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La huída semiótica

La política trumpista no se construye con ideas ni programas, sino con enemigos. A través del castigo público, la humillación simbólica y la fabricación de antagonistas, Donald Trump reactiva constantemente el vínculo afectivo con su base. Desde Harvard hasta Taylor Swift, pasando por Walmart, Zelensky o Ramaphosa, cada confrontación es una escena dentro de un teatro populista donde lo que importa no es transformar la realidad sino imponer una narrativa. Siguiendo a Ernesto Laclau, podríamos decir que Trump ha hecho del antagonismo su única forma de hegemonía. Pero hay algo más: ha reducido la política a una semiótica. Harvard es un significante, Walmart otro, Swift otro más. Lo que importa es lo que representan, no lo que hacen.

Trump ha hecho del antagonismo su única forma de hegemonía. Pero hay algo más: ha reducido la política a una semiótica. Harvard es un significante, Walmart otro. Lo que importa es lo que representan, no lo que hacen.

Trump vs. Harvard

Un ejemplo revelador ocurrió en el ámbito universitario: cuando la Universidad de Harvard cuestionó a Trump, su gobierno tomó represalias sin precedentes. Washington revocó la capacidad de Harvard de inscribir a estudiantes internacionales, anulando la certificación que le permitía patrocinar visas de alumnos extranjeros. La medida, anunciada como un castigo por el supuesto “incumplimiento de la ley” de Harvard, amenazó con obligar a miles de estudiantes foráneos a trasladarse o abandonar el país. Harvard denunció de inmediato que se trataba de una represalia ilegal que dañaría gravemente a su comunidad y socavaría su misión académica. De hecho, grupos estudiantiles tacharon el acto de “ejemplo clásico de autoritarismo” y llamaron a la universidad a resistir el embate. Detrás de la retórica oficial –que acusaba a Harvard de “fomentar violencia” y de vínculos con China– asomaba el verdadero motivo: castigar a una institución de la élite intelectual percibida como hostil a Trump. Siguiendo a Laclau, Trump necesita enemigos para unificar simbólicamente a “su” pueblo, y en este caso la academia liberal se convirtió en el blanco perfecto de su venganza política.

Trump necesita enemigos para unificar simbólicamente a “su” pueblo, y en este caso la academia liberal se convirtió en el blanco perfecto de su venganza política.

Trump vs. Walmart

El mismo patrón se repitió en el terreno económico. Cuando la cadena minorista Walmart sugirió que los aranceles de Trump a las importaciones obligarían a subir precios al consumidor, el presidente reaccionó con furia populista. En lugar de admitir que su guerra comercial podía encarecer la vida de la gente común, Trump arremetió contra la empresa: “Walmart debería DEJAR de culpar a los aranceles… Entre Walmart y China deberían ‘COMERSE LOS ARANCELES’ y no cargarles nada a sus valiosos clientes”, proclamó en su red Truth Social. Con esta orden –“que se coman los aranceles”– Trump pretendía mostrarse como defensor de la clase media, obligando al gigante comercial a absorber los costos. Paradójicamente, fue él quien impuso esos aranceles cuyo costo termina pagando el público. Economistas señalaban que al declarar una guerra comercial contra el mundo entero, Trump disparó las expectativas de inflación y minó la confianza de los consumidores, golpeando el bolsillo de los trabajadores. Mientras acusa a Walmart (y a China) de abusos, Trump protege de facto a otras élites económicas con sus políticas: recortó impuestos corporativos y favoreció a grandes empresarios afines, trasladando la carga real al ciudadano común. Este doble juego –retórica antiélite combinada con beneficios a los poderosos– ejemplifica la construcción populista de equivalencias que describe Laclau: Trump convierte a un actor económico en enemigo público para desviar la ira popular, a la vez que mantiene intactos los privilegios de la élite económica aliada.

