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Fue Agustina quien sugirió ir allí. Yo no tenía idea de su existencia. Después de la torre contra los vikingos —una mañana de viento y horizonte despejado donde parecía que estábamos en una defensa medieval más que en una excursión— ella condujo su Mercedes cabriolet con cuero blanco impecable hacia el condado de Wicklow para mostrarme Powerscourt Estate & Gardens. “Te va a venir bien después de lo que te pasó’, me dijo, con ese tono entre tierno y firme que mezcla un cariño genuino con cierta ideología. Yo, con el equipaje emocional a cuestas de que en un par de días me volvía a la escena de un crimen nunca investigado por condición de extranjería en una tierra en la que viví veinticinco años y que a cualquier hombre le costaría confesar. No me refiero a las mujeres porque creo que están mas que acostumbradas a ser desoídas cuando lo cuentan. Me dejé llevar.

Yo, con el equipaje emocional a cuestas de que en un par de días me volvía a la escena de un crimen nunca investigado por condición de extranjería en una tierra en la que viví veinticinco años y que a cualquier hombre le costaría confesar.

El camino serpenteaba entre colinas grises, el cielo se ablandaba en tonos plomo. Y entonces, como un escenario subido de escala, apareció Powerscourt. Una mansión neoclásica al frente, dos torres circulares rematadas, una fachada que recordaba a una villa renacentista italiana, y detrás, jardines que bajaban en terrazas, fuentes, estatuas y setos perfectamente recortados. Más de 45 acres de jardín formal —según los datos del lugar— desarrollados a partir del siglo XVIII pero con evidentes reformas entrado el siglo XIX. 

Lo que vemos hoy descansa sobre siglos de conflicto. En el siglo XIII, allí se encontraba un castillo medieval de la familia Le Poer (o “Power”) —de ahí “Powerscourt”.  Las tierras fueron disputadas por los clanes irlandeses como los O’Toole y los Fitzgerald en guerras que duraron décadas. Luego, en 1609, al soldado inglés Sir Richard Wingfield se le concedió la tierra como recompensa por sus servicios al reino de la reina Isabel I.  Con ello, se instauraba un patrón: la manor house inglesa como tierra tomada, dominio impuesto o, en otras palabras, como alegoria de la barbarie de la civilización inglesa en la colonia transformada en sistema. Una suerte de pastoralismo pero arquitectónico y académicamente educado. 

La manor house inglesa en Irlanda de Powerscourt como tierra tomada, dominio impuesto o, en otras palabras, como alegoria de la barbarie de la civilización inglesa en la colonia transformada en sistema.

La transformación del castillo en mansión comenzó en 1731 bajo el arquitecto Richard Cassels y fue completada en 1741. El enclave es mas parecido a una villa romana, con acentos de Neogotico, estilo Georgiano pero sobretodo de las memorias del Grand Tour durante el cual los jóvenes aristócratas ingleses iban al continente a obtener una educación clásica inutil salvo que se entendiera como reclamo de la potestad de un imperio romano que difirió mucho del dominio mas privatizado ingles. La decision de construir la misma forma arquitectónica que se encuentra en villas del continente, en un territorio que había sido hasta poco un lugar de insurgencia irlandesa no es casual y recuerda la decisión Papal de poner la escultura de San Pedro sobre la Columna de Trajano en el Foro Romano. La mansión, por sí sola, ya es un símbolo de integración estética del dominio: un castillo convertido en villa, un paisaje irlandés reclamado como “residencia cortesana”.

Mientras paseábamos por el sendero principal, Agustina hablaba del nuevo ataque que sufrí hace dos semanas desde la óptica de The Human Design, un sistema contemporáneo que combina astrología, el I Ching, la Cábala y otros modelos esotéricos para ofrecer una suerte de “mapa” personalizado de la personalidad y el propósito de vida. Una herramienta que algunos podrían caracterizar como new age que busca guiar a las personas en la toma de decisiones y la comprensión de sí mismas. Pero la naturaleza o mejor dicho el dialogo entre naturaleza y acción humana civilizatoria que sirven de marco a la manor house de Powerscourt descendían en cascada: piedra, balaustradas, vistas al valle del río Dargle. Era el momento justo del día y del año. El otoño ofrecia la variedad de colores mas diversos e Irlanda a las cuatro de la tarde de un día encapotado con su niebla tiene un romanticismo que permite entender porque los mejores escritores salieron de allí. Los jardines formales, según la historiografía del lugar, se definieron en dos grandes fases. Una en el siglo XVIII, acompañando la obra de la casa; otra en el siglo XIX, bajo la dirección del arquitecto Daniel Robertson quien entre 1843 y 1867 construyó las grandes terrazas italianas que son una conflació entre la Villa Lante en Viterbo donde se produce una progresión escalonada de terrazas desde el parterre, como alegoría del control total de la naturaleza, hasta la naturaleza en bruto de grotos y bosques y Blenheim Palace de Capability Brown. 

