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La memoria, en la entrevista de Zacharías, se reduce a una cuestión personal: amistad, sentimientos. La homosexualidad de Kuitca apenas asoma en referencias a Lorca pero no se menciona. Y así, la Brutita logra lo que buscaba: ser la Jonatan Viale del arte.
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El mundo del arte argentino, que ya había abrazado una estética de la estupidez en tiempos kirchneristas, ha convertido hoy esa misma estupidez en una sofisticada tecnología de control más que funcional para la ultraderecha.Mi premisa es que la elite del mundo del arte argentino es un «aguantadero» de los lideres de los espantos en sus diferentes versiones; a lo largo de la historia argentina. Una suerte de refugio; la mafia del amor que se reconvierte y cuando reacciona lo hace con toda la violencia. De manera, ejemplificante. Por eso, cuando Bruzzone saca fotitos de documentación filokirchnerista, la suya no es una estupidez ingenua ni inocente: es una herramienta afectiva, aceitada por el mercado, validada por el Estado y ejecutada por figuras que operan desde el cariño, la amistad y la corrección emocional pero con un engranaje mucho más oscuro. Que la financia.
El problema es que Quijano y Zacharías comparten una misma ceguera: una quiere ver solo belleza formal, la otra solo sentimientos. Ambas borran la dimensión conflictiva del arte. Ambas estetizan la estupidez.
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Entre sus principales operadoras están María Paula Zacharías y Ana Martínez Quijano, periodistas culturales que ejercen la crítica como masaje amnésico y cuya tarea principal parece ser la de garantizar que nada incomode demasiado, que todo siga igual, que el arte no diga lo que debe decir. Este texto nace desde el hartazgo ante ese dispositivo. Y también desde la necesidad de recuperar, en medio del cinismo organizado, una mirada crítica sobre aquello que todavía llamamos arte.
María Paula Zacharías y Ana Martínez Quijano son dos periodistas culturales que ejercen la crítica como masaje amnésico y cuya tarea principal parece ser la de garantizar que el arte no diga lo que debe decir en tiempos de ultraderecha violenta.
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La decisión de Kuitca de hacer una retrospectiva en el MALBA bajo el título «Nadie olvida nada» parece a primera vista una provocación. Pero no lo es.
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En ese marco, la decisión de Kuitca de hacer una retrospectiva en el MALBA bajo el título «Nadie olvida nada» parece a primera vista una provocación. Pero no lo es. El MALBA, nuestro MOMA local (y esto no es un elogio), es el lugar donde el contexto social o se fetichiza o se erradica. Como demuestro en mi libro, Kuitca se transformó en el darling internacional del mercado a partir de su apuesta por una pintura escénica, alegórica, que reemplaza el espanto de la tortura por su desplazamiento como teatro, como mentira. La muestra, en este contexto, no es otra cosa que una operación de consagración canónica.
El MALBA, nuestro MOMA local, es donde, como demuestro en mi libro, Kuitca demuestra que su éxito internacional consiste en reemplazar el espanto de la tortura por su desplazamiento como pantomima.
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«Kuitca 86. De Nadie olvida nada a Siete últimas canciones» es la celebración de un momento fundacional, pero también la neutralización de una potencia disidente. Con curaduría de Sonia Becce y Nancy Rojas, el recorrido propone camas vacías, habitaciones escénicas, mapas rotos: todo el repertorio del trauma, sin la violencia. El MALBA, dirigido por Eduardo Costantini, empresario inmobiliario con delirio de Medici, consolida con esta exposición un relato de archivo estetizado que sustituye la memoria por su fetiche.
El MALBA, dirigido por Eduardo Costantini, empresario inmobiliario con delirio de Medici, consolida con esta exposición un relato de archivo estetizado que sustituye la memoria por su fetiche.
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Hace rato que dejé de prestar atención al mundo del arte contemporáneo de galerias. No por una pose ni por cinismo, sino porque me provoca una repulsión visceral la forma en que ha reaccionado frente a la polarización ideológica y la obscena concentración de riqueza en la que estamos inmersos. No se trata solo de un problema de contenidos: el arte, tal como se lo practica hoy, está financiado por aquellos que se benefician directamente de las políticas de la ultraderecha. Y en ese pacto cínico con el capital global, ciertos temas no se tocan. Gaza. Trump. El retorno de la lista negra está a la vuelta de la esquina, pero nadie quiere mirar.
Hace rato que dejé de prestar atención al mundo del arte contemporáneo de galerías. Hoy, como siempre, estás financiadas por aquellos que se benefician directamente de las políticas de la ultraderecha.
