El reel de Costantini filmando su propio cumpleaños en un departamento que es, en sí mismo, un museo, condensa la paradoja de la vida en la cúspide de la cadena alimenticia. Foucault recordaba que el museo es la heterotopía del tiempo por excelencia: el lugar en el que se acepta la muerte porque allí lo vivo se convierte en reliquia, arrancado de su contexto y preservado en un presente suspendido. Esa acumulación infinita de objetos busca conjurar la finitud, pero al hacerlo instituye una forma de funeral permanente. Por eso, el cumpleaños de Costantini —filmado como si fuera una exposición de sí mismo— parece más cercano a un velorio estético que a una celebración de la vida.

El reel de Costantini filmando su propio cumpleaños en un departamento que es, en sí mismo, un museo, condensa la paradoja de la vida en la cúspide de la cadena alimenticia. Foucault recordaba que el museo instituye una forma de funeral permanente.

El Bouquet de Rosas Rojas de Edu Costantini

La cámara, extensión de los propios ojos de Costantini, recorre un departamento blanco, frío, higiénico hasta la germofobia. Es la lógica funeraria de una arquitectura concebida para que hablen los cuadros, no los cuerpos. Y, sin embargo, los símbolos del amor irrumpen en ese paisaje estéril como una anomalía: pétalos de rosas sobre el piso, un ramo comprado online, un globo con forma de corazón. Más que gestos íntimos, son accesorios de catálogo, la “humanidad empaquetada” de un cumpleaños que parece armado por delivery. La penumbra, que solo se rompe con la luz de la cocina, achica la distancia entre los protagonistas: Eduardo, octogenario, y Elina, apenas en sus treintas, convertida en espectro. De perfil, con un vestido etéreo y cola adornada de Swarovski, oscila entre Madonna en la gala de los Oscar y un fantasma suspendido en un set mortuorio. La mesa blanca, vacía, sin puesta festiva, delata que la celebración real sucedió en otro lado, seguramente un restaurante. Lo que aquí queda es el afterlife doméstico: flores de florería de lujo, torta estándar de chocolate y un globo en forma de corazón. La coreografía del amor empaquetado se vuelve amenaza velada: a medida que avanza el reel, el gesto privado se degrada en humillación pública, como si el propio cumpleaños se le hubiera vuelto contra él, ritual de tortura envuelto en celofán.

La cámara, extensión de los propios ojos de Costantini, recorre su departamento blanco, frío, higiénico hasta la germofobia. Es la lógica funeraria de una arquitectura concebida para que hablen los cuadros, no los cuerpos. Allí los símbolos del amor son cortocircuito.

El Padre de Ramona Montiel, la Puta que se Hizo de Abajo

Cuando por fin aparece en cámara, la pareja se junta en el encuadre, pero lo que se superpone no es complicidad sino rechazo. Elina le habla con el tono infantilizante que se reserva a un anciano o a un discapacitado: “Mirá la torta que te hizo Azucena”. La frase, en clave doméstica, equivale a un desdén: “ni loca me ocupo yo de eso”. Por su parte, Eduardo apenas sostiene la cámara unos segundos; alcanza a mostrarla a ella, pero enseguida la borra del plano, desplazando la atención hacia un Berni —el retrato del padre de Ramona Montiel— como si el afecto personal importara menos que la pieza coleccionada. El recorrido confirma esa tensión: colección sólida, sí; pero la casa, con su pasillo de piedra que se interrumpe abruptamente en parquet barato, falla en convertirse en hogar.

