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Tenemos una nueva pareja gay casada en la cúspide del mundo del arte contemporáneo. En Buenos Aires, las palabras mecenas y coleccionista funcionan como títulos nobiliarios concedidos por un comité de afinidades. El dinero, cuando proviene del ladrillo, se purifica al contacto con el lienzo. En ese ritual se inscriben Andrés Brun y Juan José Cattaneo, pareja correntina, desarrolladores inmobiliarios devenidos referentes del circuito contemporáneo y hoy miembros visibles del consejo de la Fundación arteBA. Son, para decirlo sin rodeos, la pareja perfecta para una ciudad que transforma cada baldosa en branding cultural: él empresario de buenos modales, él otro socio y pareja, ambos proveedores de ese oxígeno que el sistema del arte necesita para seguir respirando sin cuestionarse demasiado qué aire respira.

Tenemos una nueva pareja gay casada en la cúspide del mundo del arte contemporáneo. En ese ritual se inscriben Andrés Brun y Juan José Cattaneo, pareja correntina, desarrolladores inmobiliarios devenidos referentes del circuito contemporáneo y hoy miembros visibles del consejo de la Fundación arteBA.

Brun llegó desde Corrientes a Buenos Aires con la energía del que quiere. No estudió arte ni historia del arte: su formación es la del capitalista argentino promedio, entrenado para detectar oportunidades en un terreno baldío. Cattaneo, también correntino, compartía el mismo mapa de aspiraciones y un idéntico sentido de pertenencia desplazada. Comenzaron a comprar obras en 2006, sin programa, como quien decora un departamento nuevo. Les atraían los pescadores, los azules del horizonte. Ese primer gesto –pinturas de barcas y redes– tiene una candidez que el tiempo convertiría en mito de origen: la pareja de coleccionistas mesopotámica que, sin saberlo, inauguró una colección con identidad “propia”. De origen. 

De esa época datan sus primeras compras de pintura moderna argentina, en subastas, a veces impulsivas. Pero el salto al estatuto de coleccionistas contemporáneos llegó con un giro performativo: abrir su espacio privado a los otros. Así nació el Espacio Forest, en un edificio desocupado de la avenida Forest 614. Lo que para un desarrollador inmobiliario sería un activo ocioso, para ellos se transformó en laboratorio estético. Prestar un inmueble a artistas fue el gesto perfecto para el ecosistema de arteBA: un acto de “generosidad cultural” con un valor de mercado implícito pero también social y potencialmente, de oportunidad impositiva. Forest funcionó como taller y espacio de exhibición: artistas jóvenes ocupaban los ambientes, realizaban montajes, performances o simples aperturas. Brun y Cattaneo no cobraban alquiler ni porcentaje: ofrecían visibilidad. Pero la visibilidad siempre tiene precio. A cambio, el dúo consolidó su reputación como mecenas contemporáneos, hombres con sensibilidad que entienden que el arte también es “capital simbólico”. En una ciudad donde todo mecenazgo es también marketing, ese tipo de intercambio —espacio por legitimidad— se volvió la moneda de curso legal.

La historia es conocida: en Buenos Aires, los desarrolladores inmobiliarios se convirtieron en los nuevos príncipes renacentistas. Cada torre en Palermo promete un rooftop cultural, cada emprendimiento boutique se adorna con murales o esculturas de jóvenes artistas. Es un modelo de ciudad donde el arte funciona como lubricante para el negocio, una coartada estética para el avance del capital. Y el Estado, lejos de cuestionarlo, ofrece instrumentos fiscales para que el proceso parezca colaboración virtuosa. El más emblemático es el régimen de Mecenazgo Cultural de la Ciudad de Buenos Aires, dependiente del Ministerio de Cultura porteño. Creado bajo la lógica de asociar al sector privado con la cultura, permite a empresas o individuos que tributan Ingresos Brutos redirigir parte de ese impuesto hacia proyectos culturales aprobados. En la práctica: se paga menos impuesto apoyando “un proyecto cultural” y se gana visibilidad institucional. Las empresas pueden deducir hasta el 80 % del impuesto que les corresponde pagar, siempre que ese monto se destine a un proyecto previamente autorizado por el programa. La retórica oficial lo presenta como una democratización del financiamiento cultural. En la realidad porteña —esa red parroquial donde todos se conocen y todos aprueban los proyectos de los otros— el mecenazgo es la vía perfecta para que el capital se limpie las manos en la fuente pública del arte. En un ecosistema así, la palabra mecenas sustituye al concepto de contribuyente beneficiado.

