El verdadero poder del feminismo institucional de Documenta 16 no es lo que dice, sino lo que permite no decir. Es un feminismo que no nombra a Palestina, a la violencia del coleccionismo extractivo, el saqueo británico del arte islámico.
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Qué es lograr éxito en sus carreras para las autoproclamadas feministas en el sistema del arte de hoy?
Recuerdo una noche en 2010, durante uno de esos eventos híbridos entre vernissage, recepción académica y fiesta de networking que tan bien encarna el Courtauld Institute of Art: esa mezcla precisa entre centro de investigación de altísimo nivel y finishing school para señoritas bien conectadas. En ese entonces yo estaba embarcado en un doctorado sobre Diego Velázquez, un artista crucial de la modernidad pictórica europea, sin que hubiera un solo especialista en arte español en el cuerpo docente del Courtauld. Esto, en un país que alberga —en la National Gallery y en el Wellington Museum— la mayor cantidad de obras de Velázquez fuera de España.
¿El resultado? Palestina queda fuera del mapa simbólico de la curaduría internacional, excepto cuando aparece como fetiche controlado,
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Fue en ese contexto que, con total candidez pero también con cierta intención política, me acerqué a Deborah Swallow, entonces directora del instituto, y a mi supervisora del Departamento de Arte Barroco. Con una copa de champán en la mano, les pregunté: “¿No hay negros en el Courtauld?”. Swallow respondió, sin titubear: “Se anotan muy pocos y no tienen el nivel suficiente”. Mi supervisora añadió: “Prefieren carreras que den dinero, como finanzas”.
Ambas frases no solo eran racistas —con esa pulcritud británica que camufla el prejuicio bajo una sonrisa— sino también profundamente clasistas. Lo que yo preguntaba no era un dato demográfico. Era una pregunta sobre el lugar de la historia del arte en la configuración de lo visible, y sobre el Courtauld como maquinaria de exclusión epistémica. Mientras tanto, Swallow se especializaba en arte hindú, pero con el tono paternalista del inglés que cree saber más sobre arte indio que los propios indios, por haberlos colonizado, censado y masacrado.

Pienso en eso ahora, al ver que una exalumna del Courtauld ha sido nombrada directora artística de documenta 16. Mi primera reacción no fue pensar que se las iba a ver difíciles. Fue preguntarme qué significa documenta hoy, y cuál puede ser su lugar en un mundo donde el vínculo entre arte, teoría y espacio público como forma de intervención crítica parece haber implosionado por completo. Poco después vi la fotografía oficial del equipo curatorial. Una imagen que me resulta casi cruel. Las curadoras aparecen en un espacio transicional, modernista, burocrático —un vestíbulo de museo o de administración pública europea—, pero posan como si fuera una editorial de moda. Son jóvenes, racializadas, bien vestidas. Es una imagen cuidada, estetizada, perfectamente calculada para articular diversidad, sensibilidad, elegancia. Pero también está vacía, o peor aún: es un signo de sustitución simbólica, una imagen que reemplaza lo político por lo representacional. La pregunta no es quiénes son ellas, sino cuál es el lugar que ocupan. En ese sentido, su ascenso no representa la culminación de una lucha, sino su instrumentalización. Su nombramiento es una apoteosis vacía, una forma de cancelación elegante. Lo que parece su elevación es, en realidad, el final de un legado.
La foto de presentación del equipo curatorial de documenta 16 es cruel. Qué significa documenta hoy, y cuál puede ser su lugar en un mundo donde el vínculo entre arte, teoría y política implosionó.
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¿Qué fue documenta? Breve historia de una institución que supo ser disidencia
documenta nació en 1955 en Kassel, Alemania, como un intento de reintegrar el arte moderno en la vida cultural de una Alemania occidental marcada por el nazismo, la posguerra y la reconstrucción moral. Fundada por el curador y artista Arnold Bode, la exposición surgió con una vocación profundamente política: rehabilitar lo que los nazis habían tachado de “arte degenerado” y volver a conectar a Alemania con el circuito artístico internacional.

Desde entonces, documenta se celebra cada cinco años y se convirtió en una de las plataformas más importantes para el arte contemporáneo global. A lo largo de su historia, ha operado como barómetro ideológico del sistema arte, tensionando la relación entre arte y política, entre estética y estructura institucional. Desde la curaduría de Harald Szeemann en 1972 (documenta 5), que introdujo el concepto de “exposición como forma de pensamiento”, hasta la ruptura epistemológica de Okwui Enwezor en 2002 (documenta 11), que descentralizó la hegemonía blanca y europea a través de una curaduría basada en “plataformas” globales, documenta supo ser el lugar donde el arte no solo se muestra, sino que se piensa.

