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Matias Duville: Artista oficial del Estado en retirada
La representación argentina en la Bienal de Venecia 2026 estará a cargo de Matías Duville. El proyecto, titulado Monitor Yin Yang, consiste en un dibujo monumental de cuarenta metros realizado con cuarenta toneladas de sal y carbón. La obra fue presentada como un logro institucional y una demostración de la vitalidad del arte argentino en un contexto de crisis. Sin embargo, detrás del tono celebratorio se advierte una transformación estructural: por primera vez desde la adquisición del pabellón argentino, la participación del país en Venecia no cuenta con financiamiento público. El Estado se retira por completo y el proyecto es sostenido por una galería privada y un grupo de coleccionistas.

El hecho tiene un valor simbólico mayor que la anécdota que lo rodea. Marca la consolidación de un modelo cultural en el que la representación nacional depende de los mismos sectores beneficiados por la desregulación económica, la reducción impositiva y el blanqueo de capitales. La ausencia del Estado se convierte, paradójicamente, en motivo de orgullo. El financiamiento privado ya no se percibe como sustituto sino como virtud. Este cambio de paradigma modifica el sentido de la presencia argentina en la Bienal: lo que antes era una política pública de proyección internacional se transforma en un ejercicio de marketing patrimonial.
El financiamiento privado del pabellón argentino de la Bienal ya no se percibe como sustituto sino como virtud: lo que antes era una política pública de proyección internacional se transforma en un ejercicio de marketing patrimonial.
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La coyuntura geopolítica agrega nuevas capas de significado. Tras el acuerdo financiero con Estados Unidos y el alineamiento diplomático del gobierno de Javier Milei con la administración de Donald Trump, la Argentina se reconfigura como proveedor estratégico de minerales críticos —litio, cobre, gas— necesarios para la industria norteamericana. En ese contexto, una instalación construida con sal y carbón resulta más que una coincidencia material: expresa la economía simbólica del país contemporáneo. Sal y carbón son residuos y energía; condensan la tensión entre agotamiento y recurso, erosión y aprovechamiento. El arte, en este caso, reproduce la gramática de la extracción.
Tras el acuerdo financiero con Estados Unidos y el gobierno de Javier Milei, la Argentina se reconfigura como proveedor estratégico de minerales críticos —litio, cobre, gas— necesarios para la industria norteamericana. El lenguaje visual de Matias Duville encaja como anillo al dedo.
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El lenguaje visual de Duville amplifica esa correspondencia. Desde hace dos décadas, el artista desarrolla una iconografía centrada en paisajes deshabitados, arquitecturas sin función y escenarios posteriores al desastre. En su obra, la naturaleza y lo urbano aparecen fusionados en un estado de degradación permanente. El territorio ya no es lugar de pertenencia sino superficie de huellas. Esa estética de la ruina admite una doble interpretación. Puede entenderse como advertencia —una reflexión sobre el costo ambiental y humano de la modernización— o como estilización del vacío —una poética de la catástrofe desligada de toda responsabilidad histórica. Monitor Yin Yang oscila entre ambas posibilidades.
En Duville, la naturaleza y lo urbano aparecen en estado de degradación permanente. Esa estética de la ruina paisajística admite una doble interpretación. Puede entenderse como advertencia sobre el costo ambiental— o como estilización de la catástrofe.
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La escala monumental del proyecto refuerza esa ambigüedad. La Bienal de Venecia es un escenario donde la magnitud funciona como argumento y la logística como demostración de poder. En ese espacio, la visibilidad depende de la capacidad de producir asombro. Cuarenta toneladas de sal y carbón no constituyen solo una elección estética; son también una estrategia de inserción. La grandilocuencia opera como sustituto de política. En un país que ha perdido soberanía cultural, la escala actúa como compensación simbólica.