En el ecosistema de mecenas/desviadores de recursos fiscales para auto promoción, el coleccionista no es filántropo sino contribuyente beneficiado.

El caso de Brun y Cattaneo encaja con precisión en esta lógica híbrida. Su capital proviene del sector inmobiliario, su visibilidad del circuito artístico y su legitimación de la confluencia de ambos. El Espacio Forest, nacido de un edificio ocioso, opera como metáfora de esa alianza: el inmueble gana valor simbólico mientras el arte gana fachada. Si, además, ese tipo de actividades puede inscribirse dentro del régimen de mecenazgo o de beneficios fiscales culturales, el círculo se cierra con elegancia porteña. Porque la Ciudad de Buenos Aires ofrece otros incentivos: exenciones parciales de Bienes Personales, deducciones por donaciones a instituciones culturales, y la posibilidad de que una empresa justifique inversión cultural como gasto deducible. Para los desarrolladores que coleccionan arte, la combinación es perfecta: el Estado reduce la carga fiscal y el mercado legítima la operación como gesto altruista. Lo que se presenta como “compromiso con la cultura” es, muchas veces, una arquitectura de reputación donde cada metro cuadrado de sensibilidad se traduce en valor de marca.

En ese sentido, el arte contemporáneo porteño no se entiende sin sus benefactores. arteBA, el Moderno, el Bellas Artes y hasta algunas galerías independientes dependen, en distintas proporciones, de estos mecenas que aportan dinero, espacios o contactos. Pero la relación no es unilateral: el coleccionista obtiene curaduría institucional, invitaciones, prestigio social y, en ocasiones, acceso privilegiado a obras que luego consolidan su colección. El sistema se retroalimenta con gratitud mutua: el museo exhibe, el mecenas se muestra, la crítica celebra la sinergia. Brun y Cattaneo han sabido jugar ese juego con eficacia. No ostentan como los viejos magnates ni pretenden ser intelectuales: representan la figura del empresario sensible, que asiste a inauguraciones, conversa con artistas y posa sonriente frente a un mural. Su gusto inicial por las escenas marinas evolucionó hacia un repertorio contemporáneo más ecléctico —instalaciones, obras conceptuales, performances—, pero la estructura simbólica permanece: lo importante no es tanto qué compran sino lo que su compra representa en el circuito.

La pareja forma parte del Consejo de Administración de la Fundación arteBA, participa del Comité de Adquisiciones del Museo Moderno y aparece en todos los listados de “coleccionistas que apoyan la escena local”. Su nombre circula como sinónimo de compromiso, palabra que en el lenguaje del arte contemporáneo equivale a solvencia. La diferencia entre donar y invertir se disuelve en el mismo acto. En este contexto, el programa de Mecenazgo Cultural funciona como legitimación institucional de la filantropía con retorno. Una empresa o un contribuyente puede financiar una muestra, un catálogo o un espacio de exhibición y, a cambio, obtener el reconocimiento del Estado y la deducción impositiva correspondiente. El sistema premia la visibilidad, no la crítica: un proyecto incómodo difícilmente sería aprobado. En una red donde los jurados, curadores y beneficiarios comparten cenas, estudios y vínculos afectivos, la meritocracia es un decorado.

El sistema premia la visibilidad, no la crítica: un proyecto incómodo difícilmente sería aprobado. En una red donde los jurados, curadores y beneficiarios comparten cenas, estudios y vínculos afectivos, la meritocracia es un decorado.

El resultado es un ecosistema cerrado, autorreferencial, donde las fronteras entre arte, negocio y política cultural se confunden. El artista se vuelve gestor, el gestor se vuelve empresario, el empresario se vuelve curador. Y el público, reducido a un decorado de inauguraciones, asiste al espectáculo del capital travestido de sensibilidad. Brun y Cattaneo son, en ese sentido, los santos patronos del modelo porteño: su historia encarna la transición del capital tangible al simbólico, del edificio al cuadro, del ladrillo a la obra. Espacio Forest no fue solo un gesto de apoyo: fue la prueba piloto de cómo el arte puede revalorizar un activo inmobiliario y, al mismo tiempo, unificar las credenciales de un dúo socialmente estratégico en la era de las políticas de identidad. Son queer solo porque legitiman con recursos e incentivos fiscales su proximidad al arte ‘emergente’. 

