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La Política entre el catecismo bolivariano y el culto tecnócrata timbero
Hace días que en mi cabeza se repite una frase del maravilloso W. E. B. Du Bois, uno de los grandes intelectuales afroamericanos del siglo XX, pionero en denunciar cómo el racismo y el capitalismo se entrelazan para organizar la desigualdad: “Either black people in America die or win.”

No hablaba solo del sujeto negro en Estados Unidos. Hablaba de una encrucijada histórica, de una lucha que no admite zonas grises, ni reformas parciales, ni sentimentalismos: o se transforma el capitalismo, o no hay cambio posible. Esa frase se me aparece cada vez que escucho a algún periodista de El Destape hablándo de la deuda y el déficit como si fuera una enfermedad vergonzosa, una culpa, una falta moral. Como si lo que se discutiera no fuera quién se endeuda sino quién sobrevive.
Los que creemos en el Estado de Bienestar estamos en una encrucijada histórica, de una lucha que no admite zonas grises, ni reformas parciales, ni sentimentalismos: o se transforma el capitalismo, o no hay cambio posible.
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Vivimos en una época donde pensar un futuro diferente se volvió una mala palabra. Decir “utopía” es sinónimo de delirio o de consigna estudiantil. Se exige pragmatismo, aguante, obediencia: al algoritmo, al mercado, al Estado tecnocrático. Pero no se exige imaginación. Al contrario: la imaginación fue colonizada. Como decía Mariátegui —sin que lo cite El Destape, claro—, “las únicas utopías válidas son las que nacen del vientre mismo de la realidad.” Y si el vientre argentino está pariendo algo hoy, no es una solución, es un monstruo. Un presidente que se exhibe como anticuerpo viviente de la democracia. Un cuerpo sin órganos, pero con muchas redes.
Mariátegui decía que “las únicas utopías válidas son las que nacen del vientre mismo de la realidad.” Y si el vientre argentino está pariendo algo hoy, no es una solución, sino un monstruo. Anticuerpo viviente de la democracia.
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No es Milei el verdadero fenómeno. Es su voto. Es el odio que lo motoriza. Es la proyección de una clase media fragmentada que no tolera al otro ni a sí misma. Milei no gobierna: Milei se ofrece en sacrificio para encarnar un goce que no se puede decir pero que todos sienten. Y ese goce es lo que hoy llamamos política. Un goce sin política, sin cuerpo colectivo, sin imaginación.
Milei no gobierna: Milei se ofrece en sacrificio para encarnar un goce que no se puede decir pero que todos sienten. Y ese goce es lo que hoy llamamos política.
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Lo verdaderamente siniestro —lo que me empuja a escribir esto— es que no hay alternativa visible. No porque no exista, sino porque fue silenciada por un progresismo melancólico, gerencial y culpógeno, que convirtió la redistribución en contabilidad y la justicia social en estética de la corrección. Y esa impotencia nos fue encerrando en una temporalidad sin salida: el presente como única forma de existencia. El presente que no se puede tocar. El presente como loop de ajuste, con una cumbia de fondo o Lali o no se quien.
Lo verdaderamente siniestro es que no hay alternativa porque fue silenciada por un progresismo melancólico que convirtió la justicia social en estética de la corrección.
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La política no empieza cuando se arregla todo. La política empieza cuando se reconoce que no hay garantías, que las condiciones son adversas, y que igual hay que inventar algo que no existe. Algo que no es ni “volver” ni “resistir”, sino crear. Una política desde el sur que no repita el catecismo bolivariano ni el culto tecnócrata del Excel. Una política que no le tenga miedo al deseo de otra cosa.

Milei encarna el histórico permiso Argentino al odio
Siempre se dijo que el peronismo era una máquina de traducir el odio en política. De traducir el reclamo en forma, el resentimiento en pertenencia, la exclusión en fiesta. Pero esa máquina se oxidó. Hoy, el odio circula como flujo puro, sin mediaciones, sin mitologías colectivas. Un odio que ya no necesita argumentos ni doctrina. Un odio despojado incluso de ideología: solo necesita imagen, velocidad y una víctima. El zurdo, el mapuche, el travesti, el ñoqui, el hijo de… el que no trabaja, el que no se adapta. En esa lógica, Milei no representa ideas: encarna un permiso. El permiso para gozar del castigo al otro.
Milei no representa ideas: encarna un permiso. El permiso para gozar del castigo al otro.
