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Hay varias formas de contar una historia. Me refiero a la anécdota de la ceremonia de Declaración por Ley de la Ciudad de Buenos Aires de mi querida amiga Anamá Ferreira como “Personalidad Destacada de la Cultura”.

Una forma de contar este momento es como uno de consagración. Una mujer negra, inmigrante, trabajadora, entra al país como modelo extranjera en dictadura, limpia pisos, se reinventa, triunfa. Se convierte en empresaria, figura televisiva, referente de la moda. Años después, en medio de un clima político hostil, la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires decidió homenajearla. La impulsora es una joven diputada socialista, Jessica Barreto, que la propone como “Personalidad Destacada de la Cultura”. Anamá, emocionada, agradece entre lágrimas. La aplauden, principalmente, sus amigos, sus ex colegas modelo, su familia y los empleados de la legislatura. Se sacan fotos. Celebran. Una historia de reparación, de progreso, de reconocimiento. Un acto justo. Una escena luminosa. Según esta versión, el devenir histórico es uno de progreso y de superación individual que, al ser sumado al de los otros, resulta en una acumulación de derechos que hacen de la historia como conflicto entre poseídos y desposeídos, seres que vale la pena llorar y otros que se tiran a la cárcel o a una fosa común; algo del pasado.

Podríamos contar eso. Sí…

Pero, claro, sería una mala lectura. La realidad es mucho más dolorosa y opaca que eso. Lo que la historia nos ha demostrado es que, lejos de haber resuelto los conflictos para colocarnos en una post-historia en donde la libertad de elección, expresión y el multiculturalismo tolerante imperan, la transparencia de lo perfecto esconde lo difícil de pronunciar. En la Edad Media, la violencia del vasallaje feudal se escondía tras la maravilla transparente de la catedral de cristal. En la modernidad industrial, tras el vidrio de los negocios en aquellas galerías que luego devinieron en verdaderas ciudades, contenidas en sí mismas como son los shoppings actuales. En el caso del evento que nos convoca, la violencia puede esconderse tras la fachada de la ceremonia perfecta desde donde se la mire. En el Salón Dorado, monumento ecléctico fantástico de aquella Belle Époque que hace creer a los argentinos de que un futuro es todavía posible.

La ceremonia perfecta.

En el sentido teatral del término, los festejos por la sanción de la Ley Anamá Cultural (sic), lo fue. Un dispositivo institucional donde todo fue coreografiado al detalle para ofrecer un espectáculo de inclusión sin tensiones, una escena administrada de diversidad sin antagonismo. Como en los cuentos que terminan bien, pero cuya música no deja de sonar inquietante.

La Ley Anamá Icono Cultural (sic) es una escena administrada de diversidad sin antagonismo. Como en los cuentos que terminan bien, pero cuya música no deja de sonar inquietante.

El evento tuvo lugar el 2 de julio de 2025, mientras en otra parte de la ciudad —en Constitución, más precisamente, donde cumple prisión domiciliaria— Cristina Fernández de Kirchner recibía a Lula da Silva. Fue una visita política, pero sacramental, que la expresidenta argentina no pudo haber planeado para que saliera tan a la perfección. Eso dependía de Lula. Ambos, aves fénix caídas de la izquierda continental, sellando su alianza visual, una fotografía de melancolía productiva latinoamericana. De pronto, el progresismo regional vuelve a pegar un golpe de efecto y prometer un futuro alternativo. Al mismo tiempo, en la Legislatura porteña, la consagración de una figura negra era algo raro. Sobre todo si se tiene en cuenta que, de acuerdo a la historia oficial argentina, no hay negros vernáculos sino que tuvieron que ser importados como excéntrica diferencia para reafirmar nuestro innato europeísmo borgeano tras ser asesinados en masa en la guerra del Paraguay. Esto sabemos hoy que es mentira, y que su realidad no fue muy diferente a la de Anamá, una historia de integración y blanqueamiento como modo de supervivencia.

