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Gen Z

Volviendo de Irlanda tomé un tren hacia Hastings y coincidí con un grupo de adolescentes españoles que venían a pasar el mes estudiando inglés. Hastings, además de balneario y refugio de jubilados, es también un pequeño laboratorio imperial: un sitio donde los extranjeros vienen a aprender la lengua del antiguo amo. Cuando me mudé, la ciudad aún conservaba cierto aire alternativo, pero con los años —como todo lo inglés— volvió a sus fundamentos: orden, privilegio y una idea muy peculiar de soberanía, esa mezcla de derecho divino y entitlement que se hereda por osmosis.

Los chicos eran de colegio privado, lo cual en España sigue significando lo mismo: clase media-alta, padres con culpa progresista y un inglés aprendido en verano. Se sentaron cerca mío y, entre risas hormonales, empezaron a incluirme en sus bromas. Todo giraba, para mi sorpresa, alrededor de Milei. Si yo era mileísta, si ellos lo eran, si eso estaba “bien” o “mal”. Me di cuenta entonces de que el mileísmo, como el jugo en polvo, ya se exporta.

La más extrovertida era una chica de piel morena —“mora”, diría el PP— que se declaraba fanática de Vox. Sus compañeros, rubiecitos de catálogo, la acusaban de ser “medio peruana”. Le pregunté de dónde sacaban semejante jerga y, por supuesto, la respuesta fue inmediata: TikTok.

La más extrovertida era una chica de piel morena —“mora”, diría el PP— que se declaraba fanática de Vox. Sus compañeros, rubiecitos de catálogo, la acusaban de ser “medio peruana”. Le pregunté de dónde sacaban semejante jerga y, por supuesto, la respuesta fue inmediata: TikTok. Había allí una estética común que ya había visto en Creta el año anterior, en un chico griego obsesionado con la patria, la raza y el orden: banderas, símbolos medievales, un culto adolescente a la pureza perdida. La nueva soberanía es eso: una performance hormonal de virilidad ofendida.

Esa misma pulsión atraviesa a los jóvenes españoles, griegos y argentinos pobres que votan a Milei. No los une una ideología, sino una experiencia compartida de precariedad y desposesión. Son hijos de economías rotas, criados entre pantallas y padres descreídos. Desde ese margen buscan una identidad que los devuelva al centro. No encuentran soberanía política, pero sí una emoción: la de sentirse, aunque sea por un rato, dueños de algo.

En los debates argentinos sobre el triunfo de Milei —que los medios llaman “antiperonismo”—, un nuevo oráculo televisivo, un tal Rosenblatt (atención al apellido, siempre), repite que el peronismo tenía ideales y el mileísmo apenas ideas. Y sin embargo, admite que Milei logró arrebatarle los ideales al peronismo. Lo que no entiende es que esa entrega de soberanía no empezó con Milei, sino con el deseo histórico de los argentinos de ser reconocidos por el amo.

Lo que no se entiende es que la entrega de soberanía no empezó con Milei, sino con el deseo histórico de los argentinos de ser reconocidos por el amo.

Imperialismo y Colonialismo 2.0

El concepto de imperialismo no es tan antiguo como se cree. Surge con Hobson en 1902 y con Lenin en 1917. Hobson lo definió como parte integral de la expansión económica de la metrópolis: el modo en que el capital busca nuevos territorios para reproducirse. Desde entonces, el término se usó al menos de cuatro maneras.

La primera, la más evidente, como expansión económica y política. La segunda, como subyugación del otro: en el caso británico, un proceso de una sofisticación jurídica inquietante. El imperio legisló la identidad: definió quién era “indio” y quién no. Desde allí se construyeron las reglas del disenso, lo que podía ser dicho, quién podía decirlo y en qué idioma. Así se estableció el molde legal, epistémico y moral del colonialismo moderno.

Una tercera acepción, más ilustrada, entendía el imperialismo como espíritu de época: una energía que guiaba la transformación económica, cultural y tecnológica del mundo. Y finalmente, el imperialismo se convirtió en un campo discursivo: un modo de producir conocimiento. De ahí nace la política identitaria y el discurso poscolonial, esa moda teórica que convirtió la teoría en arma moral. Los ejemplos regionales sobran: Nelly Richard y su alianza estética con el sadismo pinochetista; Ticio Escobar y el financiamiento stroessnerista post-Itaipú; Roberto Amigo y la institucionalidad kirchnerista más conservadora. Todos presentados como heraldos de la resistencia cuando, en realidad, administraban la corrección cultural de sus respectivas metrópolis locales.