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Ese odio no nace de la pobreza. Nace del miedo. Del miedo a no pertenecer, a caer, a ser confundido con los que caen. Nace de la imposibilidad de imaginar un lugar para uno mismo en un país sin proyecto. Nace de la humillación de haber apostado a la movilidad social y no haber llegado nunca. Por eso el mileísmo no es solo una reacción. Es una estética. Una estética que grita, que insulta, que se masturba con la humillación ajena. Que necesita cámaras, que necesita clicks, que necesita sangre. Y, sobre todo, que necesita un otro que pague.
El mileísmo no es solo una reacción. Es una estética. Una estética que grita, que insulta, que se masturba con la humillación ajena.
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El problema no es que haya odio. El problema es que el progresismo decidió no escucharlo. Lo despreció. Lo redujo a “odio de clase”, “fascismo”, “discursos de odio”, y lo arrojó al tacho de lo inexplicable. Mientras tanto, en vez de disputar ese territorio afectivo, El Destape TV por dar un ejemplo exagerado, nos ofrece tecnocracia con lágrimas. Sentimentalismo contable. Llorar con Ari Alijalad y luego hacer una planilla de déficit. Llamar a la solidaridad desde una estética de ONG blanca, sin pueblo, sin sudor, sin barro.
Ese sentimentalismo no es inocente. Es una forma de domesticar el malestar. De evitar el conflicto. De ofrecer una política que no transforma nada, pero te abraza fuerte. Un progresismo que se volvió incapaz de producir afectos populares y por eso terceriza el dolor: lo estetiza, lo administra, lo mide en clicks. Navarro! Lo que no puede hacer es imaginar una salida. Ahí está el verdadero crimen: no haber querido disputar el afecto. No haber querido escuchar el odio. No para validarlo, sino para traducirlo. Para ofrecerle otra forma, otro cuerpo, otra historia. Para decir: “sí, te veo. No estás solo. Pero no vamos a matar a nadie por eso.”
El progresismo se volvió incapaz de producir afectos populares y por eso terceriza el dolor: lo estetiza. Navarro! Cristina! Pero no puede imaginar una salida ya que no puede disputar el afecto.
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La historia no nos absolvió. Nos venció la comodidad.
Yo vi pasar la oportunidad bolivariana con mis propios ojos. Estaba ahí. No era una utopía: era una posibilidad concreta. Lula, Chávez, Correa, Evo, incluso Kirchner. No hablo del mito: hablo del momento. Una constelación política que desafiaba al FMI, que pensaba en bloque, que hablaba de soberanía, que discutía en nombre del Sur. Que soñaba —sí, soñaba— con un lugar propio en el mundo.

Pero el kirchnerismo no supo o no quiso estar a la altura. Prefirió el corto plazo, la rosca doméstica, el barro de Comodoro Py y la épica del mártir mediático. Prefirió nombrar a jueces en pijama y dejar que Milani se convierta en jefe del Ejército mientras se hablaba de derechos humanos. Prefirió usar a Chávez como símbolo mientras aceptaba inversiones de Chevron. Prefirió el set de 6,7,8 al ALBA. Lo latinoamericano se volvió un decorado. El antiimperialismo, una consigna vintage para feriados patrióticos.
Durante el Kirchnerismo, el Boliviarianismo se volvió un decorado. El antiimperialismo, una consigna vintage para feriados patrióticos.
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Néstor entendió el poder, pero nunca entendió el tiempo. Su astucia era táctica, no estratégica. No pensó la región: pensó en las elecciones de medio término. No pensó la historia: pensó en el rating. Cristina, con todo su carisma, tampoco rompió con ese esquema. Habló de Patria Grande pero dejó que la geopolítica la maneje Timerman, que no podía ni sostener una conversación con Maduro sin googlear antes si Venezuela tenía mar.
Néstor entendió el poder, pero nunca entendió el tiempo. Su astucia era táctica, no estratégica. No pensó la región: pensó en las elecciones de medio término.
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El resultado está a la vista: en lugar de consolidar un proyecto regional con peso propio, terminamos en la periferia de un imperio que ya ni siquiera finge interesarse. Hoy Lula tiene que visitar a Cristina en una casa vigilada, como si se tratara de una aparición mariana. Y mientras Milei cumple el rol de virrey de TikTok, el progresismo se dedica a escribir cartas de repudio y firmar solicitadas en letra Times New Roman.
La historia no nos absolvió porque no hicimos nada con ella. No la traicionamos: la dejamos pasar. Esa oportunidad no va a volver. Pero lo que sí puede volver —si somos capaces de pensarlo— es una nueva forma de Sur. Un Sur que no sea souvenir retórico, ni estatismo nostálgico, ni populismo de manager. Un Sur que piense más allá del Estado, sin dejar de usarlo. Que entienda que el problema no es solo quién manda, sino cómo imaginamos pertenecer.