Además, a falta de una versión local de Frantz Fanon, Anamá emerge como único posible referente pseudo-cultural en una ciudad en la que los sobrevivientes de un progresismo —hasta ese preciso momento, desahuciado— venían de perder las elecciones legislativas. Dos actos paralelos. Dos gestos simbólicos. Un mismo intento de producir sentido institucional en medio del derrumbe. Anamá recibió su diploma entre luces, cámaras, discursos y copas de vino blanco. El argumento fue claro: se trataba de honrar su trayectoria de inmigrante y, desde este punto de vista, no era una mala idea y el timing no era malo. Incluso podría leerse como un acto de rebeldía progresista frente a un Milei que insiste, pese a su dependencia de los inmigrantes venezolanos, en demonizar a los inmigrantes para emular a su Daddy (not sugar Daddy, yet) del Norte.

La categoría “Personalidad Destacada de la Cultura” en la práctica reciente, se ha transformado en una herramienta de consumo micro-político. Digo, micro porque es más relevante para el homenajeado y sus familias que para la sociedad en general.

Pero ¿qué significa hoy, exactamente, ser “Personalidad Destacada de la Cultura”? ¿Qué valores representa esa categoría? ¿A quién conviene, y para qué?

La categoría nació como una forma de destacar aportes singulares a la vida simbólica de la ciudad. Pero en la práctica reciente, se ha transformado en una herramienta de consumo micro-político: sirve para enviar mensajes, reforzar pertenencias, demostrar gestos. Digo, micro-político porque es más relevante para el homenajeado y sus familias que para la sociedad en general. Hace unos meses se galardonó a Teresa Anchorena, cuya familia —en la entrevista que le hice a Anamá hace unos años mientras yo estaba viviendo en el nordestino Brasil profundo— esta última señaló como la familia encargada del tráfico de esclavos en época de la colonia. Y como todo lo que se vuelve signo, corre el riesgo de volverse fetiche. Todas las Anchorena intentaron hacer carrera (madre e hijas) autoesclavizándose de la manera más disimulada, pero también, de la peor manera. Lo llaman karma.

Hace unos meses se galardonó a Teresa Anchorena, cuya familia —en la entrevista que le hice a Anamá hace unos años— , según Anamá, se enriqueció tráficando esclavos en época de la colonia. El karma manda y Teresa e hijas no hacen mas que autoesclavizarse.

El verdadero aporte cultural de Anamá está más vinculado con su gossip, a escondidas, con el que se aseguró su propio ascenso social desenmascando figuras claves de la alta sociedad argentina. Muy LANP.

Por su parte, Jessica Barreto, la joven legisladora socialista que impulsó el reconocimiento, encarna la lógica que ella parece proyectar en Anamá. Mujer, morocha, con sensibilidad inclusiva y perfil antimileísta. Es evidente que vio en Anamá una figura útil pero también afín, sin lograr entenderla del todo. El aporte cultural de Anamá está más vinculado con su bitching para asegurarse su propio ascenso social mediante el cual desenmascara figuras claves de la alta sociedad argentina como las Anchorena o las herederas del clan Mitre en su desesperación por las migajas dejadas a ellas por los Saguier. Pero Barreto no llega a esas profundidades que seguramente considera superficial ruido, sin entender que el chisme es el arma de disidencia y cambio social de los que vienen de abajo. En eso, Anamá es un ejemplo de superación. La legisladora, sin embargo, vio en Anamá un modelo mucho más facilista de superación, fácilmente adaptable al clima tóxico actual. Reconocer a una mujer negra se convierte en un gesto con retorno emocional de la inversión asegurado. Es el progresismo en su versión boutique: más preocupado por producir escena que por transformar estructuras. Si no, pregúntenle a Obama y a su mujer. Si no hubiera sido por su salvataje del sistema capitalista de bancos en 2008, hoy no existiría ni Trump ni Milei.

