El estreno de Adulto, dirigida por Mariano González y protagonizada por su hijo Alfonso González Lesca junto a Juan Minujín, llega con la promesa de abrir un surco incómodo en el cine argentino contemporáneo. Su recepción en festivales internacionales y los premios obtenidos ya inscriben la película en un linaje de cine social que parece resistir la lógica del entretenimiento inmediato. Sin embargo, más allá del reconocimiento, lo que está en juego es otra cosa: cómo el cine argentino vuelve a tocar con el dedo una herida persistente, la del pasaje precoz de la infancia a la adultez en contextos de precariedad.

El verdadero punto de partida de Adulto no está en la anécdota de un chico obligado a crecer de golpe, sino en lo que dice sobre la Argentina de hoy: un país donde la precariedad, normalizada y naturalizada, ya no es excepción sino sistema. La película funciona como espejo de una sociedad que, bajo el orden libertario, parece delegar en los adolescentes el peso de su propio derrumbe. Es, en ese sentido, más que un film social: es una elegía anticipada sobre lo que significa hacerse adulto en un mundo donde los adultos han desertado.

Desde esta premisa, el guion aparece como una máquina de reconocimiento. Mariano González no inventa nada nuevo: encuadra algo que ya se sabe y que ya existe en el conurbano, pero que recién adquiere visibilidad en tanto toca a la clase media. La ausencia del padre, el desalojo, la intemperie: todo esto es cotidiano en los márgenes, pero Adulto lo vuelve urgente al situarlo en un espacio donde el despojo no era aún lenguaje habitual. Así, el film traduce la precariedad al idioma de quienes, hasta hace poco, creían estar protegidos.

La comparación con los hermanos Dardenne no es un elogio decorativo sino una clave de lectura. Como en Rosetta o El hijo, la cámara se pega al cuerpo y lo convierte en protagonista de una odisea sin épica: la adultez impuesta por la urgencia. En el cine argentino, esta marca ya estaba en el Nuevo Cine Argentino de los noventa (Pizza, birra, faso, Mundo grúa), pero allí todavía se trataba de relatos generacionales atravesados por la marginalidad elegida como gesto estético o político. En Adulto, lo que antes era juventud rebelde deviene adolescencia forzada: una transición mutilada que ya no elige el margen sino que es arrojada a él.

Comparar la película con la serie británica Adolescence permite pensar dos modos distintos de narrar la adolescencia contemporánea. La serie está construida en plano secuencia, un único plano continuo por episodio, que genera una tensión claustrofóbica y un ritmo casi hipnótico: la cámara se convierte en un testigo implacable que no permite escape. La película argentina, en cambio, se apoya en un realismo minimalista de cámara cercana, silencios extensos y pequeños gestos, más próxima a la tradición de los Dardenne que a la espectacularidad formal. No busca el vértigo del plano continuo sino la intimidad asfixiante del desamparo cotidiano.

La diferencia temática es igual de radical. Adolescence arranca con un crimen: un chico de trece años acusado del asesinato de una compañera. Desde allí explora cómo el odio online, el machismo digital y figuras como Andrew Tate penetran en la subjetividad juvenil y generan violencia. Adulto, en cambio, no necesita del crimen espectacular: se articula a partir de una ausencia —la del padre accidentado— y de un desalojo. Su adolescente no es sospechoso de nada, apenas un sobreviviente que improvisa un modo de sostenerse en medio del vacío.

También difieren en el alcance sociocultural. Adolescence se convirtió en fenómeno nacional en el Reino Unido: millones de espectadores en Netflix, menciones en el parlamento, el propio primer ministro recomendándola en escuelas como material formativo. Adulto, en contraste, pertenece al circuito de festivales: Shanghái, Trieste, Mar del Plata. Su poder radica en lo sutil, en la insistencia en registrar lo invisible, no en la institucionalización mediática.

El modo de narrar la adolescencia tampoco es equivalente. La serie británica se organiza como thriller psicológico, estructurada en torno al enigma del “por qué” de la violencia. La película argentina trabaja sobre la lógica de la sobrevivencia: no hay misterio a resolver, apenas la urgencia de vivir sin garantías. El adolescente no busca respuestas sino recursos.