Me sentí extraño: estaba allí para que la naturaleza “me abrazara”, pero esta naturaleza había sido meticulosamente estructurada.

Me sentí extraño: estaba allí para que la naturaleza “me abrazara”, pero esta naturaleza había sido meticulosamente estructurada. En eso la mezcla de astrología y otros sistemas simbólicos como mapa de autoconocimiento permite una reflexión sobre Powerscourt en la que se crea un puente entre esa búsqueda moderna de sentido y la atmósfera histórica y contemplativa de un lugar cargado de tradición. Los setos no crecían donde querían; el agua de la fuente no fluía libremente, era confinada a canales, estanques, miradores. Y sin embargo —y aquí está el punto— la humedad irlandesa se deslizaba por cada línea recta, el musgo crecía entre las piedras, la hiedra se aferraba a la balaustrada, el viento susurraba desde las montañas. Esa tensión entre orden y desborde, entre dominio y pertenencia, me atrapó. Y en dos palabras es lo que me llevo de Irlanda. Un tipo de resistencia pasiva y silenciosa que recuerda al Taqui Ongoy indigena. Yo diría que lo que diferencia a Irlanda de Inglaterra es la resistencia de la primera a creer en una idea del tiempo abstracto y lineal como forma extractivista y esa tensión se ve claramente en Powerscourt. 

Un Wunderkammer natural

Mientras caminábamos, Powerscourt se abría como una suerte de wunderkammer de la naturaleza: una colección de lo mejor del Grand Tour, de la estética papal, de la aristocracia británica. Los jardines italianos aludían a la villa Farnese, a la escultura del Apolo Belvedere y la Diana del Belvedere —símbolos del canon clásico incorporados al paisaje anglo-irlandés. La serliana en el piso superior, desde donde la vista cae sobre la escultura del Tritón y los Pegasos, me recordó la Stanza della Segnatura del Vaticano, donde el Apolo y las musas vigilan el saber.

Powerscourt se abría como una suerte de wunderkammer de la naturaleza: una colección de lo mejor del Grand Tour, de la estética papal, de la aristocracia británica. Los jardines italianos aludían a la villa Farnese, a la escultura del Apolo Belvedere y la Diana del Belvedere —símbolos del canon clásico incorporados al paisaje anglo-irlandés.

Los manuales del lugar señalan que la fuente en el Triton Lake está basada en la fuente de la Piazza Barberini en Roma.  Los Pegasos sobre el lago son parte del escudo familiar (Wingfield) y fueron fundidos en Berlín en 1869 pero no me creo esa versión. El Tritón, con dos colas, también hace referencia a la Menusina, la Gran Diosa Madre que es escondida o travestida en reverso. “Abrazar la naturaleza” era también un espacio de mostrar la naturaleza: de domesticarla, de mostrar que se puede poseer.

En esa tensión vi lo que quería escribir: la diferencia entre imperio y dominio. Porque en gran parte de la historia occidental, el imperio se constituyó como integración: la ciudadanía romana de los siglos I al V, la federación hispánica de los siglos XVI al XVIII, la incorporación de los pueblos vencidos al cuerpo político del vencedor con cierta magnanimidad. Pero lo que vemos en Powerscourt es distinto: es dominio estético, es posesión. La mansión comienza con la conquista de Irlanda, se afianza con la aristocracia angloirlandesa, y se manifiesta con el jardín como exhibición de ese dominio y esto a los que gustan de las masculinidades inseguras puede atraerle pero visto desde el presente de Inglaterra y de Irlanda en perspectiva comparada, da cuentas que el tiempo, siempre pone las cosas en su lugar. 

Pero lo que vemos en Powerscourt es distinto: es dominio estético, es posesión. La mansión comienza con la conquista de Irlanda, se afianza con la aristocracia angloirlandesa, y se manifiesta con el jardín como exhibición de ese dominio.

Mientras le decía a Agustina esto, ella giró y sonrió: “Te traje a este jardín para que recolectes tu mente y tu cuerpo”. Parece una vaguedad pero sabe de lo que habla. Al caminar por la terraza superior, la piedra tenía inscripción de “IRON-age” y “Classical” y “Italian Garden” —categorías que parecían calcular el paisaje como si fuese un convertidor de estéticas.Era distinto a lo que había experimentado en Irlanda hasta ese momento: en Dublín uno puede entablar conversación con un extranjero en un café; en Powerscourt, la conversación que escuchábamos era en inglés perfecto británico, con acento medido, y los jardines parecían diseñados para que ningún sonido escapara sin permiso. La inglesidad allí no se escucha: es estructural. Y sin embargo, la intemperie irlandesa se infiltró: un visitante iba y dejaba caer la palabra “brilliant” con acento sudafricano, otro se apoyaba en la balaustrada mirando la colina gris, una niña corría entre los setos y se detenía ante una estatua de Tritón. Esa mezcla me recordó que incluso el dominio necesita una concesión de lo indominable sobretodo cuando el tiempo surte su efecto.