Mientras acusa a Walmart (y a China) de abusos, Trump protege de facto a otras élites económicas con sus políticas: recortó impuestos corporativos y favoreció a Vladimir Putin

Trump vs. Taylor Swift

En la esfera cultural, Trump también necesita antagonistas para consolidar su relato. La cantante Taylor Swift se convirtió en uno de sus blancos preferidos luego de que la artista tomara partido político en contra de él. Swift, ícono del mainstream musical, apoyó públicamente a candidatos demócratas (Joe Biden en 2020 y Kamala Harris en 2024), desafiando la expectativa de silencio de las celebridades. Trump reaccionó lanzando su propio show de insultos: llegó a escribir en mayúsculas “¡ODIO A TAYLOR SWIFT!” en su plataforma y luego se jactó de que desde que lo dijo, “ella ya no está de moda”. El presidente intentó así convertir a la estrella pop en símbolo de todo lo que “el pueblo” trumpista debería repudiar: la cultura liberal, la industria del entretenimiento “progre” y las voces jóvenes que lo critican. Sin embargo, esta embestida cultural no salió según lo planeado. La propia base MAGA –habitualmente leal a Trump hasta la negación– mostró incomodidad y desconcierto frente al ataque a Swift. Incluso en Truth Social, plataforma habitada casi exclusivamente por trumpistas, muchos seguidores reprocharon el exabrupto, preguntando “¿Por qué estás haciendo esto?” y advirtiendo que esa ofensiva “no le va a ayudar en nada”. Algunos fanáticos sugirieron que la cuenta de Trump había sido hackeada, mientras otros le rogaron que no se enfrentara a la multitud de fans de la cantante. La reacción interna fue reveladora: al apuntar contra una figura tan querida por jóvenes (incluyendo a no pocos votantes republicanos), Trump había complicado la fácil dicotomía amigo/enemigo que suele proponer. Aun así, fiel a su guión, prefirió avivar la guerra cultural y presentarse como paladín contra las celebridades “engreídas”, esperando unir a su base en el agravio compartido, tal como predice Laclau que opera el populismo al construir un adversario común.

En la esfera cultural, Trump también necesita antagonistas para consolidar su relato. La cantante Taylor Swift se convirtió en uno de sus blancos preferidos pero esto confundió a los seguidores de MAGA

El Oval Office como Trampa

La lógica amigo-enemigo de Trump trasciende las fronteras nacionales y colorea sus relaciones exteriores. En 2019, durante su primer mandato, Trump instrumentalizó la dependencia de Ucrania para beneficio propio: pidió insistentemente al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, que investigara por corrupción a su rival Joe Biden y a su hijo Hunter, al mismo tiempo que su Administración retenía 391 millones de dólares en ayuda militar vital para Ucrania. El mensaje implícito era claro: si Zelenski quería armas contra la agresión rusa, debía “hacerle un favor” político a Trump. Aquella trama de coerción desembocó en un impeachment. No obstante, lejos de moderar su enfoque, Trump redobló su postura beligerante hacia líderes extranjeros en cuanto tuvo oportunidad. Ya de vuelta en la Casa Blanca, protagonizó en 2025 una reunión trampa con Zelenski que varios observadores calificaron de “emboscada”. En pleno Despacho Oval y ante las cámaras, Trump reprendió ásperamente al mandatario ucraniano por no ceder en ciertas exigencias y lo humilló hasta el punto de que Zelenski se marchó antes de lo previsto. Del mismo modo, ese año Trump convirtió una visita oficial del presidente sudafricano Cyril Ramaphosa en un espectáculo de confrontación ideológica. Obsesionado con una teoría conspirativa popular entre la extrema derecha, Trump acusó falsamente a Sudáfrica de un “genocidio” contra los granjeros blancos y abordó a Ramaphosa con este tema explosivo apenas iniciada la reunión. En un acto cuidadosamente orquestado, Trump mandó apagar las luces de la sala y proyectó en la Oficina Oval un vídeo propagandístico lleno de cruces blancas (que pretendían sugerir tumbas de víctimas), mientras agitaba recortes de prensa sensacionalistas para “demostrar” sus acusaciones. Incluso insinuó que un político sudafricano opositor (Julius Malema) debería ser arrestado, como si Trump pudiera dictar justicia en otro país. Ramaphosa, atónito pero sereno, se vio obligado a refutar punto por punto la fábula racial: “No hay ningún genocidio en Sudáfrica”, declaró rotundamente ante la prensa. Pero Trump ya había logrado su objetivo interno: dramatizar ante su audiencia doméstica la imagen de un líder extranjero pintado como villano, mientras él posaba como protector de una supuesta minoría oprimida. Cabe señalar que este episodio venía precedido de medidas hostiles: Trump había cancelado ayuda económica clave a Sudáfrica y ofrecido refugio en EE.UU. a los agricultores blancos de ese país, interfiriendo abiertamente en los asuntos sudafricanos bajo el pretexto de defender a víctimas imaginarias. Tales maniobras demuestran que Trump no duda en emplear amenazas, castigos y manipulaciones diplomáticas para doblegar a gobiernos foráneos que no se pliegan a sus narrativas.

