Si no viste mi Mala Educación dedicada a Lopérfido y su nota en la Revista Seúl, lo podes ver acá y desde ya subscribirte
La enfermedad como acto estético.
Hay una forma muy específica —y muy moderna— de narrar la propia caída: estetizar, lo que implica performarla. Esto no significa simularla sino que se experimenta de otra manera; no como vínculo, no como cuidado, sino imagen final. Un gesto que no busca ser comprendido sino reconocido. Este tipo de performance no pide acompañamiento: pide gloria y desplaza al ‘paciente’ o, a la víctima, a un espacio y temporalidad alternativos. Diría yo: sacramentales.

Eso es lo que atraviesa el texto de Lopérfido cuando habla de su experiencia del ELA que es el tema del Segundo Episodio de La Mala Educación, mi canal de YouTube de esta semana y que ya tiene más de 2000 vistas en un par de días. Lo que hace Lopérfido no es una pedagogía, no habla de la enfermedad, en sí. Ni siquiera se refiere al dolor, ni al miedo, ni a la fragilidad compartida, sino a algo mucho más preciso: la angustia de perder el estilo o lo que él denomina, un tanto pretenciosamente, ‘la belleza’. Al fetichizar la enfermedad como una abyección irremontable, Lopérfido no solo se vuelve melancólico, como planteo en el video que pueden ver al principio de este post, sino que se vuelve melodramático que es algo totalmente distinto. Su aparente desesperación por una degradación que no admite épica, que no produce figura, que no ofrece una pose final digna de ser recordada, lo lleva a un lugar extraño.
Al transformar en fetiche a su enfermedad como una abyección irremontable, Lopérfido no solo se vuelve melancólico, como planteo en el video que pueden ver al principio de este post, sino que se vuelve melodramático.
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El melodrama de la enfermedad como oportunidad y amenaza
Desde una perspectiva de género, el melodrama es un dispositivo que feminiza el sufrimiento para volverlo legible y aceptable, pero al mismo tiempo lo subordina: autoriza la emoción solo cuando aparece en cuerpos históricamente asignados al cuidado, la fragilidad o la dependencia, y la sanciona cuando irrumpe en cuerpos masculinos que deberían encarnar control, autonomía y forma. Por eso el melodrama no cuestiona el orden de género sino que lo repara. Permite que el dolor circule siempre que adopte una gramática afectiva conocida —sacrificio, abnegación, víctima inocente— y castiga las emociones que no encajan (rabia, abyección, ambigüedad, dependencia masculina). En ese sentido, el melodrama no libera lo femenino ni humaniza lo vulnerable: lo administra, redistribuyendo quién puede sufrir en público, cómo y con qué recompensa simbólica. Esta es la clave del texto de Loperfido en la revista Seúl. No es una pedagogía de la enfermedad, no es una ética de la muerte sino que es un melodrama de su propia perdida de forma, ex ante.
El melodrama no libera lo femenino ni humaniza lo vulnerable: decide quién puede sufrir en público, cómo y con qué recompensa simbólica. Esta es la clave del texto de Loperfido en la revista Seúl. No es una pedagogía de la enfermedad, no es una ética de la muerte sino que es un melodrama de su propia perdida de un escenario que ya había perdido, ex ante.
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Ahí aparece, el síndrome Rimbaud: el artista maldito, intoxicado, bello en su exceso, admirable incluso en su autodestrucción. El cuerpo que cae, pero que cae con encanto. El abismo estétizado. La ruina como epifanía.
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Es en este entrecruzamiento entre síndrome Rimbaud y melodrama en donde la performance del yo de Lopérfido, siembre anfibio y ambivalente, lo define. No en devenir sino en un estado intermedio que lo caracterizo y lo hizo atractivo para cierto tipo de mujeres y supongo que para el poder que busca gente que apele a mercados amplios y sobretodo, tras los 90s, que erotize el poder y en este caso la muerte. Cómo se cruzan el síndrome Rimbaud y el melodrama?