Porque mientras sigamos atrapados en esta versión sentimental y autocentrada del kirchnerismo, vamos a seguir perdiendo. Y no por culpa de los trolls ni de los algoritmos, sino por una razón más dolorosa: porque nos volvimos incapaces de imaginar otra cosa.
Porque mientras sigamos atrapados en esta versión sentimental y autocentrada del kirchnerismo, vamos a seguir perdiendo. Y no por culpa de los trolls, sino por falta de imaginación.
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La herida transoceánica convertida en oportunidad.
Mientras Buenos Aires se derrumba entre rankings de pobreza, turismo de shopping berreta y punitivismo con tonada villera, la historia está pasando por otro lado. Nadie lo dice porque nadie lo quiere ver. Pero el centro de gravedad del poder sudamericano se está desplazando. Ya no pasa por la City, ni por los pasillos de la Rosada, ni por el brunch con Ginés en Puerto Madero. Pasa por el litio, por los puertos del Norte, por la red vial que une Brasil, Paraguay, Argentina y Chile en una diagonal silenciosa que se llama Capricornio.
El centro de gravedad del poder sudamericano se está desplazando. Ya no pasa por la City… pasa por el litio, por los puertos del Norte, por la red vial que une Brasil, Paraguay, Argentina y Chile en la silenciosa diagonal Capricornio.
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El corredor bioceánico del Norte es mucho más que infraestructura. Es un nuevo mapa. Un mapa que prescinde de Buenos Aires. Un mapa donde las rutas no responden a la lógica colonial del puerto extractivo, sino a un horizonte productivo regional. Una red que conecta al Atlántico con el Pacífico sin pedir permiso en Retiro ni en la Bolsa de Comercio.Y en ese nuevo mapa, China aparece como un actor que no grita, pero está. No viene a traer democracia ni derechos humanos. No viene a enseñar cómo se hace una república. Viene a hacer negocios. Pero no viene a tutelar. Viene a conectar. Frente al imperio decadente de Estados Unidos, que sólo sabe imponer aranceles, financiar lawfare y mandar virreyes como Milei a hacer de embajadores de sí mismos, China aparece como una potencia ambigua, sí, pero también estratégica.
La pregunta no es si China es buena o mala. La pregunta es si estamos dispuestos a pensar en términos regionales sin pedirle permiso a Washington. Si somos capaces de imaginar un Sur conectado que no pase por la nostalgia peronista ni por la obediencia atlántica. Porque el futuro, si existe, no va a estar donde nos formaron para mirar.

Estados Unidos no tiene Embajador en la Argentina porque es Milei
Milei es el instrumento geoestrategico de actualización de la Doctrina Monroe fracasada. El operador periférico de un viejo orden desahuciado. Su alineamiento automático con Israel, sus influencers virgenes, su odio teatral al progresismo y a sí mismo. Todo responde a la necesidad de reponer una forma de dominación que ya no tiene legitimidad ni en su propio centro.
Por eso lo importante no es Milei. Es su votante. El que goza con la destrucción, el que cree que la libertad es un delivery sin impuestos, el que odia sin saber por qué pero se siente visto en ese odio. Ese votante es producto del vaciamiento cultural de los últimos veinte años. Pero también es el síntoma de algo más profundo: que mientras discutimos si Cristina es o no Evita, la historia puede estar escribiéndose como en la época de los Austrias al norte de Salta.
El progresismo condescendiente explicando el país a una tía confundida
El Destape TV no representa un proyecto político. Representa un estado de ánimo. Una mezcla de autoayuda y tecnocracia con estética de indignación controlada. Es el lugar donde la derrota se transforma en épica con violines de fondo, donde el ajuste se digiere con un numero para que la gente llame y se genere ‘awareness’. Es economicismo con sensibilidad social. No muy diferente del Macrismo.
El Destape TV no representa un proyecto político. Representa un estado de ánimo. Una mezcla de autoayuda y tecnocracia con estética de indignación controlada.
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Ari Alijalad es el rostro perfecto de ese progresismo: joven, rubio, instruido, sensible, y absolutamente domesticado. No es casual que él, como tantos otros, hable desde un lugar donde lo político ya no se articula como conflicto sino como terapia. Tan de su clase. Me imagino hasta sus muebles. Su tono es siempre condescendiente, como si estuviera explicándole el país a una tía confundida. Pero detrás de ese tono se esconde algo más grave: la imposibilidad de imaginar otra cosa. Una alternativa cultural infertil.
