el deseo de desaparecer en la voz de ‘el padre’

En Argentina hay lugares que no existen en el presente, sino que persisten como reliquias de un orden abolido. El Jockey Club es uno de ellos. Fundado en 1882 por Carlos Pellegrini como reducto de la élite ganadera y financiera criolla, fue durante décadas el centro social y simbólico del patriciado argentino. Allí no se discutía el futuro: sino la herencia. Ahora siguen haciéndolo pero ya no en el Jockey Club. No se hablaba de política: se reproducía el apellido. Lo que estaba en juego no era la verdad, sino el linaje. Con nuestro Puto Virreinal dando cátedra sin hipótesis ni premisa, la herencia no es discutida sino la genealogía como fuente de valor.

El Jockey Club fundado en 1882 era un club donde no se hablaba de política sino que se reproducía el apellido. Lo que estaba en juego no era la verdad, sino el linaje. Con nuestro Puto Virreinal dando cátedra sin hipótesis ni premisa esto intenta ser puesto en valor.

Por eso no sorprende que Walter D’Aloia haya elegido ese espacio —y esa audiencia de ancianos retirados y jubilados de apellidos ilustres y cuerpos en retirada— para dictar su ponencia: “Los Anchorena olvidados”. El apellido Anchorena, sinónimo de estancia, embajada y beneficencia oligárquica, es un significante de oro que hoy solo vale como escenografía vacía. La familia que supo consolidar poder a través del campo, de la Iglesia y de sus alianzas estratégicas con Francia, hoy es —como el propio Jockey Club— más mito que presente, más símbolo que agente.

El Puto Virreinal Alfa expuso sobre: “Los Anchorena olvidados”. Si los Anchorena son una escenografía vacía, cómo alguien puede dedicarle tiempo a los excluidos de la misma?

D’Aloia no es un historiador. Es un performer del archivo. En este blog lo he definido como uno de los exponentes más consistentes del puto virreinal: una figura homosexual que no subvierte el poder sino que lo decora, lo embalsama, lo reencarna desde la cortesanía. El puto virreinal no exige derechos ni ocupa lugares de disidencia: ocupa rincones ornamentales desde los que reproduce el gusto, el protocolo y la nostalgia de una elite que lo tolera porque no lo percibe como amenaza.

D’Aloia, nuestro Puto Virreinal, no es un historiador. Es un performer del archivo: no subvierte el poder sino que lo decora, lo embalsama.

En esta ponencia, D’Aloia lleva ese gesto a su forma más radical: no se limita a decorar el poder vivo, sino que se pone al servicio del cadáver simbólico del poder muerto. Elige hablar de los Anchorena que nadie recuerda, con un castellano impostado como si viniera de Salamanca y con un título falso de «cónsul honorario de España». Pero el efecto no es ni siquiera paródico. Sus ‘s’ son de Asturias y sus ‘z’ castizas. No hay humor ni exceso en su cosplay ni distancia queer. Hay fe pero fe en qué?

Habla de los Anchorena que ni siquiera los Anchorena recuerdan, con un castellano impostado. Sus ‘s’ son de Asturias y sus ‘z’ de Castilla. No hay humor ni exceso en su cosplay ni distancia queer. Hay fe pero fe en qué?

¿Y por qué todo esto importa?

Porque nos obliga a pensar qué significa hoy habitar el archivo: no como espacio de resistencia, sino como fórmula de pertenencia vacía, como templo a una genealogía que ya no tiene herederos. Porque lo que se juega en esa ponencia no es el contenido, sino la operación estética de hacer hablar al linaje cuando ya no hay cuerpo que lo sostenga. Porque el puto virreinal ha mutado: ya no adorna, ahora momifica. Y es desde ahí que podemos leer la ponencia de D’Aloia —su gesto, su voz, su saber— como una coreografía necrológica del deseo.

Lo que se juega en esa ponencia no es el contenido, sino la operación estética de hacer hablar al linaje cuando ya no hay cuerpo que lo sostenga. Porque el puto virreinal ha mutado: ya no adorna, ahora momifica.

