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De enseñarnos a poner el cuerpo en la era digital a devenir mensaje inmaterial para hacer lo que la política no esta pudiendo.

El llamado de Madonna al papa León XIV no es una ocurrencia pop sino la culminación política de un método estético que viene de lejos. En Instagram, enmarcándolo en el cumpleaños de su hijo, escribe: “Politics cannot affect change. Only consciousness can”, y le pide al pontífice que vaya a Gaza “antes de que sea demasiado tarde” y “lleve su luz a los niños”. El gesto desplaza el debate del discurso a la logística del cuerpo: no una opinión más, sino la instalación de un cuerpo soberano cuya presencia reconfigura protocolos, visibilidad y riesgo. La fórmula es brutalmente simple: hay cuerpos que un dispositivo no puede expulsar sin crisis sistémica; usarlos es una tecnología de paz.
El llamado de Madonna al papa León XIV: “Politics cannot affect change. Only consciousness can”, y le pide que “lleve su luz a los niños”. La fórmula es simple: hay cuerpos que un dispositivo no puede expulsar sin crisis sistémica; usarlos es una tecnología de paz.
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Ese radicalismo táctico no brota en el vacío: es la traducción geopolítica de lo que Ray of Light ya había inventado en 1998. Allí, Madonna dematerializó el pop (lo convirtió en flujo digital, textura, DSP) y, a la vez, rematerializó la electrónica como músculo: respiración, diafragma, grano vocal, latido. No fue “electrónica fría” injertada en diva; fue la encarnación de lo digital en cuerpo audible. Por eso Ray of Light cambió el estándar del mainstream y su influencia sigue actuando como plantilla de 2025: cuando se discute la centralidad de ese álbum en el sonido actual, en realidad se está discutiendo cómo devolver peso al código.
El radicalismo táctico con Leon XIV de Madonna es la traducción geopolítica de su Ray of Light de 1998. Allí, dematerializó el pop (lo convirtió en flujo digital) y, a la vez, rematerializó la electrónica como respiración, diafragma, grano vocal, latido. No fue “electrónica fría” injertada en diva; fue la encarnación de lo digital en cuerpo.
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Veronica Electronica —la publicación del archivo de remixes y tomas asociadas a esa era— funciona hoy como prueba de método. Muestra que la operación no fue un accidente inspiracional, sino una técnica: hacer táctil la música digital sin renunciar a su naturaleza maquínica. Allí conviven Orbit, Sasha, BT, Rauhofer, Calderone: nombres de la cultura de club que Ray of Light llevó al centro comercial sin perder su grain físico. El resultado, con sus altibajos de curaduría, verifica la hipótesis estética: materializar el bit en carne sonora.
Ese doble movimiento —dematerializar para rematerializar— es exactamente el que el post de Gaza politiza. La fase tardonoventera de Madonna jugó con un misticismo new age compatible con la globalización triunfal: Kabbalah, mantras, yoga, una ética de voluntarismo posmoderno que suponía que elevar la conciencia bastaba para enderezar el mundo. Ahora, sin negarlo, aparece la ingeniería que faltaba: si la “conciencia” no mueve la aguja, que la mueva un cuerpo. Por eso la carta apela a un cuerpo-jurisdicción: no cualquier cuerpo, sino el del Papa, capaz de convertir la “conciencia” en paso (corredores abiertos, cámaras, convoyes, suspensión inmediata de la destrucción por visibilidad extrema). Es la versión política de Ray of Light: cuando la imagen no alcanza, poner un cuerpo correcto.
El misticismo Kabbalah de Madonna en los 1990s era compatible con la globalización triunfal y suponía que elevar la conciencia bastaba para enderezar el mundo. Ahora, una Madonna madura reflexiona: si la “conciencia” no mueve la aguja, que la mueva un cuerpo
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Aquí Kantorowicz ilumina la jugada. El pontífice porta dos cuerpos: el natural, vulnerable, y el cuerpo político (corpus mysticum), que excede al individuo y concentra una soberanía simbólica circulante. El pedido de Madonna explota esa doble corporalidad como tecnología de interrupción: instalar en Gaza un cuerpo de los dos cuerpos que obligue a la máquina de matar a recalcular. La continuidad con Ray of Light es nítida: si entonces la voz se duplicó en persona biográfica y persona electrónica (la “Veronica Electrónica” que soldaba alma y plugin), hoy el dispositivo duplica el cuerpo pontificio en carne y soberanía para producir un efecto logístico real. La estética de la doble encarnación migra del estudio al corredor humanitario.
El pontífice porta dos cuerpos: el natural y el cuerpo político (corpus mysticum), que concentra una soberanía total. El pedido de Madonna explota esa doble corporalidad como tecnología de interrupción de la maquina de matar.
