Un amigo me hizo ver este video del nuevo programa de Latorre quien hace rato se merecía uno. En la televisión de espectáculos argentina contemporánea se ha configurado un circuito de escándalos y enfrentamientos que trasciende lo meramente anecdótico, volviéndose un verdadero laboratorio de teoría cultural. El presente artículo analiza la dinámica mediática entre Esmeralda Mitre, Yanina Latorre y Elizabeth Vernaci como una maquinaria de producción de abyección, y también de goce. Adoptaremos un marco teórico deliberadamente denso (y no exento de ironía) para develar cómo el escenario televisivo opera como una “máquina deseante” –en el sentido de Deleuze y Guattari– que procesa flujos abyectos (insultos, rumores, “excremento”, semen, dinero y escándalos morales) y los convierte en valor de pantalla y moneda de cambio en el capitalismo mediático . A su vez, me interesa plantea que figuras como Mitre y Latorre funcionan como tecnologías de regulación de la vida social a través del espectáculo de lo abyecto, moviéndose dentro de un sistema profundamente patriarcal incluso cuando aparentan desafiarlo.

El presente artículo analiza la dinámica mediática entre Esmeralda Mitre, Yanina Latorre y Elizabeth Vernaci como una maquinaria de producción de abyección, y también de goce.

Hay algo performativo en gastar tanta pólvora en chimangos y si, este texto es una lectura deliberadamente densa y excesiva, por lo que guárdense esa crítica. El circuito Mitre–Latorre–Vernaci funciona como ‘máquina deseante’ que procesa flujos abyectos y los convierte en pago —rating, pauta, autoridad—en la era libertaría. La Ley que estructura esa permisividad se hace visible con Lacan y cómo vamos a ver, tiene efectos concretos para el feminismo argentino. La abyección como tecnología del cambio y naturalización del shock. Esto último es algo familiar a lo planteado por Julia Kristeva; el mandato obsceno a gozar o el goce plus, à la Žižek; la barroca performatividad de los roles, con Butler; el habitus y el capital simbólico, con Bourdieu. Alan Badiou nos va a ser útil para nombrar el corazón frío del dispositivo: aquí no hay Acontecimiento que obligue a una fidelidad transformadora, sólo pseudo-eventos contables que el medio digiere. 

El circuito Mitre–Latorre–Vernaci funciona como ‘máquina deseante’ que procesa flujos abyectos y los convierte en pago —rating, pauta, autoridad—en la era libertaría.

Sin embargo, la cuestión especular; es decir, el espejo, es clave en el video adjunto (que debe ser visto desde el minuto 14 aproximadamente) y muestra a una Latorre espléndida y a una Mitre, gorda, mal vestida y decadente. Lo especular está en que el programa de Latorre analiza (con sus panelistas) los dichos de Mitre (entrevistada por Vernaci) hablando de Latorre. Y lo que esta última logra es marcar o, mejor dicho, hacer interesante la diferencia. 

En la genealogía del espejo en la historia del arte, no podemos evitar referirnos a Las Meninas (1656), pintada por Velázquez en el Alcázar de Madrid, en los viejos apartamentos del recientemente fallecido Príncipe de Asturias, Baltasar Carlos. Velazquez arma un laberinto de miradas: el pintor se autorretrata trabajando, la infanta Margarita ocupa el centro, y al fondo un espejo refleja a Felipe IV y Mariana de Austria, ausentes-presentes que sostienen la escena. El espectador queda atrapado en la geometría de perspectivas: ¿a quién mira Velázquez?, ¿a quién mira la corte?, ¿qué mira el cuadro? Es un dispositivo reflexivo donde el poder se insinúa por encuadre y ausencia. Muy distinto es el programa barroco de Rubens en el ciclo de María de Médici (1622-1625), veinticuatro grandes lienzos para el Palais du Luxembourg que alegorizan la biografía de la reina con dioses, virtudes y personificaciones. Allí la historia se eleva con sobredeterminación alegórica: Minerva protege, Juno aprueba, la Fama trompetea, los ríos se personifican, y cada episodio político se legitima mediante una orgía de signos. La escena puede ocurrir precisamente porque está en otra dimensión. Si Velázquez afinó el encuadre y el juego de presencia/ausencia, Rubens embiste con exageración y, lo que Marin llama, aumentación. La televisión contemporánea, con su exceso de signos y su voluntad de legitimarse mientras se autopromociona, se parece más al Rubens de corte que al severo enigma velazqueño, salvo por un detalle: la alegoría ya no eleva, ensucia.

Si Velázquez afinó el juego de presencia/ausencia, Rubens embiste con exageración. La televisión contemporánea, con su exceso de signos y su voluntad de legitimarse mientras se autopromociona, se parece más al Rubens salvo por un detalle: la alegoría ya no eleva, enloda.

Y para las imágenes, Velázquez no alcanza: el espejo que explica la escena contemporánea del espejo Latorre-Mitre-Vernaci se parece más al alegórico de Rubens en el ciclo de María de Médici —pero en clave, obviamente, degradada. Antes del análisis puntual, conviene fijar el léxico duro. En Deleuze y Guattari, la “máquina deseante” nombra la producción material del deseo: no hay interioridad pura, hay flujos (de palabras, cuerpos, dinero, desechos) y cortes que los conectan, redirigen y valorizan. El capitalismo decodifica esos flujos y los axiomatiza para transformarlos en objetos para la venta. En Lacan, el Nombre-del-Padre designa la instancia simbólica que ordena el deseo; hoy ese nombre circula como dispositivo algorítmico que no prohíbe tanto como administra. Con Kristeva, lo abyecto es aquello que perturba un orden y a la vez lo funda al expulsarlo: lo escatológico, lo indecente, lo que da asco y fascina. Žižek reescribe el superyó moderno como una orden paradójica: no “no goces”, sino “¡goza más!”, y de ahí la circulación de un plus-de-goce que nunca colma. Butler desactiva esencias: no hay identidad previa, hay reiteración de actos que sedimentan en personaje. Bourdieu recuerda que se juega dentro de campos con reglas incorporadas (habitus) y con capitales en disputa; el simbólico otorga crédito y autoridad. Badiou distingue entre Acontecimiento —irrupción que inaugura una verdad universalizable— y pseudo-evento —señal medible que no transforma la situación. Ese arsenal permite leer el panel de espectáculos sin ingenuidad moral ni cinismo superficial.

« Henri IV reçoit le portrait de Marie de Médicis », huile sur toile (Hauteur : 394 cm ; Largeur : 295 cm), œuvre réalisée Pierre Paul Rubens entre 1621 et 1625, conservée au département des peintures du musée du Louvre à Paris (INV RF 1772) où elle est exposée, et y a été photographiée le 9 décembre 2011.