En pleno Despacho Oval, Trump reprendió a Zelenski que se marchó antes de lo previsto y acusó al presidente sudafricano Cyril Ramaphosa en un espectáculo de confrontación racial.

Todos estos episodios están tramados por el mismo hilo: la necesidad de Trump de consolidar su liderazgo mediante la creación de enemigos funcionales a su causa. Siguiendo la teoría de Laclau, el populismo trumpista articula una cadena equivalencial de agravios diversos (educativos, económicos, culturales, nacionales) y les da unidad representándolos como la lucha de “el pueblo” contra “la élite”. En esa construcción hegemónica, Harvard encarna a la élite intelectual “antipatriota”; Walmart (y China, en abstracto) a las élites económicas culpables de explotar al trabajador; Taylor Swift a la elite cultural liberal desconectada de “la gente común”; y Zelenski y Ramaphosa a líderes débiles en el tablero global, útiles como antagonistas performativos. Cada uno de estos actores es, más que un enemigo real, un significante. Lo que Trump escenifica es una forma de política reducida a su dimensión semiótica: no importa la eficacia institucional del castigo, sino su función simbólica en el espectáculo del poder. Atacar a Harvard no transforma la educación superior, pero reafirma una frontera cultural. Ridiculizar a Swift no cambia la industria musical, pero reactiva una guerra identitaria. Obligar a Walmart a “comerse los aranceles” no protege al consumidor, pero escenifica una defensa del “pueblo” frente a los grandes. Es una política de signos antes que de efectos.

El Ganador Perdedor

Además, esa semiótica del enemigo está cuidadosamente calibrada: Trump no ataca a los poderosos que podrían dañarlo. Con China, Brasil o Putin retrocede, pierde o pacta en la sombra. Pero con países sin capacidad de represalia –como Ucrania o Sudáfrica– impone una retórica humillante, una coreografía de subordinación que le sirve para mostrarse fuerte ante su público. De allí que el castigo simbólico sea una forma de compensar lo que no puede imponerse estratégicamente: Trump construye hegemonía a través del escarnio. Su populismo no se basa en políticas redistributivas ni en ampliación de derechos, sino en la escenificación constante de un conflicto binario donde él aparece como el único capaz de nombrar, enfrentar y castigar al enemigo. En esa gramática, la política se convierte en espectáculo y el espectáculo en orden. Sin confrontación no hay relato, y sin relato no hay pueblo. Por eso Trump necesita tanto a sus enemigos como a sus seguidores: cada castigo, cada burla, cada escarmiento, reactiva el vínculo afectivo que sostiene su hegemonía.

