Algo tienen en común Las Meninas de Velázquez y las red carpets: el ojo aprende dónde posar y a quién consagrar. En el cuadro, la pose es la proyección de la conciencia del propio ridículo: Velázquez se pinta trabajando, deja al rey y la reina relegados a un espejo diminuto y obliga al espectador a darse por aludido; la pintura entera es una trampa de miradas que nos incluye para recordarnos que mirar es exponerse. En la alfombra roja, en cambio, la pose decreta una expulsión: es el instante en el que se compite con el otro y se proclama: llegué. Si en Las Meninas, hay humildad escondida tras la extravagancia barroca, en la red carpet hay narcisismo fatigado que sólo necesita el obturador para existir. Y en medio de ese ruido, Guillermo Francella aparece con tapado negro de abotonado, camisa blanca y zapatos lustrados: no viene a competir con el brillo; se viste de juez. Sobrio, casi Opus Dei, casi invisible. La neutralidad black-tie hace un truco: apaga su propio fulgor para que el esplendor ajeno se vuelva autoincriminatorio. Los colegas compiten por la luz; él, por el poder de nombrar.
Francella aparece con tapado negro abotonoado, camisa blanca y zapatos lustrados: no viene a competir con el brillo; se viste de juez. Sobrio, casi Opus Dei, casi invisible. La neutralidad black-tie apaga su propio fulgor para que el esplendor ajeno autoincrimine.
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Ese gesto es productivo para leer Homo Argentum, dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn, distribuida por Star/Disney y producida por Pampa Films, con Francella encarnando dieciséis personajes en dieciséis viñetas. El tema evidente: el grotesco; el método: la segmentación; la promesa: una radiografía del “ser argentino”. Pero lo que vuelve a la película paradigmática del momento post-INCAA —la era Milei y la definanciación de lo público— es la conversión de la sátira en producto neoliberal de alto rendimiento. No hay relato que una; hay catálogo. No hay mundo que se construya; hay módulos. No hay trama; hay feed. El film se organiza como desfile de moda: salidas autónomas, un tema genérico (“argentinos”) y múltiples looks sin costura común. La diferencia con un desfile real es que aquí ni siquiera hay colección: lo que importa es que cada arquetipo quede lo más descontextualizado posible, separado en su vitrina, consumible en un scroll. Homo Argentum es, en ese sentido, un MOMA de personajes: celdas blancas, piezas aisladas, visita curada. Cohn y Duprat hacen del cine un museo de máscaras autocontenidas.
Homo Argentum, dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn, distribuida por Star/Disney y producida por Pampa Films, es la conversión de la sátira en producto neoliberal: es un catálogo. No hay mundo que se construya; hay módulos.
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El contexto ayuda a entender la fórmula. Con el INCAA debilitado, el riesgo autoral se vuelve un lujo. La maquinaria Cohn/Duprat perfecciona una ecuación: películas con prestigio de autor y estructura de sketch televisivo e incluso de video de Tik Tok, sostenidas por la virtuosidad de un único rostro. Resultado: risa amarga que alivia en lugar de herir, y un grotesco exportable como souvenir de país. La sátira se vende como experiencia premium, domesticada para plataformas. Es el triunfo del espejo convexo: te deformo para que te reconozcas —y para que te guste reconocerte.
Con el INCAA debilitado, el riesgo autoral se vuelve un lujo. La maquinaria Cohn/Duprat perfecciona una ecuación: películas con prestigio de autor y estructura de sketch televisivo e incluso de video de Instagram, sostenidas por un rostro celebrity.
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Conviene detenerse en la palabra central: catarsis. En Aristóteles, la katharsis es esa purificación del ánimo que resulta de transitar miedo y compasión en la tragedia. Aquí el dispositivo es otro: la catarsis deviene serial y especular. Cada sketch ofrece un micro-arco de identificación y un micro-lavado de culpa; la risa expulsa el malestar y devuelve autoestima. No hay destino, hay descarga. Por eso la película funciona como Instagram convexo: un filtro que retuerce sin destruir, que exagera sin cuestionar, que permite sentirse parte de algo sin tener que hacerse cargo de nada. Se mira, se ríe, se share; a la salida, el espectador no ha sido interpelado sino confirmado.
