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Introducción — El voto como antídoto

Argentina votó ayer y lo hizo como quien intenta curarse amputándose. En una elección marcada por la apatía —apenas un 67 % del padrón se acercó a votar—, La Libertad Avanza consolidó el dominio parlamentario de Javier Milei con poco más del 40 % de los votos. El peronismo, convertido en una red de reflejos nostálgicos y favores envejecidos, apenas alcanzó un 32 %. El resto, fragmentos menores de una oposición que nunca llegó a existir. El resultado fue menos una elección que un diagnóstico médico: el país eligió sobrevivir a través de una fantasía de inmunidad.

Argentina votó ayer y lo hizo como quien intenta curarse amputándose. En una elección marcada por la apatía, La Libertad Avanza consolidó el dominio. Menos una elección que un diagnóstico médico: el país eligió sobrevivir a través de una fantasía de inmunidad.

A diferencia de sus adversarios, Milei no se autodisolvió porque trascendió la lógica doméstica. Lo que lo sostiene no es una comunidad sino una red de alianzas internacionales con consecuencias materiales directas: el aval trumpista, la convergencia de capitales cripto, los favores del narco, los traders globales que encuentran en la catástrofe argentina una oportunidad de laboratorio. En ese sentido, su victoria no fue ideológica sino biológica: el triunfo de un organismo que, para seguir existiendo, acepta ser parasitado por otros.

La victoria de Milei no fue ideológica sino biológica: el triunfo de un organismo que, para seguir existiendo, acepta ser parasitado por otros.

El peronismo, por su parte, se volvió un sistema inmunitario que confunde protección con preservación del mal. Ya no redistribuye ni encarna al pueblo: lo administra como una enfermedad crónica. Pero el mileísmo tampoco ofrece cura alguna. Representa el salto al vacío de un cuerpo sin piel, una sociedad que, harta del encierro y del paternalismo, se expone deliberadamente a nuevas infecciones y sus consecuentes extracciones. 

Lo que se votó ayer no fue un programa económico, ni siquiera una visión del país, sino una forma de anestesia. En términos de biopolítica, la elección fue una transfusión simbólica: drenar la sangre infectada del Estado para reemplazarla por adrenalina especulativa. La lógica del contagio —no la del contrato— es hoy el principio de soberanía. El voto fue el nuevo suero nacional: una mezcla de furia, cinismo y esperanza inmunológica. Una política de laboratorio en la que cada ciudadano se volvió su propio médico y su propio verdugo. Milei no encarna una ideología: encarna la supervivencia de la forma cuando la comunidad ya no cree en la vida.

COVID y la fantasía inmunitaria

La pandemia no fue solo un episodio sanitario: fue el ensayo general de una nueva forma de soberanía. Durante el encierro, el Estado argentino redescubrió su vieja vocación pastoral: la de administrar el cuerpo de los ciudadanos como si fueran pacientes internados. Alberto Fernández, rodeado de infectólogos y pantallas de Zoom, encarnó al último soberano clínico del país: un médico que cura separando, que protege aislando, que preserva disolviendo. Ese gesto condensó una fantasía inmunitaria: la idea de que una comunidad solo puede sobrevivir si interioriza el principio de exclusión.

El voto fue el nuevo suero nacional: una mezcla de furia, cinismo y esperanza inmunológica. Una política de laboratorio en la que cada ciudadano se volvió su propio médico y su propio verdugo.

El encierro no fue una medida sanitaria, sino un acto teológico: la reactivación de la analogía entre cuerpo biológico y cuerpo político que Thomas Hobbes había formulado tres siglos antes. En el Leviatán, el Estado aparece como una piel protectora, un tejido que separa lo interno (los súbditos) de lo externo (el enemigo, la infección, el desorden). En la Argentina pandémica, esa piel se convirtió en frontera moral: el que salía, el que trabajaba, el que protestaba, era el virus. El discurso del cuidado derivó así en una pedagogía del miedo. Y cuando el miedo se convirtió en hábito, el país entero quedó reducido a un inmenso hospital moral donde cada movimiento debía justificarse en nombre del bien común. Pero todo régimen inmunitario lleva en su interior la semilla de su autodestrucción. 

El votante Mileista reacciona frente al discurso del cuidado kirchnerista que derivó, durante la pandemia, en una pedagogía del miedo. Y cuando el miedo se convirtió en hábito, el país entero quedó reducido a un inmenso hospital moral donde cada movimiento era monitoreado.