El relato de dos desarrolladores que aman el arte y lo comparten con la comunidad encaja perfectamente en la narrativa del progresismo cultural local. El Estado celebra su compromiso, los museos les abren las puertas, los artistas les agradecen la oportunidad y los medios repiten la historia como prueba de que el arte argentino todavía tiene filántropos. Lo que no se discute es el precio de esa filantropía: la dependencia estructural de la cultura respecto del capital privado, el silencioso desplazamiento del Estado y la normalización de la desigualdad como paisaje estético. Porque en Buenos Aires —esa ciudad que ya es más marca que polis— el mecenazgo se volvió la forma elegante de la desigualdad. El coleccionista sustituye al Estado, el mercado ocupa el lugar de la política cultural y la sensibilidad se mide en metros cuadrados de exhibición. Brun y Cattaneo son los rostros amables de ese sistema: hablan el lenguaje correcto, apoyan causas contemporáneas, sonríen en arteBA y patrocinan proyectos. Pero detrás de esa amabilidad se reproduce la misma matriz de poder que convierte la cultura en herramienta de marketing. El mito de la “escena local vibrante” se sostiene sobre esta alquimia: el capital inmobiliario se disfraza de compromiso cultural, los artistas se adaptan a los formatos financiables y la prensa celebra la sinergia. El arte deviene decoración de un proyecto más amplio: la ciudad-empresa. Y en esa empresa, los mecenas son accionistas mayoritarios. 

Quizás por eso el casamiento de Brun y Cattaneo —del que pronto hablaremos— no es solo un evento social sino la ceremonia perfecta para este tiempo: dos empresarios del ladrillo que consagran su unión bajo la bóveda simbólica del arte contemporáneo. Un matrimonio entre el dinero y la legitimidad estética, bendecido por el Estado que les devuelve impuestos y por una crítica que les agradece el champagne. En una Buenos Aires que confunde diversidad con marquesina y cultura con networking, el amor —como el arte— se vuelve también una forma de inversión.

En una Buenos Aires que confunde diversidad con marquesina y cultura con networking, el amor —como el arte— se vuelve también una forma de inversión.

En el video en cuestión vemos a dos señores ya maduros bailando el vals de bodas. Están en un espacio cerrado iluminado con luces azules y violetas. Ambos visten traje oscuro de dos piezas, probablemente negro o azul marino. Las chaquetas son de solapa notch (en pico clásico), no satinadas, con corte recto, dos botones frontales, y caen hasta la altura media de la cadera. No presentan fajín ni picos amplios, por lo que se trata de trajes de confección estándar. Esto no es smoking ni traje hecho a medida. Las camisas son blancas, de cuello semiabierto y me atrevería a decir de poliéster. No usan gemelos, ni corbata o moño. En ambos casos, la camisa está parcialmente desabotonada, lo que da un aspecto relajado. Ni siquiera parecen estar usando  cinturón. El problema está en la estructura de los hombros que es exagerada  y el corte cuadrado (vernáculo)  del torso hacen que los trajes se vean algo rígidos y pesados, sobre todo en un contexto de movimiento y baile. Peor aún, la línea del pecho y del talle no acompaña el cuerpo: se percibe una falta de entalle en la cintura y un exceso de tela en la parte superior de la espalda. Eso suele pasar con trajes listos de percha (ready-to-wear) o con ajustes genéricos, pensados para cuerpos más rectos. Esto no es sastrería ni por casualidad. Son más bien traje de asesor de la Cámara de Diputados que es lo peor que le puede pasar a alguien. Llovido sobre mojado, la altura de los botones parece algo baja, lo que acorta el tronco visualmente, y las solapas notch estrechas refuerzan ese aire cuadrado, casi de uniforme. En hombres maduros, ese tipo de estructura —en lugar de estilizar— tiende a añadir volumen y si el vals de los novios va a tener exageraciones con brazos estirados a lo Ginger Rogers la panza se vuelve un problema.  Con un corte más suave en el hombro, entalle leve en la cintura y solapa más ancha o de pico, los trajes hubieran resultado más favorecedores y menos “Anexo de Riobamba”. Pero no seamos frívolos. Vayamos a lo que, realmente, importa. 

En hombres maduros, ese tipo de estructura de traje de novios —en lugar de estilizar— tiende a añadir volumen y si el vals de los novios va a tener exageraciones con brazos estirados a lo Ginger Rogers la panza se vuelve un problema.