Pero esa genealogía de ruptura no fue lineal ni inocente. En los últimos años, la tensión entre las aspiraciones críticas de documenta y las condiciones materiales de su existencia se hizo insostenible. La edición de documenta 15, curada por el colectivo ruangrupa, marcó un punto de inflexión. Las acusaciones de antisemitismo, las presiones del gobierno alemán y la falta de apoyo institucional dejaron claro que el espacio para una crítica real dentro del aparato cultural europeo se ha cerrado drásticamente. El escándalo no fue por una imagen antisemita, sino por lo que representaba: la posibilidad de que documenta ya no obedeciera a su función de soft power europeo.
En ese contexto, el nombramiento de un equipo curatorial enteramente femenino, racializado, joven, educado en instituciones norteamericanas y británicas, aparece no como una continuación de esa historia de confrontación, sino como su cancelación. Una operación de restauración simbólica con rostro progresista.
Un equipo curatorial enteramente femenino, racializado, joven, educado en instituciones del Norte Global, aparece no como continuación de la historia de confrontación de documenta sino como su claudicación.
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La muerte de la crítica de arte en manos de la gestión (curatorial) y el networking identitario
Cuando me crucé con Naomi Beckwith por primera vez en el radar público del arte, no la reconocí por sus ideas. Su nombre me sonaba —sí, había estado en el Courtauld, como yo— pero su presencia en el campo no venía asociada a ningún gesto teórico disruptivo, ninguna publicación relevante, ningún posicionamiento incómodo. Beckwith representa una figura emblemática del nuevo orden curatorial: formada en instituciones de elite, perfectamente profesional, racializada, amable, con una carrera impecable en términos de ascenso institucional, pero sin impacto real en el pensamiento crítico del arte.
Beckwith representa el nuevo orden curatorial: formado en instituciones de elite, perfectamente profesional, racializado, amable, con una carrera impecable en términos de ascenso institucional, pero sin impacto en el pensamiento crítico.
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En este sentido, Beckwith no está sola. El equipo que dirige documenta 16 es un bloque simbólicamente coherente: mujeres jóvenes, con currículums internacionales, que han pasado por el circuito Guggenheim–MCA–Broad–De Appel–Courtauld–AGO–Kadist. Es decir, el corazón del profesionalismo curatorial global en su versión post-identitaria. Cada una de ellas puede enumerar residencias, programas de liderazgo, comités de adquisición y menciones en Artforum. Pero si uno busca pensamiento curatorial, intervención epistemológica, construcción conceptual o riesgo político, el archivo está vacío.
El equipo que dirige documenta 16 es un bloque coherente de mujeres jóvenes del profesionalismo curatorial global en su versión post-identitario Artforum. Pero si uno busca intervención epistemológica, construcción conceptual o riesgo político, el archivo está vacío.
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La curaduría se ha convertido en una extensión de la gestión cultural. El gesto se ha vaciado. Hoy, una curadora se define menos por lo que piensa que por lo que administra: presupuestos, proyectos, comunidades, hashtags, discursos de apertura. La figura del curador-teórico, heredera de Szeemann, Catherine David o Enwezor, ha sido sustituida por la figura de la curadora-relacional, cuyo poder no radica en su capacidad de pensamiento, sino en su fluidez institucional, su sensibilidad comunicacional y su posicionamiento en el mapa DEI (Diversity, Equity, Inclusion).

Tomemos el caso de Carla Acevedo‑Yates, actualmente en el Museum of Contemporary Art de Chicago. Su proyecto más celebrado, Forecast Form: Art in the Caribbean Diaspora, 1990s–Today (2022–2023), fue presentado como una curaduría pionera sobre prácticas diaspóricas y caribeñas. El concepto central giraba en torno a la idea del “clima” como metáfora del movimiento, la adaptación y el desarraigo. Un proyecto eficiente, correcto, estéticamente sólido, con un catálogo bilingüe y artistas bien seleccionados.
Tomemos el caso de Carla Acevedo‑Yates, actualmente en el Museum of Contemporary Art de Chicago. Su proyecto más celebrado, Forecast Form: Art in the Caribbean Diaspora, 1990s–Today (2022–2023) es una version post-postmoderna de Le magicien de la terre del Pompidou.
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Pero lo que brillaba en Forecast Form no era el pensamiento curatorial, sino la performance institucional del multiculturalismo como espectáculo, perfectamente alineado con la sensibilidad liberal del MCA. El Caribe estaba presente, pero como tema, no como tensión. La diáspora como metáfora, no como antagonismo. La curaduría como display de diversidad, no como diagnóstico crítico.