A guisa de repetirme, con este plano teórico y pictórico desplegado, me aboco al análisis. La escena disparadora es conocida: una entrevista de Elizabeth Vernaci a Esmeralda Mitre que habla de Yanina Latorre, y luego Latorre comenta la entrevista que la comenta. Comentario del comentario, espejos enfrentados: Velázquez en set, pero sin rey ni reina que sostengan la dignidad del encuadre. El centro no es “quién tiene dinero” ni “quién tiene talento”, sino quién controla el encuadre y qué forma toma la crueldad para volverse valor e incluso, forma. 

La escena disparadora es conocida: una entrevista de Vernaci a Mitre que habla de Latorre, y luego Latorre comenta la entrevista que la comenta. Comentario del comentario, espejos enfrentados: Velázquez en set, pero sin rey ni reina que sostengan la dignidad del encuadre.

En clave deleuzoguattariana, los panelistas operan como máquina deseante que procesa flujos y los traduce a pago. El insulto, el rumor, la vergüenza, las imaginerías escatológicas que se adhieren a ciertos nombres, todo eso ingresa como materia prima. Su valor no depende de la veracidad, sino de su intensidad convertible en segundos al aire, menciones, clics. La vieja ecuación freudiana dinero/estiércol se vuelve contabilidad: la mierda se vuelve clic; el clic, pauta. Eso es post-porno: no hace falta desnudo, basta el exhibicionismo afectivo —humillación, resentimiento, blasones heridos- para producir goce traducido en clicks, carrera y cash. La abyección, lejos de ser accidente, funciona como tecnología de regulación de lo vital: delimita lo tolerable y, al mismo tiempo, extrae plusvalía libidinal de ese borde.

En clave Deleuziana, los panelistas operan como máquina deseante que procesa flujos y los traduce a pago. El insulto, lo escatológico se adhieren a ciertos nombres como materia prima. Su valor no depende de la veracidad, sino de su intensidad convertible en segundos al aire,

La Ley que permite ese exceso no desaparece: se redistribuye. En términos lacanianos, el Nombre-del-Padre no prohíbe; administra. Autoriza el desborde si rinde. Es el padre algorítmico hecho de productores, edición, audiencia y marcas, un gran Otro que ya no dicta moral sino métrica. El plus-de-goce o goce-plus circula como moneda de intercambio y la culpa se empaqueta como entretenimiento. En ese campo —diría Bourdieu— cada jugadora actúa dentro de un habitus televisivo: sabe qué se premia, qué se perdona, qué se sanciona. Y siguiendo a Butler, lo que aparece como “carácter” es la reiteración de un papel hasta cristalizar en marca. La pregunta siempre es la eficacia de esa marca y el costo. 

El error sería creer que ese arrebato femenino es emancipatorio. La maquinaria premia a la “mujer fuerte” sólo si ataca a otra mujer y monetiza su herida. Es trabajo sucio del patriarcado tercerizado: hablan ellas, cobra la Ley. Allí, Badiou ayuda a nombrar lo que falta: no hay Acontecimiento que obligue a una fidelidad transformadora; hay pseudo-eventos que la máquina absorbe y convierte en cifra. La solidaridad transversal entre subalternas se disuelve en competencia cínica: una guerra que garantiza continuidad.

El error sería creer que ese arrebato femenino es emancipatorio. La maquinaria premia a la “mujer fuerte” sólo si ataca a otra mujer y monetiza su herida. Es trabajo sucio del patriarcado tercerizado: hablan ellas, cobra la Ley

En ese terreno, las formas se distinguen. Vernaci encarna la no-forma: modulación reactiva, sarcasmo que sube y baja pero es monocorde, DJ de agravios más que compositora de figuras. No hay poética estable ni diseño de encuadre; hay comentario lateral que pretende exterioridad, pero siempre es coro sin partitura, guiño, sin arquitectura. ¿No era esta la clave para ser una mujer empoderada en épocas Kirchneristas? Esmeralda Mitre, en cambio, sí propone forma, pero es forma-degradada y degradante: retórica de deudas, desmayos, denuncias, consumos decadentes que nunca logran ascender al plano de la alegoría. Es la hija, que narcisisticamente se cree Britney Spears y denuncia penalmente a su madre antes de cobrar la herencia. Eso no estrategia sino paranoia clínica. Mitre buscó el pasaje del Velázquez de encuadre reflexivo al Rubens legitimante del poder (el espejo que glorifica con dioses, en su caso, próceres, ex Presidentes, padres fundadores, La Ley por antonomasia), pero la operación falla: la materia queda literal, enloda. Aristócrata desclasada, golpea las puertas de un peronismo exhausto para mendigar capital popular: inversión irónica del blasón que pide plebeyez. Ese “Rubens” contemporáneo no tiene Juno que respalde ni Minerva que transfigure: la genealogía se vuelve ready-made de linaje, y la abyección en forma de consumo, de mierda rociada en las paredes, de denuncias a su propia familia, de intercambio de flujos con sus letrados, según dice Latorre, retorna como residuo sin posibilidad de transustanciación.

Vernaci encarna la no-forma: modulación reactiva, sarcasmo que sube y baja pero que es monocorde. Comentario lateral que pretende exterioridad, pero siempre es coro sin partitura, guiño, sin arquitectura. ¿No fue esta la clave de empoderamiento femenino en épocas Kirchneristas?

Yanina Latorre, en cambio, condensa la forma-operación. Convierte el flujo abyecto en axioma. Es la voz operativa de un libertarianismo en versión panel —mileísmo globalista concentrado en el set—: libertad de ofender más contabilidad algorítmica y fetichismo del timing. Su biografía herida —infidelidad, el dedo de Natacha, el ridículo público— se axiomatizan como derecho a juzgar: la crueldad no como vicio, sino como técnica de supervivencia e incluso como instrumento de carrera. El espejismo del “sueño americano” no nace de una excepción universalizante, sino por vía matrimonial y fidelidad (heterodoxa, si) a la regla: acceso por alianza con la industria del deporte-espectáculo y consolidación por obediencia sistémica (herida convertida en marca, marca en rating, rating en autoridad). No hay alegoría, hay procedimiento: economía del corte, del remate, de la factura del daño.

Ese reparto de formas deja un balance nítido, entonces: Vernaci es circulación sin composición; Mitre, alegoría truncada que hunde al sujeto en mierda, literal y metafóricamente; Latorre, algoritmo moral que transforma al agravio en axioma lo que en épocas Mileistas equivale a ‘discurso oficialista’. El Nombre-del-Padre retorna como scoreboard; el plus-de-goce fluye sin desborde político; triunfa la operación que convierte la injuria en norma de verdad.

Mitre, alegoría truncada que hunde al sujeto en mierda, literal y metafóricamente; Latorre, algoritmo moral que transforma al agravio en axioma lo que en épocas Mileistas equivale a ‘discurso oficialista’.

