Molly, la novelista de Hastings
El 1 de enero de 2024, tenía previsto estar en Madrid con un amigo con benefits con quien mantengo una relación de idas y vueltas, literal y metafóricamente, desde hace diez años. Él es un actor shakespeariano de renombre, y yo un ser humano muy logrado al estilo Calderón de la Barca. Muy logrado porque incorporo la cosmovisión esquizoide de De la Barca. En lugar de eso, tuve que quedarme en Hastings, donde había estado aislándome las semanas previas para terminar mi tesis doctoral y el próximo libro, que debía entregar a finales de enero. La noche anterior, y un día de esa semana, comencé a tener alucinaciones.

Disfruto la soledad—de hecho, no podría vivir sin ella—pero esta vez me resultaba desorientadora y peligrosa. Llamé al 999, servicios de emergencia, dos veces esa semana. La segunda vez fue justo después de que en la televisión el London Eye marcara el inicio del 2024. Fue la primera vez que pasé la Nochevieja solo. No me encontraba bien. Cuando marqué el 999, la operadora preguntó con voz metálica y actitud: “¿Está diciendo, señor, que hay gente dentro de sus muebles y lo están amenazando?”. Ese tono, esa frase, marcó el instante en que comprendí que algo iba muy mal. Y que estaba completamente solo, y por primera vez en mi vida, me sentí solo de verdad.
Cuando marqué el 999, la operadora preguntó: “¿Está diciendo, señor, que hay gente dentro de sus muebles y lo están amenazando?”. Ese tono, esa frase, marcó el instante en que comprendí que algo iba muy mal. Y que estaba completamente solo, y por primera vez en mi vida, me sentí solo de verdad.
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Tomé una pastilla para dormir y me acosté. No pude dormir. El teléfono no paraba de sonar—desde Buenos Aires, desde Londres—y charlé con algunos amigos cuyos nombres ya no recuerdo. Cansado de esperar, me senté a revisar mi tesis. A la hora del almuerzo, con fatiga y con paranoia, me acosté a leer y pronto fue una siesta. Lo que pasó después es difícil de contar porque, poco después, me encontré cruzando el umbral entre dormir y desmayarme.

¿Me habían drogado en mi propio departamento? Me desperté desorientado y aterrado. Recuerdo—¿pero es memoria fiable?—mi cuerpo medio fuera de la cama, un iPad flotando sobre mi cara, y una voz que decía: “Vas a hacer lo que te digamos o te humillaremos como nunca te has imaginado”. La palabra “humillar” no hablaba de un atraco común sino de algo mejor orquestado. Sentí que había dos personas más en el piso—en el salón. No se había robado nada. ¿Pasó de veras? ¿Me había vuelto loco? Si alguien entró, tenía llaves: yo había cerrado todo. Pero algo había pasado—real, imaginado, o ambos. Fue bizarro, pero había comenzado una semana atrás con la primera llamada al 999.
¿Me habían drogado en mi propio departamento? Me desperté desorientado y aterrado. Recuerdo—¿pero es memoria fiable?—un iPad flotando sobre mi cara, y una voz que decía: “Vas a hacer lo que te digamos o te humillaremos”.
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¿Alguien tenía motivo para acceder a mi iCloud? ¿Y si habían insertado algo ilegal para montar un show homofóbico con el extranjero solitario? Esa semana había más razones para entrar a mi cuenta, pero hacerlo requería Face ID, y para eso no puedo estar muerto ni inconsciente. Así que me golpearon y desperté. Ese fue el momento que recuerdo. En mi terror insano había lógica. Recuerdo ver el iPad sobre mi cara.
Esa semana había más razones para entrar a mi cuenta, pero hacerlo requería Face ID, y para eso no puedo estar muerto ni inconsciente. Así que me golpearon y desperté.
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Decidí hacer lo contrario de lo que se espera aquí: me hice hipervisible. Salí al balcón que da a Wellington Square con una chaqueta de esquí naranja con forro de piel, descalzo, medio desnudo, gritando: “Me han atacado. Me han violado”. Estuve ahí unos veinte minutos, con miedo de regresar. Nadie apareció. La plaza quedó congelada… de falta de solidaridad. Los vecinos, las ventanas, el colegio… silencio. Ocurriera o no, esa imagen nunca la olvidaré y cambió mi visión de Gran Bretaña para siempre. Eso no es liberalismo. Eso no es individualismo. Es algo distinto, ligado al miedo.
Salí al balcón con una chaqueta de esquí naranja con forro de piel, descalzo, medio desnudo, gritando: “Me han atacado. Me han violado”. Estuve ahí unos veinte minutos, con miedo de regresar. Nadie apareció. La falta de solidaridad.