No es menor que Acevedo‑Yates haya sido también curadora en el Broad Museum, financiado por el magnate Eli Broad, cuya influencia sobre el ecosistema artístico norteamericano está atravesada por intereses inmobiliarios, filantrópicos y políticos —incluyendo el silenciamiento sistemático de toda crítica a Israel. Desde ese origen, hablar de descolonialidad es, como mínimo, una operación cínica. Su carrera —como la de Beckwith— se construye desde una red de legitimación profundamente alineada con el poder blanco, liberal, y simbólicamente pro-Israel del arte global.
No es menor que Acevedo‑Yates haya sido también curadora en el Broad Museum, financiado por el magnate Eli Broad, cuya influencia sobre el ecosistema artístico norteamericano está atravesada por el silenciamiento sistemático de toda crítica a Israel.
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El caso de Mayra A. Rodríguez Castro es diferente pero no menos sintomático. Su trabajo como editora de Dream of Europe —una valiosa recopilación de textos de Audre Lorde— y su seminario Ocean Blue en De Appel (2022) apuntan a una sensibilidad más literaria, poética, personal. No es una curadora en el sentido tradicional, sino una escritora, performer, tejedora de afectos. Pero precisamente por eso, su presencia en el equipo de documenta 16 es puramente simbólica. Ella no amenaza la estructura. Su voz no es institucional, y su inclusión funciona más como queja multicultural que como motor de disenso.
Mayra A. Rodríguez Castro no es una curadora tradicional, sino una escritora, performer, “tejedora de afectos”. Su presencia en el equipo de documenta 16 es puramente simbólica y funciona más como queja multicultural que como motor de disenso.
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Por último, Xiaoyu Weng ha sido una figura destacada en el Guggenheim, donde curó exposiciones como One Hand Clapping (2018), con foco en la intersección entre arte, tecnología y economía en Asia. Su discurso se apoya en temas como la globalización, la ecología, el decolonialismo —pero siempre desde una posición perfectamente compatible con los marcos institucionales del arte corporativo. Weng, como las demás, ejecuta discursos críticos sin incomodar a quienes financian la escena.
Xiaoyu Weng ha sido una figura destacada en el Guggenheim, donde curó exposiciones como One Hand Clapping (2018). Su discurso es pro-globalización, ecología, decolonialismo —pero siempre desde los marcos institucionales del arte corporativo
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Todas ellas son parte del mismo sistema de legitimación profesional que hoy ha convertido al feminismo curatorial en una forma de compliance. Sus trayectorias no representan un pensamiento autónomo sino una alineación técnica con el poder simbólico del momento. El feminismo que encarnan no es teórico ni militante: es instrumental. No es antagonismo: es gestión. Es ahí donde el documenta que conocimos —incluso con todos sus límites— se desvanece. Lo que aparece no es una renovación del campo, sino su sustitución: el reemplazo de la crítica por la comunicación, de la teoría por el marketing afectivo, de la curaduría como disidencia por la curaduría como lubricante cultural. La exposición ya no es un espacio de pensamiento, sino un espacio de simulación progresista. Las curadoras ya no producen discurso, sino que funcionan como operadoras de storytelling institucional, que gestionan sensibilidades sin tocar el núcleo del poder. Son, como diría Ahmed, figuras de diversidad que sostienen el decorado mientras se apagan las luces de la crítica.