Lo que se presenta como “resistencia” (Grabois? Kicillof?) no resiste nada: simplemente administra el duelo de no haber sabido qué hacer con el poder cuando lo tuvieron. Se volvieron afectivos, autocomplacientes, infantiles. Se enamoraron de sus metáforas (“vamos a volver”), de sus muertos (“Néstor vive”), de sus gestos vacíos (“gracias Cristina”), y no supieron transformar ese amor en estructura. Y cuando el amor no se transforma en estructura, se convierte en renuncia. Una renuncia kitsch, melancólica, con estética de película nacional de los noventa. Una renuncia que se disfraza de resistencia pero que en el fondo solo reproduce la impotencia.
Lo que se presenta como “resistencia” (Grabois? Kicillof?) no resiste nada: simplemente administra el duelo de no haber sabido qué hacer con el poder cuando lo tuvieron. Se volvieron autocomplacientes, infantiles.
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Cristina es un arma de doble filo pero tiene una visión que ninguno de sus prosibles sucesores tiene y esto habla horrible de ella. A pesar de esto, entendió algo más profundo: que el poder es lenguaje y también deseo. Por eso todavía despierta pasiones. Pero Maximo no tiene su visión. Tal vez tenga su estilo, su tono, sus códigos de pertenencia. Y ese sentimentalismo heredado terminó cristalizando una lógica excluyente: la patria es el otro, sí, pero solo si ese otro habla como yo, vota como yo, siente como yo.
Cristina es un arma de doble filo pero tiene una visión que ninguno de sus prosibles sucesores tiene y esto habla horrible de ella. A pesar de esto, entendió algo más profundo: que el poder es lenguaje y también deseo.
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Esa forma de progresismo no tiene nada que decirle al Norte, ni a las villas, ni a los migrantes, ni al que vende por Instagram. Por eso, ese progresismo se vuelve tan fácil de odiar. Porque se volvió espejo del cinismo que dice combatir. Y sin embargo, desde el sur del país, desde los márgenes, desde esa historia bolivariana que nunca se animaron a encarnar, todavía hay algo que germina. Pero para verlo hay que soltar ese relato de El Destape y volver a imaginarlo.

El Mileismo como lo contrario a la esquizofrenia
El votante de Milei no es un loco. No está alienado. No es pobre, ni necesariamente ignorante. Es alguien que encontró en el odio una brújula moral. El odio como afecto organizador: contra “el zurdo”, contra “el planero”, contra “el trava”, contra “el kirchnerista”, contra “la víctima profesional”. Es un odio reactivo, pero también constituyente: estructura una identidad, define un adentro y un afuera, da coherencia donde ya no queda estructura social.
El votante de Milei no es un loco. No está alienado. No es pobre, ni necesariamente ignorante. Es alguien que encontró en el odio una brújula moral.
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Ese odio no necesita ser mayoritario para gobernar: necesita ser escénicamente eficaz. No necesita construir futuro: necesita destruir el pasado. Y por eso le habla a un sujeto melancólico, resentido, con una autoestima herida que quiere vengarse de haber sido marginado simbólicamente del relato nacional-popular que fue pedante y lo sigue siendo, en, por ejemplo, el Destape. El votante Mileista busca la reparación invertida.
Pagni y el Odio al Afecto
Pero el odio no es exclusivo de Milei. También habita las formas supuestamente más moderadas. El lector de Carlos Pagni, por ejemplo, no odia a los negros: odia a la historia a la que ve con la fascinación de la primera transición democrática: Carlos Nino, Liliana de Riz. A donde nos llevo esa visión institucionalista transaccional de la democracia en un país en el que la política exige afecto. Pagni encarna el odio al afecto político. Y ese odio sofisticado, más narrativo que visceral, más irónico que brutal, funciona igual: segrega, ordena, limpia el campo simbólico. Por esto, shockea que Milei lo haya criticado e incluso, amenazado.
Carlos Pagni, por ejemplo, no odia a los negros: odia el afecto politico. Pero a donde nos llevo su visión institucionalista transaccional en un país en el que la política exige deseo.
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Lilita, la Lesbiana Virreinal
Lo mismo puede decirse del neo genealogismo oligarca de lesbiana virreinal de Lilita Carrió. Carrió es el eslabón más delirante y aspiracional del patriciado nacional. Su estilo mesiánico y su catolicismo neurótico le permiten sobreactuar su vocación de madre de la República mientras mantiene a raya cualquier sospecha sobre su sexualidad o su linaje. Carrió performa un patriarcalismo demencial, místico, para no tener que salir del clóset. Su cruzada moral no es otra cosa que un teatro de sublimación: no puede gozar, entonces denuncia el goce ajeno.
Carrió performa un patriarcalismo demencial, místico, para no tener que salir del clóset. Su cruzada moral no es otra cosa que un teatro de sublimación: no puede gozar, entonces denuncia el goce ajeno.
