Identidades, pastoralismo y control
Hoy, mientras cruzo en tren el límite entre Sussex y Kent rumbo a Dublín, siento que algo se levanta de mis hombros. Este viaje es también una ocasión para volver a pensar las condiciones del hijo único aislado que, sin quererlo, se ve enfrentado a un sistema híbrido, navegando entre realidad y fantasía. Para entenderlo, hay que hablar del entrecruzamiento entre salud mental, modos de control, adicciones inducidas y pastoralismo.
Este viaje es también una ocasión para volver a pensar las condiciones del hijo único aislado que, sin quererlo, se ve enfrentado a un sistema híbrido, navegando entre realidad y fantasía. Para entenderlo, hay que hablar del entrecruzamiento entre salud mental, modos de control, adicciones inducidas y pastoralismo.
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El primer problema es el pastoralismo. Ayer decía que consiste en controlar “por la positiva” o, peor aún, criminalizar. No hay pastoralismo sin control y no hay control sin asignación de identidades. Y, por la razón que sea, las identidades tienden a fijarse y explicarse por protocolos. Una es la del adicto, otra la de la puta del barrio o el extranjero raro. Lo que hace la identidad es sacar de contexto y aislar.

Vanguardias
Mi humilde, y desde ya desigual, pelea con el MoMA tiene ese trasfondo. Cuando su creador Alfred Barr hizo la muestra seminal del Cubismo, necesitó un modo rápido de explicarlo a los norteamericanos, que no tienen demasiado tiempo que perder. Lo que hizo fue un mapa visual de las vanguardias. Esto implicó sustraerlas de su entorno social: los desplazamientos, los exilios, las guerras. Es imposible entender el dadaísmo sin su contexto histórico. Con el Cubismo era más fácil y, tal vez, estratégicamente conveniente, porque el supuesto comunismo de Picasso era más una performance del artista que lucha que un instrumento de lucha social. Picasso se enriqueció, se mudó a una mansión con sus varias mujeres y se transformó en la autoridad pictórica a imitar. Así llegó a Latinoamérica. La cuestión era imitarlo pero diferenciarse apenas, sin quedar demasiado lejos del original ni pasar por mera copia. Fernand Léger y su Tubismo fue una variación del Cubismo. Tarsila do Amaral, heredera de plantaciones y esclavos, lo estudió. Hoy la celebramos, y está bien hacerlo, pero también debemos preguntarnos por ese entorno. Si esto debe hacerse con obras de arte, imagínense con seres humanos, sobre todo con seres humanos en problemas.
El MoMA tiene ese trasfondo de identidades apresuradas. Cuando su creador Alfred Barr hizo la muestra seminal del Cubismo, necesitó un modo rápido de explicarlo a los norteamericanos, que no tienen tiempo que perder. Lo que hizo fue un mapa visual de las vanguardias. Esto implicó sustraerlas de su entorno social: los desplazamientos, los exilios, las guerras.
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Muchas veces, la reacción —incluso de quienes se consideran amigos— busca una respuesta en esa identidad fija. Ayer decía que el Quijote cambia y el entorno cambia con él. Evaluar a una persona por una identidad, más aún cuando es parte de un proyecto literario como un blog, es etimológicamente estúpido (del latín stupere, de donde también deriva estupefacto). Las identidades son convenientes para quienes no quieren esforzarse en entender el contexto. Les permiten filtrar una circunstancia puntual en la vida de alguien y retirarse justificando su propia vagancia humanista y humanitaria a partir de ese fósil identitario.
Muchas veces, la reacción —incluso de quienes se consideran amigos— busca una respuesta en esa identidad fija. Ayer decía que el Quijote cambia y el entorno cambia con él.
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Apuntar con el dedo levantado en nombre del amor para sacar provecho
En mi primer ataque fue casi unánime: “se drogó”. Sin embargo, el informe toxicológico oficial demostró que no había drogas en mi sistema. Ninguna. Lo que esa evidencia científica probó es que yo ya había superado y manejado ese aspecto de mi vida, y que mi estado no tenía nada que ver con consumo voluntario de sustancias, sino con una condición clínica no diagnosticada y con las fallas estructurales de un sistema de salud pública que ha pasado de cuidar personas a, en algunos casos, planear su eliminación como un costo para el Estado. La criminalización vino después, cuando se negó deliberadamente esa prueba y se prefirió instalar una identidad cómoda: la del adicto.