Cada sketch ofrece un micro-arco de identificación y un micro-lavado de culpa; la risa expulsa el malestar y devuelve autoestima. No hay destino, hay descarga. Por eso la película funciona como Instagram convexo: un filtro que exagera sin cuestionar,
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Ahí entra Velázquez como contrapunto y espejo. Cuando Foucault lee Las Meninas, señala que el cuadro no representa un tema: representa la representación. El pintor mira hacia adelante —hacia nosotros—, pero lo que pinta está fuera del lienzo; el rey y la reina, apenas visibles en el espejo del fondo, son una imagen derivada: existen porque nosotros miramos. El espectador es puesto en escena: sin su mirada, no hay corte. Además están los enanos y bufones, figuras que en el barroco fijan la verdad incómoda de la corte: son el borde del cuadro y su núcleo. Las Meninas incluye a los marginales porque definen el sistema. Homo Argentum opera de modo similar, pero con inversión ética: incluye al espectador para elogiarlo, incluye a los marginales para exhibirlos, incluye al poder para normalizarlo. En Velázquez hay humildad camuflada en lujo; en Cohn/Duprat, hay narcisismo embalado en ironía. El espejo del fondo, aquí, somos nosotros sonrientes en el celular: el monstruo somos todos, pero en versión posteable.
En Velázquez hay humildad camuflada en lujo; en Cohn/Duprat, hay narcisismo embalado en ironía. El espejo del fondo, aquí, somos nosotros sonrientes en el celular: el monstruo somos todos, pero en versión posteable.
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Volvamos a la alfombra roja, porque el vestuario dice lo que el guión calla. Francella —doble abotonadura, camisa blanca, brillo exacto— borra cualquier rastro de star system exuberante y se disfraza de funcionario de la moral. Esa sobriedad judicial contrasta con el desfile de estridencias que rodea al equipo: cuero espejado, faldas-statement, labiales borgoña, tapados camel con ruedos en charco, estampas de fast fashion, foulards con pretensión italiana… Francella que en cine se multiplica en máscaras grotescas, en la foto institucional se presenta sin máscara; o mejor: con la máscara de la neutralidad. En el mundo Cohn/Duprat, eso alcanza para delimitar jerarquías: el que viste el negro dicta sentencia; el que brilla pide permiso.
Francella que en cine se multiplica en máscaras grotescas, en la foto institucional se presenta sin máscara. Para Cohn/Duprat, eso alcanza para delimitar jerarquías: el que viste el negro dicta sentencia; el que brilla pide permiso.
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El desfile neoliberal
Homo Argentum se compone como una serie de cápsulas —viñetas que empiezan y terminan, cada una con su pequeña tesis. Lo que se pierde en profundidad narrativa se gana en eficiencia de consumo: el espectador no necesita memoria, sólo reconocer. “A este lo conozco”: el empresario culposo, el director progresista, el arbolito de Florida, el cura villero, el presidente, el padre sin descanso, el abuelo tilingo, el turista pseudo-sofisticado. Cada uno llega con prop y vestuario que sellan la lectura en un plano. Espejo convexo: me río de y con el personaje. Me absuelvo. Siguiente.
Homo Argentum se compone como una serie de cápsulas —viñetas que empiezan y terminan, cada una con su pequeña tesis. Lo que se pierde en profundidad narrativa se gana en eficiencia de consumo: el espectador no necesita memoria, sólo reconocer
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No es casual que el film sea legible como desfile. En un desfile, los looks son autónomos: los une una música y un pasillo, no una historia. Aquí, los une un tema-saco (“Argentinidad”) y un pasillo industrial: la logística de la plataforma, la comunicación mainstream, la promesa de taquilla. A diferencia de Camila (de Bemberg), que apuesta por un arco trágico en clave histórica, o de ese posmodernismo que invirtió “lo bajo sobre lo alto” en el kirchnerismo temprano (Historias mínimas), Homo Argentum es una anti-poética: invoca la tradición aristotélica para desbaratarla. No hay mímesis que construya mundo ni peripecia que depure; hay identificación instantánea y descarga afectiva. Libertaria en el sentido más cínico: libertad de consumo de tipologías.
Homo Argentum es una anti-poética: invoca la tradición aristotélica para desbaratarla. No hay mímesis que construya mundo ni peripecia que depure; hay identificación instantánea y descarga afectiva. Libertaria en el sentido más cínico: libertad de consumo de tipologías.