El imperialismo se convirtió en un modo de producir conocimiento. De ahí nace la política identitaria y el discurso poscolonial, esa moda teórica: Nelly Richard y su alianza estética con el sadismo pinochetista; Ticio Escobar y el financiamiento stroessnerista post-Itaipú;

El colonialismo, en cambio, es un fenómeno más íntimo, casi psicológico. Si el imperialismo se ejerce hacia afuera, el colonialismo se internaliza. Abre la pregunta por la autenticidad: quién habla, desde dónde y con qué permiso. Y ahí aparece el gran tabú argentino: la autocolonización. Como la censura, comienza por la autocensura. Argentina siempre quiso ser metrópoli, y ese deseo la condenó a repetir el gesto del amo.

Borges encarnó esa patología: transformar la experiencia en discurso, la historia en cita. De allí derivan las Nelly Richard y las Andrea Giunta, convencidas de que los conceptos —por su inmaterialidad— pueden alterar la realidad. Pero la realidad no cambia por decreto teórico. Giunta confundió visibilidad con liberación, olvidando que no hay libertad posible sin los medios materiales para sostenerla. Pregúntenle a un afroamericano pobre o a un migrante latino perseguido por ICE si el presente neoliberal no es, en muchos aspectos, más opresivo que el paternalismo colonial que vino a sustituir.

Borges encarnó esa patología: transformar la experiencia en discurso, la historia en cita. De allí derivan las Nelly Richard y las Andrea Giunta, convencidas de que los conceptos —por su inmaterialidad— pueden alterar la realidad. Pero la realidad no cambia por decreto teórico.

Por eso, cuando Nico Lantos, uno de los periodistas Kicilofistas del DestapeWeb celebra la “estructura partidaria polarizada” argentina frente a la supuesta fragmentación del Perú, se equivoca de diagnóstico: al menos los peruanos aún salen a la calle. La soberanía no está en la unidad ni en la bandera; está en el cuerpo que resiste. Todo lo demás —del Mileísmo a la academia progresista— no es más que una sofisticada forma de obediencia.

Peronismo y Muerte

En la lectura de Rozitchner (padre, obviamente)—y luego en la reformulación de Schwarzböck—, el Pueblo peronista no es un conjunto sociológico ni una mayoría electoral, sino un sujeto metafísico: el portador de la “vida verdadera”, el lugar donde el individuo se redime. Esa concepción, heredera tanto del cristianismo como del psicoanálisis, imagina al Pueblo como un cuerpo simbólico que promete salvación a través del sacrificio. El militante no vive por sí mismo, sino por la vida del Pueblo; la muerte individual se niega porque la vida colectiva la justifica.

En esa operación, el revolucionario se entrega a una estructura de sentido que es, paradójicamente, la misma que sostiene al poder imperial: una fe en la trascendencia. El sujeto se anula en nombre de un absoluto —antes el Pueblo, hoy el Mercado—. La izquierda creyó que luchaba contra la religión, pero nunca salió de su gramática teológica.

Schwarzböck muestra cómo, tras la derrota, esa figura del Pueblo pierde su aura sagrada y se vuelve contable: el Pueblo representado, el que vota, el que puede medirse. Pero el problema no es sólo la derrota, sino la supervivencia de su lenguaje: la política argentina siguió hablando en nombre de ese cuerpo mítico, incapaz de pensarse fuera de la lógica del sacrificio.

Schwarzböck muestra cómo, tras la derrota montonera, esa figura del Pueblo (peronista) pierde su aura sagrada y se vuelve contable. Pero el problema no es sólo la derrota, sino la supervivencia de su lenguaje: la política argentina siguió hablando en nombre de ese cuerpo mítico, incapaz de pensarse fuera de la lógica del sacrificio.

Mi diferencia con ellos (Rozitchner y Schwarzbock) es que esa lectura ya no describe la época. El sujeto contemporáneo no teme morir por una causa: teme vivir sin causa. Si la militancia setentista fundaba su identidad en la disposición a morir, el presente neoliberal se define por la ansiedad de existir demasiado. El miedo a la muerte fue reemplazado por el miedo a la vida: a su exposición, a su precariedad, a su exceso. Lo que antes era represión externa hoy es autocolonización emocional, una administración del deseo que el propio sujeto ejerce sobre sí mismo.

Mi diferencia con ellos (Rozitchner y Schwarzbock) es que esa lectura ya no describe la época. El sujeto contemporáneo no teme morir por una causa: teme vivir sin causa. Si la militancia setentista fundaba su identidad en morir, el presente neoliberal se define por la ansiedad de existir.

