Amanecer en Dublín. El aire marino golpea como una verdad que despierta. Corro por el muelle de Dún Laoghaire, el cielo encendido de humedad, la espuma del Atlántico mezclada con la respiración. Al final del muelle se levanta la figura de Roger Casement, en bronce, mirando el mar. La obra es de Mark Richards y fue colocada en 2021, justo frente al punto donde él nació, en Sandycove, casi un siglo después de que el Imperio lo colgara por traidor y “pervertido”. El bronce vibra con el viento; parece que el mar mismo lo sostiene. Correr hacia esa figura es correr hacia una ética. Casement fue un diplomático británico que creyó en la civilización hasta que vio lo que esa civilización hacía con los cuerpos ajenos: los mutilaba para extraer caucho, los azotaba por producir menos, los convertía en fantasmas. En el Congo y en el Putumayo descubrió que el progreso europeo se edificaba sobre cadáveres y lo denunció. Escribió que no había traicionado nada verdadero, solo las mentiras.
Amanecer en Dublín. El aire marino golpea como una verdad que despierta. Corro por el muelle de Dún Laoghaire, el cielo encendido de humedad, la espuma del Atlántico mezclada con la respiración. Al final del muelle se levanta la figura de Roger Casement, en bronce, mirando el mar.
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Casement también amó. Lo que selló su destino no fue la política, sino los diarios donde escribió su deseo: los cuerpos morenos que había tocado, los hombres que el Imperio llamaba salvajes. Lo ejecutaron porque el deseo unido a la compasión produce una verdad que el poder no tolera. Fue, antes que mártir, un testigo. La estatua en el muelle lo muestra erguido pero inquieto, como si todavía marchara hacia un horizonte que exige decencia.
Lo ejecutaron porque el deseo unido a la compasión produce una verdad que el poder no tolera. Fue, antes que mártir, un testigo.
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Desde Irlanda, donde cada piedra recuerda un sacrificio, miro hacia el sur y pienso en otro tipo de civilización: una donde el oro cubre la descomposición. En un país donde la cultura se convirtió en autoparodia, la élite celebra fiestas temáticas mientras el resto sobrevive en una economía de ruinas. En esas imágenes que circulan —máscaras egipcias, tocados de oro, tronos improvisados en salones de gala— la alegoría es inmediata. No hay Egipto ahí: hay un país que se disfraza de momia.
Desde Irlanda, donde cada piedra recuerda un sacrificio, miro hacia el sur y pienso en otro tipo de civilización: una donde el oro cubre la descomposición. En un país donde la cultura se convirtió en autoparodia, la élite celebra fiestas temáticas mientras el resto sobrevive en una economía de ruinas
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La fascinación por Tutankhamón lo explica todo. Tutankhamón no fue un gran faraón; fue un adolescente muerto cuyo esplendor nace de la tumba. El siglo XX lo transformó en ícono no por su vida sino por su conservación. Su cuerpo, rodeado de oro, se convirtió en el emblema del poder que se niega a pudrirse. Ese mismo brillo reaparece en cada gala de lujo que celebra la cultura mientras el país se desintegra: el resplandor de la podredumbre preservada, la perfección del cadáver que se niega a aceptar su fin. El oro es la piel del miedo.

Casement, en cambio, enfrentó la descomposición con palabras. Mientras otros callaban, él escribió. Donde el Imperio veía una oportunidad de negocio, él veía una forma de crimen. La cultura que lo ejecutó es la misma que hoy se reencarna en las máscaras que celebran el lujo sin contenido. Una “sociedad” que se mira en Tutankhamón adora la muerte; una que recuerda a Casement intenta redimirse.
Una “sociedad” que se mira en Tutankhamón adora la muerte; una que recuerda a Casement intenta redimirse
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Las imágenes de esa estética —el oro que brilla sobre la penumbra, los cuerpos posando bajo coronas de plástico, las risas congeladas en una eternidad de selfies— son el espejo exacto de la civilización que él denunció: refinada, vacía, incapaz de reconocer su propio horror. Casement recorrió medio mundo para exponer la explotación del hombre por el hombre; los herederos simbólicos de ese poder recorren los museos para convertir el arte en ceremonia de sí mismos. Uno miró el sufrimiento y escribió; los otros lo maquillan y sonríen.
Casement recorrió medio mundo para exponer la explotación del hombre por el hombre; los herederos simbólicos de ese poder recorren los museos para convertir el arte en ceremonia de sí mismos.
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El oro de Tutankhamón, en la penumbra del museo, no brilla: se oxida despacio, como la fe en las instituciones. Es el color de la muerte domesticada, del tiempo detenido. En cada máscara dorada hay un eco de formol. Por eso la estética egipcia fascina a los que ya no creen en nada: porque promete inmortalidad sin virtud, duración sin justicia, eternidad sin historia. Es la religión de los que quieren conservar sus privilegios cuando todo alrededor se cae a pedazos.
Casement sabía que mirar el horror era comprometerse con él. Su ética era la del testigo: ver, escribir, sufrir, no apartar la vista. Por eso su estatua no es de mármol sino de bronce vivo, que resiste la sal y el viento. En el extremo del muelle, su figura desafía el mar como si todavía custodiara la frontera entre la verdad y la apariencia. Cuando paso corriendo junto a él pienso que los verdaderos monumentos no se levantan en piedra, sino en memoria. En Irlanda, el bronce de Casement mira hacia el Atlántico; en otros lugares, los tronos dorados miran hacia la nada.
Casement sabía que mirar el horror era comprometerse con él. Su ética era la del testigo: ver, escribir, sufrir, no apartar la vista. Por eso su estatua no es de mármol sino de bronce vivo, que resiste la sal y el viento.
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La diferencia entre ambos mundos se resume así: Casement murió por haber visto demasiado; las civilizaciones del lujo sobreviven porque no ven nada. Casement entregó su cuerpo a la historia; la cultura del simulacro embalsama el suyo en brillos. Uno convirtió la vergüenza en conciencia; la otra convierte la conciencia en decoración. Donde Casement escribió su deseo para entender el dolor humano, el mundo de las galas convierte el deseo en superficie, en filtro, en producto.
Donde Casement escribió su deseo para entender el dolor humano, el mundo de las galas convierte el deseo en superficie, en filtro, en producto.
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Corro de vuelta y el viento me devuelve la respiración. El mar está gris, las olas golpean las rocas, la estatua de Casement se mantiene firme. Su chaqueta parece moverse con el viento, como si aún caminara. Dublín despierta, silenciosa. Y pienso que la única elegancia posible es la del que se atreve a mirar. Que el oro, cuando cubre la podredumbre, no brilla: huele.

Casement, el santo traidor, sigue mirando el mar; y desde lejos, la civilización del espectáculo sigue maquillando su cadáver con oro. Entre ambos se abre el mismo abismo que separa la verdad de la farsa, la historia de su réplica, la compasión del glamour. Y en ese abismo —entre el bronce que respira y el oro que se pudre— se juega, todavía, el sentido de la dignidad humana.





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