Naturaleza abrazada, naturaleza condicionada

Al fondo del jardín encontramos el Jardín Japonés, creado por el 8.º Viscount y su esposa en 1908.  No era una improvisación sino otra escena de colección: acer, cerezos japoneses, un estanque que sugería exotismo domesticado. Un jardín dentro del jardín: “mira cómo podemos traer lo lejano y hacerlo nuestro”, parecían decirnos desde ultratumba. Justo allí, donde la invitación era a la contemplación, me di cuenta de que la naturaleza que el día anterior me abrazaba estaba dentro de márgenes impuestos. Tal vez por eso decimos no bajar y seguir hacia la torre, un folly Neo-medieval, como el Parlamento ingles. 

Mientras descendíamos por los escalones de piedra hasta el lago, me pregunté: ¿puede alguien “abrazar la naturaleza” cuando esa naturaleza está presente bajo vigilancia?¿Cuando cada árbol, cada planta, cada línea de visión ha sido planificada? De pronto Agustina, con esa intuición que la caracteriza, poso en una foto abrazando una conífera de cientos de años que seguramente los ingleses de la casa de Leicester entendieron como símbolo de lo añejo de su propia prosapia pero en este contexto era algo totalmente distinto. Era un acto de rebeldía de Argentinos e Irlandeses. 

Quiero creer que Irlanda —la Irlanda real, la humedad, la conversación espontánea, el viento que levanta la gorra sin permiso— ofrece un refugio, aunque sea breve. Aquí, la inglesidad, vestida de mansión y jardines, ya no se siente como superioridad absoluta sino como intento anacrónico de pertenencia.

El abrigo irlandés 

Quiero creer que Irlanda —la Irlanda real, la humedad, la conversación espontánea, el viento que levanta la gorra sin permiso— ofrece un refugio, aunque sea breve. Aquí, la inglesidad, vestida de mansión y jardines, ya no se siente como superioridad absoluta sino como intento anacrónico de pertenencia. Y cuando pertenece tardíamente, la forma se vuelve más aparatosa: hay esculturas, referencias a Roma, terrazas, fuentes, importación de mármol. Todo eso para decir: “Mira qué cultos que somos”. Pero la tierra bajo los pies lo sabe: no basta con proclamarlo hay que hacerlo cuerpo. El conocimiento sin forma no es nada y la forma sin praxis aun menos. Y esa tensión era conmovedora. Porque no estaba solo allí para disfrutar; estaba para ver cómo lo que me habían dicho que sería abrigo —Irlanda, el jardín, el abrazo— estaba cruzado por otra historia: la historia del dominio, de la posesión…  de la imposición estética que no es parte del pasado. En la actualidad esa estetización es una estetización de la moral. 

Todo eso para decir: “Mira qué cultos que somos”. Pero la tierra bajo los pies lo sabe: no basta con proclamarlo hay que hacerlo cuerpo. El conocimiento sin forma no es nada y la forma sin praxis aun menos. Y esa tensión era conmovedora.

Un silencio que habla

En un momento, nos sentamos en un banco hermético de la terraza intermedia. El viento bajaba de las montañas; el olor a tierra mojada, a corte de césped, a piedra tibia. Me apoyé en el banco, miré al lago, las estatuas de los Pegasos alzadas hacia el cielo. Pensé en aquellos que diseñaron esto hace doscientos años, pensando en su reflejo social. Y me di cuenta de que el jardín funciona como mecanismo de legitimación: el hombre que domina la naturaleza y la convierte en belleza. Pero también como escenario de resistencia: la naturaleza que, a pesar de todo, sigue siendo naturaleza. La naturaleza aún aparecía en los márgenes, y en ese margen yo respiraba.

Durante los últimos dos años, Inglaterra demostró no merecerme. Pensé en lo que habrá en mi regreso a Hastings. En el sur de Inglaterra la cortesía parece poseerlo todo, pero la conversación espontánea se vuelve sospechosa. Esa cortesía esconde una inseguridad profunda. Allí la naturaleza también ha sido domesticada pero la naturaleza como salud mental. Mientras nos íbamos, el cielo se abría a una luz oblicua. El legendario Embajador en Paris, Archibaldo Lanus me mandaba un email en el momento que miraba al Apollo Belvedere. Y el email de uno de los pocos diplomáticos que hizo de la diplomacia un arte espejaba el abrazo medido que uno puede tener con la naturaleza en Powerscourt. Y quizás, en ese detalle, la naturaleza genuina se revela pero la naturaleza humana.

Mientras nos íbamos, el cielo se abría a una luz oblicua. El legendario Embajador en Paris, Archibaldo Lanus me mandaba un email en el momento que miraba al Apollo Belvedere.