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Catarsis y espejo (un Foucault pop)
Definamos el corazón del mecanismo. La catarsis aquí no purifica por compasión y temor, sino por reconocimiento cómplice. Veo al empresario y respiro: no soy tan así. Veo al director progre y respiro: yo no poso tanto. Veo al arbolito y respiro: tampoco llegué a eso. Veo al cura y respiro: al menos hay gente que ayuda. Veo al presidente y me digo: todos son iguales. Veo al padre agotado y pienso: estamos todos rotos. Cada risa es un micro-indulto. Y cada indulto nos recoloca en el centro del espejo: somos el rey y la reina del fondo que la obra legitima.

Foucault diría que el truco de Velázquez es ofrecer una matriz de visibilidad donde el lugar del poder es vacío y a la vez omnipresente. En Homo Argentum, el lugar del poder se enmascara mediante el oficio del actor, con el brillo del dispositivo, con la sobriedad de la alfombra. El poder verdadero —el que define cómo se cuenta y cómo se vende— queda fuera de campo, como el tema que pinta Velázquez. Lo presentimos en el espejo, sí, pero como figura amable: nosotros complacidos por la caricatura.
El catálogo grotesco (ocho escenas, ocho alivios)
El empresario culposo.
Whisky caro, traje perfecto, ventanal con ciudad al fondo. El arquetipo sabe que debe ser odiado, así que el guion le regala culpa. Ese pequeño tic humaniza; la risa se vuelve tranquilizadora. El espectador se absuelve: no está en ese piso, no maneja ese auto. El poder queda intacto: el espejo lo deforma, no lo rompe. En la red carpet, Francella con su tapado negro homologa ese poder como decoro.

El director con conciencia social.
Gafas redondas, tote bag, barba y black-on-black. Es el progresista de ocasión, la militancia prêt-à-porter. El público goza desnudando la pose y, paradójicamente, refuerza el pedestal del arte: al menos tenemos directores así. El espejo convexo caricaturiza la cultura para legitimarla. Y Francella, vestido de árbitro, parece exhibir un certificado: “vieron, era todo pose”.
El arbolito de Florida.
Blazer barato, riñonera cruzada, sonrisa en la cornisa. La ciudad informal convertida en postal. La risa aquí normaliza: es parte del paisaje. La sátira no disputa valores; folcloriza la precariedad. Como los bufones de Velázquez, la figura marginal define el sistema; pero, a diferencia del barroco, aquí queda neutralizada.
El cura villero.
Sotana gastada, zapatilla vieja, liturgia de ONG. La caricatura desnuda un marketing de culpa y, sin embargo, la sala perdona: al menos alguien está ahí. La catarsis es indulgente. El espejo convexo nos permite rechazar y quedarnos en la comodidad moral.
El presidente.
Gel perfecto, traje azul, corbata celeste. El grotesco del focus group habla en name tags. La risa es niveladora: todos son así. Es una catarsis despolitizadora; el daño no se repara, se uniformiza. La sátira ya no hiere: vacuna.

El padre del niño eterno.
Cardigan beige, zapatilla cómoda, ojera eterna. Aquí la catarsis es íntima: el film universaliza el fracaso cotidiano y lo vuelve noble. La risa dice yo también; el sistema agradece: se ha convertido una preocupación política (cuidados, tiempo, salud mental) en una anécdota entrañable.
El abuelo tilingo.
Camisa pastel, sonrisa a destiempo, gesto vacío. Kitsch familiar en envase premium. No hay violencia simbólica; hay ternura expuesta. La figura no cuestiona; consolida.
El turista.
Lino italiano, mocasines, guía en mano: la vergüenza nacional reinterpretada como comedia blanca. La risa expulsa la culpa, funciona como limpieza instantánea. Al salir, nadie se pregunta qué país empuja a esa caricatura: bastó reírse.
Ocho escenas, ocho alivios; ocho micro-purgas que producen ese confort que el mercado necesita para que el grotesco sea repetible. El film te invita a practicar la contraidentificación que toda hegemonía exige —identificarse y desidentificarse a la vez—, la misma gimnasia que las minorías sexuales aprendieron en la disputa cultural de estos años: no hay identidad sin contrahegemonía. La diferencia es que aquí la contrahegemonía es decorativa: se ejercita para cerrar la noche con buena conciencia.