La legisladora socialista Barreto, sin embargo, vio en Anamá un modelo mucho menos sofisticado de superación, fácilmente adaptable al clima tóxico actual. Reconocer a una mujer negra se convierte en un gesto con retorno emocional de la inversión asegurado.

Pero Anamá no es inocente. Lejos está ya de la chusma de barrio. Es mucho más interesante que eso. Ella misma ha dicho que “lava su negritud”. Que vino de Ouro Preto, ciudad minera, ex esclavista, joya del barroco brasileño, para reinventarse como modelo en Argentina. Que trabajó limpiando casas antes de desfilar. Que educó a su hija para insertarse en la élite. Que logró casarla con Eduardo Neuss, hijo de Jorge Neuss, empresario poderoso que en 2020 asesinó a su esposa y luego se suicidó en un caso de femicidio que los medios callaron. La familia Neuss representa la casta más alta y silenciosa del empresariado argentino: aquella que combina fortuna, lobby, sangre y opacidad. Tengo amigos que me contaban que Eduardito Neuss repartía sus tarjetas de presentación en reuniones de empresarios exitosos con una desesperación para insertarse que no está nada lejos de la desesperación social de Anamá y la Nikita que tiene por hija.

Pero Anamá es mucho más interesante que eso. Ella misma ha dicho que “lava su negritud”. Que educó a su hija para insertarse en la élite. Que logró casarla con Eduardo Neuss, heredero de Jorge Neuss, empresario que en 2020 asesinó a su esposa y luego se suicidó en un femicidio que los medios callaron.

El matrimonio entre Nikita y Neuss no es un detalle menor: es una operación de blanqueamiento estructural en todo sentido que, lo que menos tiene, es ser discursivo. Una inserción real en el poder blanco argentino. Como si su negritud pudiera ser redimida —lavada, en sus palabras— a través de una alianza con una herencia manchada literalmente de sangre materna. Si esa es la tradición de hombres Neuss, blancos y asesinos; ¿qué dice ese matrimonio del precio que la hija de Anamá está dispuesta a pagar por su propio ascenso?

El matrimonio entre la hija de Anamá y Neuss es una operación de blanqueamiento estructural invertido. Una inserción real en el poder blanco argentino no sin ironías.Una alianza con una herencia manchada de sangre materna blanca mientras su madre negra es consagrada.

Y aquí es donde entra el marco de mi ex profesor de la London School of Economics, Derek Hook, con su lectura lacaniana del racismo. Para él, el racismo no es simplemente una aversión o una exclusión. Es un aparato de goce: una forma en la que el sujeto blanco se organiza frente al goce del Otro, que aparece como exceso corporal, vitalidad sospechosa, deseo ilegible. El cuerpo racializado no es neutral: es vivido como una amenaza, pero también como un objeto fascinante. Se lo quiere poseer, representar, dominar. Pero nunca escuchar.

El cuerpo racializado de Anamá no es neutral: es vivido como una amenaza, pero también como un objeto fascinante. Se lo quiere poseer, representar, dominar. Pero nunca escuchar.

Anamá, en esa lógica, no es escuchada. Es mostrada. Celebrada. Revestida de adjetivos. Pero no se le permite politizar su dolor. Cuando fue víctima de racismo explícito —como cuando la vedette Adriana Aguirre la llamó “mono” en televisión— la escena fue administrada como escándalo, no como denuncia. Se celebró su capacidad de perdonar, no su posibilidad de resistir. El sistema cultural argentino la premia por no sugerir nuevas formas de resistencia. Esto es importante.

Anamá, en esa lógica, no es escuchada. Es mostrada. Celebrada. Revestida de adjetivos. Pero no se le permite politizar su dolor. Cuando fue víctima de racismo explícito la escena fue administrada como escándalo, no como denuncia.