Patrick Melrose y la gramática del dolor

A veces uno se topa con una serie que parece escrita para exponer la biografía emocional de toda una clase y no solo de una clase sino de un país. Patrick Melrose, la miniserie británica producida por Sky Atlantic y Showtime en 2018, es exactamente eso: una radiografía del privilegio (o, en la actualidad, de su ausencia) como forma de crueldad. En cinco episodios —cada uno adaptando una de las novelas de Edward St Aubyn— seguimos a un hombre que intenta sobrevivir a la educación sentimental más refinada y más tóxica que Inglaterra pudo inventar. Powerscourt parece reflejar eso e Irlanda como marco, no la deja o mejor dicho, lo pone en más evidencia. 

A veces uno se topa con una serie que parece escrita para exponer la biografía emocional de toda una clase y no solo de una clase sino de un país. Patrick Melrose, 2018, es exactamente eso: una radiografía del privilegio como forma de crueldad.

Las novelas (Never Mind, Bad News, Some Hope, Mother’s Milk y At Last) son semi autobiográficas. St Aubyn escribe sobre sí mismo a través de Patrick: un niño criado entre castillos provenzales y mansiones londinenses, hijo de un aristócrata francés sádico y una madre inglesa incapaz de intervenir. Lo que en Downton Abbey es nostalgia, acá es desecación: los mismos modales, pero vistos desde el subsuelo psicológico.

Benedict Cumberbatch, que interpreta a Melrose adulto, compone un personaje que alterna entre la brillantez verbal y la autodestrucción metódica. Su acento impecable no disimula el temblor interno; su ironía es el último resto de dignidad. El primer episodio —Bad News— es una carrera de cocaína, heroína, speedballing, trauma y memoria, ambientada en el Nueva York de los 80, donde Patrick va a recoger el cuerpo de su padre recién muerto. Lo que debería ser duelo se convierte en parodia: el funeral como continuación del abuso por otros medios en clave de farsa chic. 

Benedict Cumberbatch, que interpreta a Melrose adulto, compone un personaje que alterna entre la brillantez verbal y la autodestrucción metódica. Su acento impecable no disimula el temblor interno; su ironía es el último resto de dignidad.

La serie —dirigida por Edward Berger y escrita por David Nicholls— entiende que la violencia del privilegio no está en el dinero sino en el mandato de perfección. Cada plano está construido como un retrato de Lucian Freud pero filmado con la elegancia fría de Merchant Ivory. Los interiores son impecables, los trajes exactos, los diálogos agudos: todo lo necesario para que el dolor se vuelva ornamental. Ver Patrick Melrose es asistir al desmoronamiento de un lenguaje. Los personajes no gritan: corrigen. No aman: agradecen. No sienten: ironizan. Es un mundo donde la cortesía funciona como campo de concentración afectivo, y el sarcasmo es la única forma posible de ternura nadie puede aceptar su propia humanidad. Es como si el pasado de dominación ingles acechara como fantasmas la belleza de esas manor house y a la familia real misma que vive en estado de infelicidad permanente. 

Ver Patrick Melrose es asistir al desmoronamiento de un lenguaje. Los personajes no gritan: corrigen. No aman: agradecen. No sienten: ironizan. Es un mundo donde la cortesía funciona como campo de concentración afectivo,

St Aubyn escribió estas novelas después de años de adicción y silencio. En entrevistas, dice que escribirlas fue “como extirpar un tumor sin anestesia”. Y esa es exactamente la sensación que deja la serie: la de un bisturí que corta sin prometer cura. Lo que más impresiona, sin embargo, es cómo el relato invierte la ecuación moral del sufrimiento. Patrick no pide compasión; lo que pide es realidad. Su historia no busca justificar el exceso sino exponer el costo psíquico del linaje. Y en eso, Patrick Melrose se vuelve casi un tratado sobre la modernidad emocional: el precio de ser civilizado. Todo va por décadas… 

Los ochenta: la euforia química del vacío

El primer tramo, Bad News, es puro exceso ochentoso: cocaína, taxis, hoteles y teléfonos fijos que suenan como máquinas del destino. Nueva York aparece como una pasarela donde el dolor se maquilla de glamour y el duelo se confunde con networking. Es la década en que el narcisismo se vuelve ideología: el dinero promete redención, el ingenio sustituye a la empatía, y la adicción se convierte en una forma de pertenecer. Patrick, con su traje impecable y su alma arruinada, encarna el sueño roto del individualismo triunfante: todo es posible menos sentir.

