En casa de Ramón Pilaces —representante de Leonardo Sbaraglia, entre otros— quedé atónito cuando Esmeralda Mitre me llevó al cuarto en suite donde pernoctaba y me asomé al baño. Estaba rociado de mierda. Literalmente. Como si hubiera cagado parada y horizontalmente. Poco después, Ramón la echó. Ayer, en LAM, una inspiradísima Yanina Latorre decidió hacer una performance. La amo cuando abandona el rol de chusma de barrio y afila la flecha: en ocasiones se acerca al arte. En este caso, transformó su cuerpo en alegoría. Y como toda alegoría —según Walter Benjamin—, remite a una ruina, a una memoria. Quien señaló esa alegoría fue Ángel de Brito al agarrarse la cabeza. No lo hacía por lo que decía, sino por el lenguaje corporal que usaba. Finalmente, lo dijo: la Mitre destruye baños. Es un caso como el que yo no he visto antes. No sé si lo hace a propósito, pero es realmente desagradable.
Ayer, en LAM, una inspiradísima Yanina Latorre decidió hacer una performance. Con lenguaje corporal lo dijo: la Mitre destruye baños. Es un caso como el que yo no he visto antes. No sé si lo hace a propósito, pero es realmente desagradable.
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Y si lo pensamos, Esmeralda encarna una estética del residuo. Dice ser culta, pero no muestra su diploma. Dice ser heredera, pero nadie la reconoce como tal. Cita autores ignotos de la Academia del Sur —de los años sesenta, como Sartre— convocados no por ella, sino por Blanca Isabel Álvarez de Toledo: su madre, a quien denunció penalmente por intento de secuestro. ¿Pero qué relación hay entre esta mujer que arruina baños con sistemática devoción y lo anterior? En ese exceso fecal —grotesco, involuntario, insistente— puede leerse algo más profundo: una clave de interpretación, un enigma. En Esmeralda, la mierda es el síntoma corporal de una verdad que no se admite: no hereda porque no encarna. No sustituye. Solo desborda.

En Esmeralda, la mierda es el síntoma corporal de una verdad que no se admite: no hereda porque no encarna. No sustituye. Solo desborda.
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La escena se repite en hoteles, casas ajenas, baños prestados: desborde, hedor, rastro. No es simplemente mala educación —aunque lo sea— sino un gesto pulsional, regresivo, incluso sacrificial. Freud, en La interpretación de los sueños, nos advierte que el excremento es, para el niño, su primera obra: su producción, su regalo, su forma de control. Esmeralda hace obra, pero no artística: deja restos. No cita a Freud, pero lo ejecuta.
Freud, en La interpretación de los sueños, nos advierte que el excremento es, para el niño, su primera obra: su producción, su regalo, su forma de control. Esmeralda hace obra, pero no artística: deja restos. No cita a Freud, pero lo ejecuta.
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A pesar de sus supuestas victorias judiciales, nadie en La Nación la reconoce como más que una séptima parte de una acción que posee, y con una educación más performada que adquirida, Esmeralda es solo cuerpo. Por eso, para ella, el baño no es el lugar de la privacidad, sino el de la irrupción. Allí donde el linaje debería hablar por ella, caga. Allí donde debería ocupar un lugar —el de la aristócrata culta, ilustrada, descendiente directa de las hermanas Pombal— ensucia. Porque lo único que puede ofrecer como herencia es la insistencia de su síntoma.
Del don anal al residuo cultural: Esmeralda Mitre y la tragedia del inodoro
Freud ofrece claves para pensar la materia fecal como regalo narcisista. El excremento es, para el infante, su primer producto valioso: no solo sale de sí, sino que puede ser ofrecido. El niño aprende que puede retenerlo o expulsarlo, usarlo para agradar o para castigar. En ese gesto se juega no solo la formación del yo, sino una economía primitiva de la representación. La mierda es obra, pero también poder. Y Esmeralda lo sabe.
Freud ofrece claves para pensar la materia fecal como regalo narcisista. El excremento es obra, pero también poder. Y Esmeralda lo sabe. Es el único poder que le queda.
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Sin embargo, eso tiene su costo. Freud señala que los sueños con contenido fecal expresan culpa, deseo de castigo, necesidad de afirmación. La materia fecal en el sueño —y más aún, en la acción repetida en la vigilia— puede leerse como una forma fallida de simbolizar el cuerpo: una insistencia del yo infantil que no accede al lenguaje, que queda fijado en la fase anal como zona de poder y conflicto. Frente a las críticas feroces de su madre antológica —musa de Pierre Cardin, amiga de Birkin cuando París aún cantaba sus glorias—, la perfección de su hermana Azul García Uriburu, y la permisividad abandonadora de su padre, Esmeralda sobrevive marcando territorio con mierda.
Frente a las críticas feroces de su madre antológica —musa de Pierre Cardin, amiga de Birkin cuando París aún cantaba sus glorias—, la perfección de su hermana Azul García Uriburu, y la permisividad abandonadora de su padre, Esmeralda sobrevive marcando territorio con mierda.
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Y el síntoma escatológico aparece, aunque grite lo contrario en todos los medios, porque sabe que todo ha fracasado: la herencia simbólica (La Nación), el divorcio de Lopérfido, la legitimidad cultural (ese diploma que nunca aparece), la inscripción en el mundo de la alta cultura (reducida a la cita vacía), incluso la propuesta de matrimonio que me hizo tras tres horas de conocernos. Al no poder ocupar su lugar como heredera —ni de la prensa, ni de la oligarquía, ni del saber— su cuerpo habla por ella. Y lo hace con mierda.
Su repetición obsesiva de autores como Sartre o Camus, tomados exclusivamente del canon sesentista, revela otra forma de fijación: la palabra como excremento seco. No hay lectura ni elaboración: solo evacuación. Cita como residuo. Como intento de ocupar un lugar con restos ajenos. Como si pudiera defecarse el pensamiento del otro sin digestión. El resultado es parodia de ilustración, no su encarnación.
Su repetición obsesiva de autores como Sartre o Camus, tomados exclusivamente del canon sesentista, revela otra forma de fijación: la palabra como excremento seco. No hay lectura ni elaboración: solo evacuación.
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Aquí se vuelve clave Jean-Joseph Goux, quien en La moneda viviente sostiene que el excremento es el reverso estructural del oro: ambos son “productos” del cuerpo, pero uno se glorifica y el otro se rechaza. Lo que Esmeralda ofrece como oro simbólico —su cultura, su linaje, su retórica— se degrada rápidamente a mierda. No porque la mierda no tenga valor, sino porque es ofrecida donde debería haber símbolo.
Freud vincula esta regresión anal con el narcisismo infantil, pero también con el amor a la madre. El niño busca controlar el afecto materno a través del excremento: retenerlo para castigar, expulsarlo como don. Todo indica que la figura de la madre en Esmeralda opera como centro libidinal absoluto: idealizada, confundida con el espejo. Si su madre es su ideal, su deseo queda fijado al objeto que no se suelta. Y eso retorna —literalmente— por el ano.