El efecto político es cruel y eficiente. El bucle recompensa la agencia formal que conserva la situación. Latorre ordena; Mitre espectaculariza su caída y lo hace en loop; Vernaci acompaña como amiga y entregadora. La diferencia se vuelve combustible y la “libertad de decir” se vende como igualdad de condiciones, cuando el acceso real se negocia por patrimonio (linajes, alianzas mediáticas, matrimonio) y por aceptación explícita de la regla de juego. Lo primero que llama poderosamente la atención y creo que caracteriza a las relaciones entre mujeres en la Argentina es la  insolidaridad y esto no es accidente: es la función que impide que el goce derive en política. Eso es oficialismo hegemónico ya venga del kirchnerismo (Vernaci), de Colombia (Mitre) o del mileismo (Latorre).

Rubens Pierre Paul (1577-1640). Paris, musÈe du Louvre. INV1782.

Aquí el contraste con la pintura devuelve precisión. Las Meninas permite pensar la autorreflexividad del encuadre: el pintor en escena, los soberanos como reflejo, el espectador incluido en la trama. Pero el espectáculo de escándalo no necesita esa sobriedad; necesita hipérbole. Por eso Rubens resulta más útil: su espejo alegórico para María de Médici convertía la vida real en teología política pictórica, con dioses que confirman, Virtudes que sujetan, Fama que consagra. La televisión imita esa sobredeterminación… salvo que ya no hay dioses y la “gloria” se llama trending. En Mitre, la alegoría se cae en lodo; en Latorre, la “apoteosis” es la edición de si misma y el modo en el que cuenta su vida como la de una mujer hecha desde abajo. Latorre, sin embargo, no edita sino que cura: decide qué entra y cuánto dura. La edición, no la verdad, es hoy el soberano del cuadro, y Vernaci queda como marco tonal que legitima nostálgicamente la posibilidad de figurar sin figurar. La circularidad del dispositivo —entrevista que comenta a la que comenta— no es un error; es su núcleo productivo. El espejo devuelve al marco como protagonista. El tema de superficie —dinero, talento— es señuelo; la mercancía es el formato, esa plasticidad para axiomatizar cualquier detrito en clip. De ahí que preguntar “quién tiene talento” resulte irrelevante frente a la única pregunta que importa: quién tiene el espejo, es decir, quién edita? Latorre? Si Velázquez ofrecía un espejo para pensar, el set ofrece un espejo para contar: usuarios, puntos, shares. En ese conteo, la obediencia de la forma al poder queda desnuda: la edición manda, la alegoría fracasa y la “mujer fuerte” es celebrada mientras castigue a otra y monetice su herida.

En Mitre, la alegoría se cae en lodo; en Latorre, la “apoteosis” es la edición de si misma y el modo en el que cuenta su vida como la de una mujer hecha desde abajo.

La máquina deseante y los flujos abyectos del espectáculo

Deleuze y Guattari, en El Anti-Edipo, describen la producción social como inseparable de la producción de deseo: la sociedad capitalista funciona como una gran máquina deseante que codifica y aprovecha todos los flujos posibles –desde el dinero hasta los desechos más repugnantes– en su circuito de valor . No es casual que estos autores aludan a la “famosa ecuación dinero = mierda”, para señalar que incluso aquello más abyecto (lo escatológico, lo insultante) puede ser capturado y convertido en valor por la maquinaria social . En la televisión de chimentos y escándalos, esta ecuación cobra vida de forma literal: la basura simbólica genera rating, presencia en portales, trending topics y, en última instancia, capital mediático que se traduce en contratos, seguidores y poder de negociación. La escena televisiva de Mitre vs. Latorre funciona así como un dispositivo que absorbe flujos abyectos (acusaciones infamantes, revelaciones escatológicas, humillaciones públicas) y los reprocesa para producir entretenimiento y ganancias.

a escena televisiva de Mitre vs. Latorre funciona así como un dispositivo que absorbe flujos abyectos (acusaciones infamantes, revelaciones escatológicas, humillaciones públicas) y los reprocesa para producir entretenimiento y ganancias.

Julia Kristeva define lo abyecto como “aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. Lo ambiguo, lo mixto” . En otras palabras, lo abyecto es eso que la sociedad expulsa para constituirse a sí misma, aquello que provoca asco y fascinación a un tiempo. En los espectáculos televisivos de la farándula, el abyecto retorna con fuerza de la mano de insultos escatológicos, trapos sucios familiares, referencias a excrementos (simbólicos y literales) y demás excesos verbales. Estas emisiones funcionan como rituales donde lo socialmente inadmisible es escenificado. El caso de Esmeralda Mitre es emblemático: sus apariciones estuvieron marcadas por estallidos emotivos e incluso por referencias históricas abyectas (como comentarios polémicos sobre la Shoá) que causaron escándalo. Recordemos el episodio en que Mitre debió pedir disculpas públicas tras relativizar la magnitud del Holocausto –un acto fallido que quedó inscrito en su “marca” mediática–: “Decís que no fueron tantos muertos en el Holocausto, fuiste a pedir perdón, leíste un papel y te salió mal…” le enrostró Latorre en televisión, subrayando públicamente aquella caída en el barro de lo impresentable . La máquina mediática toma ese detrito discursivo (el lapsus aberrante, la disculpa humillante) y lo recicla en material de espectáculo: la “metida de pata” de Mitre deviene combustible para el goce voyerista del público y materia prima para que panelistas como Latorre la despellejen en vivo.

Desde la perspectiva deleuziana, podemos afirmar que el show de chimentos opera como ensamblaje maquínico que conecta diversos “órganos” productivos: cámaras, productores, panelistas lenguaraces, audiencias ávidas, redes sociales, auspiciantes comerciales. Es una auténtica máquina deseante en tanto cada elemento aporta un flujo: flujo de imágenes, flujo de palabras hirientes, flujo de dinero (llamadas telefónicas, publicidad) y flujo de deseo (el deseo del público de mirar, el deseo de los participantes de ser vistos, el deseo inconsciente de escándalo que circula). En esta máquina, incluso la porquería más vil es canalizada. La teoría deleuzoguattariana nos invita a ver en los insultos televisivos y en las lágrimas performáticas no un mero “exceso” irracional, sino una función productiva: se está produciendo realidad social y valor en el mismo acto de vomitar insultos o exhibir miserias. El resultado es un plusvalor simbólico –un incremento en el capital de pantalla– obtenido precisamente de procesar aquello que normalmente sería desecho. En términos de Deleuze y Guattari, no hay separación estricta entre producción social y producción deseante: el plató de TV y el inconsciente libidinal forman un continuo donde circulan flujos codificados de abyección y goce.