Cuarenta toneladas de sal y carbón no constituyen solo una elección estética de Matias Duville para Venecia; son también una estrategia de inserción tras la perdida de la soberanía cultural, la escala actúa como compensación masculina. Mileismo puro.
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Crítica o apología
El paisaje de Duville puede leerse como un sublime extractivo: una visión del territorio donde la devastación se convierte en espectáculo. La ruina deja de ser denuncia para transformarse en emblema nacional. En lugar de cuestionar la lógica del agotamiento, la obra la celebra como destino. En ese sentido, la Argentina aparece ante el mundo como un país capaz de convertir su despojo en belleza exportable. El arte no se opone al modelo económico sino que lo traduce visualmente.
La tradición del paisaje ofrece antecedentes para esta tensión. En la pintura inglesa del siglo XIX, artistas como John Constable y J. M. W. Turner representaron los efectos de la revolución industrial con un equilibrio inestable entre fascinación y advertencia. Sus cielos cargados de vapor y sus campos mecanizados expresaban tanto la energía del progreso como la pérdida del mundo agrario. La belleza contenía una dimensión moral. Duville trabaja en una línea análoga, aunque en un contexto radicalmente distinto: la era del agotamiento. El suyo no es el paisaje del progreso sino el de la post-modernización, donde la ruina es la forma que adopta la permanencia.
En la pintura de J. M. W. Turner, la belleza contenía una dimensión moral. Duville trabaja en una línea análoga, aunque en un contexto radicalmente distinto: el agotamiento. El suyo no es el paisaje del progreso sino el de la post-post-modernización, donde la ruina es la forma que adopta la permanencia.
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El riesgo es que esa ambigüedad se diluya y la obra funcione solo como experiencia sensorial. El visitante pisa la sal, escucha su crujido, observa el polvo del carbón adherirse a sus zapatos y participa, sin saberlo, de una alegoría del consumo. El gesto material se convierte en efecto; la huella, en souvenir. En lugar de producir una conciencia crítica, la instalación ofrece una estética de la resignación. El desastre, administrado por el mercado global del arte, se vuelve espectáculo controlado.

La trayectoria de Adrián Villar Rojas ayuda a dimensionar el fenómeno. Desde comienzos de la década de 2010, su obra exploró el imaginario apocalíptico mediante esculturas monumentales y entornos en ruina. Lo que comenzó como una reflexión sobre la fragilidad del tiempo derivó en una fórmula institucionalmente rentable. Las instalaciones se multiplicaron en museos y ferias internacionales, financiadas por marcas de lujo y fundaciones empresariales. La retórica de la extinción se volvió compatible con el sistema que pretendía criticar. En términos de Alain Badiou, el “evento” perdió su potencia transformadora y se transformó en repetición formal.
Monitor Yin Yang corre un riesgo similar. Su eficacia depende de si logra incorporar su propio contexto de producción en el discurso que propone. Si el proyecto omite las condiciones políticas que lo hicieron posible —la retirada del Estado, el financiamiento privado, la dependencia económica—, la obra quedará confinada a la retórica del espectáculo. Si, en cambio, el montaje o el texto curatorial hacen visible esa estructura, la pieza podrá funcionar como diagnóstico: el reflejo del país que la genera.
Monitor Yin Yang de Duville corre el mismo riesgo que Villar Rojas. Su eficacia depende de si logra incorporar su propio contexto de producción en el discurso que propone. Si el proyecto omite las condiciones políticas que lo hicieron posible, será mero espectáculo.
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El dilema del artista en la esfera pública actual
El problema excede al artista. El sistema que produce este tipo de obras se consolidó a partir de un proceso de transformación institucional. Durante los gobiernos kirchneristas, la política cultural se concibió como extensión del Estado. La compra del pabellón argentino en los Giardini en 2014, y la financiación total del proyecto de Nicola Constantino, respondieron a una concepción en la que la cultura actuaba como instrumento de diplomacia simbólica. El arte no se entendía como lujo sino como representación.

