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Kipling mal citado y el espejismo cristiano de la actitud
Hace unos días, participé de un breve intercambio en Facebook con Diego Fernández Schaeffer, a quien probablemente conocí hace más de dos décadas, cuando ambos estudiábamos en el ILSE. Él era de los que jugaban al rugby —un deporte que ya en ese entonces condensaba ciertos valores: orden, esfuerzo, hombría silenciosa— y con los años fue moldeando una presencia pública que mezcla espiritualidad cristiana, frases motivacionales y una estética de vida cuidadosamente producida.
Hoy vive en Francia. Se acaba de casar. Y si uno observa sus redes sociales, es difícil no notar la puesta en escena: siempre bien vestido, siempre centrado en la imagen, siempre rodeado de armonía. La esposa aparece, sí, pero levemente descentrada. El relato gira en torno a él: sus elecciones, sus viajes, sus platos, sus textos. Y también —esto es importante— sus invocaciones a la gracia.
¿qué implica “elegir” cómo vivir? ¿Qué se omite cuando se afirma que todo depende de una actitud? ¿Y qué ocurre cuando este tipo de mensajes, pronunciados desde un lugar de privilegio estético y afectivo, se emiten en nombre del cristianismo?
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La frase que compartió aquel día, erróneamente atribuida a Rudyard Kipling, decía: “Y elegí, al menos, cómo vivirla. Elegí los sueños para decorarla, la esperanza para sostenerla, la valentía para afrontarla.”

Una frase en apariencia noble, hasta inspiradora. Pero que, bajo ciertas condiciones —y desde ciertas bocas— puede volverse profundamente ideológica. Porque ¿qué implica “elegir” cómo vivir? ¿Qué se omite cuando se afirma que todo depende de una actitud? ¿Y qué ocurre cuando este tipo de mensajes, pronunciados desde un lugar de privilegio estético y afectivo, se emiten en nombre del cristianismo?
No es un ataque personal lo que me interesa plantear. Es una pregunta más profunda sobre el uso del lenguaje espiritual, sobre la relación entre gracia y performance, y sobre qué tipo de cristianismo se está fabricando en redes sociales donde los paisajes, las comidas y los afectos parecen más importantes que el contexto político, el trauma histórico o la realidad de los cuerpos heridos.

A lo largo de este texto quiero explorar cómo esa forma de espiritualidad pública —masculina, contenida, aspiracional— encarna una nueva forma de toxicidad. Una toxicidad no agresiva, pero sí negadora. Una masculinidad que no grita, pero borra. Que no golpea, pero oculta. Que no domina, pero se ubica al centro de la escena. Y que, sin embargo, también reclama gracia.
Quiero explorar cómo esa forma de espiritualidad pública —masculina, contenida, aspiracional— encarna una nueva forma de toxicidad. Una toxicidad no agresiva, pero sí negadora. Una masculinidad que no grita, pero borra.
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El problema es: ¿qué tipo de gracia es esa? ¿Y qué queda fuera de su alcance?