El síndrome Rimbaud y el melodrama se cruzan en un punto preciso: ambos convierten el sufrimiento en escena, pero lo hacen desde posiciones de género opuestas y complementarias. El melodrama feminiza el dolor para volverlo moralmente legible —cuerpo que sufre, emoción visible, pedido implícito de reconocimiento— mientras que el síndrome Rimbaud masculiniza la caída, intentando rescatarla del registro melodramático mediante estilo, lucidez y aura maldita. Lo hace contra lo que pretender ser Lopérfido: épico. El primero busca absolución a través de la emoción; el segundo, excepción a través del encanto. Cuando el cuerpo ya no sostiene ni la épica masculina ni la coreografía melodramática, aparece el pánico o Lopérfido, que parecerían ser algo bastante similar: el sufrimiento no logra ni dignidad femenina ni distinción viril. Ahí el sujeto oscila entre exhibirse (melodrama) y estetizarse (Rimbaud), sin aceptar el único lugar que ambos rechazan: la dependencia sin escena, el cuidado del generoso y amoroso, la vulnerabilidad que no produce capital mediatico.

Estebán Bullrich y el ELA activista
El problema no es la enfermedad. Eso queda claro, desde el principio, sino que el problema es que esta enfermedad no produce una caída heroica. No permite visualmente, la iconicidad de la lucha. No hay ángel rebelde.Sin embargo, Esteban Bullrich, el ex diputado y senador del PRO que conoció publicamente su diagnóstico en el 2021 parecería demostrar lo contrario. El hace visible el ELA, lo hace activismo y lucha mientras que Loperfido se anticipa melodramáticamente al final, estatizando.
Loperfido lo que no ve en el ELA es romanización ni intoxicación sublime. No hay abismo elegante. Hay baba, torpeza, dependencia, descoordinación. Hay un cuerpo que deja de responder a la imagen que lo sostuvo. Y eso —más que la muerte— es lo que el texto no puede metabolizar. Por eso la comparación es obsesiva. Por eso la jerarquía implícita. Por eso la nostalgia de otras muertes más “narrables”. Su texto no está diciendo “estoy sufriendo”; sino que está diciendo: “El ELA no me queda lo bien que me podrían quedar otras enfermedades”. No es una queja clínica: es una queja estética. El síndrome Rimbaud no teme morir joven; teme morir sin estilo. No teme la desaparición; teme la ordinariez, como lo dice Loperfido explícitamente.
El síndrome Rimbaud no teme morir joven; teme morir sin estilo. No teme la desaparición; teme la ordinariez, como lo dice Loperfido explícitamente.
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La ausencia del SIDA en la tanatología Loperfidiana
Cómo ex Director del Rojas es sorprendente que Loperfido no mencione al SIDA. En las auto ficciones del SIDA, sobretodo entorno de la figura de la muerte de Michel Foucault —esas donde el cuerpo se desarma pero la escritura no intenta salvar la imagen sino, por el contrario, redefinir los términos de la belleza, la masculinidad, la femineidad y la heroicidad; había otra cosa: una aceptación brutal de la fragilidad, una renuncia a la épica, una politización del cuidado, incluso (y este es mi mayor reclamo y disidencia con Lopérfido) una belleza en la abyección. En figuras como Hervé Guibert no hay pose final sino devenir: proceso. Incluso no hay linaje que reclamar ni comunidad que sostener. Y cuando esa comunidad se construye es una comunidad a través de la muerte como Schiliro en su ‘Batato te entiendo’ (Colección Kuitca) quien había muerto de SIDA un par de años antes. Además, como planteo en mi libro sobre el tema, a ser publicado en inglés en el 2026, el virus siempre sobrevive al muerto. Esta es una diferencia con el ELA donde el germen de la destrucción es inherente a la identidad del paciente en el sentido mas biológico del termino. La suya es una identidad que no se puede construir ni adquirir a través del intercambio de flujos sino una identidad que, Loperfido, ve como fija. Cómo un destino predeterminado. Su ateismo, incluso, le impide ver la posibilidad ni de la redención ni de los milagros.