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Hay además un pliegue simbólico que vuelve quirúrgica la operación: el pasaje de la Madonna a la Verónica. No es sólo juego de nombres. En la semántica católica, “Verónica” condensa la etimología de vera icona: la imagen verdadera que surge por contacto cuando la mujer del velo enjuga el rostro de Cristo y el paño queda impreso. Es una imagen acheiropoieta —“no hecha por mano humana”—, producida por cuerpo antes que por representación. Ese tránsito reescribe la carrera entera: la diva que fabricó íconos a fuerza de cámara y montaje se corre para habilitar una imagen por contacto; de la iconografía fabricada al ícono por fricción entre un cuerpo soberano y una zona herida.
Hay además un pliegue simbólico que vuelve quirúrgica la operación: el pasaje de la Madonna a la Verónica. No es sólo juego de nombres.
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Ahí la dematerialización/rematerialización alcanza su forma teológica. Ray of Light dematerializó el pop en flujo digital y lo rematerializó en respiración y grano; ahora el post de Gaza dematerializa la iconicidad de Madonna —se retira del centro— para rematerializar la política en un cuerpo-jurisdicción. Si la Verónica bíblica materializa el Verbo encarnado en un paño, la Verónica Electrónica materializa un protocolo: que la presencia del Papa imprima su figura —no en tela, sino en la logística— y fuerce la detención del daño. Imagen verdadera = efecto real.
Si la Verónica bíblica materializa el Verbo encarnado en un paño, la Verónica Electrónica materializa un protocolo: que la presencia del Papa imprima su figura —no en tela, sino en la logística— y fuerce la detención del daño
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La jugada condensa humildad y soberanía a la vez. Humildad: saber el lugar propio en la cultura (la artista que puede convocar enjambres) y el lugar de la Iglesia (la institución que todavía porta el cuerpo de los dos cuerpos) y aceptar apartarse. Soberanía: ejercer la curaduría del marco, designar qué cuerpo debe ocupar el cuadro y cuándo, aun si se trata de la misma institución que en otras épocas la hostigó. El gesto no es una capitulación ante el Vaticano: es autoría por delegación. La autora no “ilustra” una causa; instala el cuerpo que puede producir la vera icona del alto —la “imagen verdadera” de una interrupción en el continuo de violencia—.
El gesto no es una capitulación ante el Vaticano: es autoría por delegación. La autora no “ilustra” una causa; instala el cuerpo que puede producir la vera icona del alto —la “imagen verdadera” de una interrupción en el continuo de violencia—
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En clave de tecnología cultural, la punzada “Veronica Electronica” deja de ser sobrenombre y deviene programa. En 1998 nombraba la soldadura de alma y plugin; en 2025 nombra la traslación de esa técnica a la esfera geopolítica: de la iconicidad manufacturada a la iconicidad por contacto, de la conciencia como consigna a la presencia como dispositivo. La artista que enseñó a dar cuerpo a lo digital ahora enseña a dar lugar al cuerpo que corresponde. Una retirada mínima que, paradójicamente, es su acto más fuerte de autoría: convertir la imaginería en verbo y el verbo en cuerpo que interrumpe.
En clave de tecnología cultural, la punzada “Veronica Electronica” deviene programa. En 1998 nombraba la soldadura de alma y plugin; en 2025 nombra la traslación de esa técnica a la esfera geopolítica: de la iconicidad manufacturada a la iconicidad por contacto.
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El resultado reescribe la vieja tensión entre iconicidad y presencia. Ray of Light llevó el icono al límite de su evaporación (time-lapse, velocidad urbana, Madonna flotando como sprite), pero devolvió peso por timbre y compresión: la música digital se tocaba. En Gaza, la iconicidad de Madonna se retira para que la presencia de otro icono —el cuerpo sacramental del Vicario— pese sobre el terreno. La Reina Pop que enseñó a dar cuerpo al bit ahora decide quién debe dar cuerpo a la ética. El método es el mismo: dematerializar la figura propia, rematerializar la intervención allí donde importa.
En Gaza, la iconicidad de Madonna se retira para que la presencia de otro icono —el cuerpo sacramental del Vicario— pese sobre el terreno. La Reina Pop que enseñó a dar cuerpo al bit ahora decide quién debe dar cuerpo a la ética.
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Lo “posthumano” aparece en clave de ensamblaje (Braidotti): Madonna + Papa + feed + cámaras + columnas de ayuda = máquina de interrupción. No se trata de una súplica piadosa, sino de un patch de gobernanza: reprogramar el flujo logístico con un cuerpo indeclinable. La frase “Politics cannot affect change…” no niega la política; diagnostica su entropía representacional y prescribe un acto corporal con externalidades medibles. Por eso la prensa secular toma en serio la hipótesis —no por celebrity, sino por diseño operativo—, y por eso el mensaje reubica la víctima en el centro: niños con desnutrición que exigen corredores abiertos ya.