Los noventa: el desencanto como estética

En Some Hope y Mother’s Milk, el escenario se desplaza a Inglaterra y el tono se vuelve más introspectivo. Los noventa son el tiempo del cinismo ilustrado: terapias, ironías y cenas donde el arrepentimiento es un tema de conversación más. Es la era Blair antes de Blair, donde el dolor se racionaliza y la vulnerabilidad se gestiona como capital simbólico. Patrick intenta ser sobrio, padre, esposo, pero el pasado aristocrático lo sigue como una sombra que no entiende de rehabilitación. La década del “cool Britannia” se revela como una sofisticada depresión colectiva: todos saben que el sistema emocional está roto, pero nadie quiere parecer vulgar diciendo la verdad.

Los dos mil: la melancolía del legado

En At Last, la madre muere y Patrick enfrenta el cierre de una saga que ya no pertenece al melodrama, sino a la arqueología emocional. Los 2000 son la década del duelo y de la memoria, cuando la globalización convierte incluso la tristeza en un producto exportable. La casa familiar se vacía y el linaje se disuelve; lo único que queda es la conciencia del daño heredado. La serie filma esa época con luz de confesionario: nada escandaliza, todo se interpreta. Y en ese gesto final —más lúcido que redentor— Patrick Melrose resume la entrada al siglo XXI como un momento en que el trauma deja de ser secreto y pasa a ser estilo.

Biografia moral del capitalismo sentimental

Vista en conjunto, Patrick Melrose es más que una historia de abuso y redención: es una cartografía íntima del capitalismo sentimental. Los ochenta enseñan que el poder necesita euforia; los noventa, que el desencanto también puede ser elegante; los dos mil, que el trauma se ha vuelto una forma de autenticidad rentable. Cada década transforma el dolor en un signo de distinción. Lo que antes era secreto —la adicción, la neurosis, la humillación— se vuelve contenido, relato, mercancía emocional. St Aubyn, sin proponérselo, escribe la genealogía del yo neoliberal: un sujeto que se analiza para poder seguir funcionando. En ese sentido, Patrick Melrose no termina, se actualiza: en cada nuevo intento de superación personal, en cada terapia convertida en performance, en cada selfie de vulnerabilidad curada con ironía. Es la tragedia de la lucidez en tiempos de control. En una época donde todo se celebra por su “autenticidad”, la serie recuerda que la autenticidad, cuando proviene del dolor, no redime: humilla. Por eso, más que un drama sobre la aristocracia, Patrick Melrose es una pedagogía del trauma. Nos enseña que el refinamiento, llevado al extremo, se convierte en patología; que el lenguaje del poder —cuando se vuelve íntimo— ya no ordena, sino que enloquece. 

Dejar de obedecer el pasado diseñado 

Al final entendí que Patrick Melrose no era sólo una serie sobre otros, sino una radiografía que me incluía. Ese mismo refinamiento que en la ficción se muestra como privilegio, yo lo había aprendido como defensa: la educación de no perder la forma, incluso cuando todo se derrumba. Powerscourt, con su orden milimétrico, me recordó esa infancia emocional donde el dolor debía lucir presentable y el silencio era una prueba de carácter. Lo que Melrose intenta hacer con la palabra —romper el hechizo de la compostura— es lo que uno termina haciendo con la vida: atravesar la humillación hasta que deja de parecer elegancia. Al caminar por ese jardín, entendí que la perfección también puede ser una jaula y que la verdadera salida no está en desarmar el pasado sino en dejar de obedecer su diseño.

Celtic Chronicles: The Cracking of the Grammar of the Past’s Dominion over Our Lives

It was Agustina who suggested we go. I had no idea the place existed. After the anti-Viking tower—on a windy morning with a clear horizon where it felt more like we were manning a medieval defence than on an outing—she drove her immaculate white-leather Mercedes cabriolet into County Wicklow to show me Powerscourt Estate & Gardens. “It’ll do you good after what happened,” she said, in that tone equal parts tender and firm, mixing genuine care with a certain ideology. I, carrying the emotional luggage of returning in a couple of days to the scene of a crime never investigated because I am a foreigner—in a land where I lived twenty-five years—and one that would be hard for any man to confess. I don’t say “women” because they are more than used to being ignored when they tell it. I let myself be led.

The road snaked through grey hills, and the sky softened into shades of lead. Then, like a stage set amplified, Powerscourt appeared. A neoclassical mansion at the front, two capped circular towers, a façade recalling a Renaissance Italian villa, and behind, gardens falling in terraces, fountains, statues, and perfectly clipped hedges. Over 45 acres of formal garden—according to the site’s own materials—developed from the eighteenth century but clearly remodelled well into the nineteenth.

What we see today rests on centuries of conflict. In the thirteenth century there stood a medieval castle belonging to the Le Poer (or “Power”) family—hence “Powerscourt.” The lands were disputed by Irish clans such as the O’Toole and the Fitzgerald in wars that lasted decades. Then, in 1609, the English soldier Sir Richard Wingfield was granted the land as a reward for his service to Queen Elizabeth I. With that, a pattern was set: the English manor house as seized land, imposed dominion or, in other words, as an allegory of the barbarity of English “civilisation” in the colony turned into system. A kind of pastoralism—architectural and academically schooled.