Recordemos el episodio en que Mitre debió pedir disculpas públicas tras relativizar la magnitud del Holocausto –un acto fallido que quedó inscrito en su “marca” mediática–

Goce obsceno, plus-de-goce y Nombre-del-Padre en el circo mediático

La dimensión de goce (jouissance) es crucial para comprender por qué estos espectáculos abyectos atraen tanto interés. Sigmund Freud había intuido la relación entre lo escatológico y el dinero en el inconsciente (el famoso equivalente simbólico entre el oro y los excrementos), pero es Jacques Lacan quien formaliza cómo el orden simbólico regula el goce mediante prohibiciones y sustituciones –encarnadas en la figura del Nombre-del-Padre, es decir, la Ley que introduce la falta–. Sin embargo, en el despliegue mediático que analizamos pareciera que la Ley simbólica paternal se relaja o incluso se parodia: las participantes (Mitre, Latorre) se permiten decirlo todo, jouir (gozar) más allá de los límites habituales del pudor. Apelativos como “sos una bestia humana”, “dictadora”, “maleducada” volaron en el intercambio entre ellas sin filtro alguno . Paradójicamente, esta aparente transgresión ocurre dentro de un sistema discursivo profundamente patriarcal que explota ese exceso controladamente. En términos lacanianos podríamos decir que el supuesto desafío al Nombre-del-Padre en pantalla (desobedeciendo normas de respeto, de decoro femenino, etc.) en realidad está autorizado por el gran Otro del orden mediático, que demanda más y más goce para mantener la atención. Es el capitalismo mediático el que funge aquí como padre silencioso que todo lo permite mientras genere rédito.

n términos lacanianos podríamos decir que el supuesto desafío al Nombre-del-Padre en pantalla (desobedeciendo normas de respeto, de decoro femenino, etc.) en realidad está autorizado por el gran Otro del orden mediático, que demanda más y más goce para mantener la atención.

Rubens Pierre Paul (1577-1640). Paris, musÈe du Louvre. INV1778.

Slavoj Žižek ha desarrollado la idea del superyó obsceno que, en lugar de prohibir, ordena “¡Gozá!”. En nuestra sociedad del espectáculo, existe una suerte de mandato a disfrutar incluso a costa de la dignidad propia o ajena. Esta lógica se vio claramente en la vorágine Mitre-Latorre: el sistema (productores, audiencia, redes) parece susurrar a las figuras del show “¡Entréguense al exceso, insulten, escandalicen, dennos más!” – un imperativo de goce que corresponde a lo que Žižek llama el goce obsceno del Otro, esa satisfacción maliciosa que el público obtiene a través de la transgresión ajena . En palabras de un comentarista lacaniano contemporáneo, es “una economía del goce sin ley, sin falta, donde el deseo ha sido sustituido por la pura acumulación” . Efectivamente, en el rally de improperios entre estas mujeres se verifica esa economía desbocada del goce: ninguna injuria es suficiente, siempre se puede ir más allá en busca de una satisfacción extra (plus-de-goce) que nunca sacia del todo. Cada nuevo capítulo en la pelea –una nueva respuesta en Instagram, un audio filtrado, un llanto en cámara– promete un “algo más” de jouissance tanto para las protagonistas como para el espectador ávido de morbo.

La vorágine Mitre-Latorre: el sistema (productores, audiencia, redes) parece susurrar a las figuras del show “¡Entréguense al exceso, insulten, escandalicen, dennos más!” – un imperativo de goce que corresponde a lo que Žižek llama el goce obsceno del Otro,

No obstante, esa misma dinámica evidencia el funcionamiento intacto del sistema de dominación que se pretendía subvertir. A pesar de que son mujeres hablando fuera de regla, reforzando una imagen de “mujeres poderosas que no se callan”, el trasfondo es profundamente patriarcal. Se observa una especie de circulación de la culpa y la vergüenza donde cada una intenta colocarse del lado legítimo del Gran Otro: Vernaci, desde su tono humorístico y pretendidamente superador, tilda a Latorre de “Yarará” (víbora) y la acusa de no soportar que otra brille ; Latorre contraataca acusando a Vernaci de resentida y fracasada por ya no ser el centro (“se les pasó el cuarto de hora… no servís para nada” le espeta) . Ambas performan una agresividad que en última instancia satisface ese imaginario patriarcal del eterno enfrentamiento frívolo entre mujeres –el famoso catfight–, desviando la atención de cualquier solidaridad femenina contra la estructura. En términos lacanianos podríamos decir que encarnan el goce obsceno del Otro: gozan denigrándose mutuamente para diversión (y admonición) de un Otro simbólico que bien podría interpretarse como el patriarcado mediático mismo. El público goza obscenamente viendo a “la esposa engañada” (Latorre) vs “la aristócrata caída en desgracia” (Mitre) despedazarse, y así el Orden simbólico dominante se reconforta: se reafirma quién es la buena y quién la mala, quién merece escarnio y quién puede erigirse en jueza moral – roles que, notemos, son en gran medida construidos sobre narrativas tradicionales (la esposa legítima burlada por la otra, la “loca” de familia adinerada venida a menos, etc.).

El público goza obscenamente viendo a “la esposa engañada” (Latorre) vs “la aristócrata caída en desgracia” (Mitre) despedazarse, y así el Orden simbólico dominante se reconforta: se reafirma quién es la buena y quién la mala, quién merece escarnio y quién puede erigirse en jueza moral.

A su vez, cabe mencionar que toda esta performance sigue guiones implícitos profundamente asentados en el habitus del campo mediático. Según Bourdieu, el habitus es el conjunto de disposiciones aprendidas que nos hacen actuar, sentir y pensar de cierto modo de acuerdo a nuestro entorno social . Latorre, Vernaci, Mitre –cada una con su trayectoria– han interiorizado las reglas del juego de la farándula televisiva, un juego cínico donde la opinión de los demás (colegas, audiencia) es fuente de legitimidad o condena. De hecho, la opinión pública funciona como una policía invisible: “la opinión de los demás puede ser más efectiva-represiva que la ley o la policía”, recordaba Bourdieu . Por ello, pese a toda su irreverencia, las participantes autorregulan sus excesos para no cruzar ciertas líneas últimas (por ejemplo, nunca insultar al conductor del programa, generalmente figura masculina de autoridad, o a los patrocinadores). Desafían unas normas mientras acatan otras más sutiles. Esa tensión constante produce un plus de performance –una sobreactuación casi ritual– donde se conjuga el desafío y la obediencia: transgreden el decoro personal, pero obedecen la lógica del espectáculo y sus jerarquías. En resumen, el goce que despliegan es tolerado y fomentado por el gran Otro patriarcal del medio, siempre y cuando rinda frutos en forma de rating y refuerce, en el fondo, la estructura existente de poder simbólico.