El macrismo modificó esa ecuación. La administración de Mauricio Macri reorientó la cultura hacia la gestión privada de la visibilidad. Bajo la influencia de la primera dama Juliana Awada, la política artística se integró al sistema de las galerías top y las ferias internacionales. El Estado se transformó en mediador y garante de una escena concebida en términos de profesionalización. La cultura pasó de ser política pública a industria creativa.
El ciclo actual lleva esa tendencia a su conclusión lógica. El Estado se retira completamente. Las galerías y los coleccionistas asumen el papel de promotores nacionales. El pabellón argentino ya no representa un proyecto cultural del país sino la capacidad del mercado para sustituir al Estado. En términos simbólicos, se trata de una transferencia de soberanía: lo público se delega en los actores privados que se beneficiaron del vaciamiento institucional. La cultura se privatiza con la misma naturalidad con la que se privatizan los recursos.
En este nuevo orden, la galería Barro —productora del envío a Venecia— ocupa el lugar de interlocutor oficial. La obra de Duville se integra así en una red de legitimación compuesta por galerías, fundaciones y coleccionistas que definen la escena contemporánea argentina. Los nombres se repiten: Ruth Benzacar, Herlitzka & Co., Costantini, Oxenford, Amoedo, Grobocopatel. Estas estructuras concentran el capital económico y simbólico, financian proyectos, influyen en los museos y administran la circulación internacional de los artistas. El Estado, en este mapa, es una figura decorativa. Estos son los títeres de titiriteros invisibles en el Norte. No es casualidad que Oxenford sea el Embajador allí. Diplomacia blanda para retribución dura.
El modelo no carece de coherencia interna. La diplomacia cultural argentina actual es funcional al mismo paradigma económico que guía la política exterior: apertura, desregulación y alianza con el capital privado. El mecenazgo reemplaza al presupuesto público. La representación nacional se convierte en una marca de exportación. El artista, en consecuencia, deja de ser mediador de una comunidad para transformarse en emblema de un nicho de mercado.
El pabellón de Venecia es el escenario ideal para este tránsito. La Bienal, que nació como competencia entre Estados, es hoy un dispositivo corporativo de alcance global. Las fronteras entre país, empresa y galería se desdibujan. En ese contexto, la obra de Duville cumple su función: representar un territorio sin Estado a través de una estética del desgaste. La monumentalidad sustituye la política; el gesto material sustituye la reflexión.
El proceso de privatización cultural se apoya en un discurso mediático que lo legitima. La Nación, históricamente vinculada a los sectores empresariales, institucionalistas y dictatoriales, cumple hoy el papel de órgano oficioso del nuevo régimen estético. Su cobertura del envío a Venecia adopta el tono del comunicado institucional. El retiro del Estado se menciona como detalle y se convierte en motivo de orgullo: “los coleccionistas y la galería lo harán posible”. La frase, en apariencia neutra, contiene una inversión ideológica completa. Lo que debería ser síntoma de crisis se interpreta como prueba de madurez.
La Bienal de Venecia, que nació como competencia entre Estados, es hoy un dispositivo corporativo de alcance global. Las fronteras entre país, empresa y galería se desdibujan. Duville cumple su función: representa un territorio sin Estado a través de una estética del desgaste.
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La prensa cultural deja de ejercer función crítica y pasa a operar como extensión del aparato de relaciones públicas de las élites. En su narrativa, la desigualdad se presenta como eficiencia y el privilegio como responsabilidad. La cultura aparece despolitizada, reducida a un conjunto de éxitos gestionados por individuos con “espíritu emprendedor”. La retórica del mérito reemplaza al debate sobre derechos. La figura del coleccionista ocupa el lugar del ciudadano. Esta forma de relato tiene consecuencias directas sobre la percepción del arte. Al borrar la mediación del Estado y la existencia de conflicto, el discurso mediático convierte la cultura en una zona moralmente neutra. El arte deja de ser un espacio de interpretación para convertirse en un signo de estabilidad. La crítica se sustituye por la celebración, y la investigación por la nota de color.