The transformation from castle to mansion began in 1731 under architect Richard Cassels and was completed in 1741. The enclave resembles a Roman villa, with Neo-Gothic accents, Georgian style, but above all the memories of the Grand Tour, during which young English aristocrats went to the Continent to acquire a classical education—useless unless understood as a claim to the authority of a Roman empire quite different from England’s more privatised mode of dominion. The decision to build the same architectural form found in continental villas, on territory that had until recently been a site of Irish insurgency, is no accident and recalls the papal decision to place the sculpture of Saint Peter atop Trajan’s Column in the Roman Forum. The mansion, on its own, is already a symbol of the aesthetic integration of dominion: a castle converted into a villa, an Irish landscape claimed as a “courtly residence.”

As we walked the main path, Agustina talked about the new attack I suffered two weeks ago through the lens of Human Design, a contemporary system combining astrology, the I Ching, the Kabbalah and other esoteric models to offer a kind of personalised “map” of personality and life purpose. A tool some would call New Age that seeks to guide people in decision-making and self-understanding. But the nature—or rather the dialogue between nature and civilising human action—framing the Powerscourt manor house cascaded down: stone, balustrades, views over the River Dargle valley. It was the perfect moment of day and year. Autumn offered the broadest palette of colours, and Ireland at four in the afternoon on an overcast day with its mist has a romanticism that helps explain why its best writers came from here. The formal gardens, according to the site’s historiography, took shape in two great phases. One in the eighteenth century, alongside the house; another in the nineteenth, under architect Daniel Robertson who, between 1843 and 1867, built the great Italianate terraces—an amalgam of Villa Lante in Viterbo, where terraces progress stepwise from the parterre—as an allegory of total control of nature—down to the raw nature of grottos and woods—and Blenheim Palace by Capability Brown.

I felt strange: I was there to be “embraced by nature,” but this nature had been meticulously structured. In that sense, the blend of astrology and other symbolic systems as a map of self-knowledge offers a reflection on Powerscourt that builds a bridge between that modern search for meaning and the historical, contemplative atmosphere of a place heavy with tradition. The hedges did not grow where they wished; the fountain water did not flow freely—it was confined to channels, ponds, belvederes. And yet—and this is the point—the Irish damp slid along every straight line, moss grew between stones, ivy clung to the balustrade, the wind whispered from the mountains. That tension between order and overflow, dominion and belonging, hooked me. And in two words it’s what I take from Ireland: a kind of passive, silent resistance recalling the Indigenous Taqui Ongoy. I’d say what distinguishes Ireland from England is the former’s resistance to believing in an abstract, linear conception of time as an extractive device; that tension is legible at Powerscourt.

A Natural Wunderkammer

As we walked, Powerscourt opened like a kind of natural wunderkammer: a collection of the best of the Grand Tour, papal aesthetics, British aristocracy. The Italian gardens alluded to the Farnese villa, to the sculptures of the Apollo Belvedere and the Diana of the Belvedere—symbols of the classical canon inserted into the Anglo-Irish landscape. The serliana on the upper floor, from which the view drops onto the Triton and the Pegasi, reminded me of the Vatican’s Stanza della Segnatura, where Apollo and the Muses oversee knowledge.

The guidebooks say the fountain in Triton Lake is based on the fountain in Rome’s Piazza Barberini. The Pegasi on the lake form part of the family crest (Wingfield) and were cast in Berlin in 1869—but I don’t quite buy that version. Triton, with two tails, also alludes to Melusine, the Great Mother Goddess—hidden or reversed in drag. “Embracing nature” was also a space for displaying nature: domesticating it, showing it can be possessed.

In that tension I saw what I wanted to write: the difference between empire and dominion. Because in much of Western history, empire constituted itself as integration: Roman citizenship from the first to the fifth century, the Spanish federation from the sixteenth to the eighteenth, the incorporation of conquered peoples into the victor’s body politic with a certain magnanimity. But what we see at Powerscourt is different: it is aesthetic dominion; it is possession. The mansion begins with the conquest of Ireland, is consolidated with the Anglo-Irish aristocracy, and manifests itself with the garden as an exhibition of that dominion—and this may appeal to those fond of insecure masculinities, but seen from the present, comparing England and Ireland, it shows that time always puts things in their place.

As I was saying this to Agustina, she turned and smiled: “I brought you to this garden to gather your mind and your body.” It sounds vague, but she knows what she’s talking about. Walking along the upper terrace, the stone bore inscriptions—“IRON-age,” “Classical,” “Italian Garden”—categories that seemed to calculate the landscape as if it were a converter of aesthetics. It was different from what I had experienced in Ireland up to then: in Dublin you can strike up conversation with a stranger in a café; in Powerscourt, the conversations we overheard were in perfect British English, measured accent, and the gardens seemed designed so no sound could escape without permission. Englishness there isn’t heard; it is structural. And yet the Irish outdoors leaked in: a visitor let the word “brilliant” fall with a South African accent, another leaned on the balustrade staring at the grey hill, a little girl ran between hedges and stopped before a statue of Triton. That mix reminded me that dominion itself needs a concession to the indomitable—especially once time has done its work.