El feminismo como ‘sensibilidad’ sin antagonismo es machismo enmascarado de empoderamiento femenino
Lo que emerge en documenta 16 no es el feminismo como fuerza transformadora, sino el feminismo como lenguaje de compatibilidad institucional. Se trata de un feminismo desprovisto de antagonismo, de historicidad, de raíz colectiva. No hay cuerpos resistiendo, ni huelgas del arte, ni tensiones epistémicas reales. Lo que hay es un feminismo estético, afectivo, narrativo, perfectamente compatible con el tipo de storytelling que exige hoy el aparato cultural global.
Lo que emerge en documenta 16 no es el feminismo como fuerza transformadora, sino el feminismo como lenguaje de compatibilidad institucional.
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Este desplazamiento no es nuevo. Nancy Fraser ya lo había anticipado al hablar del “feminismo neoliberal”, ese que se alinea con las promesas del empoderamiento individual, la autorrealización y la inclusión corporativa, desactivando su potencial de crítica estructural. Sara Ahmed, por su parte, ha descrito con precisión a las diversity workers: mujeres racializadas, queer o “no normativas” que operan dentro de instituciones blancas, no para desestabilizarlas, sino para permitirles actualizar su imagen sin cambiar su estructura.
Sara Ahmed ha descrito an este típo de ‘informantes nativas’ como ‘diversity workers’: mujeres racializadas, queer o “no normativas” que operan dentro de instituciones blancas, para permitirles actualizar su imagen sin cambiar su estructura.
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Las curadoras de documenta 16 encarnan esa figura con exactitud quirúrgica. Son jóvenes, racializadas, elegantes, preparadas. Hablan el idioma de la interseccionalidad, de la decolonialidad, de la justicia climática. Pero ese lenguaje —aunque verdadero en su origen— se ha vuelto decorativo: produce contexto, no conflicto; enmarca, pero no resiste.
Las curadoras de documenta 16 son jóvenes, racializadas, elegantes, educadas. Hablan el idioma de la interseccionalidad, de la decolonialidad. Pero ese lenguaje se ha vuelto decorativo.
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El verdadero poder de este feminismo institucional no es lo que dice, sino lo que permite no decir. Es un feminismo que no nombra. No nombra a Palestina. No nombra la violencia del coleccionismo extractivo. No nombra el colonialismo alemán. No nombra el genocidio africano en Namibia, ni el saqueo británico del arte islámico. No nombra porque su función ya no es denunciar, sino suavizar. Esto es lo que Judith Butler no vio venir: que el lenguaje de la precariedad, de la vulnerabilidad, de la relacionalidad afectiva, podía ser cooptado por las mismas estructuras que producen esas condiciones, y luego usado como mercancía cultural. Hoy, ese lenguaje es el hilo con el que se tejen catálogos, paneles, simposios y bienales. Es el feminismo como diseño institucional.
En este contexto, el feminismo ya no actúa como máquina crítica, sino como dispositivo de transición simbólica. Sirve para limpiar la escena de la política. Para decir “hemos aprendido” luego del escándalo de documenta 15, sin tener que enfrentar ninguna de las tensiones estructurales que lo provocaron. El antisemitismo, la censura, la imposibilidad de criticar a Israel, la crisis de legitimidad del arte europeo: todo eso queda barrido bajo la alfombra, y sobre esa superficie se monta el decorado de documenta 16. Lo que duele no es sólo el silenciamiento. Es la elegancia con la que se ejecuta. El lenguaje de Lorde, bell hooks, Silvia Federici, Audre Lorde o Angela Davis ha sido reconfigurado en una especie de léxico boutique, en el que términos como “cuidado”, “memoria”, “cuerpo” y “archivo” son reciclados como si fueran ítems de una colección cápsula de Net-a-Porter. Y la pregunta ya no es: ¿este feminismo es suficiente? La pregunta es: ¿qué tipo de feminismo es aquel que permite la continuidad intacta del poder, mientras sus símbolos son ocupados por otras voces?
El lenguaje de Lorde, bell hooks, Silvia Federici, Audre Lorde o Angela Davis ha sido reconfigurado en una especie de léxico boutique.
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Las curadoras de documenta 16 no están ahí para arriesgar nada. Están ahí porque no incomodan. Son el reemplazo perfecto de la crítica por el afecto, de la resistencia por la gestión emocional, de la desobediencia por la diplomacia del consenso. No son las nuevas Enwezors. Son las nuevas ejecutivas simbólicas del multiculturalismo europeo. En este contexto, el arte deja de ser un campo de disputa. Se convierte en un spa ideológico: un lugar para sentir, para “procesar”, para “narrar”, pero nunca para romper nada. Y cuando eso ocurre, el feminismo institucional no sólo deja de ser útil: se vuelve parte del problema.
No son las nuevas Enwezors. Son las nuevas ejecutivas del multiculturalismo europeo. El arte deja de ser un campo de disputa para ser un spa ideológico.
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La crítica proscripta: filantropia zionista y la eliminación de Gaza del mundo del arte
Si hay un tema que el feminismo curatorial de documenta 16 no toca, ni tocará, es Palestina. No hay mención, no hay referencia, no hay gesto mínimo hacia una de las causas más urgentes del presente global. Y ese silencio no es un olvido: es un síntoma. Es la prueba más concreta de que las curadoras no están ahí para pensar políticamente, sino para gestionar la sensibilidad dentro de los límites de lo permisible. Es decir: dentro de los límites del financiamiento.
Es la prueba más concreta de que las curadoras no están ahí para pensar políticamente, sino para gestionar la sensibilidad dentro de los límites de lo permisible
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Porque hablar de Palestina, en el contexto del arte institucional europeo y norteamericano, es tocar un nervio expuesto. Es arriesgar el acceso a subvenciones, donaciones, puestos, becas, invitaciones. Es violar un tabú estructural impuesto por una red de capital filosemita, filantropía “humanista” y lobbies culturales alineados con Israel, que hoy controla buena parte de las instituciones en las que se formaron —y a través de las cuales se legitimaron— las curadoras de documenta 16.
El caso de Eli Broad es ejemplar. Magnate del real estate, filántropo, impulsor de la privatización educativa y del urbanismo neoliberal, Broad fundó y financió el Broad Museum (Michigan State University y Los Ángeles), uno de los espacios que catapultó la carrera de Carla Acevedo‑Yates. Su influencia en el ecosistema museístico de EE.UU. es total: LACMA, MOCA, The Broad, Smithsonian, entre muchos otros, dependen directa o indirectamente de su red filantrópica.
Pero Broad no fue un mecenas “neutro”. Fue también un donante estratégico del establishment judío-norteamericano, con aportes al Peres Center for Peace, al American Jewish Committee, a museos israelíes y programas de intercambio cultural que ocultan, bajo el lenguaje de la paz, el sostenimiento ideológico del apartheid israelí. Ninguna institución que dependa de ese capital puede permitirse una crítica abierta a Israel. Ninguna curadora formada en ese circuito puede invocar la descolonialidad sin entrar en contradicción directa con sus credenciales.