La máquina deseante y los flujos abyectos del espectáculo

Deleuze y Guattari, en El Anti-Edipo, describen la producción social como inseparable de la producción de deseo: la sociedad capitalista funciona como una gran máquina deseante que codifica y aprovecha todos los flujos posibles –desde el dinero hasta los desechos más repugnantes– en su circuito de valor . No es casual que estos autores aludan a la “famosa ecuación dinero = mierda”, para señalar que incluso aquello más abyecto (lo escatológico, lo insultante) puede ser capturado y convertido en valor por la maquinaria social . En la televisión de chimentos y escándalos, esta ecuación cobra vida de forma literal: la basura simbólica genera rating, presencia en portales, trending topics y, en última instancia, capital mediático que se traduce en contratos, seguidores y poder de negociación. La escena televisiva de Mitre vs. Latorre funciona así como un dispositivo que absorbe flujos abyectos (acusaciones infamantes, revelaciones escatológicas, humillaciones públicas) y los reprocesa para producir entretenimiento y ganancias.

« Entrevue du roi et de Marie de Médicis à Lyon le 9 novembre 1600. », huile sur toile (Hauteur : 394 cm ; Largeur : 295 cm), œuvre réalisée Pierre Paul Rubens entre 1621 et 1625, conservée au département des peintures du musée du Louvre à Paris (INV RF 1775) où elle est exposée, et y a été photographiée le 9 décembre 2011.

Julia Kristeva define lo abyecto como “aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. Lo ambiguo, lo mixto” . En otras palabras, lo abyecto es eso que la sociedad expulsa para constituirse a sí misma, aquello que provoca asco y fascinación a un tiempo. En los espectáculos televisivos de la farándula, el abyecto retorna con fuerza de la mano de insultos escatológicos, trapos sucios familiares, referencias a excrementos (simbólicos y literales) y demás excesos verbales. Estas emisiones funcionan como rituales donde lo socialmente inadmisible es escenificado. El caso de Esmeralda Mitre es emblemático: sus apariciones estuvieron marcadas por estallidos emotivos e incluso por referencias históricas abyectas (como comentarios polémicos sobre la Shoá) que causaron escándalo. Recordemos el episodio en que Mitre debió pedir disculpas públicas tras relativizar la magnitud del Holocausto –un acto fallido que quedó inscrito en su “marca” mediática–: “Decís que no fueron tantos muertos en el Holocausto, fuiste a pedir perdón, leíste un papel y te salió mal…” le enrostró Latorre en televisión, subrayando públicamente aquella caída en el barro de lo impresentable . La máquina mediática toma ese detrito discursivo (el lapsus aberrante, la disculpa humillante) y lo recicla en material de espectáculo: la “metida de pata” de Mitre deviene combustible para el goce voyerista del público y materia prima para que panelistas como Latorre la despellejen en vivo. Pero esto tiene que ser puesto en contexto. Mitre estaba casada con Darío Lopérfido, un pionero en gestión cultural a cargo de los no cultos (sin título secundario en el país de la educación gratuita) y también un pionero en la relativización del horror de la violencia de la Dictadura Militar argentina. Mitre es hija de una modelo de Pierre Cardin con apellido de grande de España sin castillo y con contactos con el colaboracionismo francés. Sospecho que Christian Dior no hubiera estado demasiado contento con ella. Mitre también es hija de Bartolomé Mitre y sus manos manchadas de sangre de papel prensa, algo que, a la hora de usarla políticamente ni Ari Alijalad ni la negra Vernaci se preocupan en mencionar. 

El caso de Esmeralda Mitre es emblemático: sus apariciones estuvieron marcadas por estallidos emotivos e incluso por referencias históricas abyectas (como comentarios polémicos sobre la Shoá) que causaron escándalo

Desde la perspectiva deleuziana, podemos afirmar que el show de chimentos opera como ensamblaje maquínico que conecta diversos “órganos” productivos: cámaras, productores, panelistas lenguaraces, audiencias ávidas, redes sociales, auspiciantes comerciales. Es una auténtica máquina deseante en tanto cada elemento aporta un flujo: flujo de imágenes, flujo de palabras hirientes, flujo de dinero (llamadas telefónicas, publicidad) y flujo de deseo (el deseo del público de mirar, el deseo de los participantes de ser vistos, el deseo inconsciente de escándalo que circula). En esta máquina, incluso la porquería más vil es canalizada. La teoría deleuzoguattariana nos invita a ver en los insultos televisivos y en las lágrimas performáticas no un mero “exceso” irracional, sino una función productiva: se está produciendo realidad social y valor en el mismo acto de vomitar insultos o exhibir miserias. El resultado es un plusvalor simbólico –un incremento en el capital de pantalla– obtenido precisamente de procesar aquello que normalmente sería desecho. En términos de Deleuze y Guattari, no hay separación estricta entre producción social y producción deseante: el plató de TV y el inconsciente libidinal forman un continuo donde circulan flujos codificados de abyección y goce. Uso este marco teórico porque es un error analizar esta interacción mediática como compuesta por sujetos autónomos y pensantes sino como material descartable empujado en las cañerías que desvían la atención. 

Goce obsceno, plus-de-goce y Nombre-del-Padre en el circo mediático

La dimensión de goce (jouissance) es crucial para comprender por qué estos espectáculos abyectos atraen tanto interés. Sigmund Freud había intuido la relación entre lo escatológico y el dinero en el inconsciente (el famoso equivalente simbólico entre el oro y los excrementos), pero es Jacques Lacan quien formaliza cómo el orden simbólico regula el goce mediante prohibiciones y sustituciones –encarnadas en la figura del Nombre-del-Padre, es decir, la Ley que introduce la falta–. Sin embargo, en el despliegue mediático que analizamos pareciera que la Ley simbólica paternal se relaja o incluso se parodia: las participantes (Mitre, Latorre) se permiten decirlo todo, jouir (gozar) más allá de los límites habituales del pudor. Apelativos como “sos una bestia humana”, “dictadora”, “maleducada” volaron en el intercambio entre ellas sin filtro alguno . Paradójicamente, esta aparente transgresión ocurre dentro de un sistema discursivo profundamente patriarcal que explota ese exceso controladamente. En términos lacanianos podríamos decir que el supuesto desafío al Nombre-del-Padre en pantalla (desobedeciendo normas de respeto, de decoro femenino, etc.) en realidad está autorizado por el gran Otro del orden mediático, que demanda más y más goce para mantener la atención. Es el capitalismo mediático el que funge aquí como padre silencioso que todo lo permite mientras genere rédito.

Slavoj Žižek ha desarrollado la idea del superyó obsceno que, en lugar de prohibir, ordena “¡Goza!”. En nuestra sociedad del espectáculo, existe una suerte de mandato a disfrutar incluso a costa de la dignidad propia o ajena. “¡Entréguense al exceso, insulten, escandalicen, dennos más!” – un imperativo de goce que corresponde a lo que Žižek llama el goce obsceno del Otro, esa satisfacción maliciosa que el público obtiene a través de la transgresión ajena. En palabras de un comentarista lacaniano contemporáneo, es “una economía del goce sin ley, sin falta, donde el deseo ha sido sustituido por la pura acumulación”. Efectivamente, en el rally de improperios entre estas mujeres se verifica esa economía desbocada del goce: ninguna injuria es suficiente, siempre se puede ir más allá en busca de una satisfacción extra (plus-de-goce) que nunca sacia del todo. Cada nuevo capítulo en la pelea –una nueva respuesta en Instagram, un audio filtrado, un llanto en cámara– promete un “algo más” de jouissance tanto para las protagonistas como para el espectador ávido de morbo.