Imitar al Amor 

Hay algo perturbador en la impulcritud de los trajes. No por su rigidez ni por su falta de gracia, sino por lo que revelan sin querer: el deseo de encajar. El matrimonio gay, en estos casos, no celebra la diferencia sino que la normaliza, como si la única manera de existir legítimamente fuera reproducir la forma del amor permitido. La ceremonia no emancipa sino que clausura. No libera, administra. El traje en esa fiesta —es un tipo muy específico de armadura social— no abriga cuerpos disidentes sino que los endereza, los alinea, los acomoda dentro del marco que antes los excluía. En el fondo, no hay nada más conservador que dos hombres sellando su unión con la estética del Estado y la bendición de los museos. El casamiento gay se vuelve así la coronación de la domesticidad como virtud progresista: una coreografía de aceptación, un espejo donde la sociedad puede reconocerse tolerante sin modificar su estructura. El arte también viene muy a mano porque funciona como territorio mesopotamico pero esta vez no fluvial sino moral. No aportan al futuro de la Nación pero se muestran como caricaturas que aportan en nombre de la cultura de esa Nación.  

El matrimonio gay, en estos casos, no celebra la diferencia sino que la normaliza, como si la única manera de existir legítimamente fuera reproducir la forma del amor permitido. La ceremonia no emancipa sino que clausura. No libera, administra.

El amor se vuelve legible sólo cuando adopta la forma del contrato, cuando imita a su propio enemigo. Ese es el drama de toda asimilación: el gesto de reclamar un lugar en el orden es también el gesto de confirmar la autoridad de ese orden. Se entra en la institución por la puerta de servicio, pero se aplaude como si fuera redención. El matrimonio, en este sentido, es la última performance del sistema: una ficción de igualdad que esconde la jerarquía intacta. Quien no tiene nada que perder celebra el deseo; quien tiene capital, asegura su herencia. Por eso el matrimonio gay solo funciona —socialmente, simbólicamente— cuando hay dinero que garantizar. La igualdad ante la ley se vuelve garantía ante el banco. Las alianzas de oro sustituyen el lenguaje del riesgo por el del patrimonio. Amar deja de ser un acto improductivo y pasa a ser una forma de gestión. Y en un ecosistema donde todo se mide en visibilidad, la boda deja de ser privada: es una inversión en imagen, un dispositivo de legitimación social.

La escena, congelada en la fotografía, tiene algo de pintura flamenca: los protagonistas al frente, vestidos de negro; al fondo, difusa, una figura femenina que mira de costado. Es Ana Gallardo cuya propia obra fue devorada no por la moral de la época sino por intentar transformar a la vejez en la marginalidad en un territorio extractivizable. Su pecado fue usar cuerpos pobres como materia prima de su estetización, mujeres sin agencia convertidas en iconografía de la miseria. Fue cancelada en México por haber hecho exactamente lo que el arte contemporáneo celebra en silencio: instrumentalizar la precariedad mientras se predica empatía. Su presencia, aunque lateral, resume la paradoja del momento: mientras ella encarna la culpa de la clase creativa, ellos encarnan su absolución. El casamiento, entonces, no es tanto una unión como una escenografía de reconciliación. El arte, la moral y el capital se perdonan mutuamente. En la pista de baile, los cuerpos bailan, pero el baile ya no es transgresión sino cumplimiento. No hay exceso, no hay desviación; hay un tipo mas puesto en abismo de protocolo, registro de asistencia, evidencia de pertenencia.

La escena, al fondo devela a una figura femenina que mira de costado. Es Ana Gallardo cuya propia obra fue devorada no por la moral de la época sino por intentar transformar a la vejez en la marginalidad en un territorio extractivizable.

La foto vibra con esa energía: dos hombres felices, correctos, homologados. Lo que en otro tiempo habría sido un gesto de insumisión —amar fuera del mandato— se convierte en un acto notarial. El deseo, domesticado, se exhibe como progreso. Sin embargo, la copia nunca es perfecta. En los bordes del cuadro algo falla: los hombros del traje, demasiado cuadrados; la camisa que no se amolda; la sonrisa que parece ensayada, la cancelada incorporada sin pedir perdón adecuadamente. Pequeñas grietas por donde asoma lo que se quiso borrar: la conciencia de que esa forma no les pertenece del todo.

Lo que se presenta como genuino conserva el eco de la imitación. Ahí radica la melancolía del momento: en la imposibilidad de escapar al modelo sin reproducirlo. El amor —ese gesto radical de no tener destino— se vuelve un trámite, una mise en scène del orden. Y el arte que rodea la escena, las luces, las curadurías, los discursos de inclusión, no hacen sino reforzar el marco. Porque en este sistema la diferencia sólo se tolera cuando viene con factura y apellido. Quizás eso explique la serenidad con la que se los ve. Han alcanzado la paz del reconocimiento: la recompensa final por años de correcta gestión de la diferencia. Pero el precio de la aceptabilidad es la pérdida del filo. El deseo se volvió legible, pero dejó de ser peligroso. La foto los muestra como gemelos. La gente que está detrás es como espejada. Las bolas de espejos se repiten indiferenciadas. Si algo hace este casamiento es asegurarse de que la diferencia se reafirma mediante su negación pública. 