Lo mismo ocurre con la Edmond J. Safra Foundation, uno de los pilares financieros del Courtauld Institute of Art, donde estudió Naomi Beckwith. La familia Safra financia museos, universidades y proyectos culturales de alto perfil en Israel y el mundo. La lógica es siempre la misma: combinar prestigio académico, impulso “universalista” y afinidad con causas judías sin fisuras. Beckwith fue becaria allí. Su ascenso se inscribe en esa red. ¿Cómo puede una curadora que debe su legitimación a esa constelación filantrópica hablar de colonialismo sin mencionar Palestina? No puede. Y no lo hace.
Tampoco lo hace Xiaoyu Weng, a pesar de haber trabajado en el Guggenheim, una institución cuya política editorial y curatorial ha sido sistemáticamente hostil al BDS (Boycott, Divestment, Sanctions) y a cualquier artista que se pronuncie contra la ocupación israelí. Tampoco Mayra A. Rodríguez Castro, cuya voz poética y crítica se detiene siempre antes del punto de fricción política real. No por cobardía, sino porque el sistema que las habilita como curadoras no les permite ir más allá.
Este es el problema. Las estructuras que sostienen el arte global contemporáneo están financiadas, asesoradas o directamente infiltradas por intereses pro-Israel, que funcionan no sólo en defensa de una nación, sino como mecanismo disciplinario transnacional. Museos como el MoMA, la Tate, el Whitney o el AGO Toronto cuentan entre sus principales donantes con figuras como Len Blavatnik, Eyal Ofer, Sheldon Adelson, Michael Steinhardt —todos vinculados al lobby israelí, a AIPAC, o a fundaciones que censuran expresamente a artistas que apoyan a Palestina.
¿El resultado? Palestina queda fuera del mapa simbólico de la curaduría internacional, excepto cuando aparece como fetiche controlado, estetizado, desvinculado de su urgencia política. Es exactamente lo que ocurrió con documenta 15, donde el colectivo ruangrupa y otros invitados del sur global fueron blanco de acusaciones de antisemitismo por obras que, en cualquier otro contexto, habrían sido interpretadas como crítica geopolítica legítima. Lo que se castigó en esa edición no fue una imagen: fue la osadía de alterar la arquitectura ideológica de la bienal.
Por eso, cuando el director de NADA dijo que el equipo curatorial actual “no es feminista sino sionista”, no estaba insultando: estaba nombrando. Nombrando el lugar estructural que ocupan estas curadoras en el nuevo orden simbólico del arte contemporáneo europeo. No importa lo que digan sus discursos. Importa lo que no pueden decir. Lo que no se les permite pensar. Lo que no se atreven a nombrar.
Y en ese punto, el silencio ya no es solo complicidad. Es legitimación.
Conclusión: La Teoría y Estética Critica como nuevas formas de gobernanza.
La crítica que aquí se ha formulado no es personal. No se trata de descalificar a las curadoras de documenta 16 por sus trayectorias, ni de reducir su práctica al oportunismo. Tampoco se trata de afirmar que sus posturas sean ideológicamente “sionistas” en sentido estricto. El problema no está en ellas como individuos, sino en el lugar estructural que ocupan en un ecosistema institucional que ha hecho del progresismo identitario una forma de control simbólico.
Ese ecosistema no tolera ya la crítica frontal. No admite el antagonismo. No permite la ruptura. En su lugar, produce imágenes de diversidad, discursos de cuidado, paneles sobre trauma, exposiciones sobre archivo y memoria. Todo se vuelve narrable, mostrable, performable. Todo, salvo lo que realmente incomoda: el poder, el dinero, la ocupación, el genocidio.
El arte hoy produce imágenes de diversidad, discursos de cuidado, paneles sobre trauma, exposiciones sobre la memoria. Todo se vuelve narrable, mostrable, performable. Todo, salvo lo que realmente incomoda: el genocidio.
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Es por eso que se hace necesario introducir una categoría incómoda pero precisa: sionismo institucional. No como acusación ad hominem, sino como herramienta analítica. El sionismo institucional no es el apoyo explícito a Israel; es el entramado de alianzas financieras, discursivas, editoriales y museográficas que condicionan lo que se puede y no se puede decir en el campo artístico internacional. Es una arquitectura de silencios. Un régimen de autocensura. Una red de exclusión perfectamente aceitada, donde todo lo que amenaza la narrativa oficial del liberalismo europeo —incluida la defensa de Palestina— queda fuera de campo.
El sionismo institucional no es el apoyo explícito a Israel; es el entramado de alianzas financieras, discursivas, editoriales y museográficas que condicionan lo que se puede y no se puede decir en el campo artístico internacional.
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documenta, que alguna vez fue el último bastión posible para disputar simbólicamente el orden del arte global, ha cedido. Lo que vemos en documenta 16 no es el fracaso de un equipo curatorial, sino la victoria de un modelo institucional que ya no necesita censurar directamente: basta con seleccionar a quienes no dirán lo que no se puede decir. Basta con premiar la sensibilidad sobre la desobediencia, el estilo sobre la estructura, la inclusión sobre la justicia.
Ya no se necesita censurar directamente: basta con seleccionar a quienes no dirán lo que no se puede decir.
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Las curadoras de documenta 16, todas brillantes, todas entrenadas para leer el clima institucional, no están al mando de la revolución simbólica que alguna vez representó esta exposición. Están, en cambio, en el lugar perfecto para representar el cierre elegante de ese ciclo. Son —sin quererlo quizás— el rostro profesional del final de una época en la que el arte podía aún generar conflicto real.
Lo que parece su ascenso, es en realidad una mascarada de apoteosis previa a la clausura. La historia que alguna vez habilitó a Enwezor, a ruangrupa, a la crítica colonial y a la teoría como forma de arte, se cierra en silencio. Con buen gusto. Con diversidad. Con aprobación institucional.
Y sobre todo: sin Palestina.
Documenta 16: The empowered Feminist Face of Hegemonic geo-political Silence