No obstante, esa misma dinámica evidencia el funcionamiento intacto del sistema de dominación que se pretendía subvertir. A pesar de que son mujeres hablando fuera de regla, reforzando una imagen de “mujeres poderosas que no se callan”, el trasfondo es profundamente patriarcal. Se observa una especie de circulación de la culpa y la vergüenza donde cada una intenta colocarse del lado legítimo del Gran Otro: Vernaci, desde su tono humorístico y pretendidamente superador, tilda a Latorre de “Yarará” (víbora) y la acusa de no soportar que otra brille ; Latorre contraataca acusando a Vernaci de resentida y fracasada por ya no ser el centro (“se les pasó el cuarto de hora… no servís para nada” le espeta) . Ambas performan una agresividad que en última instancia satisface ese imaginario patriarcal del eterno enfrentamiento frívolo entre mujeres –el famoso catfight–, desviando la atención de cualquier solidaridad femenina contra la estructura. En términos lacanianos podríamos decir que encarnan el goce obsceno del Otro: gozan denigrándose mutuamente para diversión (y admonición) de un Otro simbólico que bien podría interpretarse como el patriarcado mediático mismo. El público goza obscenamente viendo a “la esposa engañada” (Latorre) vs “la aristócrata caída en desgracia” (Mitre) despedazarse, y así el Orden simbólico dominante se reconforta: se reafirma quién es la buena y quién la mala, quién merece escarnio y quién puede erigirse en jueza moral – roles que, notemos, son en gran medida construidos sobre narrativas tradicionales (la esposa legítima burlada por la otra, la “loca” de familia adinerada venida a menos, etc.).

A su vez, cabe mencionar que toda esta performance sigue guiones implícitos profundamente asentados en el habitus del campo mediático. Según Bourdieu, el habitus es el conjunto de disposiciones aprendidas que nos hacen actuar, sentir y pensar de cierto modo de acuerdo a nuestro entorno social . Latorre, Vernaci, Mitre –cada una con su trayectoria– han interiorizado las reglas del juego de la farándula televisiva, un juego cínico donde la opinión de los demás (colegas, audiencia) es fuente de legitimidad o condena. De hecho, la opinión pública funciona como una policía invisible: “la opinión de los demás puede ser más efectiva-represiva que la ley o la policía”, recordaba Bourdieu. Por ello, pese a toda su irreverencia, las participantes autorregulan sus excesos para no cruzar ciertas líneas (por ejemplo, nunca insultar al conductor del programa, generalmente figura masculina de autoridad, o a los patrocinadores). Desafían unas normas mientras acatan otras más sutiles. Esa tensión constante produce un plus de performance –una sobreactuación casi ritual– donde se conjuga el desafío y la obediencia: transgreden el decoro personal, pero obedecen la lógica del espectáculo y sus jerarquías. En resumen, el goce que despliegan es tolerado y fomentado por el gran Otro patriarcal del medio, siempre y cuando rinda frutos en forma de rating y refuerce, en el fondo, la estructura existente de poder simbólico.

Vemos roles: Yanina Latorre “hace de” panelista implacable, ; Esmeralda Mitre, dama ultrajada, otras de figura rebelde e incomprendida; Elizabeth Vernaci asume el rol de irónica: una suerte de coro griego desenfadado.

Performatividad, capital simbólico y crueldad como valor

Judith Butler sostiene que el género (y, por extensión, muchas identidades públicas) es performativo, es decir, se construye mediante la reiteración de actos y discursos más que derivar de una esencia fija . En el duelo mediático analizado vemos una clara performatividad de roles: Yanina Latorre “hace de” panelista implacable, lengua filosa de la moral popular; Esmeralda Mitre a veces “hace de” dama ultrajada, otras de figura rebelde e incomprendida; Elizabeth Vernaci asume el rol de comentarista irónica, una suerte de coro griego desenfadado. Estas identidades mediáticas no son espontáneas, sino actuaciones reiteradas que con el tiempo sedimentan en una suerte de personaje estable que, en estos casos, sospecho, se tragan al sujeto entero y lo definen. Esto nos devuelve a la alegoría de la cañería Deleuziana. La eficacia de Latorre en particular proviene de su maestría performativa: convirtió su propia desgracia matrimonial (ser públicamente engañada por su marido) en el núcleo de un personaje público que capitaliza el cinismo y la “verdades brutales”. Al narrar una y otra vez su anécdota dolorosa con un tono sarcástico y agresivo, Latorre resignifica la posición de víctima en posición de autoridad moral para juzgar a otros en el terreno del escándalo sexual. Es un claro ejemplo de la tesis de Butler: no hay una “esencia”  Latorreana de mujer fuerte, sino que es en la repetición performativa de confrontaciones televisivas como construye esa identidad de mujer aguerrida e inmune a la vergüenza. La realidad del caso es que es la cornuda débil que tiene que aceptar el mandato de su marido y sus patrocinadores. 

Sin embargo, esa performatividad viene recompensada por el sistema mediático bajo la forma de capital simbólico. Bourdieu define el capital simbólico como el valor social otorgado por el reconocimiento colectivo, una especie de crédito de prestigio o autoridad que una persona adquiere en un campo dado . En la fauna televisiva de chimentos, Latorre y Vernaci han acumulado capital simbólico, aunque de distinto signo: la primera, en el rol de panelista “letal” que no se calla nada; la segunda, en el rol de locutora/radial más veterana que mantiene un estatus de referente humorística. Mitre, en cambio, aunque proviene de un capital simbólico heredado (su apellido patricio, su pasado en la élite cultural), en el campo de la TV de espectáculos es evaluada constantemente – su capital simbólico inicial es puesto en entredicho por sus tropiezos mediáticos. De hecho, Latorre no dudó en atacar justamente donde más duele en términos de estatus: la acusó de “estar en la indigencia”, de creerse empresaria cuando no lo es, jactándose ella misma (Latorre) de su solvencia económica y familiar: “Yo tengo casa, departamentos… mantengo a mi vieja, mantengo a mi hermana y vos estás en la indigencia… me estás tratando de grasa y no hay nada más grasa que creerte empresaria sin serlo” . Aquí vemos la crueldad transformada en valor: la humillación pública se traduce en incremento de capital simbólico para la que logra imponerse (Latorre) y en pérdida para la humillada (Mitre). Cada insulto atinado refuerza la “marca” de Latorre como figura temida y directa, elevando su cotización en el mercado de panelistas. No por nada lleva ocho años en el mismo programa exitoso, como ella misma se vanagloria . La agresividad se institucionaliza: es parte del oficio, una habilidad que otorga prestigio entre pares y atención del público.