La cuarentena produjo el efecto inverso: el cuidado se transformó en repulsión, la protección en náusea. Cuando la comunidad se define solo por su defensa, termina deseando su propia disolución. Vecinos que se acusaban los unos a los otros. Mujeres empoderadas canceladoras. Hijitos de Presidentes de la Cámara de Diputados. Milei no nació del neoliberalismo, sino del hartazgo del cuidado. Su promesa de libertad total no fue una utopía económica, sino una catarsis biopolítica: la fantasía de vivir sin piel, de exponerse al contagio para recuperar la sensación de estar vivos.

El confinamiento había demostrado que la sociedad argentina ya no toleraba el roce del otro. Y en esa saturación, el voto se volvió una forma de liberación infecciosa: romper la cuarentena moral que el progresismo había convertido en dogma. El Estado, al intentar proteger la vida, la redujo a mera supervivencia. Y el pueblo, cansado de sobrevivir, votó por la exposición. Lo que vino después no fue una revolución, sino un experimento inmunológico a cielo abierto: la biopolítica transformada en autopsia nacional.

La ley como máquina destituyente

La ley, en la Argentina contemporánea, ya no cumple la función clásica de ordenar la comunidad: la preserva destituyéndola. Es decir, garantiza su continuidad mediante la suspensión de toda pertenencia real. El kirchnerismo llevó esa lógica a su forma más acabada: convirtió la legalidad en un espectáculo moral, una liturgia del bien que funcionó como nuevo sistema inmunitario. Durante dos décadas, la retórica de los derechos sustituyó al proyecto político. El “pueblo” se volvió un recurso estético, una palabra que otorgaba legitimidad instantánea a cualquier acto de poder. El resultado fue un Estado pastoral, obsesionado con el gesto de cuidar, pero incapaz de producir comunidad.

El INCAA y el INADI fueron los templos de esa religión secular. El primero, un laboratorio de pureza simbólica: subsidios como indulgencias, cofradías de artistas que hablaban (y aun lo hacen)  en nombre de “la cultura nacional” mientras administraban sus propias prebendas. El segundo, un tribunal emocional que reemplazó la justicia por la moral: una inquisición progresista donde las causas se resolvían según la cercanía ideológica del acusado. El aparato estatal no eliminó la exclusión; la gestionó con buena conciencia. El derecho se transformó en inmunidad para los propios y castigo ejemplar para los disidentes. Así, el progresismo argentino institucionalizó una nueva jerarquía: la del Bien remunerado.

El caso paradigmático fue el del periodismo identitario, capaz de confundir defensa de minorías con censura preventiva. En ese contexto, Liliana Viola escribió en el suplemento queer de Página 12 que un hombre HIV positivo no podía hablar del virus porque hacerlo sería “robar la bandera” de los que habían luchado. La enfermedad convertida en propiedad simbólica, la experiencia en monopolio discursivo: el cuerpo como marca registrada del bien. Y yo, como dijeron Viola y Giunta, era El Mal. Alguien les advirtió que tuvieran cuidado con las palabras porque cuando el problema real apareciera, ya no habría léxico. 

Esa frase resumía el nuevo orden inmunitario: solo ciertos cuerpos pueden hablar del dolor, aquellos homologados por la institución moral del Estado. El kirchnerismo, en su versión más ilustrada, confundió redistribución con absolución. Los subsidios, las becas, los cupos, funcionaban como sacramentos laicos: conferían inocencia a quien los recibía. El resultado fue una cultura del mérito invertido, donde la pertenencia a un grupo oprimido otorgaba derecho de emisión, pero no de pensamiento. El progresismo de Estado transformó la ley en catecismo. El INCAA canonizó a los suyos con premios y fondos; el INADI excomulgó a los herejes. El pueblo, ese sujeto colectivo que debía ser protegido, fue sustituido por una élite sensible que se proclamó su vocera. En lugar de justicia social, hubo administración de culpa. La ley, al volverse un dispositivo de inmunización moral, perdió su poder constituyente. Ya no funda comunidad: la regula para evitar que exista. Y en esa paradoja —proteger destruyendo, cuidar excluyendo— se gestó el vacío político que Milei vino a ocupar. Porque cuando la virtud se vuelve insoportable, aparece el deseo de lo contrario: el mal como forma de redención.

El agotamiento del kirchnerismo moralista abrió el camino a una espiritualidad inversa, donde el delincuente se vuelve héroe y el corrupto, mártir. La política dejó de ser lucha de clases para volverse una competencia de pecados. El nuevo votante argentino no busca pureza: busca autenticidad, aunque provenga del delito. Y en ese gesto hay algo profundamente religioso: después del régimen de los santos, siempre llega el tiempo de los demonios.