El contraste ayuda a iluminar el sentido político de cada obra. Adolescence funciona como advertencia sobre los peligros de las ideologías extremas en internet: es un diagnóstico sobre la radicalización juvenil. Adulto, en cambio, apunta al desamparo estructural, al vaciamiento del cuidado estatal y comunitario, al neoliberalismo que transforma la infancia en adultez prematura y forzada. Una es espectáculo, la otra es testimonio.

Ambos relatos se sitúan en sociedades que hoy viven tensiones extremas, aunque en direcciones opuestas. En la Argentina de Milei, la precariedad social y el vaciamiento del Estado producen lo que muestra Adulto: adolescentes arrojados a una adultez anticipada, sin amparo institucional, con la intemperie como destino. La cámara de González retrata ese agujero negro de cuidados, esa lógica del sálvese quien pueda que es la traducción estética del neoliberalismo libertario. En el Reino Unido de Starmer, en cambio, la preocupación dominante no es la ausencia sino el exceso: cómo controlar, prevenir y regular los discursos de odio, incluso a costa de restringir la libertad de expresión. Allí Adolescence aparece como obra pedagógica, usada por el gobierno como material escolar, un dispositivo cultural legitimado por el Estado para advertir contra la radicalización juvenil.

Vistas juntas, las dos producciones se espejan como extremos de una misma crisis: en un caso, la asfixia por abandono; en el otro, la asfixia por sobrecontrol. Adulto y Adolescence muestran que el problema de la adolescencia hoy no es solo narrativo ni estético, sino profundamente político: cómo se construye un sujeto juvenil en sociedades que oscilan entre el desamparo absoluto y la pedagogización autoritaria.

La forma minimalista de Adulto es clave para sostener esta diferencia. La cámara fija, la narrativa austera, la ausencia de banda sonora invasiva producen una sensación de documental incrustado en la ficción. El espectador no es invitado a identificarse sino a presenciar. Hay algo brutal en esa distancia: obliga a asumir que esto no es entretenimiento sino registro que se confunde con la vida misma.

La puesta formal no es inocente. En tiempos donde el mercado audiovisual argentino busca imitar Netflix, Adulto se corre de ese registro industrial para situarse en el linaje europeo. Es un gesto político: mientras las plataformas venden adolescencias estilizadas, aquí se impone una estética árida que corta con cualquier tentación de glamour.

En ese quiebre radica su contemporaneidad. La película recuerda que, en un país que se precariza, los adolescentes no tienen tiempo de serlo. La adultez, lejos de ser un estado de autonomía, se convierte en un peso impuesto demasiado pronto. La ficción narra lo que la política ejecuta: la privatización del cuidado.

De ahí la pertinencia de leer el film en clave libertaria. En el universo Milei, el Estado se retira, las redes familiares se fracturan, el mercado expulsa, y lo único que queda es un niño que debe sostener a su padre. La metáfora es perfecta: los adultos fallan, el chico se hace cargo. Ese chico es la sociedad entera frente al vaciamiento.

En suma, empezar desde la conclusión —la adultez impuesta como síntoma del nuevo orden— permite retroceder a lo formal y entender que el minimalismo no es estilo sino diagnóstico. Como ya sucedió con el cine social europeo, Adulto nos dice menos sobre la vida privada de un chico que sobre el estado de un país donde crecer dejó de ser proceso y se volvió emergencia.

La conclusión a la que empuja Adulto no se limita a su argumento ni a su factura formal. Lo que Mariano González logra es inscribir su película en una genealogía doble: por un lado, el linaje del cine social europeo —los Dardenne, los Bruno Dumont más austeros—, y por otro, el del cine argentino que desde fines de los noventa se ha hecho cargo de narrar crisis tras crisis. Pizza, birra, faso y Mundo grúa fueron respuestas al derrumbe de la convertibilidad; La libertad y Los rubios pusieron en escena la fractura entre la economía de la subsistencia y la memoria política. En Adulto, ese linaje se actualiza: ya no se trata de marginalidad romántica ni de memoria traumática, sino de la experiencia cruda de una generación forzada a ocupar un lugar que no le corresponde.

El adolescente protagonista es menos un personaje que una figura alegórica: el cuerpo de una sociedad a la que se le exige sostener lo insostenible. Su tránsito de niño a adulto no responde a un rito de pasaje cultural sino a la violencia de un desalojo, a la deserción de los adultos que deberían ampararlo. Esa violencia no es accidental: es la traducción en lo íntimo de un programa económico y político que hace de la intemperie un mandato.