Mientras tanto, Veronica Electronica hace de espejo histórico. Si el 98 mostró cómo el código podía transpirar, 2025 muestra cómo la ética puede ocupar. Lo primero enseñó a escuchar la máquina en carne; lo segundo enseña a poner la carne en la máquina para detenerla. En ese pasaje, el voluntarismo new age se corrige en universalismo táctico: “los niños del mundo pertenecen a todos” deja de ser lema y se vuelve criterio de despliegue (qué cuerpo, dónde, cuándo, para qué). Y la autorreferencia pop, lejos de recaer en culto narcisista, se convierte en administración de iconos: desaparece la diva para que opere el cuerpo de los dos cuerpos.
Madonna en Ray of Light enseñó a escuchar la máquina en carne; en su mensaje al Papa, enseña a poner la carne en la máquina para detenerla. Quien lo hubiera dicho?
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No hay contradicción entre la madre del sample y la ingeniera de protocolos; hay continuidad de método. Dematerializar para rematerializar, primero en la textura del sonido, ahora en la topografía del conflicto. Lo que hizo del álbum de 1998 un “clásico” no fue la cosmética espiritual, sino la invención de una tecnología de presencia. El post de Gaza prueba que la tecnología era transferible: del estudio a la frontera, del remix al alto el fuego. Si funciona, se mide en horas de silencio y metros de corredor; si no, deja a la vista la forma contemporánea del poder: aquello que ni siquiera el cuerpo de los dos cuerpos puede cruzar. En ambos casos, la tesis queda escrita: cuando el mundo deviene ruido, poner el cuerpo adecuado sigue siendo la única ingeniería capaz de interrumpir.
Cuando el mundo deviene ruido, poner el cuerpo adecuado sigue siendo la única ingeniería capaz de interrumpir.
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Madonna steps aside and, like Veronica, virtually wipes the Pope’s sweat, pushing him to go to Gaza
From teaching us to put the body on the line in the digital era to becoming an immaterial message to do what politics is failing to do.
Madonna’s appeal to Pope Leo XIV is not a pop whim but the political culmination of an aesthetic method that has been in motion for a long time. On Instagram, framing it around her son’s birthday, she writes: “Politics cannot affect change. Only consciousness can,” and asks the pontiff to go to Gaza “before it’s too late” and to “bring your light to the children.” The gesture shifts the debate from discourse to the logistics of the body: not another opinion, but the installation of a sovereign body whose presence reconfigures protocols, visibility, and risk. The formula is brutally simple: there are bodies a system cannot expel without triggering a systemic crisis; deploying them is a technology of peace.

This tactical radicalism does not arise in a vacuum: it is the geopolitical translation of what Ray of Light had already invented in 1998. There, Madonna dematerialized pop (turning it into digital flow, texture, DSP) while simultaneously rematerializing electronica as muscle: breath, diaphragm, vocal grain, heartbeat. It wasn’t “cold electronica” grafted onto a diva; it was the embodiment of the digital in an audible body. That’s why Ray of Light changed the mainstream standard, and why its influence still functions as a 2025 template: when people debate the album’s centrality to today’s sound, they’re really debating how to give weight back to code.
Veronica Electronica—the release of the archive of remixes and takes tied to that era—now serves as proof of method. It shows the operation was not a happy accident but a technique: making digital music tactile without renouncing its machinic nature. Orbit, Sasha, BT, Rauhofer, Calderone converge there—names from club culture that Ray of Light brought into the shopping mall without losing their physical grain. With all its curatorial ups and downs, the result confirms the aesthetic hypothesis: materializing the bit into fleshly sound.
That double movement—dematerialize in order to rematerialize—is exactly what the Gaza post politicizes. Madonna’s late-’90s phase played with a New Age mysticism compatible with triumphant globalization: Kabbalah, mantras, yoga, an ethic of postmodern voluntarism that assumed raising consciousness would be enough to set the world straight. Now, without disowning it, the missing engineering appears: if “consciousness” doesn’t move the needle, let a body move it. Hence the letter’s appeal to a jurisdictional body: not just any body, but the Pope’s—capable of converting “consciousness” into passage (open corridors, cameras, convoys, the immediate suspension of destruction under extreme visibility). It’s the political version of Ray of Light: when the image isn’t enough, place the right body.