La política cultural libertaria (poética invocada, poética demolida)
La película reclama pertenencia a una tradición aristotélica —claridad de tipos, economía de acciones, pathos y ethos bien definidos—, pero su punto secreto es demoler la posibilidad de que una poética emerja. Lo aristotélico se reduce a mecánica de reconocimiento; la mímesis deviene meme. No es “posverdad” a secas: es una política afectiva donde el sentimiento de verse basta para legitimar el contenido. En esa gramática, el relato sobra; alcanza con posar. Homo Argentum es el cine de la selfie: si estoy dentro, si me reconozco, si puedo reírme de mí pero sin daño, entonces funciona. Libertaria, porque privatiza la experiencia: la vuelve mía y presente; neoliberal, porque empaqueta ese presente en unidades transables.
Volvamos a la alfombra (el juez y sus criaturas)
Nada explica mejor la operación que el vestuario de Francella en la premiere. La doble abotonadura no sólo adelgaza y verticaliza; condecora. La camisa blanca no sólo ilumina; purifica. El zapato lustrado no sólo brilla; firma. El actor se coloca fuera del sistema de color de la noche —fuera del rojo agresivo, del brillo espejado, de la textura publicitaria— para quedar impoluto. A su alrededor, el equipo presenta toda la gama de imposturas: cuero verde metalizado con anillo de peaje, faldas con cola inútil, tapados camel con mangas que devoran nudillos, foulards de turista en Montmartre, bombers con falda “deconstruida”, estampas que vibran como mantel de bodegón hipster, plataformas de cabaret, boinas museales, jeans en charco. El styling de la alfombra arma una antología de clichés que la película, acto seguido, consagrará. La ropa hace el spoiler: el grotesco que veremos ya ha sido normalizado por la foto.
Nada explica mejor la operación que el vestuario de Francella en la premiere. La doble abotonadura no sólo adelgaza y verticaliza; condecora. La camisa blanca no sólo ilumina; purifica. El actor se coloca fuera del sistema para ser inmaculado.
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Coda con Velázquez
En Las Meninas, los enanos no son caricatura sino nervio del cuadro; el espejo del fondo no es adorno sino operador del sentido; el pintor no es vanidad sino testigo. La corte se mira en su propia maquinaria de representación y, por un instante, se reconoce ridícula. En Homo Argentum, también hay espejo y bufones, pero el efecto es inverso: el espectáculo está diseñado para que la corte —nosotros— salga del museo más segura de sí. El espejo convexo halaga; la crítica adoba. El monstruo social aparece, claro, pero en versión premium, listo para la vitrina. La risa, en vez de abrir una herida, cierra un trato.

En Las Meninas, la corte se mira en su propia maquinaria de representación y, por un instante, se reconoce ridícula. En Homo Argentum, también hay espejo y bufones, pero el efecto es inverso: el espectáculo está diseñado para que la corte —nosotros— salga del museo más segura de sí.
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Por eso la imagen final que me queda de la película no es ninguna de sus viñetas sino esa foto de Francella —negro, blanco, lustrado— parado en el centro de su propio zoológico moral. A su alrededor, los animales posan: el empresario, el progre, el arbolito, el cura, el presidente, los padres, los abuelos, los turistas. Todos listos para que el público practique su schadenfreude aspiracional y regrese a casa con la sensación de haber participado de una autopsia nacional sin haber perdido sangre. El grotesco es la mercancía; la respetabilidad, la etiqueta. Y la alfombra roja —esa fábrica de poses que excluye al otro— termina siendo la verdadera obra: un espejo convexo que, como el de Velázquez, nos incluye, pero no para inquietarnos sino para bendecirnos.
Homo Argentum da la oportunidad al público de practicar su schadenfreude aspiracional y regrese a casa con la sensación de haber participado de una autopsia nacional sin haber perdido sangre.
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La gran pregunta, entonces, no es si Homo Argentum retrata “al argentino” —claro que lo hace, como lo hace cualquier caricatura bien iluminada— sino qué compra el espectador cuando paga la entrada. Compra una forma de mirarse: un método para sentirse parte de una comunidad a través del ridículo indoloro. Compra una absolución. Compra una coartada: no soy ese monstruo, apenas me parezco. Y compra, sobre todo, un lugar en la foto: el lugar central del espejo, ese puntito brillante al fondo de Las Meninas que, cuatro siglos después, se llama yo.





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