El video del casamiento los muestra como gemelos. La gente que está detrás es como espejada. Las bolas de espejos se repiten indiferenciadas. Si algo hace este casamiento es asegurarse de que la diferencia se reafirma mediante su negación pública. 

El museo doméstico y los últimos ritos. 

Todo lo que tocan se vuelve colección. El amor, las amistades, los artistas, las casas, los objetos: cada gesto parece archivado antes de existir. No acumulan por avidez, sino por un miedo más refinado: el de desaparecer sin dejar rastro. En eso, su coleccionismo es menos una pasión estética que un ejercicio de supervivencia simbólica. Su casa —que alguna vez fue refugio, luego galería, después espacio para artistas y hoy sala de recepción— funciona como una pequeña institución sin reglamento, pero con todos los síntomas de una: la curaduría, la rotación de obras, el relato biográfico convertido en pedagogía. Los artistas que ayudaron o promovieron orbitan en ese sistema como testigos agradecidos, como piezas vivas de una narrativa donde todo se conserva. La amistad deviene parte del inventario.

Todo lo que Brun y Cattaneo tocan se vuelve colección. El amor, las amistades, los artistas, las casas, los objetos: cada gesto parece archivado antes de existir. No acumulan por avidez, sino por un miedo más refinado: el de desaparecer sin dejar rastro.

Esa pulsión por reunir, por fijar, por mostrar, tiene el mismo impulso que el museo: preservar deteniendo el tiempo. Cada adquisición promete salvar algo del olvido, pero en el mismo gesto lo inmoviliza. Lo vivo se exhibe, y al exhibirse, se apaga. La colección, con su orden preciso, con su estética del cuidado, es la manera más elegante de administrar la muerte. El arte contemporáneo los celebra por eso mismo: porque han logrado convertir la acumulación privada en discurso público. Han hecho del gusto una forma de poder y del poder una forma de gusto. Su colección no interroga al presente; lo embalsama. No cuestiona el mercado; lo documenta.

Cada exposición doméstica, cada artista acogido, cada obra prestada funciona como certificado de pertenencia a una cultura donde la vitalidad se mide por su capacidad de ser conservada. El museo —esa gran máquina de inmovilizar el sentido— se ha diseminado en el living, en la feria, en la red social. Ya no hace falta el mármol ni la bóveda: basta con una buena iluminación y un relato. En ese sentido, la pareja ha comprendido el espíritu de la época mejor que nadie: en la era de la visibilidad infinita, el coleccionista ya no colecciona objetos, sino versiones de sí mismo.

Su casa, llena de obras de amigos, de obras que hablan entre sí, de piezas que devuelven el reflejo del anfitrión, se parece más a un mausoleo que a un hogar. No porque falte vida, sino porque todo está dispuesto para durar más allá de ella. El museo, ese viejo invento europeo para domesticar la memoria, ha encontrado en estos nuevos mecenas su escala humana: paredes blancas, aire acondicionado, copas de champán y un relato de inclusión. Pero debajo del brillo, la lógica es la misma: lo que se muestra deja de pertenecer al flujo de lo vivo. El gesto de conservar, de fijar, de convertir la experiencia en pieza, es también un modo de clausura. La colección como testamento. El amor como archivo. La amistad como serie limitada. Quizás ese sea el verdadero sentido del matrimonio en el arte contemporáneo: asegurar la perpetuidad del archivo, la continuidad de la propiedad, la inscripción en el catálogo de la respetabilidad. Nada más lejos del deseo, nada más próximo al museo. Y así, mientras la música sigue sonando y los cuerpos bailan, todo lo que importa ya ha sido catalogado.

Quizás ese sea el verdadero sentido del matrimonio gay en el arte contemporáneo: asegurar la perpetuidad del archivo, la continuidad de la propiedad, la inscripción en el catálogo de la respetabilidad. Nada más lejos del deseo, nada más próximo al museo.

Rites of Sanctification in the Gay —but Not Queer— Wedding of Institutional Collectors: Acceptance, Caricature, and Last Sacraments (ENG)

We have a new married gay couple at the summit of the contemporary art world. In Buenos Aires, the words patron and collector function like noble titles granted by a committee of affinities. Money, when it comes from real estate, is purified by contact with canvas. Within that ritual stand Andrés Brun and Juan José Cattaneo, a couple from Corrientes, real-estate developers turned contemporary-art figures and now visible members of the board of the arteBA Foundation. They are, to put it plainly, the perfect couple for a city that turns every tile into cultural branding: one the well-mannered businessman, the other his partner and associate, both supplying the oxygen the art system needs to keep breathing—without asking too many questions about the air it breathes.

