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Lo que en Lula fue una operación de persecución finalmente desactivada y revertida, en Cristina se convirtió en una estética melancólica, pedestal de su ruina.

El término lawfare ha servido en los últimos años como comodín retórico para describir cómo el poder judicial puede usarse para neutralizar líderes populares. Cristina Fernández de Kirchner y Luiz Inácio Lula da Silva compartieron ese diagnóstico. Ambos fueron perseguidos judicialmente, ambos construyeron relatos de victimización. Pero ahí terminan las similitudes. Lo que en Lula fue una operación de persecución finalmente desactivada y revertida, en Cristina se convirtió en una estética melancólica, en el núcleo de una política defensiva, sin horizonte. Lula sobrevivió al lawfare para volver a gobernar; Cristina lo convirtió en pedestal de su ruina.

La diferencia no es sólo estratégica. Es afectiva, temporal, subjetiva. Lula salió de la cárcel para reconectar con las bases populares, ampliar alianzas y relanzar su proyecto. Cristina, en cambio, transformó su condición de acusada en marca de autenticidad, en garante de una épica del dolor. En lugar de disolver el relato de la proscripción, lo reafirmó hasta la parálisis. Su liderazgo no volvió del exilio simbólico: lo hizo permanente.

Cristina, en cambio, transformó su condición de acusada en marca de autenticidad, en garante de una épica del dolor. En lugar de disolver el relato de la proscripción, lo reafirmó hasta la parálisis

Y en el centro de esta operación está el Pueblo. Pero no un pueblo activo, con voluntad, organización y conflicto, como el que sostuvo a Lula incluso en la cárcel. El pueblo de Cristina es otra cosa: es el objeto perdido. Una comunidad abstracta, desposeída, silenciada, que ya no habla ni decide, sino que es invocada como víctima. Como bien lo intuyó Freud en su texto sobre el duelo y la melancolía, mientras en el duelo hay un trabajo de elaboración y desprendimiento, en la melancolía el yo se empobrece, se identifica con lo perdido. Cristina no representa al pueblo: se funde con su ausencia. Su palabra no lo convoca: lo enuncia.

En el centro de esta operación está el Pueblo, inactivo. Diferente a ese con voluntad, organización y conflicto, como el que sostuvo a Lula incluso en la cárcel. El pueblo de Cristina es el objeto perdido. Una comunidad silenciada (por ella misma).

Cristina no representa al pueblo: se funde con su ausencia. Su palabra no lo convoca: lo enuncia.

La política del kirchnerismo post-2015 se volvió así una política del duelo sin elaboración. El poder judicial dejó de ser un adversario que se combate con reformas o movilización, para convertirse en escenario teatral donde se escenifica la injusticia como verdad fundante. No hay programa de gobierno, hay reclamo de reparación. No hay horizonte, hay relato de persecución. Y lo más grave: no hay pueblo como sujeto de la historia, sino como reliquia que se llora.

Esto se vuelve evidente si comparamos las respuestas políticas frente a la acusación. Lula reorganizó al PT, fortaleció su legitimidad internacional, disputó elecciones y volvió a gobernar. Cristina se replegó, designó a un delegado, luego a otro, y finalmente se transformó en comentarista amarga de su propia marginación. El lawfare, para Lula, fue una contingencia que se combatió con astucia. Para Cristina, es el significante que garantiza su pureza. Una política de la absolución, no del poder.

Aquí conviene introducir la lectura de David Eng sobre el duelo queer, donde la imposibilidad de elaborar ciertas pérdidas genera identidades que se definen no por el deseo de futuro sino por la repetición del agravio. Cristina no desea justicia: desea narrar una injusticia que la redima. Como sujeto melancólico, no busca reconstruir el lazo político, sino sostener el vínculo con lo perdido. Y eso explica también la deriva autorreferencial de su discurso, su necesidad de ser citada, comentada, defendida —no como líder, sino como ruina.

Este culto a la ruina corrupta, por supuesto, convive con una negación selectiva. Mientras Cristina estetiza la persecución judicial, nunca asumió el problema estructural del financiamiento de la política, que en Argentina se volvió sinónimo de caja paralela, retornos y mecanismos que garantizan gobernabilidad a través de la ilegalidad. Lula fue acusado —quizás injustamente— pero Cristina fue parte de un entramado real de favores cruzados entre empresarios, jueces y funcionarios. Esa diferencia material es crucial. Cristina no sólo fue perseguida; también fue parte del sistema que hoy la sacrifica.

Cristina no sólo fue perseguida; también fue parte del sistema que hoy la sacrifica.

En este punto, la comparación con las criptomonedas se vuelve útil: ambos fenómenos —la corrupción estructural del Estado y el uso especulativo del dinero digital— se basan en opacidad, volatilidad y la construcción de confianza a través de rituales, no de instituciones. Milei caerá, posiblemente, por algo similar. Pero en su caso no habrá duelo: habrá cálculo. Cristina, en cambio, ya ha hecho de su caída una religión.

Lo que Cristina no puede tolerar es que el pueblo ya no sea lo que era. Que no la siga, que no le crea, que no la necesite. Entonces lo embalsama, lo canoniza, lo convierte en sujeto pasivo. Su pueblo no exige: padece. No se organiza: recuerda. No milita: espera.

Lo que Cristina no puede tolerar es que el pueblo ya no sea lo que era. Que no la necesite. Entonces lo embalsama. Su pueblo no exige: padece. No se organiza: recuerda. No milita: espera.