Peronismo: la inmunidad feudal

El peronismo fue la primera gran política inmunitaria argentina. Nació, como todo mito fundacional, de una infección: la irrupción de un líder carismático en un cuerpo social fracturado por la desigualdad y la guerra. Desde entonces, su función no fue tanto gobernar como contener el desborde. Más que un movimiento, el peronismo es una estrategia de homeostasis: un sistema que absorbe los conflictos para evitar su resolución.

El peronismo fue la primera gran política inmunitaria argentina. Nació, como todo mito fundacional, de una infección: la irrupción de un líder carismático en un cuerpo social fracturado. Es una estrategia de homeostasis: un sistema que absorbe los conflictos para evitar su resolución.

Durante décadas, esa maquinaria funcionó con eficacia biológica. Cada crisis generaba su propio antígeno: sindicalismo, asistencialismo, caudillismo provincial, y el mito del pueblo eterno. La promesa de justicia social derivó en una fisiología del control, una red de órganos interdependientes —gobernadores, intendentes, barones del conurbano— que garantizaban la circulación mínima de sangre en un cuerpo ya necrosado.

El peronismo se volvió así la autoinmunidad estructural del país: sobrevivía atacándose. Su poder residía en administrar el mal con apariencia de bien. La corrupción no era un accidente, sino un lubricante homeostático: mantenía en movimiento un aparato que solo podía reproducirse corrompiéndose. Por eso el kirchnerismo, lejos de traicionar al peronismo, fue su forma avanzada: trasladó el clientelismo del territorio al discurso, del voto comprado al voto moral. Pero al hacerlo, de lo feudal paso a su propia neoliberalización feudalizada. 

El pueblo ya no era un sujeto político, sino una metáfora justificatoria. Se hablaba en su nombre para no tener que escucharlo. La versión provincial del peronismo llevó esta lógica a su expresión más nítida. Allí, la política es una economía de parentescos y castigos: la herencia feudal de la colonia actualizada en clave democrática. El linaje reemplazó a la ideología. Apellidos como Vaca Narvaja, Camaño o Moreau garantizan la pureza de la casta tanto como la fidelidad al mito. El poder no se gana: se hereda.

Y como en todo sistema inmunitario, lo que se teme no es la enfermedad, sino el trasplante. Por eso el peronismo reacciona con violencia ante cualquier intento de reemplazo. Su misión histórica fue impedir la mutación: preservar la especie política a costa de la vitalidad social.

Hoy, sin embargo, esa inmunidad se volvió tóxica. El organismo nacional ya no distingue entre protección y asfixia. El voto de 2025 expresa justamente esa saturación: el deseo de expulsar la cápsula peronista que durante décadas encapsuló la vida política. Pero lo que emerge en su lugar no es una comunidad renovada, sino una piel rota. La biología del poder se queda sin epidermis. El peronismo ya no gobierna: administra la nostalgia de una comunidad imposible.

Esa frase resume su tragedia. Fue el custodio de una identidad que ya no existe, el garante de una unidad que se disolvió en la multiplicación de sus feudos. Y como todo sistema inmunitario que sobrevive a su función, terminó atacando aquello que decía proteger. Lo que sigue —el mileísmo— no es una ruptura, sino la metástasis. Donde antes había control, ahora hay disolución; donde había dogma, ahora hay vértigo. La comunidad, cansada de las vacunas simbólicas, decidió probar el virus.

Gobernar el mal

El poder en la Argentina siempre tuvo algo de alquimia: se sostiene no pese al mal, sino gracias a él. La corrupción, la violencia, la trampa, nunca fueron anomalías, sino la energía oscura que mantuvo unido al sistema. Cuando la moral se derrumba, el crimen ofrece continuidad. Durante años, el peronismo administró esa contradicción con maestría. Su misión implícita fue gobernar el mal para evitar el caos. Convertía cada escándalo en prueba de realismo, cada abuso en evidencia de eficacia política. El mensaje era claro: peor sería sin nosotros.

El poder en la Argentina siempre tuvo algo de alquimia: se sostiene no pese al mal, sino gracias a él. La corrupción nunca fue anomalía sino la energía oscura que mantuvo unido al sistema. Cuando la moral se derrumba, el crimen ofrece continuidad.