El racismo es una forma de psicopatología colectiva. Funciona como una estructura psicótica, donde el sujeto blanco construye al Otro como algo radicalmente exterior, imposible de integrar sin colapsar. En ese marco, el reconocimiento institucional a Anamá no es inclusión, sino una proyección delirante de inocencia sobre el cuerpo del Otro. Como si al premiarla, el sistema pudiera declararse no racista. Pero esa ceremonia no cura: repite el trauma en otro registro. Porque lo que se premia no es su historia, sino su disciplina. Su gratitud. Su capacidad para adaptarse. Anamá es, en ese sentido, el síntoma viviente de un Estado que no puede mirarse a sí mismo sin recurrir a la fábula de la negra agradecida.

El racismo es una una estructura psicótica, donde el sujeto blanco construye al Otro como algo imposible de integrar sin colapsar. En ese marco, el reconocimiento institucional a Anamá no es inclusión, sino una proyección delirante de inocencia.

El progresismo emocional que encarna Barreto se apoya en esa escena. Es joven, universitaria. Pero no ha pasado por el fuego de los debates sobre representación, blanqueamiento, fetichización. Esas cosas no se discuten en la UBA de Sarlo, Panessi y Grabois. Barreto usa el lenguaje del afecto, pero sin contenido. En su lectura, Anamá es un símbolo que cierra, no que abre. Que tranquiliza, no que inquieta. Que da respuestas, pero que no abre preguntas. Al consagrarla, la esteriliza, la higieniza. Más racismo.

Lo que se premio en la Legislatura no es la trayectoria de Anamá, sino su disciplina. Su gratitud. Su capacidad para adaptarse. Ser síntoma viviente de un Estado que no puede mirarse a sí mismo sin recurrir a la fábula colonial.

La transformación de la legisladora socialista de Anamá en complemento emocional de un discurso fácilmente digerible hace de la negritud, violencia pura. Porque en el intento de reparar, se la neutraliza. En el gesto de incluir, se la vacía. Lo que parece ternura institucional es, en realidad, un mecanismo de administración afectiva del Otro. Un modo de decir: “nosotros no somos como Milei”, sin preguntarse: ¿y qué somos, entonces?

La ceremonia fue impecablemente blanca. Mónica Gonzaga, espléndida en su indiferencia teatral burguesa. Patricia Ezcurdia, canalizando a la viuda de embajada sin embajada. Fabián Perechodnik, ex operador del PRO, disfrazado de sensible con chaleco sin convicción y enclosetado. Alejandro Veroutis y Claudio Cosano, emblemas de ese “puto boutique globalizado” que reduce la disidencia a desfile. Un evento en donde cada cuerpo ni se molestó en decir: “mirá qué abiertos que somos”. Porque en la Argentina, es impensable siquiera dar el paso siguiente y decir: “mirá lo que hicimos para que esto no duela más”.

Y todo esto tiene un costo en materia presupuestaria. No sólo por el expediente y su papeleo. Cuesta en energía, en horas de trabajo institucional, en maquillaje emocional, luz, gas. Mientras se recortan partidas, se bajan pensiones y se cierran oficinas, la Legislatura organiza actos que no cambian nada pero producen la ilusión de que todo está bajo control. Y eso preocupa, ya que tras lo que a primera vista es privilegio estúpido, hay algo estructuralmente inmóvil: Anamá no fue homenajeada por sus logros sino por su utilidad. Su significación forzada. Su conversión en excusa. Y el costo más alto no es económico. Es, irónicamente, cultural. No solo porque el racismo se perpetúa, sino porque la categoría de “referente cultural” pierde peso. Se transforma en souvenir. En sticker. En postal de un progresismo sin ideas que sólo puede homenajear lo que no se atreve a discutir.

Anamá no fue homenajeada por sus logros sino por su utilidad. Su significación forzada. Su conversión en excusa cara culturalmente porque la categoría de “referente cultural” se devalúa. Se transforma en souvenir progresista.

