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Quiero empezar por algo que no figura en el texto de Lopérfido, pero que explica mejor que nada el ecosistema simbólico en el que se mueve, incluso al reflexionar sobre la muerte: la reacción de Esmeralda Mitre después del divorcio. Apenas él se animó a tener una opinión pública por fuera del personaje conyugal, ella respondió con un latigazo de clase, un insulto directo que lo reducía a lo que siempre temió ser: un advenedizo, un intruso en un linaje que lo toleró mientras le servía y lo expulsó cuando dejó de hacerlo. Bien por él. Sacarse de encima semejante lastre.
Quiero empezar por algo que no figura en el texto de Lopérfido, pero que explica mejor que nada el ecosistema simbólico en el que se mueve, incluso al reflexionar sobre la muerte: la reacción de Esmeralda Mitre después del divorcio
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El gesto pseudo épico del articulo en la revista de centro derecha Seúl expone una ideología argentina mucho más profunda que la anécdota del matrimonio: la obsesión local por controlar quién asciende, quién puede hablar y quién debe pagar con humillación cualquier intento de emanciparse del lugar asignado.
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La Argentina, en su aparato cultural, vive de ese catálogo moral: los que “tienen apellido” y los que lo imitan; los que “pertenecen” y los que “performan pertenencia”. Pero hay algo más, algo que en este país pesa incluso más que la casta y los apellidos: la enfermedad
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Argentina está obsesionada con la enfermedad y la muerte. Las convierte en criterio estético, en moral, en espectáculo, en linaje simbólico. Y en ese punto la historia cambia completamente: la ELA tiene un poder real, un poder que la opinión pública, la clase y la escena no pueden domesticar. La enfermedad se convierte en árbitro final de la forma, de la imagen y del mito.

Por eso, cuando Lopérfido se refiere a Tannhäuser —y decide mencionarlo como paisaje sonoro de su escritura— no está simplemente revelando un gusto musical. Está revelando la estructura estética con la que piensa la enfermedad: la caída del cuerpo como caída del personaje, el derrumbe de la forma burguesa, la imposibilidad de volver a la escena después de haber perdido aquello que lo legitimaba.
Por eso cuando Lopérfido se refiere a Tannhäuser —y decide mencionarlo como paisaje sonoro de su escritura— no está simplemente revelando un gusto musical. Está revelando la estructura estética con la que piensa la enfermedad. Hoy a las 19 horas en mi canal de YouTube.
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Tannhäuser: el espejo que Lopérfido no quiso ver
Hay un detalle casi perdido en el texto de Darío Lopérfido sobre su ELA que, leído con atención, abre una interpretación completa del personaje, su trayectoria y su caída. Un detalle mínimo, pero decisivo: afirma que escribió el artículo escuchando la obertura de Tannhäuser. Ese gesto —verdadero o inventado— es más revelador que toda su retórica sobre la enfermedad.
Porque Tannhäuser no es una ópera sobre la muerte. Es una ópera sobre la caída del personaje. Y eso, precisamente eso, es lo que Lopérfido no puede procesar.

Venusberg: el cuerpo sin forma como amenaza
La obra empieza en Venusberg: una caverna húmeda, porosa, saturada de placer, donde Tannhäuser yace atrapado en un exceso que lo disuelve. Ese cuerpo sin disciplina —húmedo, horizontal, desordenado— erosiona la identidad del héroe. Lo vuelve irreconocible. Desarma la forma que sostiene su lugar en el mundo.

Para Lopérfido, la ELA es exactamente eso: el Venusberg del cuerpo burgués. No la muerte —que él vende como “épica” si tiene glamour—, sino la pérdida del control de la forma. La baba, el temblor, la caída, la voz que se vuelve alcohólica. No teme dejar de vivir; teme dejar de parecer quien fue. Lo que para cualquier paciente es síntoma, para él es ordinariez.
Venusberg es la abyección. Y la abyección, en su forma intolerable.
El regreso imposible: querer volver cuando ya no se puede
Cuando Tannhäuser abandona Venusberg y trata de reintegrarse a la escena de los poetas, fracasa. No porque no cante. Fracasa porque el personaje ya no existe. La forma que lo legitimaba se quebró. Busca reconocimiento, pertenencia, linaje estético; ya no lo obtiene. Lo mismo hace Lopérfido: su texto es el intento de regresar al concurso que lo expulsó.