En este punto, Adulto dialoga con una tradición argentina que excede al cine. Desde el ensayo político hasta la literatura, la pregunta por la precariedad y la intemperie ha atravesado cada crisis nacional. Lo que distingue al film de González es que condensa esa tradición en un gesto mínimo, sin grandes proclamas, sin subrayados ideológicos. La austeridad formal es también una forma de resistencia: dejar que la precariedad hable sola, sin mediaciones ni adornos.

La comparación con Adolescence vuelve todavía más evidente el contraste de contextos. Mientras en el Reino Unido se teme el exceso —el exceso de odio online, de discursos extremistas, de violencia digital— y se responde con pedagogía estatal, en la Argentina la amenaza es la carencia absoluta: la ausencia de Estado, de redes, de protección. Ambos extremos revelan la fragilidad de las democracias contemporáneas, pero en Adulto esa fragilidad se encarna en un cuerpo de 14 años que tiene que cargar con un país entero.

El film es, entonces, diagnóstico y advertencia. Diagnóstico de una Argentina que ya funciona bajo el paradigma del abandono —un neoliberalismo recargado, sin anestesia—, y advertencia de que la adultez forzada de hoy será la sociedad resentida de mañana. Lo que vemos en pantalla no es solo la historia de Antonio: es la cartografía de una adolescencia mutilada que se repite en cada esquina del país.

Por eso Adulto debe leerse no solo como una película social sino como un manifiesto implícito. Su minimalismo formal, su negativa al efectismo, su apuesta por la incomodidad, son las formas que encuentra el cine para resistir a un tiempo que busca estetizar la catástrofe. Allí donde Netflix ofrece glamour adolescente y pedagogía instantánea, González ofrece silencio, austeridad y vacío. Y es precisamente en esa renuncia donde radica la potencia política del film.

En conclusión, Adulto no habla de un chico: habla de una sociedad entera en estado de adolescencia forzada. Nos recuerda que la adultez ya no es un horizonte deseado sino una condena precoz, y que crecer en la Argentina contemporánea equivale a sobrevivir al derrumbe de los adultos que debían sostenerla. En ese gesto, el cine recupera su función más urgente: no la de entretener, no la de educar, sino la de mostrar lo que preferimos no ver.

Mariano González’s Adulto versus the British series Adolescence show how the construction of youth oscillates between absolute abandonment (Global South) and authoritarian pedagogization (Global North)

The release of Adulto, directed by Mariano González and starring his son Alfonso González Lesca alongside Juan Minujín, arrives with the promise of opening an uncomfortable fissure in contemporary Argentine cinema. Its reception at international festivals and the awards it has already received inscribe the film within a lineage of social cinema that resists the logic of instant entertainment. Yet beyond recognition, what is truly at stake is something else: how Argentine cinema once again touches a persistent wound, that of the premature passage from childhood to adulthood in contexts of precarity.

The real starting point of Adulto does not lie in the anecdote of a boy forced to grow up overnight, but in what it says about Argentina today: a country where precariousness, normalized and naturalized, is no longer an exception but a system. The film functions as a mirror of a society that, under the libertarian order, seems to delegate to adolescents the weight of its own collapse. In that sense, it is more than a social film: it is an anticipatory elegy about what it means to become an adult in a world where adults have deserted.

From this premise, the script emerges as a machine of recognition. González invents nothing new: he frames what is already known and already exists in the Buenos Aires suburbs, but which only gains visibility when it touches the middle class. The absent father, the eviction, the exposure to the elements—these are everyday occurrences at the margins, but Adulto renders them urgent by situating them in a space where dispossession was not yet part of the usual language. Thus, the film translates precariousness into the idiom of those who, until recently, believed themselves protected.

The comparison with the Dardenne brothers is not a decorative compliment but a key to interpretation. As in Rosetta or The Son, the camera clings to the body and makes it the protagonist of an odyssey without epic: adulthood imposed by urgency. In Argentine cinema, this mark was already present in the Nuevo Cine Argentino of the 1990s (Pizza, Beer and Cigarettes, Crane World), but there it was still about generational stories marked by marginality chosen as an aesthetic or political stance. In Adulto, what was once rebellious youth becomes forced adolescence: a mutilated transition that no longer chooses the margins but is thrown into them.