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Argentina ha sido un laboratorio de estos experimentos reaccionarios. Javier Milei comenzó a ensayar antes que Musk y Trump las formas nuevas del terror legal y la estetización de la violencia. Y en este contexto, el mundo del arte local sigue aspirando a entrar en el mercado estadounidense como si eso no significara rendirse. Guillermo Kuitca fue uno de los primeros en dar ese salto: desde los ochenta, construyó una carrera internacional a fuerza de traducir el lenguaje pictórico del sur a un estilo legible para el norte. Se lo celebra por lo que tiene de Kiefer, pero sin lo peligroso. Su pintura, aunque visualmente poderosa, opta por un silencio que en contextos como el actual se vuelve no solo sospechoso, sino cómplice.
Argentina ha sido un laboratorio de las formas nuevas del terror. Y en este contexto, el mundo del arte local sigue aspirando a entrar en el mercado estadounidense. Guillermo Kuitca fue uno de los primeros en dar ese salto:
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Por eso, el arte de galeria y feria me dejó de interesar. Porque no es arte, sino un dispositivo de legitimación simbólica del capital. Y en Argentina, donde el canon se construyó en torno a las desapariciones, esta traición es especialmente obscena. Como planteo en mi libro (link abajo), el sistema estético-político que organizó la memoria posdictatorial sigue vigente, pero vaciado de todo espesor crítico.
Como planteo en mi libro Historia a Contrapelo del Arte Argentino, el sistema estético-político que organizó la memoria posdictatorial sigue vigente, pero vaciado de todo espesor crítico.
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Este percepticidio institucional tiene su correlato mediático. Así como La Nación sostiene a Milei con retórica republicana y omisiones clamorosas, sus periodistas culturales, como María Paula Zacharías y Alicia de Arteaga, canonizan a Kuitca con elogios apolíticos y celebraciones afectivas. La reacción de Kuitca, lejos de cualquier incomodidad, es un repliegue estético. La pintura como refugio. La escena como consuelo.

En plena crisis del sida, cuando muchos artistas latinoamericanos ponían el cuerpo, Kuitca, cómodo, optó por la ceguera. Nunca negó su sexualidad, pero tampoco la tematizó.
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Pero lo más llamativo de esta muestra es lo que no se dice: la omisión deliberada de toda dimensión sexual. Kuitca es un artista gay cuya obra de los ochenta está marcada por la intimidad queer, el encierro afectivo, la teatralidad del deseo. En plena crisis del sida, cuando muchos artistas latinoamericanos ponían el cuerpo, Kuitca optó por la metáfora. Nunca negó su sexualidad, pero tampoco la tematizó. En esta muestra, esa omisión se convierte en condición de posibilidad de su legitimación. Como explicó Silvia Schwarzböck, el relato de los derechos humanos en la democracia argentina construyó al terrorismo de Estado como «mal absoluto», inaccesible salvo por vía simbólica. Todo lo que no puede sublimarse queda fuera del pacto. La sexualidad, entre ello. El resultado es una obra que calla para sobrevivir.
Para entender mejor este montaje, me vi obligado a hacer algo que hace cringe a cualquier persona de bien: escuchar una entrevista de María Paula Zacharías en El ojo del arte por Radio Rivadavia. Zacharías, a quien alguna vez bauticé como «La Brutita», logra el prodigio de hablar durante casi una hora con Kuitca sin mencionar ni una sola vez el contexto político del país o del mundo o el pasado dictatorial al que las obras refieren. Todo gira en torno a elogios personales: Kuitca es «humilde», «entrañable», «amado». Se celebra que expuso en Lirolay a los 13 años, como si la precocidad garantizara valor artístico. Se lo visita en su casa, se le dice «te amamos» al aire. Lo que Zacharías ve como amistad, es en realidad un problema ético: confusión entre crítica y propaganda. Kuitca, por su parte, refuerza esa idea de «colegiatura» entre artistas. Habla de «emociones», de «recuerdos», pero nunca de ideas. Una de las obras que más tiempo ocupa en la entrevista es la recuperación de una pintura robada, «la cama amarilla». En lugar de explorar lo simbólico de su restitución, se dramatiza el hecho como un secuestro policial: «me insultó, pero un día apareció el personaje». La obra se transforma en un objeto sagrado, incunable. Esto lo leo el dia que Patricia Bullrich crea el FBI argentino, imitando al ICE norteamericano. Los espantos.
Zacharías, o «La Brutita», logra el prodigio de hablar durante casi una hora con Kuitca sin mencionar ni una sola vez el contexto político del país o del mundo o el pasado dictatorial al que las obras refieren.