Brun arrived from Corrientes to Buenos Aires with the energy of someone determined. He never studied art or art history: his training is that of the average Argentine capitalist, trained to spot opportunity in empty land. Cattaneo, also from Corrientes, shared the same map of aspirations and the same displaced sense of belonging. They began buying art in 2006, without a plan, as one decorates a new apartment. They were drawn to fishermen, to blue horizons. That first gesture—paintings of boats and nets—has a candour that time would turn into a founding myth: the Mesopotamian collector couple who, unknowingly, started a collection with its “own” identity.

Their first acquisitions of modern Argentine painting date from that period, often impulsive, at auctions. But their leap to contemporary-collector status came through a performative turn: opening their private space to others. Thus was born Espacio Forest, in an empty building on Forest Avenue 614. What for a developer would be an idle asset became, for them, an aesthetic laboratory. Lending a property to artists was the perfect gesture for the arteBA ecosystem: an act of “cultural generosity” with an implicit market value, social prestige, and potentially a tax advantage. Forest operated as both workshop and exhibition space: young artists occupied the rooms, did installations, performances, or simple open studios. Brun and Cattaneo charged no rent or commission; they offered visibility. But visibility always has a price. In exchange, the duo consolidated their reputation as contemporary patrons, men of sensitivity who understand that art is also “symbolic capital.” In a city where every form of patronage is also marketing, that type of exchange—space for legitimacy—became legal tender.

The story is familiar: in Buenos Aires, real-estate developers have become the new Renaissance princes. Every tower in Palermo promises a cultural rooftop; every boutique building boasts murals or sculptures by young artists. It is a city model where art works as lubricant for business, an aesthetic alibi for capital’s advance. And the State, far from questioning it, provides fiscal instruments to make the process look like a virtuous collaboration. The most emblematic is the City of Buenos Aires Cultural Patronage Scheme, run by the Ministry of Culture. Created to link the private sector with culture, it allows companies or individuals who pay local taxes to redirect part of them toward approved cultural projects. In practice: you pay less tax by “supporting a cultural project,” and gain institutional visibility. Companies can deduct up to 80 % of the tax owed, provided that amount funds a pre-authorised project. Official rhetoric presents this as the democratisation of cultural funding. In the city’s reality—a parochial web where everyone knows and approves everyone else’s projects—patronage becomes the perfect way for capital to wash its hands in the public fountain of art. In such an ecosystem, patron replaces tax-benefited contributor.

Brun and Cattaneo’s case fits this hybrid logic precisely. Their capital comes from real estate, their visibility from the art circuit, their legitimacy from the convergence of both. Espacio Forest, born of an idle building, operates as a metaphor for that alliance: property gains symbolic value while art gains façade. And if such activities fall under cultural-patronage or tax-benefit regimes, the circle closes with porteño elegance. The city also offers partial exemptions from wealth tax, deductions for donations to cultural institutions, and the possibility for companies to justify cultural investment as an expense. For developer-collectors, it is the perfect mix: the State reduces their fiscal burden and the market legitimises the operation as altruism. What is presented as “commitment to culture” is, more often, a reputational architecture where every square metre of sensitivity translates into brand value.

In that sense, Buenos Aires contemporary art cannot be understood without its benefactors. arteBA, the Moderno, the Bellas Artes, even some independent galleries depend, in varying degrees, on these patrons who contribute money, space, or contacts. But the relationship is not one-way: collectors receive institutional curation, invitations, social prestige and, at times, privileged access to works that later enhance their collections. The system feeds on mutual gratitude: the museum exhibits, the patron appears, the critics celebrate the synergy. Brun and Cattaneo play that game efficiently. They don’t flaunt like old magnates or pose as intellectuals: they embody the figure of the sensitive businessman who attends openings, chats with artists, smiles before murals. Their early taste for seascapes evolved into a more eclectic contemporary repertoire—installations, conceptual works, performances—but the symbolic structure remains: what matters is not what they buy but what their buying represents.

The couple sits on the board of the arteBA Foundation, on the Moderno’s acquisitions committee, and appear in every list of “collectors supporting the local scene.” Their name circulates as a synonym for commitment—a word that, in the language of contemporary art, equals solvency. The difference between donating and investing dissolves in the same gesture. Within this context, the patronage scheme legitimises philanthropy with returns. A company or individual can fund an exhibition, catalogue, or art space and, in exchange, receive official recognition and a tax deduction. The system rewards visibility, not critique: a troublesome project is rarely approved. In a network where jurors, curators and beneficiaries share dinners, studios, and emotional ties, meritocracy is mere décor.