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Decidí salir corriendo de mi piso. Bajé por las escaleras, salí medio desnudo. Algo me golpeó la pantorrilla al tratar de salir… quizás un desgarro pero no me desgarré… quizás un arma de aire comprimido. Apenas podía andar, menos correr. Cojeé hacia la única persona en quien confiaba: grité su nombre: ¡Molly! ¡Molly!
Molly era mi mejor amiga, mi confidente. Llegué a su puerta arañado, temblando, disociándome—y ella abrió sin sorpresa. Eso fue lo más aterrador: su falta de asombro. Como si hubiera escrito esa escena de antemano y ahora la estuviera viendo. Esperaba refugio. La conozco bien: una novelista de terror reconocida, con quien compartí confianza y charlas dos veces por semana al menos durante dos años. El calor de su casa chocaba con el frío de su recepción.

Intenté explicarle que algo me había pasado, que no entendía qué era, que quizá alucinaba. Pero en vez de apoyo, ella abrió la puerta a la policía. Todo ocurrió rápido. Me apartaron de ella como si fuera una amenaza. Vine en busca de ayuda y terminé criminalizado. Sentí cómo el vínculo se rompía ahí mismo, con esa decisión.
Intenté explicarle que algo me había pasado, que no entendía qué era, que quizá alucinaba. Pero en vez de apoyo, ella abrió la puerta a la policía. Todo ocurrió rápido. Me apartaron de ella como si fuera una amenaza. Vine en busca de ayuda y terminé criminalizado.
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Ella tenía experiencia en salud mental. Había pasado por episodios psicóticos cuando estaba casada; padecía condiciones que le dieron un nicho en el mercado literario inglés. Pero no ofreció empatía, solo distancia. Su gesto fue frío, casi burocrático. Me miró con una mezcla de culpa y repulsión y empezó a hablar de mi de una manera que me dejó atónito. Una semana antes me había llamado desde el hospital; no dudé ni un segundo en ir a su lado en taxi. Su familia llegó horas después con la actitud equivocada.
Mi departamento era accesible para dos personas que tenían un juego de llaves cada uno. Una, Molly; la otra, Josh, vecino y ex jefe de mantenimiento de mi edificio. Ella conocía mi fragilidad, pero eligió entregarme de inmediato a las autoridades. Y la policía llegó sorprendentemente pronto; la espera tras su llegada fue injustificable. Tres horas. Lo que había sido una amistad de complicidad se transformó en escena de traición. El espacio compartido se convirtió en escenario de una expulsión. ¿Pero expulsión de dónde?
La policía llegó sorprendentemente pronto; la espera tras su llegada fue injustificable. Tres horas. Lo que había sido una amistad de complicidad se transformó en escena de traición.
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La palabra “humillación” giraba en mi cabeza en bucle. El terror me dominaba. Sentía el suelo vibrar, como si algo viniera por mí. Pensé que ella también estaba en peligro. Quise protegerla. Pero ella ya no me creía. Pedí que llamara al consulado muchas veces, pero nadie actuó. La policía la obligó a darme un pantalón ridículo y unos Crocs diminutos, un pijama que parecía burla, y zapatos pensados para que sufriera, dado mi cojear. Lo hizo a medias; la policía insistió. Aquella noche entendí que la amistad, en ciertos contextos, es un lujo. Que cuando alguien te ve como riesgo, deja de ser amigo y se transforma en testigo de tu abandono.

Aquella noche entendí que la amistad, en ciertos contextos, es un lujo. Que cuando alguien te ve como riesgo, deja de ser amigo y se transforma en testigo de tu abandono.
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La psicosis escaló y, del miedo extremo, pasé al terror. Le pedí: “mírame a los ojos y dime qué está ocurriendo”. Ella se negó. Lo insistí—los oficiales nos mantenían separados como si yo fuera una amenaza para ella. Me miro con cara de resignada. Sé por qué llamó a la policía, no a una ambulancia… pero, ¿por qué no intentó consolarme? ¿Por qué priorizar el control sobre el cuidado? ¿Por qué entregarme a los lobos?
Entonces llegó el momento decisivo. Su forma de hablar de mí ya no tenía nada que ver con nuestras charlas literarias junto a una copa. Habló de abuso de sustancias. Dijo: “No sabía que estaba en ese grupo sexual”. Luego mintió en un expediente policial y esto marcaba un cambio de 180 grados que yo aun no podia entender. Allí mismo le pregunte de que grupo sexual hablas? A mi no me gustan los grupos. Luego, en las siguientes semanas, incluso le dijo a amigos de que debía internarme. ¿Buscaba tutela? ¿Al estilo Britney Spears? La semana anterior me había preguntado por el valor de mi reloj y tres cuadros que tenía colgados. Creo que exageré el precio de uno como broma.
¿Buscaba tutela? ¿Al estilo Britney Spears? La semana anterior me había preguntado por el valor de mi reloj y tres cuadros que tenía colgados. Creo que exageré el precio de uno… como broma.