Para Domenico Cosenza, la pulsión escópica (ver) y la invocante (ser escuchado) se condensan en los síntomas escatológicos. Cagar fuera de lugar es decir: “mirame”, “oime”, “no me borres”. Pero lo suyo no es arte ni discurso: es insistencia. Esmeralda te manda fotos desnuda. No una, ni dos: cuarenta. Una vez estaba en una cita con un chico en Londres y el teléfono no paraba de recibir imágenes que él vio, y terminó creyendo que ella era mi amante o mi esposa. Cuando la conocí en Madrid, a las pocas horas ya salía en un medio argentino que estábamos de novios. Nunca se le ocurrió pensar que yo hace diez años tengo una relación secreta e intermitente con un conocido actor inglés que, lejos de ponerse celoso, me dijo con lógica: si somos amigos con beneficios, avisame lo que viene para no enterarme por un link de tu Instagram.
Esmeralda te manda fotos desnuda. No una, ni dos: cuarenta. Una vez estaba en una cita con un chico en Londres y el teléfono no paraba de recibir imágenes que él vio, y terminó creyendo que ella era mi amante o mi esposa.
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De Eva a Esmeralda — la mierda como estética del colapso
Si Eva Perón fue el cuerpo político de una clase subalterna que alcanzó el Estado —vestido, expuesto, intensamente performado para decir “yo también pertenezco”—, Esmeralda Mitre es el resto grotesco de una clase que ya no sabe cómo representar su propio privilegio. Donde Eva sublima, Esmeralda expulsa.
En ella no hay proyecto, no hay relato, no hay voluntad de construir lugar. Hay solo insistencia corporal, pulsional, excesiva, incluso en su modo de comunicarse: no manda mensajes, los caga. Y en ese exceso se cifra la impotencia de una oligarquía sin imaginación: una aristocracia que ya no sabe ocupar el centro, pero que —a diferencia de su hermana Azul, que calla— tampoco se retira. Entonces, deambula. Incomoda. Se repite al infinito. Y, de pronto, nos hartó.
Cada baño arruinado, cada cita mal pronunciada, cada declaración con diplomas invisibles es parte de una performance involuntaria: un teatro de la descomposición. La mierda no es rebeldía, sino orfandad simbólica. Lo que debería heredar —una lengua, una legitimidad, una inscripción en la historia— se reemplaza por un residuo. Esmeralda no representa el linaje: lo parodia. No lo reemplaza: lo ensucia, y de paso, ensucia gente. No funda nada: colapsa en público y exige que ese colapso sea compartido. La escena escatológica se convierte en rito degradado. Carnaval sin subversión. Tragicomedia de lo alto vuelto bajo. Reverso farsesco de la estética del acontecimiento: una estética del derrumbe.
Esmeralda no representa el linaje: lo parodia. No lo reemplaza: lo ensucia, y de paso, ensucia gente. No funda nada: colapsa en público y exige que ese colapso sea compartido
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Y sin embargo, como toda figura desbordada, Esmeralda señala algo: que ya no hay densidad intelectual, ni performance cultural, ni narrativa aristocrática capaz de sostener el presente. Lo único que queda es el sorete que ni siquiera llega a serlo porque se rocía, se esparce… y huele.





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