What does success mean for self-proclaimed feminists in today’s art system?
I remember one evening in 2010, during one of those hybrid events that blend vernissage, academic reception, and networking party—a format the Courtauld Institute of Art embodies so well: that precise mixture of top-tier research center and finishing school for well-connected young women. At the time, I was pursuing a PhD on Diego Velázquez, a pivotal artist in the genealogy of European pictorial modernity, even though there was not a single specialist in Spanish art among the Courtauld faculty. This, in a country that holds —between the National Gallery and the Wellington Museum— the largest collection of Velázquez works outside Spain.
It was in that context that, candidly but also with political intent, I approached Deborah Swallow, then the director of the institute, and my supervisor from the Baroque Art department. Holding a glass of champagne, I asked them: “Aren’t there any Black students at the Courtauld?” Swallow answered without hesitation: “Very few apply and they’re not up to standard.” My supervisor added: “They tend to prefer careers that make money, like finance.”
These were not only deeply racist remarks—delivered with that immaculate British polish that hides prejudice behind a smile—but also profoundly classist. My question was not about demographics. It was about the role of art history in configuring what becomes visible, and about the Courtauld as a machine of epistemic exclusion. Meanwhile, Swallow specialized in Indian art, but in the paternalistic tone of the English scholar who believes they know more about Indian culture than Indians themselves—by virtue of having colonized, catalogued, and massacred them.
I think about that moment now, as I see that a Courtauld alumna has been appointed artistic director of documenta 16. My first reaction was not to wonder whether they would face challenges. It was to ask myself what documenta means today, and what its place could be in a world where the link between art, theory, and public space—as a mode of critical intervention—seems to have completely imploded.
Shortly after, I saw the official curatorial team photo. An image that strikes me as almost cruel. The curators appear in a transitional, modernist, bureaucratic space—perhaps a museum lobby or European public administration building—but they pose as if for a fashion editorial. They are young, racialised, well-dressed. The image is polished, stylized, and perfectly crafted to convey diversity, sensitivity, elegance. But it is also empty—or worse: a sign of symbolic substitution, an image that replaces the political with the representational. The question is not who they are, but what position they occupy. In that sense, their rise is not the culmination of a struggle, but its instrumentalization. Their appointment is a hollow apotheosis, an elegant form of cancellation. What appears as elevation is, in fact, the end of a legacy.