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El vínculo entre Kuitca y Costantini aparece como una serie de anécdotas sobre guitarras de Charly García y dibujos intercambiados. Una cuestión de mercado de super-elite. El significado de las obras se esfuma: todo se reduce a transacciones.
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El vínculo con Costantini aparece como una serie de anécdotas sobre guitarras de Charly García y dibujos intercambiados. Una cuestión de mercado de super-elite. El contenido simbólico de las obras se esfuma: todo se reduce a transacciones, a la agenda institucional. La silla de Van Gogh, que podría evocar tortura, soledad, exclusión, es convertida en una referencia anecdótica a la invitación de la Fundación Van Gogh. Ahí, y solo ahí, Kuitca se permite hablar de lo espectral. Pero su inseguridad es palpable. Al final de la entrevista se queja de que siempre lo consideraron un «artista joven». Es comprensible: nunca puso el cuerpo, nunca desafió al poder. Hizo lo que su madre, sus galeristas y sus mecenas le indicaron. En un mundo de cobardes funcionales, eso alcanza para tener éxito. La memoria, en la entrevista de Zacharías, se reduce a una cuestión personal: diarios, paletas, sentimientos. La homosexualidad de Kuitca apenas asoma en referencias al teatro, a Lorca, a Vivi Tellas. Y así, Zacharías logra lo que buscaba: ser la Jonatan Viale del arte.
Al final de la entrevista, Kuitca se queja de que siempre lo consideraron un «artista joven». Es comprensible, siempre hizo lo que su madre, sus galeristas y sus mecenas le indicaron. En un mundo de cobardes funcionales, eso alcanza para tener éxito.
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Publicada por Adriana Hidalgo, la lectura de Andreas Huyssen en Arte de la memoria en el mundo contemporáneo por parte de Copito Martinez Quijano para Ámbito Financiero, da una última esperanza. Ahí Huyssen agrupa a Kuitca con Doris Salcedo y William Kentridge, leyendo su obra como «acto de memoria» que rehúye la literalidad testimonial. Las camas vacías, los mapas rotos, no denuncian pero evocan. No afirman, pero persisten. Para Huyssen, eso es una virtud: la ambigüedad como resistencia. Pero incluso ahí hay problemas. Huyssen, al querer incorporar a Kuitca al panteón del arte de la memoria del Sur Global, termina forzando una lectura que lo coloca en un lugar de incomodidad que su carrera ha evitado sistemáticamente. Ana Martínez Quijano, desde Ámbito Financiero, critica a Huyssen desde el otro extremo: reduce su ensayo a una cuestión formal, diciendo que Kuitca no se parece a Salcedo ni a Kentridge. No entiende que la afinidad no es estética sino política.
El teórico de la memoria Andreas Huyssen agrupa a Kuitca con Doris Salcedo y William Kentridge, leyendo su obra como «acto de memoria» que rehúye la literalidad testimonial. Ana Martinez Quijano se ofende por todas las razones equivocadas.
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El problema es que Quijano y Zacharías comparten una misma ceguera: una quiere ver solo belleza formal, la otra solo sentimientos. Ambas borran la dimensión conflictiva del arte. Ambas estetizan la estupidez. Ambas garantizan que el arte argentino siga siendo una zona de confort para elites sin ideas. El ejemplo último es la analogía con Anselm Kiefer y Gerhard Richter. Kiefer manipula la culpa alemana con una estética melodramática y sentimental, construyendo una escenografía de redención. El melodrama, como sabemos, intensifica emociones para suplir la falta de verdad. Richter, en cambio, trabaja desde el trauma: borra, repite, desenfoca. Kiefer monumentaliza. Richter hiere. Huyssen quiere colocar a Kuitca en esa línea de Richter, pero la escena local, con su sistema de silencios, lo devuelve una y otra vez a la caja hermenéutica, inofensiva, institucional, de un posmodernismo mal leido y transformado en arma rivotrilica.

El mundo del arte argentino, que ya fue estúpido en tiempos kirchneristas, hoy usa esa estupidez como tecnología de control. Y sus represoras, armadas con el poder blando del afecto, se llaman María Paula Zacharías y Ana Martínez Quijano.
he Art of Not Offending: Kuitca, Zacharías and the Aesthetic of Submission
The Argentine art world, already stupid during the Kirchner years, has now turned it into a technology of control. This is not naïve: it is an affective weapon, lubricated by the market, the state, and emotional blackmailing.