El nombre del padre: hablar desde un linaje que ya no nos mira

Lacan define el «Nombre del Padre» como la función simbólica que organiza el deseo, que marca el ingreso en el lenguaje y en la ley. Pero cuando el Padre cae, cuando su nombre ya no nombra más que ausencia, lo que queda es la repetición vacía. D’Aloia se instala ahí: habla desde un linaje que ya no lo mira, lo hace en su nombre, pero sin cuerpo que lo garantice. Como si convocara a un Dios muerto para que lo autorice. Como si el acto de hablar, por si solo, pudiese restituir el orden perdido.

Lacan define al padre como función simbólica que organiza el deseo. Pero cuando el Padre cae, cuando su nombre ya no nombra más que ausencia, lo que queda es la repetición vacía. D’Aloia se instala ahí: habla del vacío.

La abyección (Kristeva): embellecer el cadáver, maquillar la caída

Kristeva entiende la abyección como aquello que debería ser expulsado pero insiste. Lo abyecto es lo que amenaza la integridad del sujeto, lo que nos confronta con lo que hemos tenido que abandonar para constituirnos. En D’Aloia, lo abyecto es el linaje caduco que se resiste a desaparecer. Su saber no es reparativo ni crítico, es cosmético: embellece el cadáver, maquilla la caída, convierte la desaparición del orden oligárquico en espectáculo de continuidad.

Lo abyecto es lo que amenaza la integridad del sujeto y debe ser expulsado pero D’Aloia embellece el cadáver, maquilla la caída, convierte la desaparición del orden oligárquico en espectáculo de continuidad.

El puto virreinal (reformulado): del decorador al relicario

En su versión original, el puto virreinal era una figura que obtenía su lugar decorando el poder. Hoy, con ese poder reducido a mito, el puto virreinal se convierte en su relicario: ya no embellece al amo, sino al mausoleo. No hay deseo, hay fidelidad. No hay erotismo, hay liturgia. Es la sexualidad sin goce, entregada al archivo, la genealogía, la impostura castiza. El cuerpo ya no decora: sostiene el eco de un apellido.

Epílogo: El goce de sostener al Padre que ya cayó

Lo que Walter D’Aloia hace no es inofensivo. No es solo un culto amateur al linaje. Es una forma muy precisa de producción de status basada en la repetición vacía del Nombre del Padre, sostenida por un cuerpo que sugiere el sufrimiento. Hay algo Mileista pero con estetica invertida.

Ese saber no repara, no transforma, no actualiza: embellece el cadáver. Kristeva lo llamver. Kristeva lo llamaría una estética de la abyección sublimada: lo que debería ser expulsado (el linaje muerto, la historia clausurada, el archivo que ya no habla) es devuelto al presente como reliquia embalsamada. Y lo peor: decorada con voz castiza y legitimada frente a una audiencia que ya no distingue entre rigor y liturgia.

Lo que Walter D’Aloia hace no es inofensivo. No es solo un culto amateur al linaje. Es una forma muy precisa de producción de status basada en la repetición vacía del Nombre del Padre, sostenida por un cuerpo que sugiere el sufrimiento.

Así, el puto virreinal, que antes decoraba el poder activo, ahora se vuelve su custodio ceremonial. No hay eros: solo fidelidad a una forma vacía de pertenencia, sostenida por la impostura, la genealogía y la performance del saber como adorno.

El puto virreinal, que antes decoraba el poder activo, ahora se vuelve su custodio ceremonial. No hay eros: solo fidelidad a una forma vacía de pertenencia, sostenida por la impostura

Una respuesta a “El Puto Virreinal Alfa da Cátedra de Chanchorenas ‘Olvidados’ en el Jockey club: mis comentarios”

  1. Un gusto verlo de vuelta, Mr. Cañete.

    Me pregunto cómo el arquetipo del «court eunuch» descrito por Camille Paglia en «Sexual Personae» informa la tipología que está desarrollando últimamente.

    Otra cosa: leyendo sus últimas entradas sobre biopolítica me acordé varias veces de un sketch de Plan Z, que ya en los noventa y desde el humor negro exponía la retórica (post)institucional del presente.

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