Comparing the film with the British series Adolescence allows us to think of two very different ways of narrating contemporary adolescence. The series is constructed in single-take episodes, one continuous shot per installment, generating claustrophobic tension and an almost hypnotic rhythm: the camera becomes an implacable witness that allows no escape. The Argentine film, by contrast, relies on minimalist realism: close camera work, extended silences, and small gestures—closer to the Dardennes’ tradition than to formal spectacle. It does not seek the thrill of the continuous shot but the suffocating intimacy of everyday abandonment.

The thematic difference is just as radical. Adolescence begins with a crime: a thirteen-year-old boy accused of murdering a classmate. From there, it explores how online hatred, digital misogyny, and figures like Andrew Tate penetrate youth subjectivity and generate violence. Adulto, by contrast, does not need spectacular crime: it is articulated around an absence—the father’s accident—and an eviction. Its adolescent is not a suspect of anything, merely a survivor improvising a way to sustain himself in the void.

They also differ in sociocultural reach. Adolescence became a national phenomenon in the UK: millions of Netflix viewers, mentions in Parliament, and the Prime Minister himself recommending it in schools as educational material. Adulto, by contrast, belongs to the festival circuit: Shanghai, Trieste, Mar del Plata. Its power lies in subtlety, in the insistence on recording the invisible, not in media institutionalization.

The way each narrates adolescence is equally divergent. The British series leans toward the psychological thriller, structured around the enigma of the “why” of violence. The Argentine film works through the logic of survival: there is no mystery to solve, only the urgency of living without guarantees. The teenager does not seek answers but resources.

This contrast helps illuminate the political meaning of each work. Adolescence functions as a warning against the dangers of extremist ideologies online: a diagnosis of youth radicalization. Adulto, by contrast, points to structural abandonment, the hollowing out of state and community care, neoliberalism transforming childhood into premature and forced adulthood. One is spectacle, the other testimony.

Both narratives are situated in societies experiencing extreme tensions, though in opposite directions. In Milei’s Argentina, social precariousness and state withdrawal produce exactly what Adulto shows: adolescents thrust into premature adulthood, without institutional support, with exposure to the elements as destiny. González’s camera portrays that black hole of care, that survivalist logic that is the aesthetic translation of libertarian neoliberalism. In Starmer’s UK, by contrast, the dominant concern is not absence but excess: how to control, prevent, and regulate hate speech, even at the cost of restricting freedom of expression. There Adolescence appears as a pedagogical work, used by the government in schools, a cultural device legitimized by the state to warn against youth radicalization.

Seen together, the two productions mirror each other as extremes of the same crisis: in one case, suffocation through abandonment; in the other, suffocation through overcontrol. Adulto and Adolescence show that the problem of adolescence today is not only narrative or aesthetic, but deeply political: how a youth subject is constructed in societies oscillating between absolute abandonment and authoritarian pedagogization.

The minimalist form of Adulto is crucial to sustaining this difference. The fixed camera, austere narrative, absence of invasive soundtrack all produce the sensation of documentary embedded in fiction. The viewer is not invited to identify but to witness. There is something brutal in that distance: it forces us to accept that this is not entertainment but a record that fuses with life itself.

The formal choices are not innocent. At a time when the Argentine audiovisual market seeks to imitate Netflix, Adulto deliberately steps aside from that industrial register to place itself within the European lineage. It is a political gesture: while platforms sell stylized adolescence, here an arid aesthetic is imposed that cuts against any temptation toward glamour.

In that rupture lies its contemporaneity. The film reminds us that, in a country collapsing into precarity, teenagers no longer have time to be teenagers. Adulthood, far from being a state of autonomy, becomes a burden imposed too soon. Fiction narrates what politics executes: the privatization of care.

Hence the pertinence of reading the film in libertarian terms. In Milei’s universe, the state retreats, family networks fracture, the market expels, and all that remains is a child who must sustain his father. The metaphor is perfect: adults fail, the child takes over. That child is society itself facing the void.

In sum, starting from the conclusion—that imposed adulthood is the symptom of the new order—allows us to work backward through the formal choices and understand that minimalism is not mere style but diagnosis. As already happened with European social cinema, Adulto tells us less about the private life of a boy than about the state of a country where growing up has ceased to be a process and has become an emergency.

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