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En la Argentina actual, no elegimos ideas: elegimos administradores emocionales del colapso. No hay horizonte, solo ruina. Lo que votamos no es futuro, sino el tipo de afecto con el que queremos sobrevivir la catástrofe. En ese escenario, Leandro Santoro y Manuel Adorni no representan modelos opuestos de ciudad o país, sino formas antagónicas pero complementarias de extractivismo político: uno ofrece consuelo estatal, el otro escarmiento desde el poder. Ambos extraen, ambos gestionan, ambos operan.
Santoro y Adorni no representan modelos opuestos de país, sino formas antagónicas pero complementarias de extractivismo político: uno ofrece consuelo estatal, el otro escarmiento desde el poder.
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Santoro y la retórica del progresismo ‘razonable’
Leandro Santoro, por ejemplo, habla el lenguaje del progresismo razonable. En su campaña por la Jefatura de Gobierno porteña, propuso un “shock de viviendas públicas”, regulaciones al mercado de alquiler y reconversión del microcentro. Se vistió de verde, citó a Pepe Mujica, y convocó a “recuperar el humanismo”. Pero ese humanismo viene encapsulado en un cuerpo político con pedigrí de casta: exyerno de Leopoldo Moreau, formado en la UCR, reciclado en el kirchnerismo, Santoro es parte del aparato que prometió renovar la política mientras la institucionalizaba como forma de administración de herencias. No interrumpe el sistema: lo modula con voz amable.
El humanismo de Santoro viene encapsulado en un cuerpo político con pedigrí de casta: ex yerno de Moreau, formado en la UCR, reciclado en el kirchnerismo. Es parte del aparato que prometió renovar.
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Su narrativa es tranquilizadora. Su enemigo es la crueldad. Pero lo que no dice es que la máquina que habita necesita esa crueldad para legitimarse por contraste. Santoro no puede existir sin Adorni. Su afecto solo adquiere valor en el espejo de la hostilidad ajena. Y así, en un país sin respuestas estructurales, su rol es ofrecer una estética del cuidado, una narrativa del Estado protector, mientras el poder real se reproduce en mesas cerradas.
Santoro no puede existir sin Adorni. Su afecto solo adquiere valor en el espejo de la hostilidad ajena. Su rol es ofrecer una estética del cuidado mientras el poder real se reproduce a puertas cerradas.
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Adorni, el tecnócrata (ponéle) del desprecio
Del otro lado está Manuel Adorni: tecnócrata del desprecio, portavoz de la crueldad, actor de la política como espectáculo punitivo. En sus conferencias de prensa —que parecen sketches más que ruedas de prensa— se burla del hambre, ridiculiza el dolor, insulta a quien pregunta. Justificó despidos masivos como “ordenamiento”, denunció a la migración como “caótica e incontrolable” y defendió la prohibición del lenguaje inclusivo en nombre de una eficiencia que nunca se define. Su tarea no es explicar sino disciplinar. No comunica: castiga.
Manuel Adorni: tecnócrata del desprecio, portavoz de la crueldad, actor de la política como espectáculo punitivo. En sus conferencias de prensa ridiculiza el dolor.
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El estilo Adorni responde a un mandato claro: hacer de la violencia una pedagogía estatal. Cada gesto suyo amplifica la narrativa de Milei según la cual la libertad se alcanza a través del sacrificio de los demás. Su retórica no propone, amenaza. No organiza, humilla. En lugar de Estado, ofrece expulsión. En lugar de justicia, escarnio.
El estilo Adorni responde a un mandato claro: hacer de la violencia una pedagogía estatal. La libertad se alcanza a través del sacrificio de los demás.
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Y sin embargo, ahí está el truco: en comparación con Adorni, cualquiera parece democrático. Incluso Santoro. Incluso el sistema político que lleva décadas vaciando el sentido de lo público. Así se configura el verdadero dispositivo distópico: un ecosistema donde la única elección posible es entre un verdugo transparente y un terapeuta estructuralmente impotente. La política no propone salidas. Propone gestos.
El Santoro Buda administra la herencia, literalmente, de la vieja política
Es cierto que Santoro no despide, no reprime, no odia. Pero tampoco redistribuye el poder, ni cuestiona los fundamentos de la desigualdad, ni rompe con las herencias familiares y partidarias que lo colocaron donde está. Como buen operador emocional del régimen, ofrece pertenencia sin transformación. En él, la gestión del afecto no es violencia, pero sí contención sin ruptura.
Santoro no despide, no reprime, no odia. Pero tampoco redistribuye el poder, ni cuestiona los fundamentos de la desigualdad, ni rompe con las herencias familiares y partidarias.
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Lo que se juega hoy en Argentina no es una elección ideológica, sino un plebiscito emocional. ¿Qué tipo de administración del desastre queremos? ¿Una basada en la violencia verbal y el ajuste performativo? ¿O una basada en la empatía profesionalizada, el progresismo reciclado y la nostalgia de un Estado que ya no existe? Ambas opciones extraen, ambas administran, ambas reproducen lo mismo por medios distintos.
No elegimos ideas, elegimos tonos
No hay afuera. Solo estilos de captura. Y por eso, votar se ha convertido en un acto afectivo en sentido literal. No elegimos ideas, elegimos tono. No decidimos entre políticas, sino entre modos de procesar la ruina. ¿Quién te habla como si te viera? ¿Quién te grita que no existís? ¿Quién te promete un alivio simbólico mientras el ajuste sigue?

La distopía no es que la política se haya vuelto cruel. Es que incluso la amabilidad es ahora una forma de extractivismo. Santoro lo sabe. Adorni lo ejecuta. Y nosotros, huérfanos de alternativa, votamos según el afecto que más nos permita soportar lo insoportable.






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