El artículo sobre la ELA no es un testimonio íntimo. Esta presentada como penúltima aria, escrita para recuperar un linaje simbólico al que nunca perteneció: Bowie, Abbado, Hawking. La fantasía de morir con estilo cuando la vida no ofreció obra suficiente para sostener ese deseo.
Como Tannhäuser, no pide perdón. Pide reconocimiento. Quiere que alguien diga: “vos también pertenecés”.
La estética de la muerte como sustituto de la obra
Su obsesión no es la enfermedad: es la estética de la enfermedad. En Tannhäuser, la caída del cuerpo abre una verdad insoportable: el héroe ya no controla la imagen que organizaba su identidad. Es exactamente lo que pasa en el artículo de Lopérfido cuando confronta lo que llama “la ordinariez insoportable” de la ELA. Esa ordinariez no está en el cuerpo enfermo. Está en la incapacidad de sostener la ficción burguesa del yo vertical, rígido, controlado.
Tannhäuser muestra que cuando cae el cuerpo, cae la forma. Y cuando cae la forma, cae el personaje. Ese es el núcleo del drama. No la humedad del cuerpo. Sino la disolución de la imagen.

El pedido final: redención sin obra
En la ópera, Tannhäuser muere sin alcanzar la redención estética que buscaba. No porque no la merezca, sino porque no produce nada nuevo. Quiere volver al linaje sin ofrecer obra. Esa es la estructura exacta del texto de Lopérfido: una súplica de linaje cultural sin producción equivalente. Un intento de elevar una experiencia personal a la categoría de estética final sin pasar por el trabajo simbólico.
Quiere una muerte con forma. No puede soportar una muerte sin ella. El problema es simple y brutal: la forma ya no depende de él.
Por qué Tannhäuser es la clave
Que Lopérfido invoque Tannhäuser no es casual. Es la confirmación de que entiende su situación no como un problema médico sino como un problema de escena. Si el cuerpo ya no garantiza la verticalidad que organizó toda su vida, la única salida es convertir la caída en un último acto performático. Pero Tannhäuser le responde lo que él no quiere escuchar: No hay regreso para quienes ya no controlan su propia forma. Y no hay legitimación estética sin obra.

En tres horas se estrena la premiere de este episodio en mi canal de YouTube. Si no están suscriptos, háganlo ahora: es el lugar donde estas discusiones se vuelven públicas y donde la lectura crítica realmente circula.
Quiero empezar por algo que no figura en el texto de Lopérfido, pero que explica mejor que nada el ecosistema simbólico en el que se mueve: la reacción de Esmeralda Mitre después del divorcio. Apenas él se animó a tener una opinión pública por fuera del personaje conyugal, ella respondió con un latigazo de clase, un insulto directo que lo reducía a lo que siempre temió ser: un advenedizo, un intruso en un linaje que lo toleró mientras le servía y lo expulsó cuando dejó de hacerlo. Ese gesto expone una ideología argentina mucho más profunda que la anécdota del matrimonio:
la obsesión local por controlar quién asciende, quién pertenece, quién puede hablar y quién debe pagar con humillación cualquier intento de emanciparse del lugar asignado.
La Argentina, en su aparato cultural, vive de ese catálogo moral: los que “tienen apellido” y los que lo imitan; los que “pertenecen” y los que “performan pertenencia”. Pero hay algo más, algo que en este país pesa incluso más que la casta y los apellidos: la enfermedad.
Argentina está obsesionada con la enfermedad y la muerte. Las convierte en criterio estético, en moral, en espectáculo, en linaje simbólico. Y en ese punto la historia cambia completamente: la ELA tiene un poder real, un poder que la opinión pública, la clase y la escena no pueden domesticar. La enfermedad se convierte en árbitro final de la forma, de la imagen y del mito.
Por eso, cuando Lopérfido se refiere a Tannhäuser —y decide mencionarlo como paisaje sonoro de su escritura— no está simplemente revelando un gusto musical. Está revelando la estructura estética con la que piensa la enfermedad: la caída del cuerpo como caída del personaje, el derrumbe de la forma burguesa, la imposibilidad de volver a la escena después de haber perdido aquello que lo legitimaba.





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