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La instalación Destino común de Pablo Accinelli, recientemente presentada en la Sala Gabriela Sabatini en Bernardo de Irigoyen, Buenos Aires vuelve a plantear una pregunta que recorre buena parte del arte contemporáneo: ¿cuándo el conceptualismo deviene fórmula? ¿Y qué sucede cuando el gesto de suspender el tiempo ya no produce interrogación, sino confort? En seis heladeras alineadas perfectamente —vacías, pero con cerveza— se condensa un sistema estético pulcro, elegante, autocontenido. Pero también, tal vez, una renuncia. A continuación, un recorrido por sus implicancias formales, afectivas y políticas.
La instalación Destino común de Pablo Accinelli, recientemente presentada en Buenos Aires vuelve a plantear una pregunta que recorre buena parte del arte contemporáneo: ¿cuándo el conceptualismo deviene fórmula?
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I. El estructuralismo como estética del presente detenido
En el corazón de la poética de Accinelli hay una lógica estructuralista: la obra no representa, organiza. No hay historia que contar, sino relaciones que trazar. El artista no narra ni metaforiza: dispone. Cada objeto es parte de un sistema cuya inteligibilidad no depende del contenido, sino de su ubicación en la serie. La línea de heladeras, los módulos de cemento, los papeles que se ondulan con la humedad o las tipografías moduladas no remiten a un sentido externo, sino que producen un campo de diferencias internas. En este sentido, Accinelli trabaja como un Levi-Strauss del ready-made: su arte no dice, clasifica.
Accinelli trabaja como un Levi-Strauss del ready-made: su arte no dice, clasifica.
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Pero este estructuralismo ya no es una herramienta para desmontar el mito o el orden simbólico (como en Barthes), sino una técnica de presentismo. Lo que organiza no es el sentido del mundo, sino su detención. Lo que se archiva no es el pasado, sino la suspensión misma del presente. Esta forma de archivo no es memoria, es anticontingencia. Y el resultado no es la emergencia de lo político, sino la cancelación del acontecimiento. El sistema ordena el vacío.
Lo que organiza no es el sentido del mundo, sino su detención. Lo que se archiva no es el pasado, sino la suspensión misma del presente. Esta forma de archivo no es memoria, es anticontingencia.
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II. El uncanny como estética de la instalación
La crítica ha subrayado la “comicidad” de Destino común. Pero lo que más persiste no es la risa sino el malestar. Esa línea de heladeras idénticas, blancas, cerradas, genera una inquietud reconocible: lo que Freud definió como unheimlich —lo siniestro—, es decir, lo familiar vuelto extraño. En su ensayo de 1919, Freud observa que lo siniestro surge cuando algo habitual (el hogar, lo doméstico) aparece en un contexto desfasado, perdiendo su función protectora y revelando algo reprimido.
Accinelli manipula lo doméstico en esa clave: no lo destruye, simplemente lo saca de su ciclo de uso. La heladera, el balde, la almohada, el reloj… todos aparecen limpios, aislados, vacíos, como si algo hubiera ocurrido antes de que llegáramos, o fuera a ocurrir después, pero nunca en el presente. Ese es el efecto siniestro: una escena en la que el tiempo está detenido, pero el sentido no está asegurado. La instalación se vuelve un lugar donde nada pasa, pero donde todo podría pasar. Esa amenaza flotante —de que algo falta, de que algo fue desplazado— es lo que activa el efecto uncanny en su versión museográfica: una familiaridad rota sin estallido.
La heladera, el reloj… todos aparecen como si algo hubiera ocurrido antes de que llegáramos, o fuera a ocurrir después, pero nunca en el presente. Ese es el efecto siniestro: una escena en la que el tiempo está detenido, pero el sentido no está asegurado. La instalación se vuelve un lugar donde nada pasa, pero donde todo podría pasar.
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III. Duchamp, Hirst y el populismo artístico
Accinelli ha sido leído como heredero de Duchamp. Pero más allá del uso del ready-made, la diferencia es radical. El gesto duchampiano (el mingitorio, el secaplatos) fue una herejía estética: lo banal y lo vulgar entraban al museo como acto de insubordinación. En Accinelli, en cambio, el objeto doméstico entra como homenaje, como parte de un sistema que lo estetiza sin desprogramarlo.
A diferencia de Duchamp, en Acinelli, el objeto doméstico entra como homenaje, como parte de un sistema que lo estetiza sin desprogramarlo.