Politics as Semiotic Revenge for Real Failure: Trump, the Swifties, Harvard Aliens, and Walmart

Trumpist politics are not built on ideas or programs, but on enemies. Through public punishment, symbolic humiliation, and the fabrication of antagonists, Donald Trump continually reactivates the affective bond with his base. From Harvard to Taylor Swift, through Walmart, Zelensky or Ramaphosa, each confrontation is a scene in a populist theater where what matters is not transforming reality but imposing a narrative. Following Ernesto Laclau, we could say Trump has made antagonism his only form of hegemony. But there is more: he has reduced politics to a semiotic system. Harvard is a signifier, Walmart another, Swift yet another. What matters is what they represent, not what they do.

A revealing example occurred in the academic sphere: when Harvard University challenged Trump, his administration responded with unprecedented retaliation. Washington revoked Harvard’s ability to enroll international students, annulling the certification that allowed it to sponsor student visas. The measure, announced as a punishment for alleged “noncompliance with the law,” threatened to force thousands of foreign students to transfer or leave the country. Harvard immediately denounced it as an illegal act that would severely damage its community and undermine its academic mission. Student groups labeled it a “textbook case of authoritarianism” and called on the university to resist. Behind the official rhetoric—accusing Harvard of “fostering violence” and ties to China—the real motive emerged: punishing an intellectual elite institution perceived as hostile to Trump. In Laclau’s terms, Trump needs enemies to symbolically unify “his” people, and the liberal academy became the perfect target for political vengeance.

The same pattern repeated itself in the economic realm. When retail giant Walmart suggested Trump’s import tariffs would force consumer price increases, the president lashed out with populist fury. Rather than admitting his trade war might make life more expensive for everyday Americans, Trump attacked the company: “Walmart should STOP blaming tariffs… Between Walmart and China they should ‘EAT THE TARIFFS’ and not charge anything to their valued customers,” he declared on his Truth Social platform. With this order—“eat the tariffs”—Trump tried to appear as the defender of the middle class, forcing the retail giant to absorb costs. Paradoxically, he had imposed the very tariffs whose costs were now passed onto the public. Economists noted that by declaring a trade war on the entire world, Trump drove up inflation expectations and undermined consumer confidence, hurting workers’ wallets. While blaming Walmart (and China) for abuses, Trump simultaneously protected other economic elites through policy: he slashed corporate taxes and favored aligned tycoons, shifting the real burden onto ordinary citizens. This double game—anti-elite rhetoric paired with elite-serving policies—exemplifies the populist logic of equivalential chains that Laclau describes: Trump turns an economic actor into a public enemy to divert popular anger, while preserving the privileges of his allied elites.

In the cultural sphere, Trump also needs antagonists to consolidate his narrative. Singer Taylor Swift became one of his preferred targets after publicly opposing him. Swift, a mainstream icon, endorsed Democratic candidates (Joe Biden in 2020 and Kamala Harris in 2024), defying the expectation of celebrity silence. Trump responded with his own barrage of insults, writing in all caps “I HATE TAYLOR SWIFT!” on his platform and boasting that since he said it, “she’s no longer hot.” The president thus tried to turn the pop star into a symbol of everything the Trumpist “people” should repudiate: liberal culture, “woke” entertainment, and youth voices that criticize him. However, this cultural offensive backfired. Even the MAGA base—normally loyal to Trump to the point of denial—expressed discomfort and confusion at the attack on Swift. On Truth Social, a platform almost entirely inhabited by Trumpists, many followers criticized the outburst, asking “Why are you doing this?” and warning that the offensive “won’t help at all.” Some fans suggested Trump’s account had been hacked; others pleaded with him not to go after the singer’s fanbase. The internal reaction was telling: by attacking a figure so beloved by young people (including many Republican voters), Trump had complicated the usual friend/enemy dichotomy. Still, true to script, he chose to stoke the culture war and present himself as a crusader against “entitled” celebrities, hoping to unite his base in shared grievance, just as Laclau predicts populism does through the construction of common adversaries.