Nature Embraced, Nature Conditioned

At the back of the garden we found the Japanese Garden, created by the 8th Viscount and his wife in 1908. It wasn’t improvisation but another tableau of collection: acers, Japanese cherry trees, a pond suggesting domesticated exoticism. A garden within the garden: “See how we can bring the faraway and make it ours,” the voices from beyond the grave seemed to say. Right there, where the invitation was to contemplation, I realised the nature that had embraced me the day before lived within imposed margins. Perhaps that’s why we decided not to go down and kept on to the tower, a Neo-medieval folly—like the English Parliament.

As we went down the stone steps to the lake, I asked myself: can anyone “embrace nature” when that nature is under watch? When every tree, every plant, every line of sight has been planned? Suddenly, Agustina—true to form—posed for a photo hugging a centuries-old conifer that the English of the house of Leicester surely understood as a symbol of their own ancient lineage, but in this context it was something else entirely. It was an act of rebellion—Argentine and Irish.

The Irish Overcoat

I want to believe that Ireland—the real Ireland: the damp, the spontaneous conversation, the wind that whips your cap away without asking—offers a refuge, however brief. Here, Englishness, dressed up as mansion and gardens, no longer feels like absolute superiority but like an anachronistic bid for belonging. And when belonging arrives late, the form becomes more ostentatious: there are sculptures, references to Rome, terraces, fountains, imported marble. All of it to say, “Look how cultivated we are.” But the ground beneath your feet knows the truth: proclaiming isn’t enough—you have to make it body. Knowledge without form is nothing, and form without praxis even less. And that tension moved me. Because I wasn’t there just to enjoy; I was there to see how what I had been told would be a shelter—Ireland, the garden, the embrace—was crossed by another history: the history of dominion, of possession… of aesthetic imposition that isn’t past. Today that aestheticisation is an aestheticisation of morality.

A Silence That Speaks

At one point, we sat on a hermetic bench on the middle terrace. The wind came down off the mountains; the smell of wet earth, cut grass, warm stone. I leaned back, looked at the lake, the Pegasus statues rearing toward the sky. I thought of those who designed this two centuries ago, thinking of their social reflection. And I realised the garden works as a mechanism of legitimation: man who masters nature and turns it into beauty. But also as a stage for resistance: nature which, despite everything, remains nature. Nature still appeared at the margins, and in that margin I breathed.

Over the last two years, England has shown it does not deserve me. I thought about what awaited me on my return to Hastings. In the south of England courtesy seems to own everything, but spontaneous conversation becomes suspect. That courtesy hides a deep insecurity. There, nature has also been domesticated—but nature as mental health. As we left, the sky opened into an oblique light. The legendary Ambassador to Paris, Archibaldo Lanús, emailed me just as I was looking at the Apollo Belvedere. And the email from one of the few diplomats who made diplomacy an art mirrored the measured embrace one can have with nature at Powerscourt. Perhaps, in that detail, genuine nature reveals itself—but human nature.

Patrick Melrose and the Grammar of Pain

Sometimes you stumble upon a series that seems written to expose the emotional biography of an entire class—and not only a class, but a country. Patrick Melrose, the British miniseries produced by Sky Atlantic and Showtime in 2018, is precisely that: an X-ray of privilege (or, today, of its absence) as a form of cruelty. In five episodes—each adapting one of Edward St Aubyn’s novels—we follow a man trying to survive the most refined and most toxic sentimental education England could invent. Powerscourt seems to reflect that, and Ireland as frame does not conceal it—if anything, it throws it into sharper relief.

The novels (Never Mind, Bad News, Some Hope, Mother’s Milk and At Last) are semi-autobiographical. St Aubyn writes himself through Patrick: a child raised between Provençal châteaux and London mansions, son of a sadistic French aristocrat and an English mother incapable of intervening. What Downton Abbey treats as nostalgia, here becomes desiccation: the same manners, seen from the psychological basement.

Benedict Cumberbatch, who plays the adult Melrose, crafts a character oscillating between verbal brilliance and methodical self-destruction. His impeccable accent doesn’t hide the inner tremor; his irony is the last remnant of dignity. The first episode—Bad News—is a sprint of cocaine, heroin, speedballing, trauma and memory, set in 1980s New York, where Patrick goes to collect his recently deceased father’s body. What should be mourning turns to parody: the funeral as the continuation of abuse by other—chic farcical—means.