Elina le habla con el tono infantilizante que se reserva a un anciano o a un discapacitado: “Mirá la torta que te hizo Azucena”. La frase, en clave doméstica, equivale a un desdén: “ni loca me ocupo yo de eso”

El regalo de Elina culmina la puesta en escena: un pequeño Torres García demasiado brillante, con esa superficie reluciente que inquieta por exceso de pulcritud. No es un detalle menor. Joaquín Torres García es uno de los artistas más falsificados del Río de la Plata. Desde los años setenta circulan en Montevideo y Barcelona óleos constructivistas y dibujos de autoría dudosa, a menudo con certificados ambiguos. La propia Fundación Torres García —creada en 1959 con la misión de autenticar— ha estado envuelta en polémicas y hasta en causas judiciales, como la de 2015 en Uruguay, por su rol en la validación de piezas que el mercado internacional miraba con recelo. El problema es estructural: la enorme cantidad de obras, muchas de pequeño formato y sin trazabilidad clara, sumado a un estilo geométrico relativamente fácil de imitar, hizo que el nombre “Torres García” se volviera terreno fértil para falsificadores y para asesores con un humor más negro que académico.

El regalo de Elina: un pequeño Torres García con esa superficie reluciente que inquieta por exceso de pulcritud. No es un detalle menor. Joaquín Torres García es uno de los artistas más falsificados del Río de la Plata.

La Falsificación como Prueba de Amor

En ese contexto, el supuesto Torres García que Elina entrega no es un simple obsequio: es la alegoría de su vínculo. Ella no sabe de arte; él, aunque tampoco, intuye enseguida que algo no encaja. Lo que se presenta como gesto amoroso es también sospecha de engaño, un simulacro de autenticidad que refleja la naturaleza condicionada de su relación. La escena parece coreografiada desde ArteBa o desde algún corredor de mercado paralelo, donde la astucia del asesor pesa más que la solidez del amor. El cuadro, demasiado pulcro para ser confiable, termina funcionando como espejo de la pareja: un afecto empaquetado, que brilla en superficie, pero que se sostiene en la fragilidad de lo falsificable.

El cuadro, demasiado pulcro para ser confiable, termina funcionando como espejo de la pareja: un afecto empaquetado, que brilla en superficie, pero que se sostiene en la fragilidad de lo falsificable.

Costantini podrá estar viejo, pero no tiene un pelo de boludo. Mira dos veces el reverso del supuesto Torres García y no se convence: algo no cierra. Entre sospecha de error y picardía, lo que flota es la idea de desvío de fondos, de un regalo que encubre otra cosa. Allí la escena cambia de registro: el relato deja de girar en torno a la autenticidad del arte y pasa a la política del amor. La tarjeta que acompaña el cuadro no está firmada por él ni por un “nosotros” familiar amplio, sino por “su familia”, es decir, Elina y la beba. Sus otros hijos desaparecen de plano. La coreografía es clara: Elina, aunque parezca no hacer nada, trabaja. Sería ingenuo creer la fábula de un millonario octogenario perdidamente enamorado, olvidado de su pasado. Lo que vemos es un sistema de premios y castigos públicos mediante el cual ella le recuerda, en vivo, los términos del acuerdo.

Ese festejo mortuorio está lleno de advertencias. Elina se presenta como escudo contra la ambición de la familia ampliada, pero ese rol tiene un precio.

La Tarjeta Mariah

Ese festejo mortuorio está lleno de advertencias. Elina se presenta como escudo contra la ambición de la familia ampliada, pero ese rol tiene un precio. La tarjeta lo dice todo: rosa, con mariposas y brillo de florería de San Valentín, tan recargada y feminizada que haría sonrojar a Mariah Carey. ¿Quién le regala a su marido un bouquet de rosas rojas y una tarjeta rosa con una rosa abrillantada, salvo que se trate de un mensaje cifrado? El acuerdo ya no parece limitarse a blindarlo de sus propios hijos: apunta a otro pacto, más íntimo, más ligado a la sexualidad y sus desvíos.

Y aquí está la crueldad: Elina lo manda a leer, en un vivo, un texto largo, con tipografía blanca sobre fondo rosa, bajo una luz imposible. Ella sabe que no puede hacerlo, y sin embargo lo empuja a la humillación. Lo vemos encorvado, forzando la vista, dramatizando una emoción que se convierte en caricatura. El amor se exhibe como melodrama castigador: en la penumbra cuidadosamente dispuesta, Eduardo aparece no como coleccionista poderoso, sino como un hombre expuesto, indefenso, insensible por exceso de sensibilidad.