Y sin embargo, Anamá —como siempre— lo hizo perfecto. Dijo lo que había que decir. Sonrió. Encantó. No reclamó nada. Fue, una vez más, la negra que todos pueden aplaudir sin pensar en lo que eso significa. Y eso, más que una victoria, es la escena trágica del progresismo de salón. La consagración del que no molesta. La premiación del que no puede siquiera soñar ser una amenaza. La condecoración del que asegura que todo va a seguir igual en las cabezas de la gente; sobre todo, las progresistas. Eso es lo que le importa a la derecha: progresistas idiotas autoconvencidos de su utilidad pública.

Anamá —como siempre— lo hizo perfecto. Dijo lo que había que decir. Sonrió. Encantó. No reclamó nada. Fue, una vez más, la negra que todos pueden aplaudir sin pensar en lo que eso significa. Y eso, más que una victoria, es la escena trágica del progresismo de salón.

Argentine Domesticated Racist Jouissance and a Rudderless Progressivism

As with everything, there are many ways to tell a story. I’m referring to the anecdote of the City of Buenos Aires’ formal declaration by law of my dear friend Anamá Ferreira as a “Distinguished Personality of Culture.”

One way to tell this story is as a moment of consecration. A Black woman, an immigrant, a worker, enters the country as a foreign model during the dictatorship, cleans floors, reinvents herself, and triumphs. She becomes a businesswoman, a television figure, a fashion icon. Years later, amid a hostile political climate, the Buenos Aires City Legislature decides to honor her. The initiative comes from a young socialist deputy, Jessica Barreto, who proposes her as a “Distinguished Personality of Culture.” Anamá, moved, thanks them through tears. She’s applauded—mainly by her friends, former model colleagues, family, and legislative staff. They take pictures. They celebrate. A story of reparation, of progress, of recognition. A just act. A luminous scene. In this version, history unfolds as progress and individual overcoming, which, when accumulated, amounts to a collective accrual of rights. Conflict between the dispossessed and the privileged, between lives grieved and lives dumped in prisons or mass graves, is treated as something of the past.

We could tell it that way. Sure…

But of course, that would be a misreading. Reality is far more painful and opaque. History has shown us that we are far from having resolved our conflicts and arrived at a post-historical condition where freedom of choice, expression, and tolerant multiculturalism reign. The clarity of perfection conceals what is difficult to name. In the Middle Ages, the violence of feudal vassalage was hidden behind the transparent marvel of the Gothic cathedral. In the industrial modern era, it was hidden behind the glass of the arcades—those proto-shopping malls that later became cities unto themselves. In the case of this particular event, the violence hides behind the façade of the perfect ceremony, whichever angle you look at it. In the Golden Hall, a fantastical eclectic monument to a Belle Époque that makes Argentines believe the future is still possible.

The perfect ceremony.

In the theatrical sense of the term, the celebration of the passage of the “Anamá Cultural Law” (sic) was exactly that. An institutional apparatus choreographed in detail to produce a spectacle of tensionless inclusion, a managed scene of diversity without antagonism. Like fairy tales that end well, but whose soundtrack remains unsettling.

The event took place on July 2, 2025, while elsewhere in the city—specifically in Constitución, where she is under house arrest—Cristina Fernández de Kirchner was receiving Lula da Silva. It was a political but sacramental visit, one that the former Argentine president couldn’t have orchestrated to go so perfectly; that depended on Lula. Two phoenixes fallen from the continental left sealing their visual alliance: a photograph of productive Latin American melancholy. Suddenly, regional progressivism lands a symbolic blow and promises an alternative future. Meanwhile, at the city legislature, the consecration of a Black figure was a rare occurrence. Especially considering that, according to Argentina’s official history, there are no native Black people left—they had to be imported as an exotic difference to reaffirm our innate Borgesian Europeanism, after being massacred during the Paraguayan War. We now know this is false, and that their story was not so different from Anamá’s—a history of integration and whitening as modes of survival.