Es importante destacar cómo este juego de capitales se da dentro de un sistema de dominación simbólica con sesgo patriarcal. Aun cuando son mujeres ganando espacios de visibilidad, lo hacen muchas veces a costa de representar el papel que el habitus patriarcal espera de ellas: la mujer “escandalosa”, la “arpía”, la “loca” o la “víbora” que sirve de advertencia moral o de entretenimiento morboso. O, el lugar, que en la Argentina siempre me quieren adjudicar a mi: “el loco” o, mucho peor, “el puto malo”. Como vemos, en mi caso como homosexual y en el de ellas como mujeres, el valor simbólico que obtienen está siempre en riesgo de revertirse en estigma. Mitre, por ejemplo, quiso disputar ese valor por vías formales: ante los dichos de Latorre sobre su supuesta pobreza, recurrió a la justicia demandando un resarcimiento millonario por calumnias (se habló de 100 millones de pesos reclamados). Es decir, intentó convertir la ofensa simbólica en reparación económica tangible. Sin embargo, este gesto de acudir al sistema legal tradicional (Nombre-del-Padre encarnado en la Ley) paradójicamente reforzó su posición de inferioridad en la arena mediática, donde ese tipo de solemnidad se lee como debilidad o incapacidad de responder con la misma moneda. Latorre capitalizó incluso esa situación, redoblando la apuesta en pantalla: se burló de la demanda y mostró “pruebas” de la precariedad económica de Mitre, escenificando una victoria total en ambos frentes – el discursivo y el material . Así, la pantalla convierte la disputa legal (supuestamente seria) en otro capítulo del show, disolviendo la frontera entre “justicia” y espectáculo. La ganadora simbólica sigue siendo quien maneja los códigos del medio y se atreve a todos los excesos performativos.

En síntesis, la performatividad del escándalo reditúa en capital simbólico, siempre y cuando se ajuste a la lógica cínica del campo. Vernaci y Latorre lo entienden bien: por eso intercambian insultos con un filo ingenioso, insertando incluso guiños meta-comunicativos (Vernaci apodando “Yarará” a Latorre en referencia a su veneno verbal, Latorre llamando “Reina” a Vernaci con sarcasmo paternalista ). Juegan con fuego pero sin quemarse a sí mismas; más bien queman a la oponente y alumbran con ese fuego su propio perfil público. La crueldad, tradicionalmente un vicio moral, aquí deviene virtud profesional: es signo de eficacia y autenticidad en el juego mediático. Como diría Žižek, hay un plus-de-goce en esa crueldad –una satisfacción extra por decir “la verdad hiriente”– que el público percibe y recompensa con su atención. El espectáculo de lo abyecto es así un intercambio: las figuras ofrecen sus heridas y su veneno; el público otorga reconocimiento (o infamia, que al fin y al cabo también cuenta como reconocimiento). Todo se traduce finalmente en ese capital intangible que, a la larga, puede transformarse en contratos, influencia y hasta impunidad para seguir transgrediendo.

Del espejo de Velázquez al espejo alegórico de Rubens: la escena barroca del escándalo

Para comprender el metateatro de esta dinámica, resulta esclarecedor recurrir a metáforas pictóricas barrocas. Las Meninas de Diego Velázquez (1656) ha sido durante mucho tiempo la referencia obligada para hablar de autorreferencialidad, juegos de miradas y posición del espectador en la representación. En ese lienzo, el pintor se autorretrata pintando, los reyes aparecen reflejados en un espejo al fondo, y la mirada del observador es incorporada a la escena, generando un enigma sobre quién mira a quién. Si trasladamos la analogía a la televisión actual, podríamos decir que shows como el de Mitre-Latorre contienen un espejo velazqueño: la audiencia se ve reflejada en cierto modo en esas tramas de infidelidades, traiciones y venganzas simbólicas; los participantes son simultáneamente actores y espectadores (piénsese cuando Vernaci comenta sobre Latorre desde fuera, pero luego entra en el mismo juego al ser respondida; o cuando Latorre narra su propia humillación pasada como si ella misma la observa desde afuera). Hay un juego de reflejos entre la “realidad” y la “representación” que recuerda a Velázquez.

En el ciclo de pinturas que Peter Paul Rubens realizó sobre la vida de María de Médici (circa 1622-25), la historia real de la reina (sus matrimonios, regencias, destierros) aparece rodeada de dioses, símbolos y alegorías que glorifican o dramatizan cada episodio. En particular, podemos imaginar un espejo alegórico rubeniano sustituyendo al espejo sobrio de Velázquez: un espejo sostenido por la personificación de la Verdad o la Prudencia, en el que la figura se contempla envuelta en significados grandilocuentes. La diferencia es que mientras Velázquez nos daba una imagen callada con subtexto filosófico, Rubens nos ofrece una parafernalia barroca donde la protagonista casi se pierde entre los símbolos.

La maquinaria mediática Mitre-Latorre-Vernaci opera de manera semejante a ese espejo alegórico. Cada una de estas mujeres ha tratado de elevar su papel a un nivel mítico, pero con distinta suerte. Esmeralda Mitre, quien, a primera vista, parecería predestinada a un lugar en la alta cultura, intentó a ratos presentarse como alguien que trasciende el chisme: citó poemas en TV, habló de conspiraciones políticas en su contra, se envolvió en la bandera de causas nobles (como denunciar malversaciones en el teatro Colón, o reivindicar su apellido). En cierto modo, Mitre buscaba convertir su narrativa en alegoría de algo más elevado – quizás la decadencia de una clase tradicional, o la artista sensible malcomprendida por la sociedad del espectáculo. No obstante, su desempeño terminó encallando en la literalidad cruda de sus escándalos. Además, como su clase, es bruta y así, el barroco se le volvió barro: sus lágrimas y arranques de furia no lograron simbolizar nada elevado, más bien fueron consumidos por el aparato mediático como meros momentos de reality show. Mitre no alcanzó a controlar el significado de su imagen pública; el “espejo” televisivo la devolvió deformada en caricatura trágica. En términos alegóricos, quiso ser Artemisa o Minerva, pero la representación la redujo a Medusa ridiculizada. Su abyección (sus traumas personales expuestos, sus dichos polémicos) no se transubstancia en gloria, sino que quedó como trauma real a secas, objeto de risa o, en el mejor de los casos, lástima. Por ejemplo, cuando intentó enarbolar la causa de su honor económico llevando a Latorre a tribunales, terminó reforzando la narrativa de su ruina y desequilibrio, al punto que su enemiga la exhibió como ejemplo de derrota (mostrando papeles de deudas, etc.) en cadena nacional. Mitre aspiró al espejo de Rubens –que su drama personal reflejara la tragedia de algo universal– pero se quedó a medio camino, con el espejo hecho añicos en barro y escarnio literal.