La tarjeta lo dice todo: rosa, con mariposas y brillo de florería de San Valentín, tan recargada y feminizada que haría sonrojar a Mariah Carey. ¿Quién le regala a su marido un bouquet de rosas rojas y una tarjeta rosa abrillantada, salvo que se trate de un mensaje cifrado?

La tarjeta, leída finalmente por Elina y no por Eduardo, actúa como cláusula pública: se disfraza de ternura pero legisla la relación. En su retórica repetitiva —“regalo”, “familia”, “admiramos”, “agradecimiento”— la prosa deviene contrato. Lo que arranca como fórmula sentimental (“cada instante con vos es un regalo”) gradualmente se convierte en un término económico: regalo → inversión → rendimiento esperado. Esa metamorfosis semántica no es accidental: convierte la entrega afectiva en obligación, y la obligación en una deuda moral cuya sanción es la retirada de la “complicidad” prometida. En otras palabras, el amor aquí tiene letra chica: si no entregás —en columna de poder, discreción o lo que se pactó—, el “multiplicado en amor, risas y complicidad” se desmultiplica en desamparo y sanción.

La teatralidad de la escena magnifica la crueldad. Obligar a un hombre mayor a leer, bajo una luz que lo deja incapaz y en directo, no es solo humillación; es una operación simbólica de delegitimación: lo exponen como ineficiente para el contrato que supuestamente celebra. Ella lo sabe —o no puede no saberlo— y lo empuja: la carta no es un testimonio de amor sincero, es un recordatorio público de la deuda interpersonal. El cierre del pasaje —“esta, tu familia, es tu más grande obra de amor”— naturaliza la mercantilización afectiva: la familia como producto, la familia como activo del que se debe demostrar buen mantenimiento. La primera lectura es emotiva; la segunda, letalmente instrumental.

La teatralidad de la escena magnifica la crueldad. Obligar a un hombre mayor como Costantini a leer, bajo una luz que lo deja incapaz y en un live, no es solo humillación; lo expone como ineficiente para el contrato que supuestamente celebra.

Así, lo íntimo se vuelve mecanismo de disciplina pública. El live no documenta un gesto privado; performa una cláusula, la metafísica de un pacto afectivo que se escribe en rosa y brillo pero se cobra en moneda social y en humillación. Si el museo domestica la muerte al convertir objetos en reliquias, esta tarjeta convierte al afecto en capital que debe producir complicidad —y, en caso de impago, castigo. La tarjeta es entonces el último eslabón: del regalo al contrato; de la celebración a la advertencia; del presente a la amenaza.

La tarjeta de cumple escrita por Elina y su hija es entonces el último eslabón: del regalo al contrato; de la celebración a la advertencia; del presente a la amenaza.

El único momento en que la coreografía se desarma llega con la irrupción del servicio doméstico. Son ellas quienes han hecho todo, y por eso Costantini, en un gesto de amabilidad, las invita a sumarse al brindis. Pero ese paso resulta demasiado grande: una de ellas, probablemente la niñera, aparece en pijamas, completamente fuera de código, mientras que la otra viste uniforme de chef y, por las señas, parece ser la jefa. Elina no tarda en marcar la frontera: “las chicas no toman”. La frase convierte el gesto inclusivo de Eduardo en una transgresión social. Donde él quiere mostrar generosidad, ella le devuelve control y diferencia de clase.