The series—directed by Edward Berger and written by David Nicholls—understands that the violence of privilege doesn’t lie in money but in the mandate of perfection. Every shot is composed like a portrait by Lucian Freud yet filmed with the cool elegance of Merchant Ivory. The interiors are immaculate, the tailoring exact, the dialogue razor-sharp: everything needed to render pain ornamental. Watching Patrick Melrose is to witness a language collapse. Characters don’t shout: they correct. They don’t love: they thank. They don’t feel: they ironise. It’s a world where courtesy functions as an affective concentration camp, and sarcasm is the only possible tenderness—no one can accept their own humanity. It’s as if England’s past of domination haunted the beauty of these manor houses—and the royal family itself, trapped in a state of permanent unhappiness.

St Aubyn wrote these novels after years of addiction and silence. In interviews he says writing them was “like excising a tumour without anaesthetic.” That is exactly the sensation the series leaves: a scalpel that cuts without promising a cure. What’s most striking, though, is how the story inverts the moral equation of suffering. Patrick does not ask for pity; what he asks for is reality. His story does not seek to justify excess but to expose the psychic cost of lineage. In that sense, Patrick Melrose becomes almost a treatise on emotional modernity: the price of being civilised. Everything unfolds by decades…

The Eighties: Chemical Euphoria of the Void

The first stretch, Bad News, is pure eighties excess: cocaine, taxis, hotels and landlines ringing like machines of fate. New York appears as a runway where pain is made up as glamour and mourning is confused with networking. It’s the decade when narcissism becomes ideology: money promises redemption, wit substitutes empathy, and addiction becomes a way to belong. Patrick, immaculate suit and ruined soul, embodies the broken dream of triumphant individualism: everything is possible—except feeling.

The Nineties: Disenchantment as Aesthetic

In Some Hope and Mother’s Milk, the scene shifts to England and the tone grows more introspective. The nineties are the time of enlightened cynicism: therapy, irony, and dinners where remorse is just another topic. Blair before Blair, where pain is rationalised and vulnerability is managed as symbolic capital. Patrick tries to be sober, a father, a husband, but the aristocratic past follows like a shadow that does not understand rehabilitation. The decade of “Cool Britannia” reveals itself as a sophisticated collective depression: everyone knows the emotional system is broken, but no one wants to seem vulgar by telling the truth.

The 2000s: The Melancholy of Legacy

In At Last, the mother dies and Patrick faces the close of a saga that no longer belongs to melodrama but to emotional archaeology. The 2000s are the decade of mourning and memory, when globalisation turns even sadness into an exportable product. The family house empties and the lineage dissolves; the only thing left is awareness of inherited damage. The series films that era in confessional light: nothing scandalises, everything is interpreted. And in that final gesture—more lucid than redemptive—Patrick Melrose sums up the entry into the twenty-first century as the moment when trauma stops being a secret and becomes a style.

Moral Biography of Sentimental Capitalism

Taken together, Patrick Melrose is more than a story of abuse and redemption: it is an intimate cartography of sentimental capitalism. The eighties teach that power needs euphoria; the nineties, that disenchantment can also be elegant; the 2000s, that trauma has become a profitable form of authenticity. Each decade turns pain into a mark of distinction. What used to be secret—addiction, neurosis, humiliation—becomes content, narrative, emotional merchandise. St Aubyn, without setting out to, writes the genealogy of the neoliberal self: a subject who analyses himself in order to keep functioning. In that sense, Patrick Melrose doesn’t end; it updates itself—in every new attempt at self-improvement, every therapy turned performance, every selfie of vulnerability cured with irony. It is the tragedy of lucidity in times of control. In an era where everything is celebrated for its “authenticity,” the series reminds us that authenticity, when it comes from pain, doesn’t redeem—it humiliates. That’s why, more than a drama about the aristocracy, Patrick Melrose is a pedagogy of trauma. It teaches us that refinement, taken to the extreme, becomes pathology; that the language of power—once it becomes intimate—no longer orders, it deranges.

Stop Obeying the Designed Past

In the end I understood that Patrick Melrose wasn’t just a series about others, but an X-ray that included me. That same refinement which in fiction appears as privilege, I had learned as defence: the education of not losing one’s composure even when everything collapses. Powerscourt, with its millimetric order, reminded me of that emotional childhood where pain had to look presentable and silence was a test of character. What Melrose tries to do with words—break the spell of composure—is what one ends up doing with life: push through humiliation until it no longer passes for elegance. Walking through that garden, I understood that perfection can also be a cage, and that the real exit isn’t to dismantle the past but to stop obeying its design.

Ya llega la Segunda Temporada de La Mala Educación

2 respuestas a “Crónicas Irlandesas: Biografía Moral del Capitalismo Sentimental (ESP) or Moral Biography of Sentimental Capitalism (ENG)”

  1. Un paseo de tía Herminia -para meterse un corchazo en una teta

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