Y ahí se cierra el círculo. En los debates de hoy, Rosenblatt distingue entre ideales y ideas, creyendo que el mileísmo ha “arrebatado los ideales” al peronismo. Pero lo que realmente ocurrió es que los ideales se volvieron instrumentos de obediencia. Lo que antes era brazo armado del imperialismo —la expansión económica y cultural de la metrópolis— hoy opera dentro del propio sujeto, convertido en agente de su domesticación.

Milei no representa una revolución contra el sistema sino su forma más íntima: la del individuo que confunde autonomía con autocolonización. Sus jóvenes votantes no son herederos de la militancia sino de su fracaso: ya no buscan morir por la Patria, sino sobrevivir dentro del algoritmo. Su soberanía no es política ni económica, sino hormonal: una defensa desesperada contra la sensación de no tener lugar.

Por eso el concepto lacaniano de Pueblo —como cuerpo simbólico que da sentido— estalla frente a esta nueva subjetividad que sólo cree en sí misma cuando es visible, mensurable, conectada. El imperialismo de hoy no necesita conquistar territorios: sólo necesita mantenernos vivos, productivos y asustados.

El siglo XX temía la muerte; el XXI teme la vida.

Peronism is dying because Argentines have stopped fearing death, while Mileism walks beside them in their fear of life (ENG) 

Returning from Ireland, I took a train to Hastings and happened upon a group of Spanish teenagers who were spending a month studying English. Hastings, besides being a seaside resort and a haven for retirees, is also a small imperial laboratory: a place where foreigners come to learn the language of their former master. When I first moved there, the town still had a faintly alternative air, but over the years—like all things English—it reverted to its foundations: order, privilege, and a peculiar idea of sovereignty, that mixture of divine right and entitlement inherited by osmosis.

The kids were from a private school, which in Spain still means the same thing: upper-middle class, progressive-guilt parents, and English learned over the summer. They sat near me and, between hormonal laughter, began including me in their jokes. Everything revolved, to my surprise, around Milei—whether I was a “mileísta,” whether they were, whether that was “good” or “bad.” It was then that I realized Mileísmo, like instant powdered juice, is now an export.

The most outspoken was a dark-skinned girl—mora, as the Partido Popular would say—who declared herself a fan of Vox. Her fair-haired classmates accused her of being “half-Peruvian.” I asked where they got such slang, and of course the answer came immediately: TikTok. There was a shared aesthetic I had already seen in Crete the previous year, in a Greek boy obsessed with fatherland, race, and order: flags, medieval symbols, an adolescent cult of lost purity. The new sovereignty is precisely that—a hormonal performance of wounded virility.

The same impulse runs through the young Spaniards, Greeks, and poor Argentines who vote for Milei. What unites them is not ideology but a shared experience of precarity and dispossession. They are children of broken economies, raised between screens and disenchanted parents. From that margin, they seek an identity that might return them to the center. They do not find political sovereignty, but they do find an emotion—the fleeting feeling of owning something, even if only themselves.

The same impulse runs through the young Spaniards, Greeks, and poor Argentines who vote for Milei. What unites them is not ideology but a shared experience of dispossession. They are children of broken economies, raised between screens and disenchanted parents.

In the Argentine debates about Milei’s victory—what the media call “anti-Peronism”—a new television oracle, one Rosenblatt (note the surname, always), insists that Peronism had ideals while Mileísmo has only ideas. And yet, he admits that Milei somehow managed to snatch those ideals away from Peronism. What he fails to see is that this surrender of sovereignty did not begin with Milei but with the Argentines’ historical desire to be recognized by their master.

The concept of imperialism is not as old as one might think. It emerges with Hobson in 1902 and with Lenin in 1917. Hobson defined it as an integral part of the metropolis’s economic expansion—the way capital seeks new territories to reproduce itself. Since then, the term has been used in at least four ways.

The first and most obvious is as economic and political expansion. The second, as the subjugation of the other—in the British case, a process of disturbing legal sophistication. The empire legislated identity: it decided who was “Indian” and who was not. From there it constructed the rules of dissent—what could be said, who could say it, and in what language. Thus was forged the legal, epistemic, and moral mold of modern colonialism.

The British empire legislated identity: it decided who was “Indian” and who was not. From there it constructed the rules of dissent—what could be said, who could say it, and in what language. Thus was forged the legal, epistemic, and moral mold of modern colonialism.