El delito se volvió una pedagogía del orden. Pero el kirchnerismo, al estetizar esa tradición, le quitó su mística. Al pretender moralizar el mal, lo desactivó. Y cuando la corrupción se volvió un tema de talk-show, el mal perdió su función sagrada: ya no contenía el desborde, solo lo exhibía. El mileísmo aparece como la mutación final de ese proceso: no viene a esconder el mal, sino a celebrarlo como verdad. Lo que antes se negaba, ahora se enarbola. El votante argentino, harto del sermón progresista, prefiere al ladrón confeso antes que al santo hipócrita.

No por ingenuidad, sino porque intuye que la inocencia es una forma de mentira. El delito, en cambio, es una verdad sin mediación. El narco, el estafador, el político obsceno, representan la posibilidad de una autenticidad brutal: cuerpos sin culpa que ya no piden perdón por sobrevivir. Así, la política se transformó en una liturgia invertida. El líder no promete redención: promete exposición. El pueblo ya no busca ser salvado, sino mirar de frente lo que lo arruina. Es una espiritualidad de la transparencia total: la confesión sin arrepentimiento.

Por eso Milei no fue un accidente, sino la consecuencia lógica de un país que perdió la capacidad de diferenciar entre cura y contagio. Su discurso no ofrece esperanza, ofrece descarga. Y el votante, exhausto de décadas de simulacro moral, acepta esa descarga como alivio. En el nuevo orden argentino, la corrupción no es el precio del poder, sino su condición. El mal ya no amenaza al sistema: lo mantiene respirando. La comunidad se conserva incorporando su propio veneno, como un adicto que necesita pequeñas dosis de toxina para no colapsar. Esa es la paradoja del presente: cuanto más se promete purificar, más se internaliza la podredumbre. Y en ese circuito, el país sigue vivo. No porque haya encontrado una cura, sino porque aprendió a metabolizar su enfermedad.

Epílogo — El negativo como patria

Toda sociedad, decía Arnold Gehlen en 1931, necesita un enemigo para saber que está viva. La vida, para ser completamente vida, busca su negativo: lo absorbe, lo digiere, lo incorpora. El hombre no se define por el yo sino por el no-yo, por aquello que lo amenaza y, al hacerlo, le recuerda que existe. Esa idea, que en Gehlen todavía era una ontología, en la Argentina se volvió una rutina doméstica. Desde hace décadas, el país se alimenta de sus contrarios. Cada facción necesita a la otra para justificar su propio cansancio. El peronismo sin antiperonismo se disolvería; el mileísmo sin progresismo perdería su adrenalina. Las ideologías se consumen mutuamente, como anticuerpos.

La política argentina no se funda en el acuerdo, sino en la cohabitación del mal. Es un totemismo secular donde cada tribu adopta al enemigo que necesita para sobrevivir. En el fondo, el argentino ya no busca el bien: busca intensidad. La vida se confunde con la sobrevivencia porque sólo en la fricción con lo que detesta se siente real. De ahí la fascinación por el fracaso, por el caudillo grotesco, por el empresario que roba pero “hace cosas”. La incorrección se vuelve una forma de vitalidad: una verdad sucia que devuelve al ciudadano una identidad perdida.

En el fondo, el argentino ya no busca el bien: busca intensidad. La vida se confunde con la sobrevivencia porque sólo en la fricción con lo que detesta se siente real. De ahí la fascinación por el fracaso que es una forma de vitalidad: una verdad sucia que devuelve al ciudadano una identidad perdida.

La comunidad nacional se comporta como un organismo que, para no morir, debe reinfectarse cada tanto. No hay diferencia entre enfermedad y sistema inmunitario; entre cura y recaída. La corrupción, la inflación, el fanatismo, funcionan como pequeñas dosis de veneno que impiden la muerte por aburrimiento. El desastre se volvió nuestra fisiología. Por eso, cada elección en Argentina es menos un acto cívico que una transfusión de negatividad. El votante sabe que el nuevo gobierno lo va a traicionar, pero lo vota igual: necesita esa traición como prueba de continuidad. 

El voto no elige: reincorpora. Es el rito con el que la nación vuelve a introducirse su propio mal para recordar que todavía circula sangre. Quizás por eso Milei, con su retórica apocalíptica y su furia performática, se siente tan natural en este paisaje. No es la anomalía, sino la forma actual del sistema inmunitario nacional: un cuerpo que, exhausto de curarse, se lanza a abrazar su fiebre. Y en esa lógica, el país persiste. No como comunidad, sino como laboratorio; no como proyecto, sino como organismo; no como nación redimida, sino como cuerpo que sigue latiendo entre la inmunidad y la disolución.