La estetización de la actitud versus la ‘gracia’ Paulina
Mi crítica fue clara: cuando se habla de “actitud” como canal de gracia —aunque sea una actitud humilde— se está reinstaurando subrepticiamente una lógica meritocrática. Es decir: recibís gracia si tenés la disposición correcta. Si estás abierto. Si sos receptivo. Si vibrás bien. Pero esa idea, lejos de ser radical, es el corazón mismo del cristianismo domesticado por el capitalismo emocional. Un cristianismo convertido en coaching. Una espiritualidad del esfuerzo interno que nada tiene que ver con la ruptura paulina: “Por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios, no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8-9).
Cuando se habla de “actitud” como canal de gracia, se habla de mérito. Es decir: recibís gracia si tenés la disposición correcta.Eso es cristianismo domesticado por el capitalismo emocional.
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Citar este versículo no es un gesto dogmático. Es un intento de recuperar la violencia semántica del don, que no depende del yo, ni de su actitud, ni de su performance emocional. Porque si dependiera, no sería gracia: sería premio. Y, sin embargo, el discurso contemporáneo de muchos influencers religiosos repite sin cesar la idea de que todo depende de “una decisión”, de “abrirse”, de “elegir cómo vivir”. No es casualidad: ese léxico se parece mucho más a Jordan Peterson que a Pablo de Tarso. No es teología: es psicología de autoayuda con ropaje espiritual.
El discurso contemporáneo de muchos influencers religiosos repite sin cesar la idea de que todo depende de “elegir cómo vivir”. Pero eso no es teología: es autoayuda con ropaje espiritual.
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Evangelismo para Clases Medias Aspiracionales del Sur: Kipling, Lewis y el canon anglosajón de la virtud estoica cristianizada
La elección de Kipling como supuesta fuente no fue azarosa. Kipling —autor imperial británico, defensor del deber, de la hombría estoica y del sacrificio anglosajón— ha sido absorbido por el cristianismo emocional como una suerte de sabio secular. Su poema If… sigue siendo citado como modelo de carácter. Pero ese carácter está al servicio de un mundo que glorifica el temple varonil, el autocontrol, y la victoria sobre el dolor sin reclamar justicia.
Kipling es ideología imperial al servicio de un mundo que glorifica el temple varonil, el autocontrol, y la victoria sobre el dolor sin reclamar justicia. El Neo Victorianismo actual es Neo Estoico.
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Por eso la frase “elegí cómo vivirla” —aunque no sea de él— resuena perfectamente en ese ethos: el de una masculinidad protestante blanca que no admite quiebre ni derrota. El que cae pero sonríe. El que sufre pero elige. El que no pide nada. El que, por tanto, no necesita gracia.
Y cuando Diego recurre también a C.S. Lewis, Tim Keller, Eugene Peterson o Pablo Deiros para defender su postura, queda claro que lo que está en juego no es un estilo, sino un canon:
- C.S. Lewis, elegante apologeta británico, convirtió la lucha cristiana en una épica doméstica: suave, ordenada, digerible. Sus demonios tentadores hablan como profesores de Oxford. Su espiritualidad no rompe nada. Seduce.
- Tim Keller, icono del protestantismo urbano neoyorquino, habló de justicia social sin incomodar el capitalismo que lo sostenía. Su teología no interrumpe: acompaña.
- Eugene Peterson, con su traducción de la Biblia en tono conversacional (The Message), hizo accesible una espiritualidad serena, pastoral, pero carente de escándalo. Una gracia que consuela, pero no descoloca.
- Pablo Deiros, voz del evangelicalismo académico argentino, representa una ortodoxia respetable que prefiere la estabilidad a la ruptura, el orden eclesial al conflicto profético.

Nada de esto es condenable en sí mismo. Pero cuando ese canon se vuelve exclusivo, y se combina con imágenes de privilegio —comida gourmet, viajes de placer, armonía familiar y mensajes de resiliencia—, el resultado no es fe: es legitimación.
Y lo que se legitima es un cristianismo para ganadores. Para los que eligen bien. Para los que tienen tiempo, herramientas, redes, saldo emocional. Lo demás queda afuera. Lo que no puede elegir —por trauma, por pobreza, por salud, por historia— queda invisibilizado. No por impiedad, sino por estética.
Lo que se legitima es un cristianismo para ganadores. Para los que eligen bien. Para los que tienen tiempo, herramientas, redes, saldo emocional. Lo demás queda afuera. Lo que no puede elegir —por trauma, por pobreza, por salud, por historia— queda invisibilizado.
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Gracia no es estilo, ni mérito, ni calma: es interrupción
En el fondo, lo verdaderamente tóxico no es el desborde. No es la crisis. No es el grito. No es el gay afeminado que busca validación disfrazándose de payaso para que la señora de misa lo tolere en la mesa. No es el adicto que se quiebra para sobrevivir al peso de lo que no puede nombrar. No es quien pierde la compostura porque ya no le queda nada.
Lo verdaderamente tóxico —y teológicamente letal— es la máscara del equilibrio. Es la cortina de humo emocional con la que muchos varones, incluso después de #MeToo, logran conservar su lugar de centralidad gracias a una estética de la contención.
Lo verdaderamente tóxico —y teológicamente letal— es la máscara del equilibrio. Es la cortina de humo emocional con la que muchos varones imponen la violencia de la contención emocional,
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Esa masculinidad espiritual posmoderna que predica humildad pero nunca cede el micrófono. Que habla de gracia pero jamás se expone al abismo de no merecerla. Que enseña sobre fragilidad sin dejar que el cuerpo tiemble.
Y esa misma lógica opera en muchos discursos que se dicen cristianos. Porque cuando la gracia se vuelve un “marco”, una “actitud”, una “preparación del corazón”… deja de ser gracia. Se convierte en un protocolo de admisión. Un nuevo moralismo con tono afectuoso.
Pero en la Biblia, la gracia no es eso. La gracia —charis— es el don inmerecido. Irrumpe sin previo aviso. No responde al mérito ni a la disposición. Rompe el esquema de causa y efecto. Desarma la justicia humana. Descoloca.
“Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).
“El Espíritu sopla donde quiere” (Juan 3:8).
“No depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Romanos 9:16).
La gracia no adorna. No premia. No respeta escalas. Es una interrupción violenta de la lógica del mundo. Y por eso la cortina de humo de la actitud perfecta, del amor bien hablado, de la fe gourmet, es tan cruel: porque promete accesibilidad emocional a cambio de borrar el trauma, negar el contexto, y controlar lo no-domesticado. No hay nada más lejos de la gracia que una performance de serenidad espiritual construida sobre el silencio del otro. La gracia no necesita tu armonía: llega cuando esa armonía se quebró. Y a veces lo único que pide es que no mientas. Que no maquilles la ruina.
No hay nada más lejos de la gracia que una performance de serenidad espiritual construida sobre el silencio del otro. La gracia no necesita tu armonía: llega cuando esa armonía se quebró.
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Porque lo que salva no es la estética del bien. Lo que salva es el escándalo de lo que no puede ser justificado.
When Grace Becomes Merit: Mystical Neoliberalism North-south
Misquoted Kipling, and the Christian Illusion of Attitude
A few days ago, I found myself in a brief exchange on Facebook with Diego Fernández Schaeffer, whom I probably met over two decades ago when we both studied at ILSE. He was one of those who played rugby—a sport that even back then encapsulated certain values: discipline, effort, silent masculinity. Over time, Diego shaped a public presence that blends Christian spirituality, motivational phrases, and a carefully curated lifestyle aesthetic.