Azucena, la chef, es nombrada de manera insistente, y el ritual se carga de ironía. Cuando finalmente las copas están sobre la mesa y el brindis se concreta, Elina sentencia: “Pero si las chicas no toman… hasta hoy”. La frase no es complicidad sino proyección: habla de su propio poder de decidir hasta qué punto los otros participan o no del teatro privado. Es la voz de mando disfrazada de glamour, con ese tono forzado que pretende ser distinguido pero que se revela ordinario en su voluntad de controlar por seducción. Esa voz —macabra, impostada— arruina la suspensión momentánea del encantamiento.

El desenlace llega de manera abrupta. Tras marcar el límite, la verdadera empleada de la escena —Elina, la que filma, la que ordena, la que administra premios y castigos— se deja ver: “¿Hasta cuándo tengo que filmar?”. La pregunta corta el aire, devuelve a todos a la normalidad, y el festejo se termina ahí mismo. El cumpleaños que comenzó como performance funeraria termina como lo que en realidad fue: un ensayo de poder, filmado en directo, donde la amabilidad se vuelve trampa, el amor se vuelve contrato y el servicio doméstico revela, por un instante, el carácter servil de la propia esposa.

El cumpleaños que comenzó como performance funeraria termina como lo que en realidad fue: un ensayo de poder, filmado en directo, donde la amabilidad se vuelve trampa, el amor se vuelve contrato y el servicio doméstico revela, por un instante, el carácter servil de la propia esposa.

La secuencia doméstica encuentra su epílogo institucional en la foto del cumpleaños trasladado al museo. Si en la casa-museo el festejo fue velorio íntimo, aquí la coreografía se expande en versión corporativa. La mesa de tortas y gaseosas, las velas improvisadas y el grupo sonriente que rodea a la pareja revelan lo mismo que en el vivo: no hay familia, no hay amigos, no hay pares. Hay empleados. Todos, absolutamente todos, son parte de la estructura salarial que sostiene la maquinaria Costantini.

La escena recuerda a una última cena invertida: no hay traidor en el centro sino patrón venerado, acompañado por una joven esposa que porta a la hija como estandarte. La institucionalidad del museo disfraza de comunidad lo que es obediencia. En la foto final, como en el reel inicial, la vida se convierte en reliquia: no hay celebración, hay representación. No hay afecto, hay contrato. Y lo que parece un cumpleaños es, en realidad, la consagración pública de un funeral que ya había empezado en privado.

11 respuestas a “El funeral-cumple de Eduardo Costantini organizado por elina, la soft dictadora”

  1. El video es un outtake de Twin Peaks.

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  2. Qué artículo bien escrito, un festín. Lo que daría por poderlo colgar 10′ en la sección principal de la web de La Nación.
    Grande, Rodrigo.

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  3. Dice Elina: «La gente está diciendo ‘Che, pero las chicas viven mejor que nosotros’». Qué pieza este video! No tiene un segundo de desperdicio. La afectación del jovie, Elina como madama del serpentario, todo tan escalofriante como delicioso.

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  4. Ese video es todo lo que hay que enseñar a las próximas generaciones a no querer ser.

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  5. El patio Bullrich, lugar donde está mina se abrocho al Eduardo, contado en antiguas versiones de lanp, pasados los años pase por ahí un miércoles al mediodía es increíble como hay chicas jóvenes buscan «matchearse» a algún jovato viagrero con plata sentadas en la mesa buscando miradas.

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  6. Costantini tiene cosas que vos envidias: mucho dinero, muchas obras, personas que lo rodean y familias. Vos te moris de envidia, siempre solo y amargado.

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  7. Che, Mosquito, esa admiración lacaya que profesás por la rata de Costantini es mucho más servil que envidiarlo, si fuera el caso.

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  8. Rodrigo, no es un falso Torres García. Es una pinturita de Daniel Leber, salían uss 1.000 en arteba….Artista muy joven que mostraron junto a Xul Solar en malba puertos

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  9. Tremendo el relato. Me absorbe. Que manera de escribir y describir, que sana envidia. Clap clap!

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  10. El vídeo no lo pude terminar… Tu texto fue el remedio a semejantes ganas de vomitar.
    Gracias.

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