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Y tras tres horas de espera me llevaron al hospital, donde empezó la pesadilla real. Ella no fue conmigo ni mandó a alguien de su familia, que vive a la vuelta. No fue a buscar mi billetera, mi teléfono, no tenia ropa de recambio. Cuando la policía y yo llegamos al hospital, me dejaron allí desorientado. Me convertí en “caso”. No una persona. No un paciente. Cada vez que abría la boca, entendía que hablaba incoherencias; decidí hablar lo justo, pero ya estaba disociado, viviendo en otra dimensión cuyo relato era horrible pero bello. En el mundo real, yo era un asunto a gestionar. Un expediente. Un extranjero molesto. El lenguaje del cuidado fue contaminado por el del control. No hubo diferencia entre protección y detención. Molly reescribió el marco: de amiga a sospechosa. Sin violencia explícita, pero con la precisión de quien conoce los códigos. Eligió la autopreservación, no la solidaridad. No llamó al hospital. No mandó un taxi cuando demasiado rápido me dieron de alta.
Sin violencia explícita, pero con la precisión de quien conoce los códigos judiciales, Molly eligió la autopreservación, no la solidaridad. No llamó al hospital. No mandó un taxi cuando demasiado rápido me dieron de alta y empezó otro capítulo de horror.
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Con el tiempo comprendí que lo vivido no fue solo abandono personal. Fue una entrega institucional. Transferencia de responsabilidad disfrazada de cuidado. Me marcaron como riesgo, no como alguien en crisis. Tenía miedo por la narrativa de mi psicosis, pero también por ese cambio de actitud en mi amiga. Y mi miedo no se escuchó; se interpretó como amenaza. Se tradujo en lenguaje clínico, descontextualizado. Desapareció todo: el ataque, la confusión, el grito de auxilio. Como si nunca hubieran existido.
Y mi miedo no se escuchó; se interpretó como amenaza. Se tradujo en lenguaje clínico, descontextualizado. Desapareció todo: el ataque, la confusión, el grito de auxilio. Como si nunca hubieran existido.
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Recuerdo, al llegar al hospital, advertirles a los enfermeros que desde el Apple Watch llamé a mi amiga en Chile, la poeta Carmen Berenguer, quien estaba en contacto con la Cancillería chilena. Ella llamó a la Embajada Argentina, pero nadie hizo nada. La Chilena hizo mas. Pedí un informe toxicológico, que tenía el hospital británico la obligación de realizar. Molly nunca fue al hospital ni a la comisaría. No fue a mi casa—50 metros más allá— a buscarme ropa, como yo había hecho por ella una semana antes. No recogió mi teléfono para que pudiera pagar un taxi. Se negó a llamar al consulado argentino. La policía tampoco lo hizo. Lo pedí muchas veces. La estadía en su casa, en términos de la ley inglesa, puede considerarse secuestro: me dejaron esperando tres horas quizá con una sustancia peligrosa. ¿Querían que muriera para luego recoger mis relojes y mis obras? ¿O todo fue coincidencia?
La estadía en su casa, en términos de la ley inglesa, puede considerarse secuestro: me dejaron esperando tres horas quizá con una sustancia peligrosa. ¿Querían que muriera para luego recoger mis relojes y mis obras?
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Esa noche cambió mi comprensión de la amistad. Comprendí que ser extranjero, queer, solo y en crisis basta para que el sistema te borre. No con balas, sino con formularios. No con gritos, sino con indiferencia. Si ella actuó presionada—porque su actitud era irreconocible—o hubo una trama criminal organizada para deshacerse de mí inyectándome y provocarme una sobredosis, mi certificado de defunción lo reflejaría. Y lo más inquietante es que la gente habría creído en esa versión.
Esa noche cambió mi comprensión de la amistad. Comprendí que ser extranjero, queer, solo y en crisis basta para que el sistema te borre. No con balas, sino con formularios. No con gritos, sino con indiferencia. Como con aquel premio de mierda.
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Lo que me destruyó no fue la locura, sino la forma en que fue enmarcada. Molly no fue solo una amiga fallida. Fue la figura que, como en sus novelas, activó el mecanismo narrativo de la traición: la que sonríe mientras llama al monstruo. Pero esta vez el monstruo no tenía colmillos. Vestía uniforme, llevaba protocolo y portaba un formulario. Incluso me entregó un cuchillo, que envolví en un trapo y tiré a la basura. ¿No estábamos separados por los oficiales? ¿Cómo fue posible ese intercambio?