He now lives in France. He recently got married. And if you scroll through his social media, one thing becomes striking: he’s always well-dressed, always centered in the frame, always surrounded by harmony. His wife appears, yes—but subtly off-center. The narrative revolves around him: his choices, his travels, his plates, his quotes. And also—this is key—his invocations of grace.
The quote he shared that day, wrongly attributed to Rudyard Kipling, read:
“And at least I chose how to live it. I chose dreams to decorate it, hope to sustain it, and courage to face it.” A phrase that sounds noble, even inspiring. But under certain conditions—and from certain mouths—it can become profoundly ideological. What does it really mean to “choose how to live”? What is left unsaid when everything is framed as a matter of attitude? And what happens when these kinds of messages, spoken from a place of aesthetic and emotional privilege, are declared in the name of Christianity?
What does it really mean to “choose how to live”? What is left unsaid when everything is framed as a matter of attitude? And what happens when these kinds of messages, spoken from a place of aesthetic and emotional privilege, are declared in the name of Christianity?
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This is not a personal attack. It’s a deeper inquiry into the use of spiritual language, into the relationship between grace and performance, and into the kind of Christianity that is being fabricated on social media—where landscapes, meals, and affective displays seem to matter more than political context, historical trauma, or the lived reality of wounded bodies.
In this text, I want to explore how this public form of spirituality—masculine, contained, aspirational—embodies a new kind of toxicity. A non-aggressive toxicity, but one that denies. A masculinity that doesn’t shout, but erases. That doesn’t strike, but obscures. That doesn’t dominate, but remains at the center. And yet still demands grace.
I want to explore how this public form of spirituality—masculine, contained, aspirational—embodies a new kind of toxicity. A non-aggressive toxicity, but one that denies.
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The real question is: what kind of grace is that? And what is excluded from its reach?
The Aesthetic of Attitude
My critique was clear: when “attitude” is framed as a channel for grace—even a humble one—it secretly reinstates a meritocratic logic. You receive grace if you are properly disposed. If you’re open. Receptive. In tune. But that idea is far from radical. It’s at the heart of Christianity domesticated by emotional capitalism. A Christianity rebranded as coaching. A spirituality of internal self-management that has little to do with the Pauline rupture: “For by grace you have been saved through faith, and this is not from yourselves; it is the gift of God, not by works, so that no one may boast” (Ephesians 2:8-9).
My critique was clear: when “attitude” is framed as a channel for grace—even a humble one—it secretly reinstates a meritocratic logic. You receive grace if you are properly disposed. If you’re open.
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Quoting this is not a doctrinal gesture. It’s a way of reclaiming the semantic violence of the gift—one that does not depend on the self, its attitude, or emotional hygiene. Because if it did, it wouldn’t be grace. It would be a reward. And yet, today’s religious influencers insist over and over that it’s all about “choosing,” “opening your heart,” or “deciding how to live.” This language sounds far more like Jordan Peterson than Paul of Tarsus. It’s not theology. It’s self-help therapy with spiritual props.
Today’s religious influencers insist over and over that it’s all about “choosing,” “opening your heart,” or “deciding how to live.” This language sounds far more like Jordan Peterson than Paul of Tarsus. It’s not theology. It’s self-help therapy with spiritual props.
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Kipling, Lewis, and the Canon of Christianized Stoic Virtue
The choice of Kipling as the supposed source is not accidental. Kipling—imperial British author, defender of duty, stoic manhood, and Anglo-Saxon sacrifice—has been absorbed into emotional Christianity as a kind of secular sage. His poem If… is still quoted as a model of character. But that character serves a world that glorifies masculine restraint, self-control, and overcoming pain without ever questioning the structure.
So the quote “I chose how to live” —though not actually his— fits neatly into that ethos: white Protestant masculinity that tolerates no collapse. The man who falls but smiles. Who suffers but chooses. Who needs nothing. Who, therefore, needs no grace.