En ese marco, la obra de Duville no puede evaluarse solo en términos formales. Su existencia misma depende de un dispositivo institucional que transforma el arte contemporáneo en plataforma de promoción de una clase. El “dibujo más grande de su vida”, como lo presenta el periodismo, es también la imagen de un país que ha delegado su voz. La sal y el carbón, materiales primarios, funcionan como alegoría de una nación reducida a sus elementos básicos: energía, superficie, materia prima.
La síntesis del nuevo paradigma cultural argentino
La participación argentina en la Bienal de Venecia 2026 sintetiza así el nuevo paradigma cultural. Un artista que trabaja con la idea de ruina representa a un país que ha desmantelado su estructura de representación. Una galería privada y un grupo de coleccionistas reemplazan al Estado. Un medio histórico actúa como vocero de esa sustitución. El resultado es un paisaje coherente: una nación que ya solo puede mostrarse a través de los materiales de su propio agotamiento.
En la superficie del pabellón, el visitante verá un campo de sal y carbón dispuesto con precisión. Escuchará el eco de sus pasos y percibirá el polvo suspendido en el aire. Lo que no verá es el sistema que hizo posible esa imagen: un entramado de intereses privados que transformó la cultura en extensión del mercado. El silencio que domina la instalación no pertenece a la obra sino al país que la produce.
Matías Duville, Argentina’s Venice Biennale Entry: Art, Ruin and Self-Defeat in Salt and Carbon
Argentina’s representation at the 2026 Venice Biennale will be led by Matías Duville. His project, Monitor Yin Yang, consists of a forty-meter drawing made with forty tons of salt and carbon. The work has been presented as both an institutional achievement and proof of the vitality of Argentine art amid crisis. Yet behind the celebratory tone lies a structural transformation. For the first time since the country acquired its national pavilion, Argentina’s participation in Venice will receive no public funding. The state has withdrawn completely, leaving a private gallery and a group of collectors to finance the project.
Argentina’s representation at the 2027 Venice Biennale will be led by Matías Duville. His project, Monitor Yin Yang, consists of a forty-meter drawing made with forty tons of salt and carbon. For the first time, the artist selected will receive no public funding.
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This circumstance is more than anecdotal. It marks the consolidation of a cultural model in which national representation depends on the same sectors that have benefited from economic deregulation, tax reductions, and capital amnesties. The absence of the state is paradoxically treated as a virtue. Private financing is no longer seen as a substitute for public support but as a moral good in itself. This change in paradigm alters the meaning of Argentina’s presence at Venice: what was once a public policy of international projection has become an exercise in patrimonial marketing.

The geopolitical context gives this situation additional significance. Following the financial agreement with the United States and Javier Milei’s alignment with Donald Trump’s administration, Argentina has been redefined as a strategic supplier of critical minerals—lithium, copper, gas—essential to North American industry. In this setting, an installation built of salt and carbon is more than a material coincidence: it expresses the symbolic economy of contemporary Argentina. Salt and carbon are residue and energy; they condense the tension between exhaustion and resource, erosion and extraction. Art, in this case, reproduces the grammar of the economic model that sustains it.
Salt and carbon are residue and energy; they condense the tension between exhaustion and resource, erosion and extraction. Art, in this case, reproduces the grammar of the economic model that sustains it.
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Duville’s visual language amplifies that correspondence. For two decades he has developed an iconography centered on uninhabited landscapes, useless architectures, and post-disaster environments. In his work, nature and the urban appear fused in a permanent state of degradation. Territory is no longer a place of belonging but a surface of traces. This aesthetic of ruin allows for two interpretations. It can be read as a warning—a reflection on the human and environmental costs of modernization—or as a stylization of emptiness, a poetics of catastrophe detached from historical responsibility. Monitor Yin Yang oscillates between both possibilities.