The Argentine Voter, Tired of Progressive Sermons, Prefers the Self-Confessed Thief to the Hypocritical Saint (ENG) 

Introduction — The Vote as Antidote

Argentina voted yesterday as someone trying to heal by cutting off a limb. In an election marked by apathy—barely 67% of the electorate turned out—La Libertad Avanza consolidated Javier Milei’s parliamentary dominance with just over 40% of the vote. Peronism, reduced to a network of nostalgic reflexes and ageing favors, barely reached 32%. The rest were minor fragments of an opposition that never quite came to exist. The result was less an election than a medical diagnosis: the nation chose to survive through an immunitary fantasy.

Argentina voted yesterday as someone trying to heal by cutting off a limb. Javier Milei’s got a parliamentary dominance with just over 40% of the vote. Peronism, reduced to a network of nostalgic reflexes barely reached 32%. The result was a medical diagnosis: the nation chose to survive through an immunitary fantasy.

Unlike his adversaries, Milei did not self-dissolve because he transcended domestic logic. What sustains him is not a community but a network of international alliances with direct material consequences: Trump’s blessing, the convergence of crypto capital, the favors of the narco world, and the global traders who see in Argentina’s catastrophe a laboratory opportunity. In that sense, his victory was not ideological but biological—the triumph of an organism that, in order to go on living, consents to being parasitized by others.

Peronism, meanwhile, has become an immune system that confuses protection with preservation of evil. It no longer redistributes or embodies “the people”: it administers them as a chronic disease. But mileísmo offers no cure either. It represents the leap of a skinless body—of a society that, weary of paternalism and confinement, deliberately exposes itself to new infections and their consequent extractions.

What was voted yesterday was neither an economic plan nor a vision of the country, but a form of anesthesia. In biopolitical terms, the election was a symbolic transfusion: draining the infected blood of the State and replacing it with speculative adrenaline. The logic of contagion—not that of contract—is now the principle of sovereignty. The vote became the new national serum: a mix of fury, cynicism, and immunological hope. A politics of the laboratory in which each citizen became both doctor and executioner. Milei does not embody an ideology—he embodies the survival of form when the community no longer believes in life.

COVID and the Immunitary Fantasy

The pandemic was not merely a sanitary episode; it was the dress rehearsal for a new form of sovereignty. During the lockdown, the Argentine State rediscovered its old pastoral vocation: administering the body of its citizens as if they were hospital patients. Alberto Fernández, surrounded by virologists and Zoom screens, became the last clinical sovereign of the Republic—a doctor who heals by separating, who protects by isolating, who preserves by dissolving. That gesture condensed an immunitary fantasy: the idea that a community can only survive by internalizing exclusion.

Lockdown was not a public-health measure but a theological act: the reactivation of the analogy between biological body and political body that Thomas Hobbes formulated three centuries ago. In Leviathan, the State appears as a protective skin—a membrane separating the inner (subjects) from the outer (enemy, infection, disorder). In pandemic Argentina, that skin became a moral frontier: whoever went out, worked, or protested was the virus. The rhetoric of care turned into a pedagogy of fear. And when fear became habit, the entire country was reduced to a vast moral hospital, where every movement required justification in the name of the common good.

Yet every immunitary regime carries within it the seed of self-destruction. The quarantine produced the opposite effect: care turned into repulsion, protection into nausea. When a community defines itself solely by defense, it ends up longing for its own dissolution. Neighbors accused one another; empowered women turned inquisitors; the sons of politicians performed their privilege online. Milei was not born of neoliberalism but of the exhaustion of care. His promise of total freedom was not an economic utopia but a biopolitical catharsis—the fantasy of living without skin, of exposing oneself to contagion to feel alive again.

Lockdown proved that Argentine society could no longer bear the touch of the other. In that saturation, the vote became a form of infectious liberation—a way of breaking the moral quarantine that progressivism had turned into dogma. The State, in attempting to protect life, reduced it to mere survival; and the people, tired of surviving, voted for exposure. What followed was not a revolution but an open-air immunological experiment: biopolitics transformed into a national autopsy.

Lockdown proved that Argentine society could no longer bear the touch of the other. In that saturation, the vote became a form of infectious liberation—a way of breaking the moral quarantine that progressivism had turned into dogma.