Furthermore, in the absence of a local version of Frantz Fanon, Anamá emerges as the only possible pseudo-cultural referent in a city where the remnants of a once-hopeful progressivism—now utterly despondent—had just lost the legislative elections. Two parallel acts. Two symbolic gestures. A shared attempt to generate institutional meaning amid collapse. Anamá received her diploma under lights, cameras, speeches, and glasses of white wine. The argument was clear: it was about honoring her immigrant journey. And from that angle, it wasn’t a bad idea—and the timing wasn’t off either. One could even read it as a progressive act of defiance in the face of Milei, who, despite relying on Venezuelan immigrants, continues to demonize them to emulate his (not yet sugar) Daddy from the North.

But what does it mean today, exactly, to be a “Distinguished Personality of Culture”? What values does that category represent? Whom does it serve, and to what end?

The category was originally designed to highlight singular contributions to the city’s symbolic life. But in recent practice, it has turned into a tool of micro-political consumption: used to send messages, reinforce affiliations, perform gestures. I say micro-political because it matters more to the honoree and their family than to society at large. A few months ago, Teresa Anchorena was honored with this title—whose family, as Anamá herself pointed out in an interview I did with her years ago while living in the deep northeast of Brazil, was responsible for slave trafficking during colonial times. And as with anything that becomes a sign, it runs the risk of becoming a fetish. All the Anchorenas tried to make careers (mother and daughters alike) by self-enslaving in the most disguised yet degrading of ways. They call it karma.

Jessica Barreto, the young socialist legislator who pushed for the recognition, embodies the very logic she seems to project onto Anamá. A woman, brown-skinned, with an inclusive sensibility and an anti-Milei profile. It’s clear she saw in Anamá a figure both useful and kindred, without fully understanding her. Anamá’s cultural contribution is more tied to her sharp-tongued bitching, a strategic maneuver to secure social ascent by unmasking key figures of Argentina’s high society—such as the Anchorenas or the heiresses of the Mitre clan in their desperate scramble for crumbs left by the Saguier family. But Barreto doesn’t grasp that depth, which she likely dismisses as superficial noise—failing to understand that gossip is the subaltern’s weapon for social change. In this sense, Anamá is a true example of overcoming. The legislator, however, interpreted her as a much easier model of success, conveniently adaptable to today’s toxic climate. Recognizing a Black woman becomes an emotionally profitable gesture with guaranteed returns. This is progressivism in its boutique form: more invested in staging inclusion than transforming structures. Ask Obama and his wife. If not for his bailout of the capitalist banking system in 2008, there would likely be no Trump or Milei today.

But Anamá is no fool. She’s long distanced herself from the rabble. She’s far more interesting than that. She herself has said she “washes her Blackness.” That she came from Ouro Preto, a mining, former-slaveholding, baroque jewel of a city in Brazil, to reinvent herself as a model in Argentina. That she worked cleaning houses before hitting the runway. That she raised her daughter to enter the elite. That she managed to marry her off to Eduardo Neuss, son of Jorge Neuss, a powerful businessman who, in 2020, murdered his wife and then took his own life—a femicide case the media hushed up. The Neuss family represents the highest and quietest caste of Argentine business: one that combines wealth, lobbying power, lineage, and opacity. Friends have told me Eduardito Neuss used to hand out business cards at elite networking events with a desperation to fit in not far from Anamá’s own social ambition—or that of her daughter, Nikita.

The marriage between Nikita and Neuss is no minor detail: it’s a structural whitening operation in every sense, the least of which is discursive. It’s a real insertion into Argentine white power. As if her Blackness could be redeemed—washed, as she says—through an alliance with a legacy literally stained by maternal blood. If that’s the tradition of Neuss men—white and murderous—what does that marriage say about the price Anamá’s daughter is willing to pay for her own ascent?