What was documenta? A brief history of a once-dissident institution
documenta was founded in 1955 in Kassel, Germany, as an attempt to reintegrate modern art into West Germany’s cultural life after Nazism, postwar trauma, and moral reconstruction. Created by artist and curator Arnold Bode, it had a deeply political aim: to rehabilitate what the Nazis had labelled “degenerate art” and to reconnect Germany with the international art world.
Since then, held every five years, documenta has become one of the most influential platforms for global contemporary art. Throughout its history, it has functioned as an ideological barometer for the art system, testing the tension between art and politics, aesthetics and institutional structure. From Harald Szeemann’s curatorship in 1972 (documenta 5), which introduced the idea of “the exhibition as a form of thinking”, to Okwui Enwezor’s epistemological rupture in 2002 (documenta 11), which decentralized white European hegemony through a platform-based curatorial model, documenta became the place where art was not just shown, but thought.

But that lineage of rupture was neither linear nor innocent. In recent years, the tension between documenta’s critical aspirations and the material conditions of its existence became untenable. The fifteenth edition, curated by ruangrupa, marked a turning point. Accusations of antisemitism, pressure from the German government, and lack of institutional support made it clear that the space for real critique within the European cultural apparatus has dramatically shrunk. The scandal wasn’t about one antisemitic image—it was about what that image represented: the possibility that documenta might cease to serve as an instrument of European soft power.
In this context, the appointment of an all-female, racialised, young, US- and UK-educated curatorial team appears not as a continuation of that legacy of confrontation, but as its cancellation. A symbolic restoration operation with a progressive face.
The death of art criticism at the hands of (curatorial) management and identity-based networking
When Naomi Beckwith first came onto my radar in the art world, I didn’t recognise her for her ideas. Her name was familiar—yes, she’d been at the Courtauld, like me—but her presence was not associated with any disruptive theoretical gesture, relevant publication, or uncomfortable stance. Beckwith embodies the emblematic figure of the new curatorial order: educated in elite institutions, impeccably professional, racialised, affable, with an immaculate track record of institutional ascent—but without any real impact on critical thought in the arts.

In this sense, Beckwith is not alone. The team leading documenta 16 forms a symbolically coherent bloc: young women with international CVs who have passed through the Guggenheim–MCA–Broad–De Appel–Courtauld–AGO–Kadist circuit. That is, the core of global curatorial professionalism in its post-identity era. Each can list residencies, leadership programs, acquisition committees, and Artforum mentions. But if one searches for curatorial thought, epistemological intervention, conceptual construction, or political risk, the archive is empty.
Curating has become an extension of cultural management. The gesture has been hollowed out. Today, a curator is defined less by what she thinks than by what she administrates: budgets, projects, communities, hashtags, opening remarks. The figure of the curator-as-thinker—descendant of Szeemann, Catherine David or Enwezor—has been replaced by the relational curator, whose power lies not in thinking but in institutional fluency, communicative sensitivity, and placement on the DEI (Diversity, Equity, Inclusion) map.
Take Carla Acevedo‑Yates, currently at the Museum of Contemporary Art Chicago. Her most celebrated project, Forecast Form: Art in the Caribbean Diaspora, 1990s–Today (2022–2023), was presented as a pioneering curatorial look at diasporic and Caribbean practices. Its central concept revolved around “climate” as a metaphor for movement, adaptation, and displacement. A competent, well-executed, aesthetically sound project, with a bilingual catalogue and a solid artist selection.

