entonces, no es solo una tecnología del deseo. Es una filosofía relacional. Una escena en la que se juega la posibilidad de querer sin retener, de tocar sin poseer, de desaparecer sin ser castigado. No se trata de romantizar, sino de entender de qué viene la cosa.. Y por qué eso nos resulta, todavía, tan intolerable.

¿Y si fueran ustedes —los heterosexuales con sus vínculos hipotecados, sus cenas de pareja, sus traiciones reglamentadas y su coaching emocional— quienes tuvieran algo que aprender de nosotros, los que tocamos y desaparecemos? ¿Y si amar no fuera confesarlo todo, sino no exigir nada? ¿Y si el afecto, para ser ético, tuviera que abandonar la forma pareja y la monogamia forzada? ¿O acaso el fracaso repetido de sus relaciones no indica que quizás haya que dejar de prometer y empezar, por fin, a tocar? Just saying. 

¿Y si el afecto, para ser ético, tuviera que abandonar la forma pareja y la monogamia forzada? ¿O acaso el fracaso repetido de sus relaciones no indica que quizás haya que dejar de prometer y empezar, por fin, a tocar?

Ego I Touch, Ergo I Am: The Solitude We Share: How touching becomes being when nothing is promised

I was in Greece when I ran into Tom Roach, who wrote a book about Grindr I’m still not fully at peace with, but which poses questions from a productive place. That space beyond the usual dichotomy of martyrs and demons. Between the coupled homosexual who steers clear of abject technologies and (horror!) drugs, and the lost, degenerate gay man who, according to the right, is dangerous because he threatens the future by refusing to reproduce. The further right one moves on the spectrum, the more this disidentification of the homosexual from reproduction takes monstrous forms—forms that led Milei, likely homosexual himself, to declare in Davos that homosexuals are pedophiles.

What Roach proposes is that we should stop asking what Grindr destroys and start asking what it thinks. What kind of world it constructs, what kinds of relationships it creates, what kinds of bodies it fabricates. Can we do that without moralizing?

Grindr isn’t the graveyard of love, as so many claim—whatever “love” even means—but its mutation under technological impersonalism, and that’s what makes it relevant. Grindr doesn’t present us with biographies or CVs, like the apps for people desperate not to be the lone single at the dinner party (life’s supposed losers). Grindr presents bodies and intentions, fantasies and offers. Where once there was a proper name, Grindr (and just for the record, I no longer have an account) gives us distance, repetition, silence.

Grindr isn’t the graveyard of love, as so many claim—whatever “love” even means—but its mutation under technological impersonalism, and that’s what makes it relevant.

And that silence isn’t a failure of communication. It is, let’s say, its literary genre. On Grindr, not speaking isn’t a breakdown—it’s an experience of relation without confession. What matters isn’t that the other listens to me, but that he is there. I don’t need him to interpret me, or understand me. I don’t want to be seen in my uniqueness, but in my opacity. Grindr replaces the logic of recognition—the foundation of sexual liberalism—with an ethics of anonymous coexistence. It’s no longer about telling the other who I am so they’ll accept me, but about being alongside someone without that becoming a promise of mutual appropriation, couplehood, or any form of interpretation. That dreadful: “So… what are you two?”

What matters isn’t that the other listens to me, but that he is there. I don’t need him to interpret me, or understand me. I don’t want to be seen in my uniqueness, but in my opacity.

Grindr puts modern subjectivity in crisis. The idea that there is an authentic “I,” an interiority that must be told, revealed, healed. Against this, Grindr proposes an ethics without interiority. A present without a past. A body without psychology. We don’t need to be unique to be desirable. Singularity isn’t a prerequisite for relation. What matters is not the other, but the form of the encounter—and that is key to understanding the Grindr universe and what it brings.

We don’t need to be unique to be desirable. Singularity isn’t a prerequisite for relation. What matters is not the other, but the form of the encounter.

“I relate to you not because I recognize you as different, but because I don’t need to.” The other is not mirror, nor agreement, nor threat. He is something that happens, that touches, that doesn’t need to explain itself but leaves a mark on me. Though let’s be clear: that mark is on me and dies in me. It’s not the mark of romantic hope, of “your time will come.”

This form of relation isn’t free of violence. But the violence isn’t in the impersonal. It lies in the demand that the other have meaning for me. Violence is asking the other to say “who they are.” To promise something. To appear beyond the moment.

This is where Grindr becomes a political scene: a practice of non-assured coexistence. Like all coexistence, sooner or later. What makes Grindr interesting, however, is that there is no “community”—there is a collection of passing bodies. And within that floating archive, something else plays out: the event without subject, the contact without history, the affect without debt. Who says there’s no affection in a Grindr hookup? The difference is that it doesn’t arrive already burdened with inherited scripts. Thus, the relation breaks away from the love story, the couple contract, the emotional economy of sacrifice.

What makes Grindr interesting, however, is that there is no “community”—there is a collection of passing bodies. And within that floating archive, something else plays out: Who says there’s no affection in a Grindr hookup?

The question the system cannot tolerate is this—or rather, these: Is intimacy without redemption possible? Is an ethics possible that isn’t based on promise, or at the very least the threat of being wounded? A being-together that doesn’t congeal into couple-form or identifiable community? Can a non-confessional bond—the kind of bullshit where people talk in the first-person plural—also be a mode of care? That last one is crucial.

What happens on Grindr may be more ethical than a traditional relationship where what’s at stake, under the gravitational pull of institutions, commitments and mortgages, becomes conveniently transactional.

The answer Grindr suggests—if we know how to read it—is yes. Where there is no dialogue, there is possibility. Where there are no guarantees, there is ethics. Where there is no future, there is presence. In fact, what happens on Grindr may be—and often is—more ethical than a traditional relationship where what’s at stake, under the gravitational pull of institutions, commitments and mortgages, becomes conveniently transactional.

Can a non-confessional bond—the kind of bullshit where people talk in the first-person plural—also be a mode of care?

Gay culture hasn’t known what to do with the impersonal since the AIDS crisis. But maybe it’s time to stop carrying that guilt. Enough with reading Grindr—just to name one case—as a symptom of disease, as alienation or decadence. Grindr might be a privatized response, yes, but a productive one, to the contemporary mandate to show oneself, confess everything, seek validation from friends that don’t exist, work on oneself to “heal” from who knows what.

Grindr, then, isn’t just a technology of desire. It is a relational philosophy. A scene in which we rehearse the possibility of wanting without holding, of touching without owning, of disappearing without being punished. This is not about romanticizing—but about understanding what it’s actually doing. And why that still feels so intolerable to so many.

And what if it’s you—yes, you, the heterosexuals with your mortgaged relationships, your dinner dates, your managed betrayals and your therapeutic life coaching—who might have something to learn from us, the ones who touch and vanish? What if loving wasn’t about confessing everything, but demanding nothing? What if ethical affection had to abandon the couple form and compulsory monogamy? Or is it not the repeated failure of your own relationships that suggests, maybe, it’s time to stop promising and start, at last, touching?

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