The result is a closed, self-referential ecosystem where the borders between art, business and cultural policy blur. The artist becomes manager, the manager becomes entrepreneur, the entrepreneur becomes curator. And the public—reduced to an opening-night backdrop—witnesses the spectacle of capital cross-dressed as sensibility. Brun and Cattaneo are, in that sense, the patron saints of the porteño model: their story embodies the passage from tangible to symbolic capital, from building to painting, from brick to artwork. Espacio Forest was not just a gesture of support; it was the pilot test of how art can revalue a property and, simultaneously, unify the credentials of a socially strategic duo in the era of identity politics. They are queer only in so far as they legitimise, through resources and fiscal incentives, their closeness to “emerging” art.

The tale of two developers who love art and share it with the community fits perfectly within the narrative of local cultural progressivism. The State celebrates their commitment, museums open their doors, artists thank them for the opportunity, and the media repeat the story as proof that Argentine art still has philanthropists. What goes undiscussed is the cost of that philanthropy: culture’s structural dependence on private capital, the quiet withdrawal of the State, and the normalisation of inequality as aesthetic landscape. Because in Buenos Aires—a city now more brand than polis—patronage has become the elegant form of inequality. The collector replaces the State, the market occupies the place of cultural policy, and sensitivity is measured in square metres of display. Brun and Cattaneo are the friendly faces of that system: they speak the right language, support contemporary causes, smile at arteBA and sponsor projects. Yet behind that friendliness lies the same power matrix that turns culture into a marketing tool. The myth of a “vibrant local scene” rests on this alchemy: real-estate capital disguised as cultural commitment, artists adapting to fundable formats, and the press celebrating the synergy. Art becomes decoration for a larger project: the city-as-company. And in that company, patrons are majority shareholders.

Perhaps that is why the wedding of Brun and Cattaneo—not just a social event but the perfect ceremony for our time—feels so symbolic: two men of brick consecrating their union beneath the symbolic vault of contemporary art. A marriage between money and aesthetic legitimacy, blessed by a State that refunds their taxes and by critics who thank them for the champagne. In a Buenos Aires that confuses diversity with marquees and culture with networking, love—like art—becomes another form of investment.

Imitating Love

There is something unsettling in the neatness of the suits—not their stiffness or lack of grace, but what they reveal: the desire to fit in. Marriage, in these cases, doesn’t celebrate difference; it normalises it, as if the only legitimate way to exist were to reproduce the form of permitted love. The ceremony doesn’t emancipate; it manages. The suit in that party—a very specific kind of social armour—doesn’t shelter dissident bodies but straightens them, aligns them within the frame that once excluded them. There is nothing more conservative than two men sealing their union with the State’s aesthetics and the museums’ blessing. Gay marriage becomes the coronation of domesticity as progressive virtue: a choreography of acceptance, a mirror where society recognises itself as tolerant without altering its structure.

Love becomes legible only when it adopts the form of the contract, when it imitates its own enemy. That is the drama of every assimilation: to claim a place within the order is to confirm the authority of that order. One enters the institution through the service door but applauds as if it were redemption. Marriage, in this sense, is the system’s ultimate performance—a fiction of equality that hides an intact hierarchy. Those with nothing to lose celebrate desire; those with capital secure inheritance. That is why gay marriage only “works”—socially, symbolically—when there is money to guarantee it. Equality before the law becomes collateral before the bank. Gold rings replace the language of risk with that of patrimony. Loving ceases to be unproductive; it becomes a form of management. And in an ecosystem where everything is measured by visibility, the wedding stops being private: it is an investment in image, a device of social legitimisation.

The frozen image could be a Flemish painting: the two protagonists in black at the front; in the background, blurred, a woman glancing sideways—Ana Gallardo, whose own work was devoured not by morality but by her attempt to turn old age and marginality into extractable territory. Her sin was to use poor bodies as raw material for aestheticisation—women without agency turned into icons of misery. She was cancelled in Mexico for doing precisely what contemporary art silently celebrates: instrumentalising precarity while preaching empathy. Her presence, though marginal, condenses the paradox of the moment: while she embodies the guilt of the creative class, they embody its absolution. The wedding is less a union than a set design for reconciliation. Art, morality and capital forgive each other. On the dance floor, bodies move, but the dance is no longer transgression—it is compliance. No excess, no deviation; just a mise en abyme of protocol, attendance, belonging.