But what stood out in Forecast Form was not curatorial thought but the institutional performance of multiculturalism as spectacle—perfectly aligned with the liberal sensibility of the MCA. The Caribbean was present, but as theme, not tension. Diaspora as metaphor, not antagonism. Curation as a diversity display, not a critical diagnosis.
It is no small detail that Acevedo‑Yates was also a curator at the Broad Museum, funded by billionaire Eli Broad, whose influence on the US art ecosystem is entangled with real estate, philanthropy, and political interests—including the systematic silencing of criticism toward Israel. From that origin, speaking of decoloniality is at the very least a cynical operation. Her career—like Beckwith’s—is built within a network of legitimacy deeply aligned with white, liberal, and symbolically pro-Israel power in global art.
Mayra A. Rodríguez Castro’s case is different but no less symptomatic. Her work as editor of Dream of Europe—a valuable collection of Audre Lorde’s writings—and her Ocean Blue seminar at De Appel (2022) reflect a more literary, poetic, personal sensibility. She is not a curator in the traditional sense, but a writer, performer, weaver of affect. But precisely because of this, her presence in the documenta 16 team is purely symbolic. She poses no threat to the structure. Her voice is not institutional, and her inclusion functions more as multicultural set dressing than as a source of friction.

Lastly, Xiaoyu Weng was a prominent figure at the Guggenheim, where she curated shows like One Hand Clapping (2018), focused on the intersections of art, technology, and economics in Asia. Her discourse touches on globalization, ecology, decoloniality—but always in a way that remains perfectly compatible with the frameworks of corporate art institutions. Like the others, she performs critical discourse without unsettling those who fund the scene.

All of them belong to the same system of professional legitimacy that has turned curatorial feminism into a form of compliance. Their trajectories do not represent autonomous thought but technical alignment with symbolic power. The feminism they embody is neither theoretical nor activist: it is instrumental. Not antagonism, but management. That is where the documenta we once knew—even with all its limits—disappears. What emerges is not a renewal of the field, but its substitution: critique replaced by communication, theory by affective marketing, curating as dissent by curating as cultural lubricant. The exhibition is no longer a space for thinking but one for progressive simulation. Curators no longer produce discourse—they function as institutional storytelling operators, managing sensibilities without touching the core of power. They are, as Ahmed might say, diversity figures holding up the stage set as the lights of critique go out.
Conclusion: Institutional Zionism as a New Form of Symbolic Governance
This critique is not personal. It is not about discrediting the curators of documenta 16 for their CVs, nor reducing their practices to opportunism. It is also not about claiming that they are ideologically “Zionist” in a strict sense. The problem is not them as individuals, but rather the structural position they occupy within an art world ecosystem that has turned identitarian progressivism into a form of symbolic control.
This ecosystem no longer tolerates confrontation. It has no room for antagonism. It no longer allows rupture. Instead, it produces images of diversity, care-based discourse, trauma panels, and exhibitions about memory and archival healing. Everything becomes narratable, displayable, performable. Everything, except what truly disturbs: power, money, occupation, genocide.
For this reason, an uncomfortable yet necessary category must be introduced: institutional Zionism. Not as an ad hominem accusation, but as an analytical tool. Institutional Zionism is not defined by explicit support for Israel; it is the network of financial, discursive, editorial, and museographic alliances that shape what can and cannot be said within the global art field. It is an architecture of silences. A regime of self-censorship. A network of exclusion so finely tuned that it no longer needs to prohibit—it simply selects.
documenta, once the last symbolic stronghold for confronting global art’s ideological order, has conceded. What we see in documenta 16 is not the failure of a curatorial team, but the success of a model that no longer needs to censor. It just needs to select people who will not say what cannot be said. It rewards sensitivity over disobedience, style over structure, inclusion over justice.
The curators of documenta 16—each brilliant, each trained to read the institutional climate—are not leading the symbolic revolution that this exhibition once represented. They are, instead, perfectly placed to officiate the elegant closure of that cycle. Whether they know it or not, they are the professional face of the end of an era when art could still provoke real conflict.

What looks like a moment of ascension is, in fact, a masquerade of apotheosis before the collapse. The history that once enabled Enwezor, ruangrupa, and decolonial critique to operate through art and theory is now quietly closing. With good taste. With diversity. With institutional consensus.
And most of all: without Palestine.





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