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En todos estos casos —Milei, Pagni, Carrió— el odio es un dispositivo inmunológico. Sirve para cerrar el cuerpo político, para evitar la mezcla, para proteger un núcleo fantasmático de pureza nacional. La política argentina no está fracturada: está inmunizada. La derecha encontró en el odio su droga dura, pero también su tratamiento preventivo.
La izquierda, mientras tanto, se debate entre dos respuestas fallidas: o el sentimentalismo edulcorado del progresismo kicillofista, o el tecnocratismo culposo de quienes creen que gobernar es cuadrar una planilla. Nadie parece dispuesto a disputar ese afecto, a tomar el odio como síntoma y no solo como peligro. Y sin embargo, si algo enseña este presente brutal es que los afectos no se combaten con razón. Se combaten con otros afectos. No con indignación de red social, sino con imaginación política. No con moralismo, sino con otra forma de pertenencia.

China y el Fantasma del 2003-2008
No siempre fuimos así. Hubo un momento —fugaz, contradictorio, inacabado— en que la historia pareció abrirse. Fue entre 2003 y 2008. La Argentina salía del infierno, el ALBA articulaba otro Sur, Chávez empujaba una retórica emancipatoria, y Brasil —todavía sin Lava Jato, sin Bolsonaro, sin trauma de clase media— insinuaba una potencia regional amable, negra, sindicalista, solidaria. Y ahí estábamos nosotros: con todo para ganar, y sin coraje para imaginar.
Porque lo que Néstor Kirchner hizo no fue un proyecto. Fue un movimiento reflejo. Un peronismo de oportunidad. Hábil, eficaz, negociador. Pero no bolivariano, no solidario, no internacionalista. Y lo que Cristina construyó después, con más audacia simbólica pero igual de estructurada por el miedo al conflicto real, fue una narrativa sin arquitectura, una estética de la justicia sin política de integración. No se animaron. No quisieron. Se atrincheraron en la administración del capital sojero mientras hablaban de revolución desde la tribuna de la UIA.
Lo que se perdió ahí no fue solo una oportunidad geopolítica: fue una forma posible de temporalidad política. Una que no se organizara según el ciclo electoral, ni el precio de la soja, ni la encuesta semanal. Una temporalidad heterodoxa, bolivariana en el sentido mariateguista: de la imaginación realista, de la utopía que nace de la entraña de lo posible. Se construyó poder, sí. Pero no se construyó otro tiempo sino clientelismo: vacío. El vacío que dejó esa promesa malograda fue ocupado por Milei: un holograma libertario sostenido por think tanks de ultraderecha, narcisismo místico y operadores judiciales. Milei no construye poder, construye ruina. Pero lo hace con convicción. Y lo hace encarnando un odio que nadie supo interpelar a tiempo. No es un error del sistema: es el síntoma de su fracaso afectivo.
El Kirchnerismo no construyó una temporalidad heterodoxa, bolivariana en el sentido mariateguista: de la imaginación realista, de la utopía y el vacío de futuro fue ocupado por un holograma libertario, narciso místico.
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Frente a esto, algo se mueve. En la sombra, en los márgenes. Porque mientras la Argentina se fragmenta, aparece otra arquitectura. Y no pasa por Buenos Aires. Pasa por el Norte. Por el corredor bioceánico Capricornio. Por la inversión china en infraestructura sin condicionamientos ideológicos. Por la alianza productiva con Bolivia, Paraguay, Brasil. Por la posibilidad —ambigua pero concreta— de construir una red regional que desplace al centro blanco, urbano, europeizante. China no viene a salvarnos. Pero tampoco viene a enseñarnos democracia liberal. Viene con su modelo ambivalente: extractivista y cooperativo, jerárquico pero no evangelizador. Es un imperio sin cruz, sin moral. Y eso, en esta etapa, puede ser una oportunidad. Frente al imperialismo declinante de Estados Unidos —que ya ni siquiera necesita embajador porque tiene a Milei como virrey—, China opera como potencia horizontal: no exige conversión, exige resultados.
Frente al imperialismo declinante de Estados Unidos —que ya ni siquiera necesita embajador porque tiene a Milei como virrey—, China opera como líder porque no exige conversion.
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El problema es quién va a interpretar ese nuevo mapa. Quién va a imaginar una política desde el Sur que no repita el kitsch sentimental ni el cinismo tecnocrático. Quién va a decir, como Mariátegui, que no queremos calcar ni copiar, sino crear. Porque la creación exige ruptura. Y la ruptura, imaginación. No una imaginación infantil, de eslóganes, sino esa otra que sabe que todo lo que nace en la historia, nace primero como exceso. Hoy, el odio organiza. El sentimentalismo progresista consuela. Pero ni uno ni otro construyen. Y lo que necesitamos no es consuelo ni destrucción, sino otra idea de pertenencia. Una que se atreva a pensar la justicia no como deuda ni como castigo, sino como forma compartida de futuro.