And when Diego invokes C.S. Lewis, Tim Keller, Eugene Peterson, or Pablo Deiros to support his views, it’s clear we’re not talking about personal preference—we’re talking about a canon:
- C.S. Lewis, the elegant British apologist, turned Christian struggle into domestic epic: soft, orderly, digestible. His demons speak like Oxford dons. His spirituality doesn’t disrupt. It charms.
- Tim Keller, icon of urban Protestantism in New York, spoke of social justice without ever disturbing the capitalism that funded him. His theology didn’t interrupt—it comforted.
- Eugene Peterson, with his conversational Bible (The Message), offered a calm, pastoral spirituality devoid of scandal. Grace that soothes, but never shakes.
- Pablo Deiros, voice of academic evangelicalism in Argentina, represents a respectable orthodoxy that prefers stability over rupture, ecclesial order over prophetic confrontation.
None of this is condemnable in itself. But when that canon becomes exclusive, and is paired with images of privilege—gourmet meals, vacations, emotional harmony, and resilient messaging—the result is not faith. It’s legitimization.
And what gets legitimized is a Christianity for winners. For those who choose well. Who have time, tools, networks, emotional credit. The rest gets erased. Those who can’t choose—because of trauma, poverty, illness, history—are made invisible. Not out of malice, but aesthetics.
Grace Is Not Style, Merit, or Calm—It Is Interruption
The truly toxic thing is not collapse. Not crisis. Not the cry. Not the flamboyant gay seeking validation by dressing up for Sunday tolerance. Not the addict trying to survive what he cannot name. Not the one who loses composure because he has nothing left. The truly toxic thing—theologically lethal—is the mask of balance. The emotional curtain behind which many men, even post-#MeToo, maintain center stage through emotional curation.
The truly toxic thing—theologically lethal—is the mask of balance. The emotional curtain behind which many men maintain center stage through emotional curation.
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That postmodern spiritual masculinity that preaches humility but never yields the mic. That speaks of grace but never risks undeservedness. That discusses fragility without letting the body shake. And that same logic haunts many who speak in the name of Christ. Because when grace becomes a “framework,” an “attitude,” or a “heart posture”—it stops being grace. It becomes an entry protocol. A new moralism with a soft voice.
But in the Bible, grace is not that.
Grace—charis—is the undeserved gift. It breaks in without warning. It responds neither to merit nor disposition. It shatters causality. It unravels human justice. It disorients.

“God demonstrates his own love for us in this: While we were still sinners, Christ died for us” (Romans 5:8).
“The wind blows wherever it pleases” (John 3:8).
“It does not, therefore, depend on human desire or effort, but on God’s mercy” (Romans 9:16).
Grace doesn’t decorate. It doesn’t reward. It doesn’t obey scales. It is a violent interruption of the world’s logic.
That’s why the soft-spoken curtain of perfect attitude, articulate love, and gourmet faith is so cruel: because it promises emotional accessibility at the cost of erasing trauma, denying context, and managing what cannot be domesticated.
Nothing is further from grace than a performance of spiritual serenity built on someone else’s silence. Grace doesn’t need your harmony: it arrives when that harmony has shattered. And sometimes all it asks is that you don’t lie. That you don’t mask the ruin.
Because what saves is not the aesthetic of good. What saves is the scandal of what cannot be justified.





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