The photo hums with that energy: two happy, proper, homologated men. What once would have been an act of defiance—loving outside the mandate—becomes a notarial act. Desire, domesticated, parades as progress. Yet the copy is never perfect. At the edges something falters: shoulders too square, shirts ill-fitting, smiles rehearsed, the cancelled artist incorporated without proper apology. Small cracks through which leaks what was meant to be erased—the awareness that the form does not entirely belong to them. What presents itself as genuine retains the echo of imitation. That is the melancholy of the moment: the impossibility of escaping the model without reproducing it. Love—the radical gesture of having no destiny—becomes a procedure, a mise en scène of order. And the art surrounding the scene—the lights, the curatorships, the inclusion discourses—only reinforce the frame. Difference is tolerated only when it comes with receipts and surnames.

They look serene because they have reached recognition’s peace: the final reward for years of proper management of difference. But the price of acceptability is the loss of edge. Desire has become legible, but it is no longer dangerous. The photo shows them as twins; the people behind mirror them; the disco balls replicate endlessly. This wedding ensures that difference is reaffirmed through its public denial.

The Domestic Museum and the Last Rites

Everything they touch turns into a collection. Love, friendships, artists, houses, objects—every gesture seems archived before it exists. They don’t accumulate out of greed but out of a more refined fear: disappearing without a trace. Their collecting is less aesthetic passion than symbolic survival. Their home—once refuge, later gallery, then artist space, now reception hall—functions as a small institution without bylaws but with all its symptoms: curation, rotation, biographical narrative turned pedagogy. The artists they have helped orbit that system as grateful witnesses, living pieces of a story where everything is preserved. Friendship becomes part of the inventory.

This urge to gather, to fix, to display, follows the same impulse as the museum: to preserve by stopping time. Every acquisition promises rescue from oblivion but freezes life in the process. The living, once exhibited, dims. The collection, with its precise order and its aesthetic of care, is the most elegant way to manage death. Contemporary art celebrates them precisely for that: they have turned private accumulation into public discourse, taste into power, power into taste. Their collection doesn’t interrogate the present; it embalms it. It doesn’t question the market; it documents it.

Each domestic exhibition, each hosted artist, each loaned piece works as a certificate of belonging to a culture where vitality is measured by the capacity to be conserved. The museum—the great machine for immobilising meaning—has spread to the living room, the fair, the social network. Marble and vaults are no longer required; good lighting and a story suffice. In that sense, the couple have grasped the spirit of the age better than anyone: in the era of infinite visibility, collectors no longer collect objects but versions of themselves.

Their house, filled with works by friends that speak to one another and reflect the hosts, resembles a mausoleum more than a home—not for lack of life, but because everything is arranged to outlast it. The museum, that old European invention to domesticate memory, has found in these new patrons its human scale: white walls, air-conditioning, champagne glasses and an inclusion narrative. Beneath the shine, the logic is the same: what is displayed ceases to belong to the flow of the living. The gesture of conserving, of fixing, of turning experience into piece, is also a gesture of closure. The collection as testament. Love as archive. Friendship as limited edition.

Perhaps that is the true meaning of marriage in contemporary art: ensuring the perpetuity of the archive, the continuity of property, the inscription in the catalogue of respectability. Nothing farther from desire, nothing closer to the museum. And so, while the music keeps playing and bodies keep dancing, everything that matters has already been catalogued.

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2 respuestas a “Ritos de santificación en el casamiento gay —mas no queer— de Andres Brun y Juan Jose Cattaneo: aceptación, caricatura y sacramentos correntinos (ESP) or Rites of Sanctification in the Gay —but Not Queer— Wedding of Institutional Collectors: Acceptance, Caricature, and Last Sacraments (ENG)”

  1. Querido Rodrigo, estuve buscando en este blog y no encontré referencias a Washington Cucurto. Cada vez que veo o leo sobre él o Blatt o Casas, automáticamente pienso en «mafia del amor», esa construcción que sintetiza de manera acabada tantos fenómenos del «campo cultural» argentino. Estás al tanto de su nueva deriva en pintor? Es un ejemplo paradigmático bien jugoso.
    Saludo tu trabajo, Rodrigo, que fue siempre una referencia para mí. A estas alturas, tu cancelación hay que tomarla más bien como una condecoración.
    Un abrazo
    Carlos Guido

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  2. Tremendo! Muy Lemebeliano.
    A propósito de lo que comenta Carlos Guido. Tremendo ese séquito: Casas, El Gordo de El Mató a un policía Motorizado, Lamothe, Cucurto devenido en la versión Temu de Basquiat. La mafia del amor recargada .

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