Con su CV, sorprende que Loperfido no mencione al SIDA. En cuyas auto ficciones, sobretodo entorno de la figura de la muerte de Michel Foucault —esas donde el cuerpo se desarma pero la escritura no intenta salvar la imagen sino, por el contrario, redefinir los términos de la belleza, la masculinidad, la femineidad y la heroicidad; había otra cosa: una aceptación brutal de la fragilidad.
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Por eso, su única arma es la escritura que funciona, en su caso, como última prótesis narcisista. Como si el lenguaje pudiera reemplazar al cuerpo, como si la lucidez pudiera mantenerse intacta mientras todo lo demás se cae, como si la frase correcta pudiera garantizar pertenencia incluso cuando la forma ya no responde. El síndrome Rimbaud es eso: la fantasía de que el yo puede sobrevivir a la caída del cuerpo si conserva el gesto adecuado pero cual es el gesto adecuado. Qué diría, al respecto, Hervé Guivert en su À l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie. Que la degradación puede ser redimida si se la cuenta con el tono justo? Que la enfermedad puede convertirse en obra cuando ya no hay obra que la sostenga? Lo dudo. Mas bien todo lo contrario. La forma no tiene nada que hacer allí. Lo único que vale es la reformulación de la ética para poder vivir la abyección no como negación (como en la mafia del amor del Grupo Rojas) sino como oportunidad.
Qué diría, al respecto, Hervé Guivert en su À l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie. Que la degradación puede ser redimida si se la cuenta con el tono justo? Que la enfermedad puede convertirse en obra cuando ya no hay obra que la sostenga? Lo dudo. Mas bien todo lo contrario.
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Por eso la violencia de Loperfido hacia otros cuerpos enfermos. Por eso el desprecio por lo visible. Por eso el terror a ser cuidado. El cuerpo dependiente no es indigno por lo que es, sino por lo que muestra: que el yo no es autosuficiente, que la imagen no manda, que el estilo no alcanza. La enfermedad, entonces, no aparece como experiencia compartida sino como fracaso de performance. No como límite humano sino como interrupción del personaje. No como lugar de encuentro sino como expulsión de la escena.
La Re-Patriarcalización de la muerte anticipada en la era Post-SIDA
El texto entero funciona como un último intento de permanecer en el linaje de los que “se fueron bien”. De los que supieron convertir la ruina en gesto. De los que hicieron del abismo un capital trágico en el que el lector se pueda identificar aunque sea a través del Schadenfreude. Pero el síndrome Rimbaud tiene un problema estructural: solo funciona cuando la caída es bella. Cuando no lo es, lo único que queda es, como decía hace un par de párrafos: el pánico. Y ese pánico no se resuelve con estilo. Se resuelve —si se resuelve— con algo que el texto de Loperfido apenas roza y enseguida abandona: el cuidado, el vínculo, la aceptación de una forma que ya no responde a la imagen que uno tenía de sí mismo. La verdadera tragedia no es la enfermedad. Es no poder imaginar belleza (palabra ingrata) fuera del aura de ‘santidad’ alternativa que da el ‘ser maldito’ (que nunca es, realmente, maldito sino que posa como tal). ‘Ser maldito’ es un acto de apropiación, ademas de pose. Como la amistad que no puede concebir la humanidad sin confesión. Ahí, y solo ahí, el síndrome Rimbaud deja de ser fascinante y se vuelve cruel.
Pero el síndrome Rimbaud tiene un problema estructural: solo funciona cuando la caída es bella. Cuando no lo es, lo único que queda es, como decía hace un par de párrafos: el pánico. Y ese pánico no se resuelve con estilo. Se resuelve —si se resuelve— con algo que el texto de Loperfido apenas roza y enseguida abandona: el cuidado, el vínculo.
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