Matias Duville’s aesthetic of ruin allows for two interpretations. It can be read as a warning—a reflection on the human and environmental costs of modernization—or as a stylization of emptiness, a poetics of catastrophe detached from historical responsibility.
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The monumental scale of the project reinforces this ambiguity. The Venice Biennale is a stage where magnitude functions as argument and logistics as a demonstration of power. Visibility depends on the capacity to produce astonishment. Forty tons of salt and carbon are not simply an aesthetic choice; they are a strategy of insertion. Grandiosity operates as a substitute for politics. In a country that has lost cultural sovereignty, scale becomes symbolic compensation.

Duville’s landscape can be read as a form of extractive sublime—a vision of territory in which devastation becomes spectacle. Ruin ceases to serve as denunciation and turns into a national emblem. Instead of questioning the logic of depletion, the work embraces it as destiny. In this reading, Argentina presents itself to the world as a nation capable of transforming dispossession into exportable beauty. Art does not oppose the economic model; it translates it into visual language.
Duville’s landscape can be read as a form of extractive sublime—a vision of territory in which devastation becomes spectacle. Ruin ceases to serve as denunciation and turns into a national emblem.
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The tradition of landscape painting offers useful precedents for this tension. In nineteenth-century Britain, artists such as John Constable and J. M. W. Turner depicted the effects of the Industrial Revolution with an unstable balance between fascination and warning. Their skies filled with steam and their mechanized fields expressed both the energy of progress and the loss of the agrarian world. Beauty carried a moral dimension. Duville works along a comparable line, though in a radically different context: the age of exhaustion. His is not the landscape of progress but of post-modernization, where ruin is the form permanence now takes. The danger is that the ambiguity dissolves and the work functions only as sensory experience. The visitor steps on the salt, hears it crunch, watches the carbon dust cling to their shoes, and unknowingly participates in an allegory of consumption. The material gesture becomes effect; the trace becomes souvenir. Instead of generating critical awareness, the installation offers an aesthetic of resignation. Managed by the global art market, disaster becomes a controlled spectacle.
Duville’s is not the landscape of progress (like Turner’s) but of post-modernization, where ruin is the form permanence now takes. The danger is that the ambiguity dissolves and the work functions only as sensory experience.
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The trajectory of Adrián Villar Rojas helps to contextualize this phenomenon. Since the early 2010s, his monumental sculptures and ruined environments have explored an apocalyptic imaginary. What began as a meditation on the fragility of time evolved into an institutionally profitable formula. His installations multiplied in museums and art fairs, financed by luxury brands and corporate foundations. The rhetoric of extinction proved compatible with the system it purported to critique. In Alain Badiou’s terms, the “event” lost its transformative power and became formal repetition. The art of disaster, once institutionalized, ceases to produce thought and becomes style.
The trajectory of Adrián Villar Rojas helps to contextualize Duville’s work. Since the early 2010s, the former’s monumental sculptures were, in Badiou’s terms, stage “events” which became formal repetition. The art of disaster, once institutionalized, ceases to produce thought.
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Monitor Yin Yang faces a similar risk. Its effectiveness depends on whether it can incorporate its own conditions of production into its meaning. If the project omits the political and economic context that made it possible—the withdrawal of the state, private sponsorship, and structural dependence—it will remain confined to the rhetoric of spectacle. If, instead, the installation or its curatorial text make those conditions visible, the work could operate as diagnosis: a reflection of the society that created it.