A third, more Enlightenment-style meaning understood imperialism as a spirit of the age: an energy driving economic, cultural, and technological transformation. And finally, imperialism became a discursive field, a mode of producing knowledge. From that arose identity politics and postcolonial discourse—that theoretical fashion which turned theory into a moral weapon. Regional examples abound: Nelly Richard and her aesthetic alliance with Pinochet’s sadism; Ticio Escobar and Stroessner-era funding after Itaipú; Roberto Amigo and the most conservative wing of Kirchnerist institutionalism. All presented as heralds of resistance when, in reality, they administered the cultural correctness of their respective local metropolises.

Recently, new forms of imperialism were broadcasted from academia as a discursive field, a mode of producing knowledge. From that arose identity politics and postcolonial discourse—that theoretical fashion which turned theory into a moral weapon.

Colonialism, on the other hand, is more intimate, almost psychological. If imperialism operates outwardly, colonialism is internalized. It opens the question of authenticity: who speaks, from where, and with what permission. And there emerges the great Argentine taboo—self-colonization. Like censorship, it begins as self-censorship. Argentina has always wanted to be a metropolis, and that desire condemned it to repeat the gestures of its master.

olonialism, on the other hand, is more intimate, almost psychological. If imperialism operates outwardly, colonialism is internalized. It opens the question of authenticity: who speaks, from where, and with what permission

Borges embodied that pathology: transforming experience into discourse, history into quotation. From him derive the Nelly Richards and Andrea Giuntas of the world, convinced that concepts—by virtue of their immateriality—can change reality. But reality does not change by theoretical decree. Giunta confused visibility with liberation, forgetting that freedom is impossible without the material means to sustain it. Ask a poor Black American or a Latin migrant hunted by ICE whether the neoliberal present is not, in many ways, more oppressive than the paternalistic colonialism it replaced.

That is why, when Nico Lantos—one of Kicillof’s loyal journalists at El Destape—celebrates Argentina’s “polarized party structure” as opposed to Peru’s supposed fragmentation, he misreads the moment: at least the Peruvians still take to the streets. Sovereignty is not in unity or in the flag; it is in the body that resists. Everything else—from Mileísmo to progressive academia—is nothing more than a sophisticated form of obedience.

In the reading of Rozitchner (the father, of course) and later in Schwarzböck’s reformulation, the Peronist People is not a sociological aggregate or an electoral majority but a metaphysical subject—the bearer of “true life,” the place where the individual is redeemed. This conception, heir to both Christianity and psychoanalysis, imagines the People as a symbolic body that promises salvation through sacrifice. The militant does not live for himself but for the life of the People; individual death is denied because collective life justifies it.

In that operation, the revolutionary surrenders to a structure of meaning that is, paradoxically, the same one sustaining imperial power: a faith in transcendence. The subject is annulled in the name of an absolute—first the People, now the Market. The left believed it was fighting religion, but it never escaped its theological grammar.

Schwarzböck shows how, after defeat, that figure of the People loses its sacred aura and becomes measurable: the represented People, the one that votes, that can be counted. But the problem is not only defeat; it is the survival of its language. Argentine politics kept speaking in the name of that mythical body, unable to think itself outside the logic of sacrifice.

My difference with them is that such a reading no longer describes our era. The contemporary subject no longer fears dying for a cause; he fears living without one. If the militants of the 1970s founded their identity on the willingness to die, the neoliberal present is defined by the anxiety of existing too much. The fear of death has been replaced by the fear of life—its exposure, its precarity, its excess. What was once external repression is now emotional self-colonization, a management of desire that the subject performs upon himself.

And that brings us full circle. In today’s debates, Rosenblatt distinguishes between ideals and ideas, believing that Mileísmo has “stolen the ideals” from Peronism. But what really happened is that the ideals themselves became instruments of obedience. What was once the armed wing of imperialism—the economic and cultural expansion of the metropolis—now operates within the subject, turned into the agent of his own domestication.

If the militants of the 1970s founded their identity on the willingness to die, the neoliberal present is defined by the anxiety of existing too much. The fear of death has been replaced by the fear of life

Milei does not represent a revolution against the system but its most intimate form: the individual who confuses autonomy with self-colonization. His young voters are not heirs of militancy but of its failure: they no longer seek to die for the homeland, but to survive within the algorithm. Their sovereignty is neither political nor economic but hormonal—a desperate defense against the feeling of not belonging anywhere.