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The Argentine art world, already stupid during the Kirchner years, has now turned that very stupidity into a sophisticated technology of control. This is not naïve or innocent stupidity: it is an affective weapon, lubricated by the market, validated by the state, and executed by figures who operate through affection, friendship, and emotional correctness. Among its most visible enforcers are María Paula Zacharías and Ana Martínez Quijano, cultural journalists who practice criticism as symbolic massage, and whose main task seems to be to ensure that nothing disturbs, nothing changes, and that art never says what it needs to say. This text emerges out of exhaustion with that apparatus—and out of the urgent need to recover, in the midst of organized cynicism, a critical gaze towards what we still dare to call art.
Zacharías and Martínez Quijano, art critics ensure that nothing changes, and that art never says what it needs to say. This text emerges out of exhaustion with that.
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Within that framework, Guillermo Kuitca’s decision to stage a retrospective at MALBA under the title Nadie olvida nada (No One Forgets Anything) might seem, at first glance, like a provocation. But it is not. MALBA—our local MoMA (and I don’t mean that as a compliment)—is the place where social context is either fetishized or eradicated. As I argue in my book (link below), Kuitca became the international darling of the art market by betting on a scenic, allegorical painting style that replaces the horror of torture with theatrical suggestion. In this context, the show is nothing more than an operation of canonical consecration.
Guillermo Kuitca’s decision to stage a retrospective at MALBA under the title Nadie olvida nada (No One Forgets Anything) might seem, at first glance, like a provocation. But it is not.
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Kuitca 86: From No One Forgets Anything to Seven Last Songs celebrates a foundational moment, but also neutralizes a dissident potential. Curated by Sonia Becce and Nancy Rojas, the exhibition presents empty beds, theatrical rooms, broken maps: the full repertoire of trauma, minus the violence. MALBA, directed by Eduardo Costantini—a real estate mogul with Medici delusions—uses this show to consolidate an archival narrative in which memory is replaced by its fetish.
I stopped paying attention to the art world a while ago. Not out of pose or cynicism, but because I feel a visceral repulsion at how it has responded to the ideological polarization and obscene concentration of wealth we are living through. This isn’t just about content: the art world, as it functions today, is financed by those who profit most from far-right policies. And in that cynical pact with global capital, there are topics you simply don’t touch. Gaza. Trump. The blacklist is back, just around the corner—and no one wants to look at.
In that cynical pact with global capital, there are topics you simply don’t touch. Gaza. Trump. The blacklist is back, just around the corner—and no one wants to look at.
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Argentina has long served as a testing ground for these reactionary experiments. Javier Milei began rehearsing, before Musk and Trump, the new forms of legal terror and aestheticized violence. And within this landscape, the local art world still dreams of entering the U.S. market—as if that didn’t mean total capitulation. Kuitca was among the first to make the jump. Since the 1980s, he built an international career by translating the pictorial language of the South into a style legible to the North. He’s celebrated for what’s Kieferesque in him—minus the danger. His painting, though visually powerful, opts for a silence which, in today’s climate, reads not just as suspect but complicit.
Javier Milei began rehearsing, before Musk and Trump, the new forms of legal terror and aestheticized violence. And within this landscape, the local art world still dreams of entering the U.S. market.
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That’s why gallery and fair art no longer interests me. Because it’s not art—it’s a device for the symbolic legitimization of capital. And in Argentina, where the canon was built on the basis of forced disappearances, this betrayal is particularly obscene. As I develop in my book Historia a Contrapelo del Arte Argentino, the aesthetic-political system that structured post-dictatorship memory remains intact, but has been drained of all critical force.
As I develop in my book Historia a Contrapelo del Arte Argentino, the aesthetic-political system that structured post-dictatorship memory remains intact, but has been drained of all critical force.
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This institutional percepticide has a media counterpart. Just as La Nación supports Milei through democratic theatrics and strategic silences, its cultural journalists—like María Paula Zacharías and Alicia de Arteaga—canonize Kuitca with apolitical praise and affective celebrations. Kuitca’s response, far from showing any discomfort, is a full aesthetic retreat. Painting as refuge. The stage as consolation. But what’s most striking about this exhibition is what goes unspoken: the systematic omission of sexuality. Kuitca is a gay artist whose 1980s work is shaped by queer intimacy, emotional confinement, and theatrical desire. During the AIDS crisis, when many Latin American artists put their bodies on the line, Kuitca chose metaphor. He never denied his sexuality—but neither did he ever thematize it. In this show, that omission becomes the very condition for his institutional legitimization. As Silvia Schwarzböck explains, the human rights discourse in post-dictatorship Argentina framed state terrorism as an “absolute evil,” accessible only via symbolic abstraction. Whatever cannot be sublimated is excluded from the democratic pact. Sexuality included. The result: an oeuvre that must remain silent in order to survive.