Here Kantorowicz illuminates the move. The pontiff bears two bodies: the natural, vulnerable one, and the political body (corpus mysticum), which exceeds the individual and concentrates circulating symbolic sovereignty. Madonna’s request exploits that double corporeality as an interruption technology: install in Gaza a body of the two bodies that forces the machine to recalculate. The continuity with Ray of Light is clear: if back then the voice doubled into a biographical person and an electronic person (“Veronica Electronica,” soldering soul to plugin), today the device duplicates the papal body into flesh and sovereignty to produce a real logistical effect. The aesthetics of double incarnation migrate from the studio to the humanitarian corridor.
There is also a symbolic fold that makes the operation surgical: the passage from the Madonna to the Veronica. It’s not just a play on names. In Catholic semantics, “Veronica” condenses the etymology of vera icona: the true image that appears by contact when the woman with the veil wipes Christ’s face and the cloth is imprinted. It is an acheiropoieton—“not made by human hands”—produced by body rather than by representation. That transit rewrites the entire career: the diva who manufactured icons through camera and montage steps aside to enable an image by contact; from fabricated iconography to the icon by friction between a sovereign body and a wounded zone.

There the dematerialization/rematerialization reaches its theological form. Ray of Light dematerialized pop into digital flow and rematerialized it into breath and grain; now the Gaza post dematerializes Madonna’s iconicity—she withdraws from the center—in order to rematerialize politics in a jurisdictional body. If the biblical Veronica materializes the Incarnate Word on a cloth, the Electronic Veronica materializes a protocol: that the Pope’s presence impress his figure—not on fabric, but on logistics—and force the damage to halt. True image = real effect.
The move condenses humility and sovereignty at once. Humility: knowing one’s place in culture (the artist who can mobilize swarms) and the Church’s place (the institution that still bears the body of the two bodies) and accepting to step aside. Sovereignty: exercising curatorship of the frame, designating which body must occupy the picture and when, even if it’s the same institution that in other times hounded her. The gesture is not a capitulation before the Vatican; it is authorship by delegation. The author does not “illustrate” a cause; she installs the body that can produce the vera icona of the halt—the “true image” of an interruption in the continuum of violence.
In terms of cultural technology, the tag “Veronica Electronica” stops being a nickname and becomes a program. In 1998 it named the soldering of soul and plugin; in 2025 it names the translation of that technique into the geopolitical sphere: from manufactured iconicity to contact iconicity, from consciousness as slogan to presence as device. The artist who taught us how to give body to the digital now teaches us how to give place to the body that belongs. A minimal withdrawal that, paradoxically, is her strongest act of authorship: converting imagery into verb and the verb into a body that interrupts.
The result rewrites the old tension between iconicity and presence. Ray of Light pushed the icon to the brink of evaporation (time-lapse, urban speed, Madonna floating like a sprite), yet returned weight through timbre and compression: digital music could be touched. In Gaza, Madonna’s iconicity recedes so that another icon’s presence—the sacramental body of the Vicar—weighs on the ground. The Pop Queen who taught us to give body to the bit now decides who must give body to ethics. The method is the same: dematerialize one’s own figure, rematerialize the intervention where it matters.

The “posthuman” appears as an assemblage (Braidotti): Madonna + Pope + feed + cameras + aid columns = interruption machine. This is not a pious plea but a governance patch: reprogram the logistical flow with an indeclinable body. The line “Politics cannot affect change…” does not deny politics; it diagnoses representational entropy and prescribes a bodily act with measurable externalities. That’s why the secular press takes the hypothesis seriously—not for celebrity, but for operational design—and why the message re-centers the victim: children suffering malnutrition who demand open corridors now.
Meanwhile, Veronica Electronica acts as a historical mirror. If ’98 showed how code could sweat, 2025 shows how ethics can take up space. The first taught us to hear the machine in flesh; the second teaches us to put flesh into the machine to stop it. In that passage, New-Age voluntarism is corrected into tactical universalism: “the world’s children belong to everyone” stops being a motto and becomes a deployment criterion (which body, where, when, for what). And pop self-reference, far from collapsing into narcissistic cult, becomes icon administration: the diva disappears so that the body of the two bodies can operate.
There is no contradiction between the mother of the sample and the engineer of protocols; there is continuity of method. Dematerialize to rematerialize, first in the texture of sound, now in the topography of conflict. What made the 1998 album a “classic” was not spiritual cosmetics but the invention of a technology of presence. The Gaza post proves the technology was transferable: from the studio to the border, from the remix to the cease-fire. If it works, it is measured in hours of silence and meters of corridor; if not, it lays bare the contemporary form of power: that which not even the body of the two bodies can cross. In either case, the thesis stands: when the world turns to noise, placing the right body remains the only engineering capable of interrupting.





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