Ayer, en mi post, mencionaba a mi ex amigo Mehmet Oz, director de Medicaid de Trump. Me di cuenta de que estaba en el centro del mal y, durante muchos años, hice —como muchos de ustedes saben— el luto de mi relación con todo ese grupo. Lo que vemos ahora con ICE y el mismísimo Oz es un grupo asesino. Estamos pasando de la vagancia identitaria del que se siente superior moralmente al abandonar al otro a su suerte a algo muy preocupante y sistemático.
Tras mi primer ataque con secuestro y tortura (ver video debajo), del que salí como acusado, mi nivel de disociación al salir del condado fue tal que le pedí a mi amiga María que mantuviera el teléfono abierto porque creía que iba a ser desviado. Mi destino era el consulado argentino y luego un hotel para refugiarme del shock. Por eso, cuando el Embajador Argentino Figueroa Reyes me llamó a instancias de Gaby Levinas —quien, como siempre, se movía entre querer ayudar y traficar influencias para mantenerse vigente como una suerte de inteligencia frustrada— y me dijo: “Te entiendo porque tuve un ACV el año pasado”, lo que percibí fue una segunda dimensión del trato al que está en problemas. Los problemas de otros perturban la línea recta que muchos establecen para avanzar y dilatan esa llegada a un lugar que, de todos modos, no tiene sentido.
Por eso, cuando el Embajador Argentino Figueroa Reyes me llamó a instancias de Gaby Levinas —quien, como siempre, se movía entre querer ayudar y traficar influencias para mantenerse vigente como una suerte de inteligencia frustrada— y me dijo: “Te entiendo porque tuve un ACV el año pasado”, lo que percibí fue una segunda dimensión del trato al que está en problemas
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Salvo que seas Archibaldo Lanús y transformes la diplomacia en un hecho político y estético, la carrera en la Cancillería es una fuente de ingresos letárgicos que coloca al diplomático en el lugar de Hércules eligiendo entre el vicio y la virtud. En Londres eligieron el vicio, y el tiempo es inexorable en el manejo de reputaciones. Las identidades colgadas en la gente sirven como pantalla de las propias inseguridades y temores. Ayudan, como en la misa, a hacer una suerte de transubstanciación: el devenir natural de las relaciones entre personas se invierte y se convierte en algo moral pero monstruoso.
Esto nos lleva a la identidad transformada en arma de gobernanza. Tras el primer ataque, en lugar de tratarme como víctima de una violación me trataron como perpetrador de algo que ocurrió —yo no lo recuerdo—. Me liberaron tras treinta minutos de que en el hospital The Conquest se me inyectara un sedante. Me dejaron ir descalzo, a sufrir y posiblemente morir, porque mi muerte era, quizá, un negocio y mi condición de extranjero me convertía en una víctima a la que no se llora. Esto obliga a repensar el lugar de los consulados en este nuevo orden.
Este viaje a Dublín no es un exilio ni una fuga: es un viaje en el tiempo mas que en el espacio para poder pensar fuera de la zona de hostilidad, de observar desde otro ángulo la maquinaria que, en Inglaterra, se disfraza de asistencia mientras ejecuta colusión. En otras palabras, es un intento de fragmentar la memoria para poder reconstruir un futuro. A veces hay que alejarse unos kilómetros para ver cómo operan los sistemas que confunden cuidado con control. Tanto los encargados de la gobernanza como los que dicen hacerlo en nombre del amor. Irse, aunque sea por dos semanas, es una forma de recuperar la voz, de recordar que todavía existe un afuera donde se puede pensar sin miedo. Recuperar la certeza de que la voz no se pierde nunca aunque intenten invisibilizar. Y que, mientras uno siga pensando, todavía no ganó el monstruo.





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