El resultado es un liderazgo que no interpela sino que exige lealtad; que no gobierna sino que denuncia. Un liderazgo que ya no se propone transformar la historia sino ser juzgado por ella. Ese es el punto final de la política melancólica: no busca futuro, busca epitafio. Y en eso, Cristina y Lula no podrían ser más distintos.

Cristina, Lula, and the Lawfare as Melancholic Ruin

The term lawfare has, in recent years, become a rhetorical catch-all to describe how judicial power is weaponised to neutralise popular leaders. Cristina Fernández de Kirchner and Luiz Inácio Lula da Silva both used this diagnosis. Both were judicially persecuted; both constructed narratives of victimisation. But that’s where the similarities end. What in Lula’s case was a political operation that he eventually reversed and overcame, in Cristina’s became a melancholic aesthetic—a politics without horizon. Lula survived lawfare to govern again; Cristina turned it into the pedestal of her own ruin.

What in Lula’s case was a political operation that he eventually reversed and overcame, in Cristina’s became a melancholic aesthetic—a politics without horizon. Lula survived lawfare to govern again; Cristina turned it into the pedestal of her own ruin.

The difference is not just strategic. It is affective, temporal, and subjective. Lula emerged from prison to reconnect with the grassroots, to build new alliances, and relaunch his project. Cristina, by contrast, transformed her status as the accused into a mark of authenticity—the guarantor of an epic of injury. Rather than dissolving the narrative of proscription, she reaffirmed it until it froze her. Her leadership never returned from symbolic exile; she made that exile permanent.

Lula emerged from prison to reconnect with the grassroots, to build new alliances, and relaunch his project. Cristina, by contrast, transformed her status as the accused into a mark of authenticity—the guarantor of an epic of injury

At the centre of this shift is the notion of el pueblo—the people. But not a people that acts, organises, or disputes meaning, like the one that continued to support Lula even in prison. Cristina’s people are something else: the lost object. An abstract, dispossessed, silenced community that no longer speaks or decides, but is invoked as a victim. As Freud intuited in his text on mourning and melancholia, while mourning entails a process of detachment and elaboration, melancholia identifies with the loss and impoverishes the self. Cristina does not represent the people; she fuses with their absence. Her speech does not summon them; it speaks as them.

The politics of post-2015 Kirchnerism thus became a politics of unmourned grief. The judiciary ceased to be an adversary to be reformed or confronted and instead became a theatrical stage where injustice is endlessly replayed as founding truth. There is no policy platform, only a demand for redress. No horizon, only a narrative of persecution. And most seriously: no people as historical subject, only as relic to be wept over.

This becomes all the more clear when we compare their responses to judicial persecution. Lula rebuilt the Workers’ Party, strengthened his international legitimacy, contested elections, and returned to power. Cristina retreated, appointed delegates, and ultimately became a bitter commentator on her own marginalisation. For Lula, lawfare was a contingency to be fought with skill. For Cristina, it is the signifier that ensures her purity. A politics of absolution, not of power.

Here we can bring in David Eng’s reading of queer mourning, in which the impossibility of elaborating certain losses generates identities defined not by future desire, but by the repetition of grievance. Cristina does not seek justice: she seeks to narrate an injustice that might redeem her. As a melancholic subject, she does not attempt to reconstruct the political bond but instead to maintain a connection with what was lost. This explains the increasingly self-referential quality of her discourse—her need to be cited, defended, mourned. Not as a leader, but as a ruin.

This cult of corrupt ruin coexists with a selective form of denial. While Cristina aestheticises her judicial persecution, she has never addressed the structural problem of political financing, which in Argentina became synonymous with off-the-books funds, kickbacks, and mechanisms for governance through illegality. Lula may have been accused—perhaps unjustly—but Cristina was embedded in a system of favours and mutual cover-ups involving judges, businesspeople, and officials. That material difference matters. Cristina was not only persecuted; she was also a participant in the system now sacrificing her.

Lula may have been accused—perhaps unjustly—but Cristina was embedded in a system of favours and mutual cover-ups involving judges, businesspeople, and officials. That material difference matters

At this point, comparisons to cryptocurrencies become useful: both the structural corruption of the state and the speculative use of digital money rely on opacity, volatility, and trust built not through institutions but rituals. Milei will likely fall for something similar. But his fall will be strategic; Cristina’s, instead, is already religious.

What Cristina cannot tolerate is that the people are no longer what they were. That they no longer follow her, believe in her, or need her. So she embalms them, canonises them, turns them into passive subjects. Her people do not demand; they suffer. They do not organise; they remember. They do not fight; they wait.

What Cristina cannot tolerate is that the people are no longer what they were. That they no longer follow her, believe in her, or need her. So she embalms them, canonises them, turns them into passive subjects.

The result is a leadership that does not mobilise but demands loyalty; that does not govern but denounces. A leadership that no longer seeks to change history but to be judged by it. That is the endpoint of melancholic politics: it does not seek a future; it seeks an epitaph. And in that, Cristina and Lula could not be more different.

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Una respuesta a “Cristina, Lula y el lawfare como ruina melancólica (esp) or “Cristina, Lula, and the Lost People: Lawfare as Melancholic Ruin” (eng)”

  1. Cañito, aburrís con esa escritura pretenciosa y cansina. Siempre las mismas plantillas, las mismas estructuras que rellenás con la información de turno (esos sistemas de oposiciones con los alambres salidos para afuera).
    Está bien que tu círculo de 5 o 7 lectoras de peluquería pituca venida a menos no suelen salir de la Revista Ñ o algún fascículo de La Nación, pero igualmente te debés a ellas que son, en definitiva, tu público.
    Bastante que todavía te consienten tu resistencia a salir del clóset de derechoso vergonzante.

    Amandu heta vy’apópe

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