Fin
Yo sé lo que es vivir en ese régimen. En el Reino Unido, donde pasé los últimos veinticinco años, el neoliberalismo avanzó como un bisturí sin anestesia: cortando derechos, pidiendo gratitud, maquillando el dolor con eficiencia. Aprendí a sobrevivir en silencio, con acento extranjero, esperando mi turno en oficinas donde nadie te nombra, solo te archivan. Pero cuando el colapso me alcanzó —cuando toqué el suelo de verdad— descubrí que ni el idioma, ni los títulos, ni la verdad alcanzaban. Que podés tener razón, podés haber sido violado, atacado, drogado, despojado… y aún así ser acusado. Porque lo que no encaja se criminaliza. Porque el loco, el extranjero, el raro, el que no entiende las reglas del juego, debe ser disciplinado o destruido.
En el Reino Unido, donde pasé los últimos veinticinco años, el neoliberalismo avanzó como un bisturí sin anestesia: cortando derechos, pidiendo gratitud, maquillando el dolor con eficiencia.
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Yo veo cómo la cortesía británica se convierte en tortura blanda. Cómo la ley se convierte en espectáculo. Cómo los médicos psiquiatras se convierten en notarios del abandono. Y cómo el Estado, cuando ya no puede matarte, te deja pudrirte en vida. Por eso la frase de Du Bois no es una consigna; es un veredicto. O ganás, o te morís. Y ganar, en estas condiciones, es no dejarse desaparecer. Es gritar desde el margen aunque te rompa la garganta. Es seguir escribiendo mientras todo lo que amás se va cayendo como dientes de leche. Es nombrar lo que te hicieron, aunque no te crean, aunque se rían, aunque digan que fue culpa tuya. Porque si hay algo que aprendí en este tiempo es que el odio es estructurante, pero el silencio es el que mata.
Yo veo cómo la cortesía británica se convierte en tortura blanda. Cómo los psiquiatras se convierten en notarios del abandono. Y cómo el Estado, cuando ya no puede matarte, te deja pudrirte en vida. Por eso la frase de Du Bois no es una consigna; es un veredicto.
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Politics between the Bolivarian catechism and the technocratic gambling cult

For days I’ve been repeating a phrase from W. E. B. Du Bois, one of the great African-American intellectuals of the 20th century—pioneer in exposing how racism and capitalism intertwine to organize inequality: “Either the darker-skinned dies or wins.” He wasn’t speaking only about Black people in the United States. He spoke of a historical crossroads, of a struggle that allows no gray areas, no partial reforms, no sentimentalism: either capitalism is transformed, or no change is possible. That phrase echoes in my head every time I hear a journalist from El Destape talk about the fiscal deficit as if it were a shameful disease, a guilt, a moral failing. As if the real question wasn’t who goes into debt, but who survives.
For days I’ve been repeating a phrase from W. E. B. Du Bois, one of the great African-American intellectuals of the 20th century—pioneer in exposing how racism and capitalism intertwine to organize inequality: “Either the darker-skinned dies or wins.”
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We live in a time when imagining a different future has become a dirty word. To say “utopia” is synonymous with delusion or student slogans. Pragmatism is demanded, endurance is demanded, obedience is demanded—to the algorithm, to the market, to the technocratic state. But no one demands imagination. On the contrary: imagination has been colonized. As Mariátegui said—without being quoted by El Destape, of course—“the only valid utopias are those born from the very womb of reality.” And if today the Argentine womb is giving birth to anything, it’s not a solution—it’s a monster. A president who presents himself as a living antibody of democracy. A body without organs, but with many webs.
The real phenomenon isn’t Milei—it’s his vote. It’s the hate that drives it. It’s the projection of a fragmented middle class that tolerates neither the other nor itself. Milei doesn’t govern: he offers himself as a sacrifice to embody a jouissance that cannot be spoken but that everyone feels. And that jouissance is what we now call politics. A jouissance without politics, without collective body, without imagination.
The real phenomenon isn’t Milei or Trump—it’s his vote. It’s the hate that drives it. It’s the projection of a fragmented middle class that tolerates neither the other nor itself.
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What’s truly sinister—what pushes me to write this—is that there is no visible alternative. Not because one doesn’t exist, but because it has been silenced by a melancholic, managerial, guilt-ridden progressivism that turned redistribution into bookkeeping and social justice into an aesthetic of correctness. And that impotence locked us into a temporality without exit: the present as the only form of existence. The untouchable present. The present as a loop of austerity, with a cumbia track in the background or Lali or whoever.