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Una comparación útil acá es Damien Hirst. En The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living (1991), el tiburón flotando en formol genera una impresión monumental, macabra, pero también vacía de contenido real. El título suple lo que la obra no produce por sí misma. Es una forma de populismo artístico: crear una imagen impactante, dotarla de un título ambiguo, y dejar que el público llene el vacío. Accinelli no usa títulos efectistas, pero su frase “lo que no muestro es más importante que lo que muestro” entra en el mismo régimen: no se trata de desorientar con radicalidad, sino de permitir que cualquiera proyecte algo sobre la superficie cuidadosamente vaciada de sentido. Esa apertura total, esa “democratización” del sentido, es peligrosa porque anula el conflicto. No interpela: habilita. No cuestiona: deja hacer.
Una comparación útil acá es Damien Hirst. En The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living (1991), se ki vacía de contenido real. El título suple lo que la obra no produce por sí misma. Es una forma de populismo artístico:
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IV. Instalación, pose y espectro
En su ensayo Art and Objecthood (1967), Michael Fried denunció el arte minimalista por su teatralidad: lo que él llamaba “la pose”. A diferencia de la absorción pictórica moderna, las instalaciones minimalistas —decía Fried— se presentaban como un cuerpo frente a otro cuerpo, requerían la presencia del espectador y escenificaban su propia condición de arte. En Accinelli, esa teatralidad persiste, pero como teatro vacío. Todo está en posición: las heladeras alineadas, las luces precisas, la cerveza en su lugar. El guion existe, aunque se niegue. No hay narración, pero hay pose. Lo que falta es el gesto que rompa esa escena, que desestabilice esa presencia.
En su ensayo Art and Objecthood (1967), Michael Fried denunció el arte minimalista por su teatralidad: lo que él llamaba “la pose”. Las instalaciones minimalistas —decía Fried— se presentaban como un cuerpo frente a otro cuerpo, requerían la presencia del espectador y escenificaban su propia condición de arte. En Accinelli es lo mismo.,
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Por eso, la referencia a Derrida también es pertinente. La obra de Accinelli funciona como huella: un trazo que remite a algo ausente, a un uso que ya no es posible, a una función desactivada. Pero Derrida entiende la huella como lo que persiste de la diferencia, no como lo que se embalsama en el presente. En Accinelli, la huella no es memoria viva sino fósil: el eco sin llamada, el archivo sin urgencia. Lo espectral, que en Derrida convoca lo ausente como posibilidad de justicia, en Accinelli aparece como atmósfera estética. La escena parece haber sido preparada para ser espectral, pero no convoca a nadie. Ni duelo ni aparición: solo el zumbido suave de la heladera que no enfría nada.
Derrida entiende la huella como lo que persiste de la diferencia, no como lo que se embalsama en el presente. En Accinelli, la huella no es memoria viva sino fósil: el eco sin llamada, el archivo sin urgencia
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V. Comunión sin conflicto
El título Destino común parece invocar una pertenencia compartida. Pero ¿de quién? ¿En qué condiciones? La escena es impecable, curada con precisión. Hay afecto, pero no hay riesgo. Hay forma, pero no hay urgencia. El “entramado afectivo” que algunos celebran es un sistema de circulación entre pares, una comunidad performativa, estéticamente producida. La crítica se ha rendido ante el dispositivo, pero no ha preguntado lo esencial: ¿qué se celebra en esta comunión? ¿Qué se excluye?
El “entramado afectivo” que algunos celebran es un sistema de circulación entre pares, una comunidad performativa, estéticamente producida. La crítica se ha rendido ante el dispositivo, pero no ha preguntado lo esencial: ¿qué se celebra en esta comunión? ¿Qué se excluye?
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Hay una estética de clase en juego, aunque nadie la nombre. Las heladeras están vacías, pero la cerveza está fría. Los objetos están limpios, pero el caos —el verdadero caos— está fuera de cuadro. La crítica también se retira.

Epílogo: el gesto y sus límites
Accinelli no es un artista menor. Su trabajo tiene coherencia, precisión, sofisticación formal. Pero también una zona de evasión. En su deseo de evitar lo espectacular, a veces evita también lo irreductible, lo incómodo, lo abierto en el sentido fuerte. El archivo se vuelve sistema, el objeto se vuelve pose, el afecto se vuelve atmósfera. Todo está sugerido, nada está expuesto.
Y el arte, cuando solo sugiere, puede volverse decorado del pensamiento. Una imagen impecable de lo que podríamos haber dicho, pero no dijimos.
The Straight Line and the Empty Fridge: Pablo Accinelli and the Simulation of the Common
Pablo Accinelli’s recent installation Destino común (“Common Destiny”), exhibited at the Sala Gabriela Sabatini in Buenos Aires, raises an old yet unresolved question in contemporary art: when does conceptualism become formula? And what happens when the gesture of suspending time no longer provokes thought but instead provides comfort? In six perfectly aligned refrigerators —empty, but stocked with beer— we find a polished, self-contained aesthetic system. But also, perhaps, a retreat. This entry explores the work’s formal, affective, and political implications.