feliz dia del amigo
La amistad como imposibilidad
La amistad, en su sentido más profundo, es una imposibilidad. Hay aquí una perturbación potencial—una especie de revolución sísmica contra el concepto político de amistad heredado. No una revolución ruidosa, pero sí profundamente disruptiva. Nietzsche retoma el desafío iniciado por Aristóteles y dice que creer en la amistad es narcisismo, por miedo a la soledad y la convierte en estupidez. Somos, ante todo, amigos de la soledad, y lo que realmente pedimos al otro es compartir lo que no puede compartirse: la soledad misma.
Nietzsche dice que creer en la amistad es narcisismo, por miedo a la soledad. Somos, ante todo, amigos de la soledad, y lo que realmente pedimos al otro es compartir lo que no puede compartirse: la soledad misma
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La amistad sin contacto de Borges
Y acá aparece Borges, con su histeriqueo conceptual tan argentino, su sí pero no, pero sí. Para Borges la amistad puede existir sin presencias compartidas. Derrida le responde sin nombrarlo, preguntándose qué verdad puede haber en una amistad sin proximidad, sin presencia, sin semejanza, sin atracción, quizás incluso sin preferencia significativa. ¿Cómo puede una amistad así siquiera existir? Y agrega que lo que estos amigos aman no es tanto al otro, sino al hecho de amar: aman amar, ya sea en el amor o en la amistad, siempre que haya la posibilidad de retirarse. Los que solo aman cortando lazos son los amigos intransigentes de la singularidad solitaria. Nos invitan a entrar en una comunidad de disgregación social, que no es necesariamente una sociedad secreta ni un saber oculto, sino una forma de vínculo basada en el ghosting.
Borges, con su histeriqueo conceptual tan argentino, cree que la amistad puede existir sin presencias compartidas. Derrida le responde ¿Cómo puede una amistad así siquiera existir?
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Borges fue maestro de ese tipo de esoterismo afectivo argentino. Lo que queda en ese caso son vínculos que buscan reconocimiento sin llegar nunca al conocimiento mutuo. En cierto modo, Borges inaugura el concepto de una comunidad sin comunidad que nos sigue acechando en Argentina y tiene que ver con el concepto de propiedad. Te confesas frente a mi, me confieso con vos y sellamos un pacto eterno en el que la traición debe ser aceptada.
Borges inaugura el concepto de una comunidad sin comunidad que nos sigue acechando en Argentina y tiene que ver con el concepto de propiedad. Te confesas frente a mi, me confieso con vos y sellamos un pacto eterno en el que la traición debe ser aceptada.
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Cuando los amigos desaparecen
Y así llegamos al amigo que desaparece—ese que no llama cuando más lo necesitás. Es entonces cuando hay que hablar de una política de la amistad. Un buen político no confía en certezas, ni en nombres fijos, ni en identidades estables. Todo lo demás es mafia: manipulación del poder disfrazada de intimidad.
Y así llegamos al amigo que desaparece—ese que no llama cuando más lo necesitás. Es entonces cuando hay que hablar de una política de la amistad. Todo lo demás es mafia
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Aristóteles versus Borges
Hay, sin embargo, algo refrescantemente práctico en la visión de Borges. Contradice a Aristóteles, que advertía que no hay que tener demasiados amigos, porque no hay tiempo para poner a todos a prueba mediante la vida compartida. Para Aristóteles, uno debe convivir con cada amigo. ¿Pero eso es posible? Para Borges, no. Pero la condición de la amistad seria entonces el descuido, la apropiación o, en otras palabras, la continuación del confesionario católico.
No hay amistad sin tiempo
Borges decía que la amistad no necesita tiempo ni espacio. Pero refutémoslo: el tiempo es la condición para que la amistad pueda llegar a existir. Porque sin tiempo no se construye confianza. La amistad necesita cronología, atravesar momentos, resistir. Implica memoria y también anticipación al horror de la realidad de que la amistad es… imposible. Pero esto no nos deja en el vacío absoluto sino que podemos reírnos de esa imposibilidad… juntos. Por eso, toda declaración de amor o de amistad es una declaración de guerra o traición La amistad exige silencio y tiempo.
Toda declaración de amor o de amistad es una declaración de guerra o traición La amistad exige silencio y tiempo.
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Del narcisismo al poder
Y si para los antiguos la amistad era amar más que ser amado, ¿qué pasa cuando la amistad es fingida? Recordemos: se puede fingir algo sin malicia. Si uno se quiere convencer de que es mas ético que el otro, puede tranquilamente fingir dar amistad como caridad. Se puede fingir incluso el amor a uno mismo. Por eso la amistad es siempre política—nunca neutral, ni nihilista.
Mañana volveré con mas sobre el tema. Porque hay mucha tela para cortar en la semana argentina de la amistad. Porque la traición de la amistad, cuando se disfraza de cuidado, no es solo personal—es estructural y en un sistema biopolitico puede ser fatal como lo experimente y experimento en carne propia. Y si existe un Día del Amigo, mi Semana del Amigo será exhaustiva. J. A. T.





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