What’s truly sinister—what pushes me to write this—is that there is no visible alternative. Not because one doesn’t exist, but because it has been silenced by a melancholic, guilt-ridden progressivism that turned redistribution into bookkeeping.
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Politics doesn’t begin when everything is fixed. Politics begins when you recognize that there are no guarantees, that conditions are adverse, and that you still have to invent something that doesn’t exist. Something that is not “going back” or “resisting,” but creating. A politics from the South that doesn’t repeat the Bolivarian catechism nor the technocratic Excel cult. A politics that does not fear the desire for something else.
Milei embodies the historic Argentine license to hate
It’s always been said that Peronism was a machine that translated hate into politics. Translated grievance into form, resentment into belonging, exclusion into celebration. But that machine rusted. Today, hate circulates as pure flow—without mediation, without collective mythology. A hate that no longer needs arguments or doctrine. A hate stripped even of ideology: it only needs image, speed, and a victim. The leftist, the Mapuche, the trans person, the welfare recipient, the “scrounger,” the one who doesn’t work, the one who doesn’t adapt. In that logic, Milei doesn’t represent ideas: he embodies permission—the permission to enjoy punishing the Other.
Trump and Milei Milei do not represent ideas: he embodies permission—the permission to enjoy punishing the Other.
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That hate doesn’t emerge from poverty. It arises from fear. The fear of not belonging, of falling, of being confused with those who fall. It comes from the inability to imagine a place for oneself in a country without a project. From the humiliation of having bet on social mobility and never arriving. That’s why mileísmo is not just a reaction—it’s an aesthetic. An aesthetic that screams, that insults, that masturbates over others’ humiliation. It needs cameras, clicks, blood. And above all, it needs another to pay.
The problem isn’t that there is hate. The problem is that the progressive left decided not to listen to it. They despised it. Reduced it to “class hate,” “fascism,” “hate speech,” and tossed it into the trash bin of the inexplicable. Meanwhile, instead of contesting that affective terrain, El Destape TV, as an exaggerated example, offers us technocracy with tears. Sentimentalism with Excel spreadsheets. Cry with Ari Alijalad and then draft a deficit spreadsheet. Call for solidarity using the aesthetic of a white NGO—no people, no sweat, no mud.
The problem isn’t that there is hate. The problem is that the progressive left decided not to listen to it. They despised it. Reduced it to “class hate,” “fascism,” “hate speech,” and tossed it into the trash bin of the inexplicable.
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That sentimentalism is not innocent. It’s a way to domesticate discomfort. To avoid conflict. To offer politics that transforms nothing, but hugs you tight. A progressivism that became incapable of generating popular affects and so outsources pain: it aestheticizes it, manages it, measures it in clicks. Navarro! What it cannot do is imagine a way out. That’s the real crime: not wanting to contest affect. Not wanting to listen to hate—not to validate it, but to translate it. To offer it another shape, another body, another story. To say: “Yes, I see you. You are not alone. But we’re not going to kill anyone because of that.”
Comfort defeated us. History didn’t absolve us.
I saw the Bolivarian opportunity pass before my eyes. It was there. It wasn’t a utopia—it was a concrete possibility. Lula, Chávez, Correa, Evo, even Kirchner. I’m not talking myth—I’m talking moment. A political constellation that challenged the IMF, that thought in blocs, that spoke of sovereignty, that discussed in the name of the South. That dreamed—yes, dreamed—of a place of its own in the world.
But Kirchnerism didn’t know or didn’t want to rise to the occasion. It preferred the short term, domestic patronage, the mud of Comodoro Py, the martyr epic in the media. It preferred to name judges in pajamas and let Milani become chief of staff while talking human rights. It preferred using Chávez as a symbol while accepting Chevron’s investments. It preferred the 6,7,8 set over ALBA. The Latin American project became décor. Anti-imperialism a vintage slogan for patriotic holidays.

Néstor Kirchner understood power, but never time. His cunning was tactical, not strategic. He didn’t think regionally—only about midterm elections. He didn’t think historically—he thought about television ratings. Cristina, with all her charisma, didn’t break that mold either. She spoke of the Patria Grande but let geopolitics be handled by Timerman, who couldn’t even sustain a conversation with Maduro without googling first whether Venezuela has a coastline.
Cristina didn’t break that mold. She spoke of the Patria Grande but let geopolitics be handled by Timerman, who couldn’t even sustain a conversation with Maduro without googling first whether Venezuela has a coastline.
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The result is clear: instead of building a strong regional project, we ended up in the periphery of an empire that doesn’t even pretend to care anymore. Today Lula must visit Cristina at a guarded house, as if he were witnessing a Marian apparition. And while Milei plays the TikTok viceroy, the progressive left writes letters of repudiation and signs petitions in Times New Roman.