Law as a Destituent Machine

In contemporary Argentina, law no longer performs the classical function of ordering the community: it preserves it by dismantling it. That is, it guarantees continuity through the suspension of any real belonging. Kirchnerism carried this logic to its extreme, turning legality into a moral spectacle—a liturgy of virtue that operated as a new immune system. For two decades, the rhetoric of rights replaced the political project. “The people” became an aesthetic resource, a word that conferred instant legitimacy on any exercise of power. The result was a pastoral State, obsessed with the gesture of care but incapable of producing community.

The INCAA and the INADI were the temples of this secular religion. The former, a laboratory of symbolic purity—subsidies as indulgences, brotherhoods of artists speaking in the name of “national culture” while managing their own stipends. The latter, an emotional tribunal that replaced justice with morality: a progressive inquisition where causes were decided according to ideological proximity. The State did not eliminate exclusion; it managed it with a clean conscience. Law became immunity for insiders and exemplary punishment for dissenters. Thus Argentine progressivism institutionalized a new hierarchy: the well-paid Good.

A paradigmatic case was identity journalism, capable of confusing minority defense with preventive censorship. In that context, Liliana Viola wrote in Página 12’s queer supplement that an HIV-positive man could not speak of the virus because doing so would “steal the flag” of those who had fought. Illness turned into symbolic property, experience into a monopoly of discourse—the body as a trademark of virtue. And I, as Viola and Giunta claimed, was the Evil. Someone warned them to be careful with words, because when the real problem appeared, there would be no language left.

That phrase summed up the new immunitary order: only certain bodies could speak of pain—those validated by the moral institution of the State. Kirchnerism, in its most enlightened version, confused redistribution with absolution. Subsidies, grants, quotas became lay sacraments, conferring innocence on their recipients. The result was a culture of inverted merit, where belonging to an oppressed group granted the right to speak but not to think.

State progressivism turned law into catechism. The INCAA canonized its own with prizes and funds; the INADI excommunicated heretics. The “people,” that collective subject meant to be protected, was replaced by a sensitive elite that proclaimed itself its voice. Instead of social justice, there was administration of guilt. By turning law into a device of moral immunization, the regime stripped it of its constitutive power. Law no longer founds community; it regulates it so that it cannot exist. In that paradox—protecting by destroying, caring by excluding—the political vacuum emerged that Milei came to occupy.

When virtue becomes unbearable, the desire for its opposite arises: evil as redemption. The exhaustion of moralistic Kirchnerism paved the way for an inverse spirituality, where the criminal becomes hero and the corrupt, martyr. Politics ceased to be class struggle and became a competition of sins. The new Argentine voter no longer seeks purity but authenticity, even if it comes from crime. And in that gesture lies something profoundly religious: after the reign of saints, it is always the demons’ turn.

Peronism: Feudal Immunity

Peronism was Argentina’s first great immunitary politics. Like every founding myth, it was born of an infection: the eruption of a charismatic leader into a social body fractured by inequality and war. From the beginning, its function was less to govern than to contain excess. More than a movement, Peronism became a strategy of homeostasis—a system that absorbs conflict to prevent its resolution.

For decades that machinery worked with biological precision. Each crisis produced its own antigen: syndicalism, welfare, provincial caudillismo, and the myth of the eternal people. The promise of social justice evolved into a physiology of control—a network of interdependent organs—governors, mayors, barons of the conurbano—ensuring the minimal circulation of blood through an already necrotic body.

For decades, Peronism worked with biological precision. Each crisis produced its own antigen: syndicalism, welfare, provincial caudillismo, and the myth of the eternal people. The promise of social justice was a physiology of control ensuring the minimal circulation of blood through an already necrotic body.

Peronism thus became the structural autoimmunity of the nation: it survived by attacking itself. Its power lay in administering evil under the appearance of good. Corruption was not an accident but a homeostatic lubricant, keeping an apparatus in motion that could only reproduce itself by decaying. Kirchnerism, far from betraying Peronism, was its advanced form: it transferred clientelism from territory to discourse, from the bought vote to the moral vote. But in doing so it moved from feudalism to its own feudalized neoliberalism.

Kirchnerism, far from betraying Peronism, was its advanced form: it transferred clientelism from territory to discourse, from the bought vote to the moral vote. But in doing so it moved from feudalism to its own feudalized neoliberalism.