Trump’s friend/enemy logic transcends national borders and colors his foreign relations. In 2019, during his first term, Trump exploited Ukraine’s vulnerability for personal gain: he repeatedly pressured Ukrainian President Volodymyr Zelensky to investigate his rival Joe Biden and his son Hunter, while his administration withheld $391 million in critical military aid. The implicit message was clear: if Zelensky wanted weapons to defend against Russian aggression, he had to “do a favor” for Trump. That coercion scandal led to an impeachment. Yet far from moderating his approach, Trump doubled down on belligerence towards foreign leaders when given the chance. Back in the White House in 2025, he staged what observers called an “ambush” meeting with Zelensky. In the Oval Office and on camera, Trump harshly reprimanded the Ukrainian president for not yielding to certain demands and humiliated him to the point that Zelensky left the meeting early. Likewise, that year Trump turned South African President Cyril Ramaphosa’s official visit into an ideological confrontation. Obsessed with a far-right conspiracy theory, Trump falsely accused South Africa of committing “genocide” against white farmers and raised the explosive topic minutes into the meeting. In a staged act, Trump ordered the lights in the room turned off and projected a propaganda video filled with white crosses (meant to suggest graves), waving around sensationalist press clippings to “prove” his accusations. He even insinuated that opposition politician Julius Malema should be arrested, as if Trump could dictate justice abroad. Ramaphosa, stunned but composed, was forced to publicly refute the racial fantasy: “There is no genocide in South Africa,” he declared firmly. But Trump had already achieved his internal goal: dramatizing a foreign leader as a villain while posing as the protector of an alleged oppressed minority. Notably, this episode followed hostile measures: Trump had previously canceled key economic aid to South Africa and offered U.S. asylum to white farmers from the country, openly interfering in its domestic affairs under the guise of defending imaginary victims. These actions show Trump’s willingness to use threats, punishments, and diplomatic manipulation to bring foreign governments into line with his narrative.

All these episodes are woven by the same thread: Trump’s need to consolidate leadership by creating enemies functional to his cause. Following Laclau’s theory, Trumpist populism articulates a chain of diverse grievances—academic, economic, cultural, geopolitical—and unifies them under the sign of a struggle between “the people” and “the elite.” In this hegemonic construction, Harvard symbolizes the anti-patriotic intellectual elite; Walmart (and abstractly, China) the exploitative economic elite; Taylor Swift the disconnected liberal cultural elite; and Zelensky and Ramaphosa weaker global actors useful for performative antagonism. Each of these figures is less an actual enemy than a signifier. What Trump stages is a form of politics reduced to its semiotic dimension: the institutional impact of punishment doesn’t matter—its symbolic function within the spectacle of power does. Attacking Harvard doesn’t transform higher education, but reaffirms a cultural boundary. Mocking Swift doesn’t change the music industry, but reactivates an identity war. Forcing Walmart to “eat the tariffs” doesn’t protect consumers, but dramatizes a defense of the “people” against the powerful. This is a politics of signs, not effects.

Moreover, the semiotics of the enemy are carefully calibrated: Trump doesn’t attack those powerful enough to hurt him. With China, Brazil, or Putin, he retreats, loses, or strikes backstage deals. But with countries that lack the means to retaliate—like Ukraine or South Africa—he imposes humiliating rhetoric and choreographed subordination to appear strong before his audience. Symbolic punishment becomes a way to compensate for what he cannot strategically impose. Trump builds hegemony through spectacle and scorn. His populism is not grounded in redistributive policies or rights expansion, but in the constant staging of binary conflict where he is the only one capable of naming, confronting, and punishing the enemy. In this grammar, politics becomes spectacle, and spectacle becomes order. Without confrontation, there is no story; without story, there is no people. That’s why Trump needs his enemies as much as his followers: each punishment, each insult, each spectacle of reprisal reactivates the affective bond that sustains his hegemony.

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