The issue extends beyond the artist. The system that produces such works emerged from a broader institutional transformation. During the Kirchner administrations, cultural policy was conceived as an extension of the state. The 2014 purchase of Argentina’s permanent pavilion in the Giardini and the fully funded project by Nicola Constantino expressed a conception of culture as an instrument of diplomatic sovereignty. Art was not viewed as luxury but as representation. Macri’s government altered that equation. Under the symbolic influence of First Lady Juliana Awada, cultural policy shifted toward the private management of visibility. The state became a facilitator for a scene defined by professionalization and profitability. Culture was redefined as a “creative industry.” The current cycle takes that tendency to its conclusion. The state withdraws completely. Galleries and collectors assume the role of national promoters. The Argentine pavilion no longer represents a cultural project of the nation but the market’s capacity to substitute for the state. In symbolic terms, it constitutes a transfer of sovereignty: the public is delegated to the very private actors who benefited from institutional dismantling. Culture is privatized with the same ease as natural resources.
Within this new order, the Barro gallery—producer of the Venice project—acts as de facto interlocutor. Duville’s work integrates into a network of legitimization composed of galleries, foundations, and collectors that define Argentina’s contemporary art scene. The same names recur: Ruth Benzacar, Herlitzka & Co., Costantini, Oxenford, Amoedo, Pérez. These structures concentrate economic and symbolic capital, fund projects, influence museums, and control the international circulation of artists. In this map, the state is decorative.
The model possesses internal coherence. Argentina’s cultural diplomacy aligns seamlessly with its economic paradigm: openness, deregulation, and partnership with private capital. Philanthropy replaces public budgets. National representation becomes a brand for export. The artist, consequently, ceases to mediate between art and society and becomes the emblem of a market niche. The Venice pavilion is the perfect stage for this transformation. The Biennale, once a competition among nations, now operates as a corporate device of global reach. The boundaries between country, enterprise, and gallery blur. Within that context, Duville’s work fulfills its function: to represent a stateless territory through an aesthetic of erosion. Monumentality replaces politics; material gesture replaces argument. The privatization of culture relies on a media discourse that legitimizes it. La Nación, historically aligned with Argentina’s business elites, functions today as the house organ of this new aesthetic regime. Its coverage of the Venice project adopts the tone of an institutional press release. The state’s absence is mentioned in passing and recast as a point of pride: “the collectors and the gallery will make it possible.” The sentence, apparently neutral, contains a complete ideological inversion. What should signify crisis is presented as maturity.

Cultural journalism no longer performs a critical function; it operates as an extension of the public-relations machinery of privilege. In its narrative, inequality appears as efficiency and privilege as responsibility. Culture is depoliticized, reduced to a series of achievements managed by individuals with “entrepreneurial spirit.” The rhetoric of merit replaces any discussion of rights. The figure of the collector stands in for that of the citizen. This kind of reporting has direct consequences for the perception of art. By erasing both the mediating role of the state and the existence of conflict, the media discourse turns culture into a morally neutral field. Art ceases to be a space of interpretation and becomes a symbol of stability. Critique is replaced by celebration; investigation by anecdote.
Within this framework, Duville’s work cannot be evaluated purely in formal terms. Its very existence depends on an institutional apparatus that transforms contemporary art into an instrument for class promotion. The “largest drawing of his life,” as the press describes it, is also the image of a nation that has delegated its voice. Salt and carbon—primary materials—function as an allegory of a country reduced to its basic elements: energy, surface, raw matter. Argentina’s participation in the 2026 Venice Biennale thus synthesizes a new cultural paradigm. An artist who works with the idea of ruin represents a nation that has dismantled its own structures of representation. A private gallery and a group of collectors replace the state. A historic newspaper acts as the regime’s mouthpiece. The result is a coherent landscape: a country that can only present itself through the materials of its own exhaustion. Inside the pavilion, visitors will see a precise field of salt and carbon. They will hear the echo of their footsteps and observe the dust hanging in the air. What they will not see is the system that made that image possible: a network of private interests that has transformed culture into an extension of the market. The silence that dominates the installation does not belong to the artwork but to the nation that produced it.
Duville’s work cannot be evaluated purely in formal terms. Its existence depends on an institutional apparatus. The “largest drawing of his life,” as the press describes it, is also the image of a nation that has delegated its voice
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