The “people” ceased to be a political subject and became a justificatory metaphor. One spoke in its name in order not to listen to it. The provincial versions of Peronism carried this logic to its clearest expression. There, politics functions as an economy of kinship and punishment—colonial inheritance updated in democratic form. Lineage replaced ideology. Names like Vaca Narvaja, Camaño, or Moreau guarantee the purity of the caste as much as their loyalty to the myth. Power is not won; it is inherited. And as with every immune system, what Peronism fears is not disease but transplantation. It reacts violently to any attempt at replacement. Its historical mission has been to prevent mutation—to preserve the political species at the expense of social vitality.

Today that immunity has become toxic. The national organism can no longer tell protection from suffocation. The 2025 vote expresses precisely that saturation: the desire to expel the Peronist capsule that for decades encased political life. What emerges in its place, however, is not a renewed community but a torn skin. The biology of power is left without an epidermis.

Peronism no longer governs; it administers the nostalgia of an impossible community.

That sentence condenses its tragedy. It was the custodian of an identity that no longer exists, the guarantor of a unity that dissolved into the multiplication of its fiefdoms. Like every immune system that outlives its purpose, it ends up attacking what it once claimed to protect. What follows—mileísmo—is not rupture but metastasis. Where once there was control, now there is dissolution; where there was dogma, now vertigo. A community tired of symbolic vaccines has decided to try the virus.

Governing Evil

Power in Argentina has always had something alchemical about it: it endures not despite evil but because of it. Corruption, violence, deceit—these were never anomalies but the dark energy that held the system together. When morality collapses, crime provides continuity. For years, Peronism managed that contradiction with mastery. Its unspoken mission was to govern evil in order to prevent chaos. Every scandal was turned into proof of realism, every abuse into evidence of political efficiency. The message was clear: it would be worse without us. Crime became a pedagogy of order.

Kirchnerism, by aestheticizing that tradition, drained it of mystique. In attempting to moralize evil, it neutralized it. And once corruption became a talk-show topic, evil lost its sacred function: it no longer contained disorder—it merely displayed it. Mileísmo is the final mutation of that process: it does not conceal evil but celebrates it as truth. What once was denied is now paraded. The Argentine voter, tired of the progressive sermon, prefers the confessed thief to the hypocritical saint—not out of naïveté but because he senses that innocence is another form of deceit. Crime, by contrast, is an unmediated truth. The narco, the scammer, the obscene politician embody the possibility of a brutal authenticity—bodies without guilt that no longer apologize for surviving. Thus politics becomes an inverted liturgy. The leader does not promise redemption; he promises exposure. The people no longer seek salvation but the chance to stare directly at what ruins them. It is a spirituality of total transparency: confession without repentance. Milei was not an accident but the logical consequence of a country that lost the ability to distinguish cure from contagion. His discourse offers no hope—it offers discharge. And the voter, exhausted after decades of moral simulation, accepts that discharge as relief. 

Milei was not an accident but the logical consequence of a country that lost the ability to distinguish cure from contagion. His discourse offers no hope—it offers discharge. And the voter, exhausted after decades of moral simulation, accepts that discharge as relief. 

In the new Argentine order, corruption is not the cost of power but its condition. Evil no longer threatens the system; it keeps it breathing. The community survives by incorporating its own poison, like an addict who needs small doses of toxin to avoid collapse. That is the paradox of the present: the more purification is promised, the deeper the rot seeps in. And within that circuit the country remains alive—not because it has found a cure, but because it has learned to metabolize its disease.

Epilogue — The Negative as Homeland

Every society, wrote Arnold Gehlen in 1931, needs an enemy to know it is alive. Life, to be fully life, seeks its negative: it absorbs, digests, incorporates it. Man defines himself not by the I but by the non-I—by what threatens him and, in doing so, reminds him that he exists. What in Gehlen was still ontology has in Argentina become a domestic routine. For decades the country has fed on its opposites. Each faction needs the other to justify its exhaustion. Peronism without anti-Peronism would dissolve; mileísmo without progressivism would lose its adrenaline. Ideologies consume each other like antibodies.

For decades the country has fed on its opposites. Each faction needs the other to justify its exhaustion. Peronism without anti-Peronism would dissolve; mileísmo without progressivism would lose its adrenaline. Ideologies consume each other like antibodies.

Argentine politics is not founded on agreement but on the cohabitation of evil—a secular totemism in which each tribe adopts the enemy it needs in order to survive. In the end, Argentines no longer seek goodness but intensity. Life and survival blur, because only through friction with what they despise do they feel real. Hence the fascination with failure, with the grotesque caudillo, with the businessman who steals but “gets things done.” Impropriety becomes a form of vitality—a dirty truth that returns to the citizen a lost identity.