I. Structuralism as an Aesthetic of the Suspended Present
At the heart of Accinelli’s poetics lies a structuralist logic: his works do not represent — they organize. There is no story to tell, only relations to trace. The artist does not narrate or metaphorize: he arranges. Each object is part of a system whose meaning arises not from its content but from its position within the series. The line of refrigerators, cement blocks, papers curling from humidity, modular typefaces — none of these point outward; they operate internally, as a field of subtle permutations. In this sense, Accinelli resembles a Lévi-Strauss of the ready-made: his art doesn’t express, it classifies.

But this structuralism is no longer a tool to deconstruct myth or symbolic order (as in Barthes); it is instead a technique of presentism. What Accinelli organizes is not the world’s meaning but its arrest. What he archives is not the past, but the suspension of the now. This archive is not memory — it is anti-contingency. And the outcome is not political emergence but the erasure of eventfulness. The system orders absence.
II. The Uncanny as an Aesthetic of Installation
Critics have emphasized the “humor” in Destino común, but what lingers is not laughter — it’s discomfort. That line of identical, white, shut refrigerators generates a familiar unease: what Freud called das Unheimliche — the uncanny. In his 1919 essay, Freud defines the uncanny as the familiar made strange, particularly when the homely (the domestic) is defamiliarized and stripped of its protective function, revealing something repressed.
Accinelli plays with the domestic in that key. He doesn’t destroy the object’s function — he merely removes it from its cycle of use. The fridge, the bucket, the pillow, the clock — all appear clean, isolated, emptied, as if something happened before we arrived, or after we leave, but never during. That’s the uncanniness: nothing is happening, yet something seems off. The installation becomes a space where nothing occurs, but everything might. This latent threat — the feeling that something is missing — is the work’s true engine.
III. Duchamp, Hirst, and Artistic Populism
Accinelli has often been read as a descendant of Duchamp. But beyond the ready-made, the difference is stark. Duchamp’s gesture — the urinal, the bottle rack — was a heretical act: the vulgar and the banal entered the museum as a confrontation. Accinelli, by contrast, introduces domestic objects as homage, as part of a system that aestheticizes without disarming.

A useful comparison here is Damien Hirst. In The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living (1991), the shark in formaldehyde produces a monumental, macabre impression — but one empty of real content. The title supplies what the piece doesn’t deliver. This is a kind of artistic populism: create a striking image, give it an ambiguous title, and let the audience project meaning into the void. Accinelli doesn’t use bombastic titles, but his phrase — “what I don’t show is more important than what I show” — falls into the same paradigm: it’s not about disorienting the viewer radically, but about allowing them to attach whatever meaning they want.
This openness isn’t radical — it’s accommodating. It replaces confrontation with availability. It invites everyone in but asks nothing of them.
IV. Installation, Pose, and the Spectral
In Art and Objecthood (1967), Michael Fried criticized minimalist art for its theatricality — what he called pose. Unlike modernist absorption, minimal installations, said Fried, positioned themselves as a body facing another body, requiring the viewer’s presence and staging their own objecthood. Accinelli’s work is theatrical in this same sense: the six refrigerators, the perfect lighting, the beer placed just so — all of it suggests choreography. There is a script, even if it’s denied. No story is told, but the pose is there. What’s missing is the gesture that might rupture the scene.
This is where Derrida’s notion of the trace becomes relevant. Accinelli’s objects operate like traces — signs of a lost utility, a former function. But while Derrida’s trace invokes the return of the other, the unerasable mark of absence, in Accinelli’s work the trace becomes fossilized. There is no call. No haunting. Just a curated atmosphere of ghostliness. The spectral, in Derrida, demands justice. Here, it becomes decor.
V. Communion Without Conflict
The title Destino común suggests shared belonging. But whose belonging, and under what conditions? The scene is pristine, meticulously curated. There’s affect, but no risk. Form, but no urgency. The “affective fabric” some critics have celebrated here is simply a network of aesthetic exchange among peers — a performative community that includes without interrogating. The fridge is a prop, not a promise.
And the issue of class persists. The fridges are empty, but the beer is cold. The objects are clean, but chaos — real, material, historical chaos — is out of frame. And the critical discourse has quietly stepped aside.
Epilogue: Gesture and Its Limits
Accinelli is not a minor artist. His work is precise, coherent, formally rigorous. But also evasive. In his desire to avoid spectacle, he sometimes avoids irreducibility. The archive becomes a system; the object, a pose; the affect, an atmosphere. Everything is suggested — nothing is exposed. And when art only suggests, it risks becoming a set piece for thought. A flawless image of what could have been said — but wasn’t.





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