Latorre, por su parte, sí logra algo más cercano a una alegoría lograda, aunque sin la nobleza clásica de Rubens sino en una versión posmoderna y cínica. Latorre convierte su biografía (ser esposa engañada, madre de familia “bien” expuesta al escándalo sexual) en un mito funcional para la TV mileista: el mito de la mujer que sobrevive a la infamia y renace como justiciera implacable. La mujer INCEL porque quien puede coger con alguien que terminó humillado y escrachado de esa manera. Su personaje articula elementos arquetípicos reconocibles: es a ratos la Esposa de Lot que mira sin volverse estatua, la Furia vengadora que castiga la mentira ajena, e incluso la bufona que se ríe de sí misma para volverse impune (Latorre suele hacer chistes de la infidelidad de su marido, restándole solemnidad y así restándole poder de herirla). Esta estrategia eleva su discurso al nivel de un axioma del panel: casi todo tema de infidelidades o escándalos pasa por su validación, ella sienta jurisprudencia mediática (“esto sí es perdonable, esto no; a fulana le creo, a mengano lo escracho”). Ha convertido su lugar de panelista en una posición de enunciación dominante, un centro de verdad performativa dentro del show. En jerga deleuziana, podríamos decir que Latorre axiomatizó su plus-de-goce: tomó la energía residual de su trauma y la integró al sistema como regla del juego. Su famosa capacidad de “decirlo todo de todos” ya es parte de la gramática del programa; es un axioma en el sentido de una premisa aceptada que estructura el discurso. Como en la lógica capitalista que describe Deleuze (donde los códigos rígidos se reemplazan por axiomas flexibles que permiten absorberlo todo), Latorre hace del chisme un sistema abierto: cualquier cosa puede ser dicha, siempre que sirva a la dinámica del espectáculo y a su propia posición en él. En este sentido, la imagen de Rubens presentando el retrato de María de Médici a Zeus y Hera para validar su majestad, tiene su eco paródico en Latorre mostrando los screenshots de chats o papeles de deudas de Mitre en cámara para validar su narrativa de superioridad. La gran diferencia es que el espejo alegórico televisivo es cínico: nadie cree genuinamente en la nobleza de estas figuras, pero todos participan del juego como si las intrigas palaciegas de una reina se trataran, cuando en realidad se trata de celebridades menores en un estudio de TV. La alegoría está vacía de ideal, saturada en cambio de plus de goce y guiños irónicos. Son todas descartables. 

No obstante, su eficacia social es real. Este bucle mediático barroco cumple una función de regulación de lo vital: a través del espectáculo de lo abyecto, la sociedad procesa sus propias ansiedades y pulsiones. Cada escándalo catódico es un exorcismo de miedos y deseos colectivos: el miedo a la traición, el deseo de venganza, el morbo por la caída de los privilegiados, la catarsis de ver expuestas las hipocresías. En la España imperial de Velázquez o Rubens, las imágenes servían para afianzar un orden (representar la grandeza del rey o la reina a través de complejos símbolos). En la Argentina mediática actual, estas imágenes vivientes (Mitre llorando, Latorre yarareando, Vernaci sonriendo sardónicamente como si estuviera mas allá de todo) sirven para afianzar otro orden: el del capitalismo mediático patriarcal, que necesita mostrar a las mujeres bien controladas –ya sea hundidas en el lodo de la abyección o triunfantes pero a costa de su propia dureza “masculinizada”–. Al final del día, el dispositivo muestra que ninguna se sale del libreto: ni siquiera la que aparenta vencer (Latorre) escapa a la lógica de tener que convertir su vida entera en espectáculo para conservar su lugar. Es un triunfo pírrico, en cierto sentido, comparable a esas reinas barrocas que solo podían ejercer poder absoluto en las pinturas alegóricas, mientras en la realidad debían negociar constantemente con estructuras que las sobrepasaban.

Conclusión

A modo de cierre, podemos afirmar que la saga mediática protagonizada por Esmeralda Mitre, Yanina Latorre y Elizabeth Vernaci pone de manifiesto el funcionamiento de la televisión de espectáculos como máquina deseante que transforma abyección en goce y goce en valor. A través de un lenguaje teórico exageradamente y deliberada y performativamente denso –pero, esperamos, revelador– hemos descompuesto este fenómeno en sus engranajes conceptuales. Vimos cómo los flujos abyectos (insultos, rumores escatológicos, confesiones humillantes) alimentan un circuito de producción de realidad donde nada se desaprovecha: todo puede traducirse en rating, clics, capital simbólico o incluso demandas judiciales millonarias que cuantifican la injuria en dinero contante. La ecuación delirante dinero = mierda que Deleuze y Guattari mencionan no solo describe una fantasía anal, sino la literalidad del capitalismo mediático que rentabiliza la porquería. En términos lacanianos, el Nombre-del-Padre retorna bajo la forma de la autoridad invisible de la industria cultural, que premia a las que mejor performan su guión (Latorre, Vernaci) y castiga a las que se salen de cuadro o no logran sublimar su abyección (Mitre).

La metáfora barroca es iluminante. Velázquez –con su equilibrio y sutileza meta-pictórica– se queda corto para entender un escenario donde la falta de sutileza es el punto: aquí el espejo ya no refleja discretamente a los soberanos, sino que es un espejo deformante al estilo Rubens (pero sin la elevación mítica genuina planteada por el Flamenco). El espejo televisivo devuelve a las protagonistas convertidas en alegorías grotescas de sí mismas. Mitre no logró dominar esa alegoría y quedó atrapada en la literalidad (sus lágrimas fueron tomadas al pie de la letra, no “significaron” nada más allá de la mujer quebrada); Latorre, en cambio, sí controla su narrativa alegórica, erigiéndose en un principio organizador (un axioma) del discurso del espectáculo desfinanciado. Vernaci, por su parte, opera como un meta-personaje que cree mirar desde fuera con ironía, pero que terminó también absorbida por la maquinaria deseante (su intervención le valió ser arrastrada a la diatriba, probando que nadie está realmente fuera del ciclo de goce cuando de medios se trata) que, posiblemente, la convierte en el personaje que no eleva, como Latorre la crueldad al plano de la forma, o como Mitre que eleva la crueldad al plano de la psicosis disimulada sino que transforma a la crueldad en un modo de estar en el mundo. 

Una respuesta a “Las Meninas post-porno: Mitre, Latorre, Vernaci y la máquina de la abyección, la deformidad como política ”

  1. pedro hernández

    Es una tv super económica, de reducción de costes. Autorreferencial. Con pseudo escándalos autoprovocados y reconciliaciones consiguientes. A la caza de que alguién tropiece por la calle como único objetivo documental.

    Me gusta

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Tendencias