The national community behaves like an organism that, to avoid death, must periodically reinfect itself. There is no difference between disease and immune system, between cure and relapse. Corruption, inflation, fanaticism—these are small doses of poison that prevent death by boredom. Disaster has become our physiology. That is why every Argentine election is less a civic act than a transfusion of negativity. The voter knows the new government will betray him but votes anyway; he needs that betrayal as proof of continuity. The vote does not choose—it reincorporates. It is the ritual by which the nation reintroduces its own evil to remember that blood still circulates. Perhaps that is why Milei, with his apocalyptic rhetoric and performative rage, feels so natural in this landscape. He is not the anomaly but the current form of the national immune system: a body that, exhausted from curing itself, throws itself into its fever. And in that logic, the country endures—not as a community but as laboratory; not as project but as organism; not as redeemed nation but as a body still beating between immunity and dissolution.

© 2025 Rodrigo Cañete — All rights reserved.

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7 respuestas a “El votante argentino, harto del sermón progresista, prefiere al ladrón confeso antes que al santo hipócrita (ESP) or The Argentine Voter, Tired of Progressive Sermons, Prefers the Self-Confessed Thief to the Hypocritical Saint (ENG) ”

  1. Monica Silberstein

    A los votantes de ayer no nos une el.amor si no el espanto que sentimos por el kirchnerismo. Nada más. Y nada menos.

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  2. fantasía inmunitaria: la idea de que una comunidad solo puede sobrevivir si interioriza el principio de exclusión.

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  3. Los resultados de ayer quedó demostrado que la elección de septiembre no solo fue un burdo fraude/zona liberada perpetrada por el espacio político que se autoproclama como epílogo del peronismo. La boleta única desnudo absolutamente todo, Incluso a los chantas de los boca de urna, que le hacían el cuánto del tío desde la prisión de constituón, escudado por cinco cuarentones que cringemente se autopercibe «jóvenes», que ganaban por 18 puntos.
    Ese espacio socialdemócrata yanqui no aprenderá absolutamente nada, solo se disputan curros y cargos. En unos años se convertirán en la nueva ucr, añorando un pasado totalmente obseleto para arañar cargos irrelevantes. Por ahora tiene caja de la provincia, guita afanada en gestiones anteriores y del narco. Ahora compraron Telefe cuyo empresario está ligado a Vila y manzano , o sea Massa. Pautar canales de streaming ya que estos no hacen guita o sino mandarlos a apretar con satsaid buscando una alineación política, sino miren a Azzaro. la dirigencia de ese espacio se convirtieron en simple muñecos de tortas que cuadros políticos en dónde asesores internacion les dice como vestirse (conjunto Adidas) y que llevar (andar con el mate en brazo). Cuando en frente tenés a un sujeto que se caga en la idea preservar su embestidura y hace un recital de rock sin importarle las consecuencias. Quien tendrá que mejorar la micro si quiere ser reelecto y no es para nada raro una cfk boicoteando la carrera presidencial de kiciloff para el 2027

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  4. Carlos Mamarrachón

    Hola Diego, veo que nos seguís deleitando con tus análisis profundos y sesudos para el público twittero (al que también apunta el propio Cañete). A nadie le importa nada, todo es mierda y muerte. LLA ganó hasta en el pueblito de Santa Fe donde está toda la producción metalúrgica paralizada, casos así van más allá de la responsabilidad de los dirigentes: todos son egoístas y no miran más allá de si mismos, de sus dolores y sus resentimientos.

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  5. Pero si te pones un pseudonimo digno del twittero..
    Milei gana en esas zonas porque la agenda kirchnerista siempre miro y se aferró a la matanza que siempre los chupo un huevo ese pueblit de santa fe. Te recuerdo que además de las retenciones al agro, dónde principalmente viven esos pueblos y si de milagro están esas metalúrgicas, lo más probable sea para reparar máquinas cosechadoras, les ponía retenciones a las industrias, o sea, ustedes mismos se mordian la cola.

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  6. Carlos Mamarrachón

    Si para vos un juego de palabras es algo que lo inventó Twitter, sos tan básico, miope y pelotudo que no mereces ni respuesta.

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  7. La boleta única se presta al fraude. Un cartoncito separa al votante de solo 2 autiridades de mesa y no 5 como antes. Viva la libertad de vender ARSAT, La energía, nuestros recursos y de sacar esa reforma laboral semi esclavizante. Obvio para el sector más pobre, nones el casi del lector promedio de este blog. Todo muy desolador 💔

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