History didn’t absolve us because we did nothing with it. We didn’t betray it—we let it slip by. That opportunity will not return. But what can return—if we’re willing to think it—is a new form of the South. A South that is not a rhetorical souvenir, not nostalgic statism, not manager-populism. A South that thinks beyond the State—while still using it. That understands the problem is not just who rules, but how we imagine belonging. Because as long as we remain trapped in this sentimental, self-centered version of Kirchnerism, we will keep losing. And not because of trolls or algorithms, but because of a more painful reason: because we became incapable of imagining anything else.
As long as we remain trapped in this sentimental, self-centered Kirchnerism, we will keep losing: because we became incapable of imagining anything else.
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The transoceanic wound turned opportunity
While Buenos Aires crumbles amid poverty rankings, cheap shopping tourism, and punitive policies with slum twang, history is unfolding elsewhere. No one says it because no one wants to see it. But the centre of gravity of South American power is shifting. It’s no longer in the City, nor in the corridors of the Casa Rosada, nor in brunches at Puerto Madero with Ginés. It lies in lithium, in northern ports, in the road network linking Brazil, Paraguay, Argentina, and Chile in a silent diagonal called Capricornio.
The centre of gravity of South American power is shifting. It’s no longer Buenos Aires but the lithium, in northern ports, in the road network linking Brazil, Paraguay, Argentina, and Chile in a silent diagonal called Capricornio.
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The northern bioceanic corridor is much more than infrastructure—it’s a new map. A map that bypasses Buenos Aires. A map where routes do not answer to the colonial logic of extractive ports, but to a regional productive horizon. A network that connects the Atlantic to the Pacific without asking for permission in Retiro or the Stock Exchange. And in that new map, China emerges as a silent actor. It doesn’t come to bring democracy or human rights. It doesn’t come to teach how to build a republic. It comes to do business. But not to tutor. It comes to connect. Against the decadent empire of the United States—which only knows how to impose tariffs, finance lawfare, and send viceroys like Milei to act as its own ambassadors—China shows up as an ambiguous yet strategic power.
The question isn’t whether China is good or bad. The question is whether we’re ready to think regionally without asking Washington for permission. Whether we can imagine a connected South that doesn’t go through peronist nostalgia nor Atlantic obeisance. Because if there is a future, it won’t be where we were trained to look.
The United States has no Ambassador in Argentina because it’s Milei
Milei is the geopolitical instrument for updating the failed Monroe Doctrine. The peripheral operator of an old, disowned order. His automatic alignment with Israel, his virgin influencers, his theatrical hate for the progressive left and for himself—all respond to the need to restore a form of domination that no longer has legitimacy even at its centre.
That’s why the focus isn’t Milei. It’s his voter. The one who enjoys destruction, who believes freedom is tax-free delivery, who hates without knowing why but feels seen in that hate. That voter is the product of cultural emptiness in the last twenty years. But also the symptom of something deeper: that while we argue whether Cristina is Evita, history might be unfolding as in the era of the Habsburgs north of Salta.
End
I know what it’s like to live under that regime. In the United Kingdom, where I’ve spent the past twenty-five years, neoliberalism advanced like a scalpel without anesthesia: cutting rights, demanding gratitude, masking pain with efficiency. I learned to survive in silence, with a foreign accent, waiting my turn in offices where no one calls your name—they just file you away. But when collapse finally hit me—when I truly hit the ground—I found out that neither language, nor degrees, nor truth were enough. You can be right, you can have been raped, attacked, drugged, dispossessed… and still be found guilty. Because what doesn’t fit gets criminalized. Because the madman, the foreigner, the misfit, the one who doesn’t understand the rules, must be disciplined or destroyed.
I saw how British politeness becomes soft torture. How law becomes spectacle. How psychiatrists become notaries of abandonment. And how the State, when it can no longer kill you, leaves you to rot in life. That’s why Du Bois’s phrase isn’t a slogan—it’s a verdict. Either you win, or you die. And winning, under these conditions, means refusing to disappear. It means screaming from the margins even if it tears your throat open. It means continuing to write while everything you love falls away like baby teeth. It means naming what they did to you—even if they don’t believe you, even if they laugh, even if they say it was your fault.
I saw how British politeness becomes soft torture. How law becomes spectacle. How psychiatrists become notaries of abandonment. And how the State, when it can no longer kill you, leaves you to rot. That’s why Du Bois’s phrase isn’t a slogan—it’s a verdict.
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Because if I’ve learned anything in all this time, it’s that hate is structuring—but silence is what kills.





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