As Schwarzböck explains, the human rights discourse in post-dictatorship Argentina framed state terrorism as an “absolute evil,” accessible only via symbolic abstraction. Whatever cannot be sublimated is excluded from the democratic pact
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To better grasp this montage, I had to do something I usually avoid: listen to María Paula Zacharías’s interview with Kuitca on El ojo del arte on Radio Rivadavia. Zacharías—whom I once nicknamed “La Brutita”—manages the feat of speaking with Kuitca for nearly an hour without mentioning the political context of the country, the world, or the dictatorship referenced in his work. The entire conversation revolves around personal praise: Kuitca is “humble,” “beloved,” “adorable.” His precocious debut at age 13 at Galería Lirolay is treated as a sign of genius, rather than as a sign of institutional grooming and familial mandate. She visits his home. She tells him, on air, “we love you.” What Zacharías perceives as friendship is, in reality, an ethical failure: the collapse of criticism into propaganda.
What Zacharías perceives as friendship is, in reality, an ethical failure: the collapse of criticism into propaganda.
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Kuitca reinforces this idea of a collegial “guild.” He speaks of “emotions,” “memories,” but never of ideas. One of the works that takes up most of the interview is the recovery of a stolen painting—“the yellow bed.” Instead of exploring the symbolic weight of its return, the event is framed as a police thriller: “he insulted me, but one day the character showed up.” The artwork becomes sacred, untouchable. I read this on the same day Patricia Bullrich launched Argentina’s FBI, copying the U.S. ICE model. The horrors.
His relationship with Costantini is reduced to anecdotes about trading a Charly García guitar for a drawing. The symbolic content of the artwork disappears; everything is reduced to institutional logistics. Van Gogh’s chair—laden with potential allegories of torture, isolation, exclusion—is reduced to a footnote about being invited to the Van Gogh Foundation. Only there, and only briefly, does Kuitca speak of the spectral. His insecurity is evident. Near the end of the interview, he complains about always being seen as a “young artist.” Understandable: he never put his body on the line. He never defied power. He did what his mother, his galleries, and his patrons told him to do. In a world of functional cowards, that’s more than enough to succeed.

In Zacharías’s interview, memory is reduced to personal matters: diaries, palettes, feelings. Kuitca’s homosexuality barely appears, other than in vague theatrical references—to Lorca, to Vivi Tellas. And with that, Zacharías achieves her goal: to become the Jonatan Viale of the art world.
Kuitca’s insecurity is evident. Near the end of the interview, he complains about being seen as a “young artist.” Understandable: He did what his mother, his galleries, and his patrons told him to do.
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Andreas Huyssen’s book Present Pasts: Urban Palimpsests and the Politics of Memory, recently translated by Adriana Hidalgo, offers a faint hope. There, Huyssen places Kuitca alongside Doris Salcedo and William Kentridge, interpreting his work as an “act of memory” that avoids testimonial literalism. Empty beds, fragmented maps: they don’t denounce, but they evoke. They don’t assert, but they persist. For Huyssen, that ambiguity is a strength: a resistance to closure.
But even here, there are problems. Huyssen, in his attempt to fold Kuitca into the pantheon of Southern memory art, ends up forcing a reading that positions him in a space of discomfort his career has systematically avoided. Ana Martínez Quijano, writing for Ámbito Financiero, critiques Huyssen from the other end—reducing his argument to formal affinities and dismissing it on aesthetic grounds. She fails to understand that the affinity is political, not visual.

The issue is that Quijano and Zacharías share the same blindness: one sees only formal beauty, the other only sentiment. Both erase the conflictual dimension of art. Both aestheticize stupidity. Both guarantee that Argentine art remains a comfort zone for elites with no ideas. The final example is the comparison to Anselm Kiefer and Gerhard Richter. Kiefer manipulates German guilt with a melodramatic and sentimental aesthetic, staging redemption through ruin. Melodrama, as we know, amplifies emotion to compensate for the absence of truth. Richter, by contrast, works through trauma: erasure, repetition, blur. Kiefer monumentalizes. Richter wounds. Huyssen tries to place Kuitca in Richter’s lineage, but the Argentine scene—with its system of silences—keeps dragging him back into the harmless, hermeneutic box of misunderstood postmodernism repurposed as aesthetic Rivotril.
The Argentine art world, already stupid in the Kirchner era, has now weaponized that stupidity as a mechanism of control. And its enforcers—wielding the soft power of affection—are María Paula Zacharías and Ana Martínez Quijano.
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