That is why the Lacanian concept of the People—as a symbolic body that gives meaning—collapses before this new subjectivity that believes only in itself when it is visible, measurable, connected. Imperialism today does not need to conquer territories; it only needs to keep us alive, productive, and afraid.

The twentieth century feared death; the twenty-first fears life.

since tomorrow, every wednesday and sunday in my youtube channel @caneteuk

5 respuestas a “El Peronismo se extingue porque el Argentino dejó de temer a la muerte mientras que el Mileismo lo acompaña en su temor a la vida (ESP) or Peronism is dying because Argentines have stopped fearing death, while Mileism walks beside them in their fear of life (ENG) ”

  1. El insospechado cataclismo desatado sobre el peronismo el pasado domingo aun aturde con sus réplicas. Todavía cuando el rugido ensordecedor del terremoto ya es más tenue por el paso de los días, los protagonistas de la dura derrota electoral en todo el país intentan esbozar sus explicaciones de lo ocurrido, sin demasiada puntería.

    La Libertad Avanza apostó a todo o nada y sacó un pleno. El crupier de esa mano de ruleta infame fue nada más y nada menos que el Presidente del país más poderoso de la tierra. Con sus manias aprendidas a lo largo de una vasta experiencia de dominación, Donald Trump logró poner la bola en el casillero de Javier Milei y juntos cantaron victoria. “Estamos logrando un control muy fuerte en sudamerica”, dijo luego de conocerse los resultados, cuando ya no tenía que seguir disfrazando los motivos de su osado rescate internacional. Si hacer pie en un continente vecino esquivo sale 40 mil millones de dólares, los ponemos, apostamos y si ganamos nos quedamos con ellos, le faltó decir. Quizas en su próxima declaración.

    El salvataje norteamericano en tiempo de descuento de una campaña violeta mal parida que banquineaba herida de muerte fue un pidogancho magistral. Ni el financiamiento narco de Espert, ni el 3% de las coimas de Karina ni la economía raquítica sin rumbo le hicieron mella. La permanente y desaforada intervención de los mercados con dólares frescos emitidos desde el yostik de Scott Bessent fueron un barril sin fondo que resistió con aguante hasta la votación. Y el domingo la mayoría de los argentinos bendijo el acaudalado esfuerzo con un baño de votos. Win win.

    La guerra sin cuartel de desgaste entre los máximos referentes peronistas funcionó como el abono perfecto para la peligrosa planta yankee que por estas horas solidifica sus mejores raíces en Argentina. El tironeo constante y la unidad a regañadientes no contagió a casi nadie y el sueño de replicar la victoria bonaerense del 7 de septiembre en la propia provincia y por qué no en todo el país se voló bien lejos como un barrilete en la tormenta. El pase de facturas tampoco tardó en llegar. Desde “Cristina tenía razón” a “si no desdoblábamos perdíamos igual”, los dardos ya cruzan el aire amenazantes, con clima propicio para que en las próximos días se conviertan en cañonazos. El arte de no aprender de los errores.

    Con el diario del miércoles emerge esta sombría realidad. El viernes no la vio venir nadie. Ni ellos. Incluso hasta el Tío Sam, que regó la planta que hoy extiende sus tentáculos en futuras leyes de despojo popular y recursos naturales en oferta, se sorprendió. “Nadie les pidió tanto, argentinos”. La ingeniería del caos mostró una vez más su asombrosa efectividad y el barrilete justicialista hoy vuela tan lejos que hasta la tormenta se olvidó de él. Ahora sí, esta mano cipaya les salió bien, pero cuando en breve, cebados, dupliquen la apuesta y fallen, los que deberán pagar la cuenta serán los nacidos en esta tierra. Sin salvatajes ni pidoganchos.

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  2. Los horarios del poder.

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  3. El pronismo se extingue??? Cuando Dugin esta investigando el Peronismo?? JAJaja sigan delirando

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  4. De paso, GENIOS DEL ANALISIS, cuenten si hay mas o menos unidades basicas en vez de tirar ideas delirantes

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  5. Decís que «al menos los peruanos aún salen a la calle». Te cuento que los argentinos siguen saliendo a la calle, grandes manifestaciones defendiendo la universidad pública, el Garrahan, en contra del discurso homofóbico y antifeminista de Milei.
    Además creo entender que calificas al peronismo como » revolucionario» o de » izquierda». ..(¿!!?)
    Ay Cañete, Cañete, nunca entendí porque escribís sobre Argentina cuando hace años que no venís y evidentemente ya no entendés nada de lo que pasa acá.
    Buena vida !

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