This is where the framework of my former professor at the London School of Economics, Derek Hook, becomes useful—specifically, his Lacanian reading of racism. For him, racism is not simply aversion or exclusion. It is an apparatus of jouissance: a structure by which the white subject organizes itself in relation to the jouissance of the Other, who appears as bodily excess, suspicious vitality, unreadable desire. The racialized body is not neutral: it is experienced as a threat, but also as a fascinating object. It is to be possessed, represented, dominated—but never listened to.

Anamá, in that logic, is not heard. She is displayed. Celebrated. Draped in adjectives. But she is not allowed to politicize her pain. When she was the victim of explicit racism—like when vedette Adriana Aguirre called her a “monkey” on television—the moment was managed as a scandal, not a denunciation. Her capacity to forgive was celebrated, not her potential to resist. The Argentine cultural system rewards her for not suggesting new forms of resistance. That matters.

Racism is a form of collective psychopathology. It functions like a psychotic structure in which the white subject constructs the Other as radically exterior, impossible to integrate without collapse. In this framework, institutional recognition of Anamá is not inclusion, but a delusional projection of innocence onto the Other’s body. As if by awarding her, the system could declare itself non-racist. But that ceremony does not heal; it repeats the trauma in a different register. What is rewarded is not her story, but her discipline. Her gratitude. Her ability to adapt. In this sense, Anamá is the living symptom of a state that cannot look at itself without invoking the fable of the grateful Black woman.

Barreto’s emotional progressivism rests on that scene. She’s young, university-educated. But she hasn’t gone through the fire of debates on representation, whitening, fetishization. These things are not discussed in the UBA of Sarlo, Panessi, and Grabois. Barreto uses the language of affection but with no content. In her reading, Anamá is a symbol that closes, not one that opens. One that comforts, not disturbs. One that gives answers but never provokes questions. By consecrating her, she sterilizes her, sanitizes her. More racism.

The transformation of the socialist legislator’s gesture into a digestible emotional supplement makes Blackness pure violence. Because in trying to repair, it neutralizes. In trying to include, it empties. What seems like institutional tenderness is, in fact, an affective management mechanism of the Other. A way of saying: “We are not like Milei,” without asking: “Then what are we?”

The ceremony was impeccably white. Mónica Gonzaga, radiant in her bourgeois theatrical indifference. Patricia Ezcurdia channeling the embassy widow without an embassy. Fabián Perechodnik, former PRO operative, disguised as a sensitive soul in an unconvincing vest and closet. Alejandro Veroutis and Claudio Cosano, emblems of that “globalized boutique queer” aesthetic that reduces dissidence to runway. An event where no body even bothered to say: “Look how open we are.” Because in Argentina, it’s unthinkable to take the next step and say: “Look at what we’ve done so this doesn’t hurt anymore.”

And all of this comes with a budgetary cost. Not just the administrative paperwork. It costs energy, institutional work hours, emotional makeup, light, gas. While budgets are slashed, pensions cut, and public offices shuttered, the Legislature organizes events that change nothing but create the illusion that everything is under control. That’s worrisome—because behind what may seem like dumb privilege, something structurally immobile persists: Anamá was not honored for her achievements but for her usefulness. Her forced symbolism. Her conversion into an excuse. And the highest cost is not financial. It is, ironically, cultural. Not only because racism is perpetuated, but because the category of “cultural referent” loses weight. It becomes a souvenir. A sticker. A postcard from a progressivism with no ideas, capable only of honoring what it dares not discuss.

And yet, Anamá—as always—did it perfectly. She said what needed to be said. She smiled. She charmed. She asked for nothing. She was, once again, the Black woman everyone can applaud without thinking about what that means. And that, more than a victory, is the tragic scene of drawing-room progressivism. The consecration of the one who does not disturb. The awarding of the one who cannot even dream of being a threat. The decoration of the one who guarantees that everything will remain unchanged in people’s minds—especially the minds of progressives. And that’s exactly what the right wing counts on: idiotic progressives, self-convinced of their public utility.

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